Capítulo XXI

—Así que —gruñó Franklin— ésta es la recompensa por mis veinte años de servicios públicos… que hasta en mi propia familia me consideren un carnicero cruel.

—Pero todo eso es verdad, ¿no? —dijo Anne señalando la pantalla de televisión, que unos segundos antes goteaba sangre.

—Por supuesto que sí. Pero se ha dispuesto todo muy hábilmente con fines propagandísticos También yo podría hacer una filmación defendiendo nuestro punto de vista.

—¿Estás seguro? —preguntó Indra—. En la División estarían encantados de que lo hicieses, pero no creo que resulte fácil.

Franklin resopló indignado.

—¡Esas estadísticas son absurdas! La idea misma de ordeñar los rebaños en vez de sacrificarlos es una simple locura. Si dedicamos todos nuestros recursos a la producción de leche de ballena, no podremos cubrir ni una cuarta parte de la pérdida de grasas y de proteínas que se producirá al cerrar las plantas de transformación.

—Vamos, Walter —dijo Indra plácidamente—, no es necesario que te rompas un vaso sanguíneo intentando mantener la calma. Lo que realmente te subleva es la idea de que deban ampliarse las granjas de plancton para cubrir el déficit.

—Bien, tú eres la bióloga. ¿Es práctico convertir esa sopa de guisantes en buenos filetes?

—Sin duda es posible. Se hizo un experimento muy ingenioso. Se le dio a probar al chef del Waldorf el producto auténtico y el sintético, y no pudo apreciar la diferencia. No hay duda de que tienes una buena batalla ante ti… La gente de las granjas se pondrá inmediatamente del lado de Thero, y se producirá una total escisión en la División Marítima.

—Probablemente él lo planeó —dijo Franklin con forzada admiración—. Está diabólicamente bien informado. Preferiría no haberle dicho tanto sobre las posibilidades de la producción de leche durante aquella entrevista… y encima lo exageraron un poco en el artículo final. Estoy seguro de que eso fue lo que hizo que empezara todo.

—Ésa es otra cosa que iba a decirte. ¿Dónde consiguió las cifras en las que basa sus estadísticas? Que yo sepa, no se han publicado en ninguna parte fuera de la Oficina.

—Tienes razón —admitió Franklin—. Debería haber pensado antes en eso. Lo primero que haré mañana por la mañana será darme una vuelta por Isla Heron para charlar un rato con el doctor Lundquist.

—¿Me llevarás, papá? —suplicó Anne.

—Esta vez no, señorita. No me gustaría que una hija mía oyese algunas de las cosas que tendré que decir.

—El doctor Lundquist está fuera, en la laguna, señor —dijo el primer ayudante de laboratorio—. No hay modo de contactar con él hasta que decida regresar.

—Oh, ¿no hay ningún medio? Yo podría bajar allí y darle un toquecito en el hombro.

—No me parece aconsejable, señor. A Atila y a Gengis Khan no le gustan gran cosa los extraños.

—Dios mío, así que está nadando con ellos…

—Oh… le han tomado mucho cariño, y se han hecho muy amigos también de los guardianes que trabajan con ellos, pero si se acercase algún otro se lo comerían enseguida.

«Aquí parece que suceden muchas cosas» pensó Franklin, «de las que sé muy poco». Decidió acercarse hasta la laguna andando; a menos que hiciese un calor extremado, o hubiese que llevar algo, no merecía la pena tomar un coche para distancias tan cortas.

Había cambiado de idea cuando llegó al nuevo muelle oriental. O Isla Heron estaba creciendo, o los años empezaban a pesarle. Se sentó y contempló el mar. La marea estaba alta, pero la línea divisoria que señalaba el borde del arrecife se veía claramente, y en la zona cercada aparecían las manchas de las dos ballenas asesinas como intermitentes masas de niebla. Había allí también un pequeño bote, y alguien dentro, pero estaba demasiado lejos para que pudiese ver si era el doctor Lundquist o uno de sus ayudantes.

Esperó unos minutos y telefoneó luego pidiendo un bote que le llevase hasta el arrecife. En algo más de lo que le hubiese llevado nadar hasta allí, llegó al recinto y pudo ver bien por primera vez a Atila y a Gengis Khan. Las dos ballenas asesinas medían algo menos de diez metros de longitud, y cuando el bote comenzó a aproximarse a ellas, ambas retrocedieron y le contemplaron con sus inmensos e inteligentes ojos. La actitud insólita, y el blanco puro de los cuerpos que tenía ante sí, dieron a Franklin la extraña impresión de que no se hallaba frente a animales, sino frente a seres que podían hallarse en un estadio superior del orden natural que él mismo. Sabía que no era cierto, y se recordó que estaba contemplando a los más implacables asesinos del mar.

Las ballenas volvieron al agua, aparentemente satisfechas de lo que habían visto. Fue entonces cuando Franklin localizó a Lundquist, que trabajaba a unos diez metros de profundidad con un pequeño torpedo cargado con instrumentos. Probablemente la conmoción le había interrumpido, porque salió inmediatamente a la superficie e hizo una seña a su visitante al reconocerle, echándose hacia atrás la máscara facial.

—Buenos días, señor Franklin. No le esperaba hoy. ¿Qué le parecen mis alumnos?

—Impresionantes. ¿Qué tal aprenden sus lecciones?

—No hay duda a ese respecto; son muy inteligentes. Más inteligentes aún que las marsopas, y sorprendentemente afectuosos cuando llegan a conocerte. Puedo ya enseñarles a hacer cualquier cosa. Si quisiese cometer el crimen perfecto, no tendría más que decirles que usted era una foca y lo devorarían en dos segundos.

—En ese caso, preferiría que charlásemos en tierra. ¿Ha terminado lo que estaba haciendo?

—Eso nunca se acaba, pero no importa. Conduciré el torpedo de vuelta… no hay ninguna necesidad de cargar el bote con todo esto.

El científico enfiló su pequeño pez metálico hacia la isla y lo puso enseguida a una velocidad que ningún animal marino puede igualar. Inmediatamente las dos ballenas asesinas salieron tras él, con sus inmensas aletas dorsales alzando una estela cremosa en el agua. Parecía un juego peligroso, pero antes de que Franklin pudiese descubrir lo que había sucedido, Lundquist había cruzado la valla del recinto y las dos ballenas quebraron su embestida en una furia de espuma.

Franklin iba muy pensativo de vuelta a tierra. Hacía años que conocía a Lundquist, pero tenía la sensación de que aquélla era la primera vez que le había visto realmente nunca había dudado de su originalidad (en realidad, de su inteligencia), pero parecía poseer también un coraje y una iniciativa insospechados. Nada de lo cual, concluyó Franklin sañudamente, le ayudaría, a menos que tuviese una respuesta satisfactoria a ciertas preguntas.

Vestido con sus ropas normales, y de nuevo en las familiares proximidades del laboratorio, Lundquist era el hombre que Franklin había conocido siempre.

—Bueno —comenzó—, supongo que habrá visto esa propaganda de televisión contra la Oficina…

—Desde luego, pero ¿es contra nosotros?

—Desde luego es contra nuestra actividad principal, pero no vamos a discutir eso. Lo que yo quiero saber es esto: ¿Ha estado usted en contacto con el Maha Thero?

—Oh, sí. Se puso inmediatamente en contacto conmigo en cuanto apareció ese artículo del Earth Magazine.

—¿Y usted le facilitó información confidencial?

Lundquist pareció sinceramente ofendido.

—No me parece bien que diga eso, señor Franklin. La única información que le di fue un avance de mi artículo sobre la producción de leche de ballena, que saldrá el mes próximo en la Revista Cetológica. Usted mismo aprobó su publicación.

Las acusaciones que Franklin iba a hacer se desmoronaron, y de pronto se sintió avergonzado de sí mismo.

—Lo siento, doctor Lundquist —dijo—. Retiro lo dicho. Todo esto me ha puesto un poco nervioso. Sólo quiero aclarar los hechos antes de que el Cuartel General caiga sobre mí. Pero ¿no cree usted que debería haberme hablado del asunto?

—Francamente, no veo por qué. Recibimos miles de peticiones continuamente, y no vi razón para suponer que no se trataba de una más. Por supuesto, me complació que alguien se interesase tanto por mi proyecto especial, y les ayudé cuanto pude.

—Muy bien —dijo Franklin con resignación—. Olvidemos el asunto. Pero, dígame, como científico, ¿cree usted realmente que podemos permitirnos interrumpir el sacrificio de ballenas y suplirlo con la leche y con los productos sintéticos?

—En diez años, podemos hacerlo si es preciso. No hay, a mi juicio, ningún obstáculo técnico. Por supuesto, no puedo garantizar las cifras de la producción de plancton; pero esté usted seguro que el Thero tuvo fuentes fidedignas de información también en ese campo…

—Pero ¿entiende usted lo que esto significará? Si se empieza con las ballenas, tarde o temprano se acabará haciendo lo mismo con todos los animales domésticos.

—¿Y por qué no? La idea me atrae. Si se pueden combinar ciencia y religión para eliminar parte de la crueldad de la naturaleza, ¿no le parece a usted algo magnífico?

—Parece usted un criptobudista… y estoy harto de decir que no hay ninguna crueldad en lo que hacemos. Entretanto, si el Thero hace alguna pregunta más, pásenmelo a mí.

—Muy bien, señor Franklin —contestó Lundquist con cierta sequedad. Siguió una embarazosa pausa, providencialmente rota por la llegada de un mensajero.

—En el cuartel general quieren hablar con usted, señor Franklin. Es urgente.

—De eso estoy seguro —murmuró Franklin. Luego observó la expresión aún un tanto hostil de Lundquist y no pudo reprimir una sonrisa.

—Si puede usted preparar a las orcas para hacer de guardianes, doctor Lundquist —dijo— será mejor que empiece a buscar un mamífero adecuado, a ser posible anfibio, para que me sustituya como director.

En un planeta de comunicaciones instantáneas y universales, las ideas corren de Polo a Polo con más rapidez de lo que podrían correr de boca a oído en un pequeño pueblo. El programa hábilmente dirigido y presentado que había estropeado el apetito de unos veinte millones de personas en su primera emisión, dispuso de un público mucho más numeroso en la segunda. Pronto se plantearon otros temas de conversación: una de las desventajas de la vida en un estado mundial pacífico y bien organizado era que con la desaparición de guerras y crisis quedaba muy poco de lo que antes se llamaban «noticias». Realmente se afirmaba que al eliminarse la soberanía nacional, había sido también abolida la historia. Así que todo se redujo al club y a la cocina, a la asamblea mundial y a un carguero espacial solitario, sin ninguna competencia de ningún sector.

La Organización Mundial de Alimentos mantuvo un discreto silencio, pero tras bastidores había una furiosa actividad. Y no ayudó gran cosa la inmediata presión del grupo agrario, cuya actitud había predicho Indra sin gran esfuerzo. Franklin se sentía particularmente molesto por las tentativas del departamento rival de aprovecharse de sus dificultades, e hizo varias protestas al Director de Granja Plancton, cuando el enfrentamiento comenzó a resultar un tanto agrio.

—Al diablo todo, Ted —había dicho por el visófono una ocasión—. Tú eres tan carnicero como yo. Cada tonelada de plancton que procesas contiene quinientos millones de camarones que tienen tanto derecho a la vida, la libertad y la felicidad, como mis ballenas. Así que no intentes escurrir el bulto. Tarde o temprano, el Thero caerá ti… ésa es la cuestión.

—Puede que tengas razón, Walter —había admitido el culpable bastante alegremente—, pero creo que las cosas seguirán así mientras yo viva. No es fácil hacer que gente se sienta sentimental con los camarones… ellas no tienen pequeñas crías de diez toneladas que amamantar.

Era cierto sin duda. Resultaba duro trazar la línea diferenciadora entre el puro sentimentalismo y el humanitarismo racional. Franklin recordaba un cartel reciente en el que aparecía el Thero alzando los brazos en protesta mientras se arrancaba brutalmente una col del suelo. El artista no se había inclinado por ninguna de las dos partes: sencillamente exponía el punto de vista de los que consideraban que estaban armando mucho escándalo por nada. Quizás todo aquel asunto se esfumase en una semana cuanto la gente se aburriera y empezara a discutir sobre otra cosa… pero lo dudaba. Aquel primer programa de televisión había demostrado que el Thero era un experto moldeando la opinión pública; desde luego no iba a dejar que su campaña perdiese fuerza.

El Thero tardó menos de un mes en obtener el diez por ciento de votos necesarios según la Constitución para formar una comisión investigadora. El hecho de que una décima parte de la Humanidad estuviese lo bastante interesada en la cuestión como para pedir que se expusiesen todos los hechos no significaba que estuviesen de acuerdo con el Thero. La mera curiosidad y el placer de ver a un departamento estatal combatiendo a la defensiva eran causa suficiente para dar el voto. La comisión investigadora, por sí misma, no significaba gran cosa. Lo importante sería el referéndum final sobre el informe de la comisión, y esto tardaría aún meses en llegar.

Una de las consecuencias inesperadas de la revolución electrónica del siglo veinte fue que por primera vez en la historia fue posible tener un auténtico gobierno democrático, en el sentido de que cada ciudadano podía expresar su punto de vista en cuestiones políticas. Lo que los atenienses, con diverso éxito, había intentado hacer con unos cuantos miles de hombres libres, podía lograrse ahora en una sociedad global de cinco mil millones. Instrumentos automáticos de recogida de datos construidos en principio para establecer la cuantía de audiencia de los programas de televisión, habían tenido al final un significado mucho más amplio, al hacer que fuese relativamente simple y barato descubrir exactamente lo que pensaba en realidad el público sobre cualquier tema; naturalmente, tenía que haber salvaguardia, y un sistema tal habría sido desastroso antes de que existiese la educación universal… antes, en realidad, de principios del siglo veintiuno. Incluso ahora, era posible que un tema emocionalmente cargado empujase a la gente a votar algo que en realidad fuese contra los intereses de la comunidad, y ningún gobierno podía funcionar a menos que mantuviese el derecho último a decidir cuestiones de política durante su período. Aunque el mundo exigiese determinada acción por un noventa y nueve por ciento de los votos, el Estado podía ignorar la voluntad expresa del pueblo… pero habría de dar cuenta de su conducta en las siguientes elecciones.

A Franklin no le agradaba el privilegio de ser testigo clave en las audiencias de la comisión, pero sabía que no tenía medio de evitarlo. Pasaba ahora gran parte del tiempo recogiendo datos para refutar los argumentos de los que deseaban poner fin al sacrificio de ballenas, y resultaba ser una tarea más difícil de lo que se había imaginado. No podía presentar uno una exposición simple y clara en la que dijese que la carne de ballena procesada cuesta tanto por kilo cuando llegara a manos del consumidor, mientras que las carnes sintéticas derivadas del plancton o de las algas costarán más. Nadie lo sabía exactamente… había demasiadas variables. Y lo que menos se sabía era el coste de mantenimiento de las plantas marinas de ordeñado propuestas, si se decidía utilizar a las ballenas sólo para leche y no para carne.

Los datos eran insuficientes. Lo honrado sería decirlo así, pero le presionaban para que afirmase que la suspensión del sacrificio de ballenas jamás sería una posibilidad práctica o económica. Su propia lealtad a la Oficina, por no mencionar la seguridad de su situación personal, le impulsaban en la misma dirección.

Pero no era sólo una cuestión económica. Había factores emocionales que alteraban el juicio de Franklin y le impedían aclarar la cuestión. Los días que había pasado con el Maha Thero, y su breve visión de una civilización y un modo de pensar mucho más antiguos que los suyos le habían afectado más profundamente de lo que creía. Como la mayoría de los hombres de aquélla era predominantemente materialista, estaba intoxicado con los triunfos científicos y sociológicos de las primeras décadas del siglo totalmente libre de supersticiones. Los problemas fundamentales de la filosofía nunca le habían preocupado gran cosa. Sabía que existían, pero no era asunto cuyo.

Y ahora, le gustase o no, se veía amenazado por algo tan inesperado, que se hallaba prácticamente indefenso. Se había considerado siempre muy humano, pero ahora le recordaban que la humanidad quizás no bastase. Mientras se debatía con sus pensamientos, el mundo que le rodeaba le irritaba cada vez más y las cosas llegaron a tal extremo que Indra tuvo que intervenir.

—Walter —dijo firmemente, cuando Anne se fue llorando a la cama tras una regañina en la que había mucha culpa por ambas partes—, nos ahorrará un montón de problemas el que enfrentes los hechos y dejes de engañarte a ti mismo.

—¿Qué demonios quieres decir?

—Llevas toda la semana irritado con todo el mundo… con sólo una excepción. Has perdido el control con Lundquist, aunque eso fue en parte culpa mía, con la prensa, con todas las otras oficinas de la División, con los niños, y en cualquier momento te pasará conmigo. Pero hay una persona con la que no estás enfadado… y esa persona es el Maha Thero, causante de todo el problema.

—¿Por qué habría de estarlo? Está loco, por supuesto, pero es un santo… o lo más parecido a un santo que he visto.

—No me refiero a eso. Lo que digo es que en el fondo estás de acuerdo con él, pero no quieres admitirlo.

Franklin explotó entonces:

—¡Eso es totalmente ridículo! —exclamó. Luego su indignación se esfumó. Era ridículo; pero también era cierto. Sintió que le invadía una gran calma; ya no estaba irritado con el mundo y consigo mismo. Su reacción infantil ante el hecho de verse él envuelto en un dilema que no era suyo se evaporó súbitamente. No había razón alguna por la que debiese avergonzarse de haber llegado a amar a las grandes bestias que guardaba. Si se podía evitar su sacrificio, él debería alegrarse de ello, fueran cuales fuesen las consecuencias para la Oficina.

La sonrisa del Thero afloró de pronto en su memoria. ¿Había previsto aquel hombre extraordinario que le ganaría también para su causa? Si su suave persuasión (que no había dudado en combinar con la táctica de choque de aquel programa de televisión que chorreaba sangre) resultaba eficaz con el propio Franklin, sin duda la batalla estaba decidida.