La vida era bastante más simple antes, pensó Indra con un suspiro. Era verdad que Pete y Anne pasaban casi todo el tiempo en el colegio, pero esto no le había permitido el tiempo libre que esperaba. Al ascender Walter a los escalones superiores del Estado tenía que mantener una agitada vida social. Aunque quizás eso fuese exagerar un poco; el director de la Oficina de Ballenas se hallaba aún muy lejos (por lo menos a seis escalones) de las alturas selectas que habitaban el presidente y sus consejeros.
Pero había algunas cosas que no dependían del rango oficial. Nadie podía negar al trabajo de Walt un encanto y un interés en sus actividades que le hacían conocido en un círculo mucho más amplio que los otros directores de la División Marítima, incluso antes del artículo del Earth Magazine y de la polémica sobre el sacrificio de ballenas. ¿Cuántos sabían el nombre del director de granjas de plancton o de producción de alimentos? Ni siquiera el uno por ciento de los que habían oído hablar de Walter, y eso la enorgullecía aunque al mismo tiempo exponía a Walter a muchos celos y resentimientos interdepartamentales.
Y ahora parecía expuesto —probablemente— a algo aún peor. De momento, nadie de la Oficina, y menos entre los funcionarios superiores de la División Marítima o de la Organización Mundial de Alimentos, imaginaba siquiera que Walter tuviese dudas personales y no estuviese totalmente entregado a defender el statu quo.
Sus tentativas de leer el último número de Nature se vieron interrumpidas por el visófono privado. Pese a sus decididas protestas, lo habían instalado el día que Walter se convirtió en director. Al parecer el servicio público no era lo bastante bueno, así la Oficina podía tener localizado a Walter siempre que quisiese, a menos que él mismo tomase medidas para impedirlo.
—Oh, buenos días, señora Franklin —dijo la operadora, que prácticamente era amiga de la familia—. ¿Está el director?
—Me temo que no —dijo Indra con satisfacción—. Llevaba un mes sin un día libre y se ha ido con Peter a navegar por la bahía. Si quieren localizarle tendrán que enviar un avión. La radio del J94 ha vuelto a estropearse.
—¿Los dos aparatos? ¡Qué extraño! De todos modos no es urgente. ¿Querrá usted entregarle este informe cuando llegue?
Con un clic apenas audible, una hoja de papel cayó en el recipiente de informes. Indra lo leyó, dijo un distraído adiós a la operadora, e inmediatamente llamó a Franklin por su radio, que funcionaba perfectamente.
El rechinar del barco, el suave murmullo del agua que cortaba el suave casco, e incluso el grito esporádico de un ave marina, fueron los sonidos que llegaron claramente por el auricular y la trasladaron de pronto a Bahía Moreton.
—Creí que te gustaría saberlo, Walter —dijo—. El Consejo de Policía celebrará su reunión especial el próximo miércoles, aquí en Brisbane. Eso te deja tres días para decidir lo que vas a decirles.
Hubo una breve pausa durante la cual pudo oír a su marido moverse por el barco. Luego, Franklin contestó:
—Gracias, querida. Ya sé lo que tengo que decir… lo que no sé es cómo decirlo. Pero he pensado algo que quizás ayude. Tú conoces a las mujeres de todos los guardianes… supón que llamas a cuantas puedas, e intentas descubrir lo que piensan sus maridos sobre este asunto. ¿Puedes hacerlo sin que resulte sospechoso? Para mí en este momento no es tan fácil saber lo que piensan mis hombres. Son lo bastante fieles como para decirme lo que suponen que yo quiero que digan.
Hubo un quiebro en la voz de Franklin que Indra había advertido cada vez con más frecuencia en los últimos días. Pero conocía a su marido lo bastante bien como para estar segura de que no lamentaba en absoluto haber asumido sus responsabilidades.
—Es una buena idea —dijo ella—. Hay por lo menos una docena a las que debería haber visitado hace semanas, y esto me dará una excusa. Aunque probablemente signifique que tengamos que celebrar otra fiesta.
—Eso no me importa, mientras siga siendo director y pueda permitirme pagarla. Pero si me vuelven al sueldo de guardián en un mes o así, tendremos que suspender el festejo.
—No creerás realmente…
—Bueno, no es que las cosas estén tan mal. Pero pueden trasladarme a un puesto tranquilo y seguro, aunque no puedo imaginar qué servicios puedo prestar fuera de la oficina. QUÍTATE DE EN MEDIO IMBÉCIL… ¿ES QUE NO VES POR DÓNDE ANDAS?. Lo siento, querida, hay por aquí demasiados marineros de fin de semana. Volveremos en unos noventa minutos, si es que no nos embiste algún idiota. Pete dice que quiere miel para el té. Adiós.
Indra contempló pensativa la radio en la que de golpe cesaron los rumores del barco distante. Le hubiera gustado acompañar a Walter y a Pete en su excursión por la bahía, pero había comprendido que su hijo necesitaba ahora la compañía de su padre más que la suya. A veces gruñía un poco por esto, dándose cuenta de que en unos meses perderían a aquel muchacho cuya mente y cuerpo habían formado, pero que se les escapaba ahora de entre las manos.
Era inevitable, desde luego; los lazos que ligan a padres e hijos debían ahora separarles. No sabía si Pete comprendía por qué estaba tan decidido a irse al espacio; después de todo, era una ambición bastante común entre los muchachos de su edad. Pero era uno de los que habían obtenido el título triplanetario a edad más temprana, y era fácil entender el porqué. Estaba decidido a conquistar aquel elemento que había derrotado a su padre.
Pero basta de ensueños, se dijo. Cogió su archivo de números de visófono y comenzó a seleccionar los nombres de las mujeres de todos los guardianes que podían estar en casa.
El Consejo de Policía se reunía normalmente dos veces al año, y pocas veces había cuestiones realmente políticas que discutir, pues la mayor parte del trabajo de la Oficina lo desempeñaban satisfactoriamente los comités encargados de finanzas, producción, personal y desarrollo técnico. Franklin pertenecía a todos ellos, aunque sólo como miembro ordinario, pues el presidente era siempre alguien de la División Marítima o del Secretariado Mundial. A veces volvía de las reuniones deprimido y descorazonado; pero no era habitual que volviese también de mal humor.
Desde el momento en que le vio entrar en casa, Indra supo que algo había ido mal.
—Dame ya la mala noticia —dijo con resignación cuando su exhausto marido se derrumbó en el sillón más cómodo—. ¿Tienes que buscar otro empleo?
Sólo bromeaba a medias, y Franklin logró esbozar una vaga sonrisa.
—Las cosas no están tan mal —contestó—. Pero hay más en juego en este asunto de lo que piensas. El viejo Burrows venía bien preparado; alguien del Secretariado le ha dado información completa. El asunto es el siguiente: a menos que pueda demostrarse que resultará mucho más barato producir alimentos de la leche de ballena y de derivados sintéticos que con el método actual, continuarán sacrificándose ballenas. Ni siquiera un ahorro de un diez por ciento se considerará suficiente para justificar el cambio. Según Burrows, lo que nos interesa es una reducción de costos, no seguir abstrusos principios filosóficos come el de tratar con justicia a los animales.
»Eso es bastante razonable, supongo, y desde luego no intentaría rebatirlo. El problema se planteó durante el descanso del café, cuando Burrows me llevó a un rincón y me preguntó qué pensaban los guardianes de este asunto. Le dije entonces que el ochenta por ciento preferían que cesasen los sacrificios de ballenas, aunque significase un aumento en el coste de los alimentos. No sé por qué me hizo esta pregunta, quizás se hayan filtrado noticias de nuestra pequeña encuesta.
»De todos modos, mi contestación le alteró un tanto, y pude ver que intentaba salirse por la tangente Luego me dijo claramente que yo sería un testigo clave del caso, y que a la División Marítima no le gustaría que defendiese a Thero ante una audiencia de cinco millones de personas. «¿Y si me piden mi opinión personal?», dije. «Nadie ha trabajado más que yo para aumentar la producción de carne y aceite de ballena, pero me gustaría que la Oficina se convirtiese lo antes posible en un Servicio puramente de conservación». Me preguntó entonces si había meditado bien mi postura y yo le dije que sí. Luego las cosas tomaron un cariz más personal, aunque con un tono amistoso, y llegamos a la conclusión de que había una clara diferencia de criterios entre los que manejaban directamente a las ballenas y los que las veían sólo como estadísticas en los gráficos de producción de alimentos. Después Burrows salió e hizo unas llamadas telefónicas, y nos hizo esperar media hora mientras hablaba con unos cuantos peces gordos del Secretariado. Por último volvió con lo que prácticamente eran mis órdenes, aunque procuró que no lo pareciesen. En resumen es lo siguiente: «He de ser en todo un obediente muñequito de ventrílocuo».
—Pero ¿y si la otra parte te pregunta directamente cuál es tu opinión personal?
—Nuestro abogado procurará evitarlo, y si fracasa yo diré que no tengo opinión personal.
—¿Y qué se persigue con todo esto?
—Eso mismo le pregunté yo a Burrows, y finalmente logré sacárselo. Hay por medio cuestiones políticas. En el Secretariado creen que Maha Thero llegará a hacerse demasiado poderoso si gana este caso, así que quieren combatirle con todos los medios.
—Ahora comprendo —dijo Indra lentamente—. ¿Tú crees que el Thero persigue el poder político?
—Para sí mismo… no. Pero quizás intente ganar influencia para implantar sus ideas religiosas, y eso es lo que el Secretariado teme.
—¿Y cuál va a ser tu actitud?
—No lo sé —contestó Franklin—. Realmente no lo sé.
Aún seguía indeciso cuando comenzaron las audiencias y el Maha Thero hizo su primera aparición personal ante los espectadores de todo el mundo. Mientras contemplaba a aquel hombrecito de túnica amarilla y resplandeciente cráneo, Franklin no podía evitar pensar que no parecía, a primera vista, muy impresionante. De hecho, había en él algo casi cómico: hasta que empezaba a hablar, y uno sabía sin lugar a dudas que estaba en presencia del poder y la convicción.
—Me gustaría dejar absolutamente clara una cosa —dijo el Maha Thero, dirigiéndose no sólo al presidente de la comisión, sino también a los invisibles millones que veían aquella primera audiencia—. No es cierto que intentemos implantar el vegetarianismo en el mundo, como han intentado hacer creer algunos de nuestros adversarios. Ni siquiera el propio Buda se abstenía de comer carne, cuando se la daban, y tampoco nosotros, pues un huésped debe aceptar agradecido todo lo que su anfitrión le ofrece.
»Nuestra actitud se basa en algo más profundo y más fundamental que los prejuicios alimentarios, que son normalmente pura cuestión de condicionamiento. Es más, creemos que la mayoría de los hombres razonables, tengan o no nuestras creencias religiosas, acabarán aceptando nuestro punto de vista.
»Puede resumirse de modo muy simple, aunque sea resultado de veintiséis siglos de pensamiento. Consideramos que es malo causar daño o matar a un ser vivo, cualquiera que sea, pero no somos tan estúpidos como para imaginar que pueda evitarse por completo. Reconocemos, por ejemplo, que es necesario eliminar los microbios y las plagas de insectos, aunque lamentemos tal necesidad.
»Pero cuando el matar ya no es esencial, debe cesar la matanza. Creo que hemos llegado a ese punto con respecto a la mayoría de los animales superiores. La producción de todo tipo de proteínas sintéticas de fuentes puramente vegetales es hoy una posibilidad económica… O lo será si se hace lo necesario para ello. Dentro de una generación podremos abandonar la carga de culpa que, mucho o poco, ha agobiado nuestras conciencias individuales, y que debe haber acosado en un momento u otro la conciencia del hombre al mirar el mundo de vida con el que comparte su planeta.
»Sin embargo, no intentamos imponer a nadie, contra su voluntad, esta actitud. Las buenas acciones carecen de mérito si vienen impuestas por la fuerza. Nos contentaremos con dejar que los hechos y datos que a continuación se aportan hablen por sí mismos, para que el mundo pueda elegir.
Era, pensaba Franklin, un discurso sencillo y directo, totalmente vacío del fanatismo que fatalmente habría despertado prejuicios contra la causa en aquélla era racionalista. Sin embargo, todo el asunto era bastante irracional; en un mundo puramente lógico, no habría podido plantearse la disputa, pues nadie habría dudado del derecho del hombre a utilizar el reino animal según considerase oportuno. Pero la lógica podía resultar aquí peligrosa; podía utilizarse fácilmente para defender el canibalismo.
El Thero no había mencionado en ninguna parte de su discurso algo que había impresionado hondamente a Franklin. No había planteado la posibilidad de que el hombre pudiese algún día entrar en contacto con formas ajenas de vida que pudiesen juzgarle por su conducta hacia el resto del reino animal. ¿Pensaría acaso que se trataba de una idea demasiado avanzada y que el público en general no se la consideraría seria y se tomaría la campaña un poco a broma? ¿O había comprendido que era un argumento que podría tener especial fuerza de persuasión con un exastronauta? No había modo de saberlo; en cualquier caso, demostraba que el Thero era un astuto previsor de las reacciones, tanto privadas como públicas.
Franklin desconectó el receptor. Las escenas que aparecían ahora las conocía de sobra, pues había ayudado al Thero a filmarlas. La División Marítima, pensó malignamente, debe de estar lamentando ahora las facilidades que dio a Su Reverencia, pero, en fin, era lo único que podía hacer, dadas las circunstancias.
A los dos días tendría que comparecer a prestar declaración; se sentía ya más como un criminal a punto de ser juzgado que como un testigo. Y en realidad iba a pasar un juicio… o, para ser más exactos, pasaría por él su conciencia. Resultaba extraño que habiendo intentado en una ocasión suicidarse, pusiera ahora objeciones a la matanza de otras criaturas. Debía existir allí alguna conexión, pero le resultaba demasiado complicado desentrañarla, y aunque lo lograse, poco le ayudaría a resolver su dilema.
Sin embargo, la solución estaba en camino, y venía en una dirección totalmente inesperada.