La amplia bahía estaba salpicada de vistosas manchas de niebla mientras el gran rebaño la recorría en seguros círculos, no tan alarmado por las voces que lo habían atraído a aquel lugar situado entre las montañas como simplemente inseguro de su significado. Las ballenas habían obedecido durante toda su vida las órdenes que recibían, a veces en forma de vibraciones que brotaban del agua, y otras de choques eléctricos, de aquellas pequeñas criaturas a las que reconocían como sus dueños. Aquellas órdenes, habían llegado a convencerse, nunca las perjudicaban; muchas veces las conducían a fértiles pastos que jamás habrían encontrado sin su ayuda, pues se hallaban en zonas del mar que toda la experiencia y los recuerdos un millón de años les decían que eran estériles. Y, a veces los pequeños amos las habían protegido de las ballenas asesinas, espantando a las mortíferas manadas antes que pudiesen despedazarías.
No tenían ningún enemigo ni temían nada. Llevaban generaciones pastando por los pacíficos océanos del mundo viviendo una vida más placentera que ninguno de sus antepasados desde el principio de los tiempos. En años habían aumentado en una media de un diez por ciento de longitud y un treinta por ciento de peso, gracias a los solícitos cuidados de los amos. Incluso ahora el campeón de toda su raza, la ballena blanca B69322, de cuarenta seis metros de longitud, universalmente conocida como Leviatán, correteaba en el Gulf Stream con su compañera, una cría recién nacida. Leviatán no hubiese podido alcanzar aquel tamaño en una época anterior; aunque no pudiesen aportarse pruebas, probablemente fuese el animal más grande que había existido en toda la historia de la Tierra.
Se impuso el orden sobre el caos cuando los campos directores comenzaron a guiar el rebaño a lo largo de canales invisibles. Luego sustituyeron las barreras eléctricas por hormigón; las ballenas nadaban por cuatro canales paralelos, demasiado estrechos para que pasase más de una cada vez. Sensores automáticos las pesaban y medían, rechazando a las que no alcanzaban determinado tamaño desviándolas de nuevo hacia el mar, adonde volvían tanto desconcertadas y sin advertir lo seriamente que había descendido su número.
Las ballenas que habían pasado la prueba continuaban nadando tranquilamente a lo largo de los dos restantes canales hasta desembocar en una gran laguna. Había tareas que no podían dejarse por entero a las máquinas. En la laguna había inspectores humanos que comprobaban cualquier error, y las condiciones de los animales, y seleccionaban a las condenadas que debían dejar la laguna en último y breve viaje hasta las zonas de sacrificio.
—Llega la B52111 —dijo Franklin al Thero, que se hallaba junto a él en la cámara de observación—. Es una hembra de veintiún metros que ha tenido cinco crías… ya ha pasado el mejor período de crianza. —Tras él, sabía que las cámaras filmaban silenciosamente la escena mientras operadores de afeitado cráneo y túnica color azafrán las manejaban con una habilidad tan profesional que le había sorprendido hasta que se enteró de que todos habían estudiado en Hollywood.
La ballena nunca sospechaba nada; probablemente no llegase a sentir siquiera el suave contacto de los flexibles dedos de cobre que rozaban su cuerpo. Nadaba tranquilamente en el estanque y al instante siguiente era una masa sin vida, que continuaba avanzando sólo por el impulso de su inercia. La descarga de cincuenta mil amperios que le cruzaba el corazón como un relámpago no le había dejado siquiera tiempo para el último estertor.
Al fin de la cámara de sacrificio, la gran cinta transmisora tomaba el peso de aquel inmenso cuerpo y lo hacía subir por una breve pendiente hasta sacarlo por completo del agua. Luego comenzaba a moverse lentamente por una interminable serie de rodillos giratorios que parecían perderse en el horizonte.
—Es el transportador de ese género mayor del mundo —explicó Franklin con justificado orgullo—. Puede recoger hasta diez ballenas (unas mil toneladas) cada vez. Aunque nos produce considerables gastos, y plantea grandes problemas en la elección de emplazamiento, procuramos tener siempre las plantas de transformación a alrededor de un kilómetro de las cámaras de sacrificio, para que no haya peligro de que las ballenas se asusten por el olor de la sangre. Creo que admitirá usted que no sólo el sacrificio es instantáneo, sino que los animales no muestran la menor alarma.
—No hay duda de ello —dijo el Thero—. Todo parece muy humano. Pero, si las ballenas se asustasen, sería muy difícil matarlas, ¿no? Me pregunto si se preocupan tanto sólo por ahorrarles sufrimientos…
Era un planteamiento muy astuto y, como muchos otros que había expuesto en los últimos días, muy difícil para Franklin responder de modo adecuado.
—Supongo —dijo lentamente— que dependería del dinero que se pudiera conseguir. En último término dependería de la Asamblea Mundial. Los comités de finanzas tendrían que decidir lo humanitarios que podríamos permitirnos ser. De todos modos, es una cuestión teórica.
—Por supuesto… pero hay otras cuestiones que no son tan teóricas —replicó el Venerable Boyce, mirando pensativo las ochenta toneladas de carne y hueso que se perdían en la distancia—. ¿Podemos volver al coche? Quiero ver lo que pasa al otro lado.
«Y yo» pensó Franklin sombríamente, «querría ver cómo se lo toman usted y sus colegas. La mayoría de los que visitan las plantas transformadoras salen bastante pálidos y agitados, y hay muchos que se desmayan». Era un chiste conocido en la oficina el que aquella lección de producción de alimentos quitaba el apetito a todos los que la seguían durante varias horas después de la experiencia.
El hedor les golpeó cuando aún estaban a unos cien metros de distancia. Franklin pudo ver de reojo que el joven monje que llevaba la cinta grabadora mostraba ya signos de desasosiego; pero el Maha Thero no parecía afectado en lo más mínimo. Aún seguía tranquilo y desapasionado cinco minutos después, cuando contemplaba el rechinante infierno en que se retorcían los grandes huesos entre montañas de carne y vísceras.
—Piense —dijo Franklin— que durante casi doscientos años, este trabajo lo hacía directamente el hombre, trabajando a veces en una cubierta inclinada y con mala mar. No es ningún espectáculo hermoso ni siquiera ahora, pero ¿se imagina usted cómo debía ser cuando había que cortar con un cuchillo tan grande como una persona?
—Creo que podría —contestó el Thero—, pero prefiero no hacerlo. —Se volvió a sus cámaras y les dio unas breves instrucciones, poniéndose a observar luego con detenimiento la llegada de la ballena siguiente en la cinta transportadora.
El gran cuerpo había sido ya medido con ojos fotoeléctricos y sus dimensiones transmitidas al computador que controlaba las operaciones. Aunque se supiese cómo se hacía, resultaba admirable contemplar la precisión con que cuchillos y sierras se movían en sus brazos mecánicos, realizaban sus tareas previstas cuidadosamente, y luego se retiraban. Grandes ganchos cogían la capa de grasa de treinta centímetros de grosor y la arrancaban igual que un hombre pela un plátano, dejando que el cuerpo desnudo y sangrante continuase a lo largo de la cinta para sufrir la primera etapa de descuartizamiento.
La ballena pasaba a la velocidad normal del paso de un hombre, y se desintegraba ante los ojos de los observadores a ese mismo ritmo. Trozos de carne grandes como elefantes caían y se deslizaban por cintas laterales; sierras circulares seccionaban huesos y costillas con una nube de polvo óseo. Las flexibles bolsas y tubos de los intestinos repletos de quizás una tonelada de plancton y camarones de la última comida de la ballena, quedaban a un lado en grandes montones.
En el espacio de menos de dos minutos aquel señor del océano quedaba reducido a sangrantes fragmentos que sólo un experto podría reconocer. Ni siquiera los huesos se desperdiciaban. Al final de la cinta transportadora, el desarticulado esqueleto caía en un pozo donde lo pulverizaban para convertirlo en abono.
—Éste es el final del proceso —dijo Franklin—, pero en cuanto a la etapa de transformación, sólo es el principio. Hay que extraer el aceite de la piel que se arrancó al principio; hay que cortar la carne en porciones manejables y esterilizarla. Se usa para ello una fuente de neutrones de alta intensidad. Y hay que diferenciar otros diez productos básicos, y prepararlos para el transporte. Me gustaría mostrarle la parte de la fábrica que usted desee ver. Las operaciones son menos desagradables que las que acabamos de observar.
El Thero guardó por un instante un pensativo silencio y estudió las notas que había estado tomando con su letra increíblemente pequeña. Luego contempló otra vez la cinta transportadora de casi medio kilómetro de longitud, llena de sangre, por la que llegaba la ballena siguiente a la cámara de sacrificio.
—Hay una escena que no estoy seguro de que hayamos conseguido filmar adecuadamente —dijo, con una súbita decepción—. Si no le importa, me gustaría volver al principio y empezar de nuevo.
Franklin logró coger el magnetofón que se desprendía de las manos del joven monje.
—No se preocupe, hijo —dijo tranquilizándole—. La primera vez siempre es la peor. Cuando uno lleva aquí varios días, le sorprende que los que vienen se quejen del olor.
Aunque resultase increíble, el personal permanente le había asegurado que era absolutamente cierto. Sólo esperaba que el Venerable Boyle no fuera tan meticuloso como para darle oportunidad de comprobarlo.
—Y ahora, Reverencia —dijo Franklin, mientras el avión se elevaba sobre las montañas coronadas de nieve e iniciaba el viaje de vuelta a Londres y Ceilán—, ¿le importaría decirme cómo se propone usted utilizar el material que ha recogido?
Durante los dos días que habían pasado juntos el sacerdote y el funcionario, había nacido entre ellos una amistad y un respeto mutuo que Franklin, por su parte, aún consideraba sorprendente, aunque fuese agradable. Consideraba (¿y quién no?) que sabía conocer a la gente, pero el Mahanayake Thero tenía aspectos que quedaban fuera de su capacidad de análisis. Daba igual; sabía por instinto no sólo que estaba en presencia del poder, sino también (no podía evitar este término tópico e impreciso) de la bondad. Había empezado a preguntarse incluso, con un creciente asombro que en cualquier momento podría convertirse en certeza, si aquel hombre que le acompañaba ahora no acabaría por pasar a la historia como un santo.
—No tengo nada que ocultar —dijo el Thero suavemente—, y, como usted sabe, la mentira va en contra de las enseñanzas del Buda. Nuestra posición es muy simple. Creemos que todas las criaturas tienen derecho a la vida, y, en consecuencia, que lo que ustedes hacen es malo. Por tanto, nos gustaría que dejasen de hacerlo.
Esto era lo que Franklin esperaba, pero aquélla era la primera declaración definida que obtenía. Sintió un leve disgusto; una persona tan inteligente como el Thero debía comprender sin duda que tal cosa era totalmente impensable, puesto que implicaría prescindir de una octava parte del suministro alimentario del mundo. Y, en realidad, ¿por reducir la cuestión a las ballenas? ¿Qué pasaba con las vacas, las ovejas, los cerdos… todos los animales que el hombre mantenía y luego sacrificaba según su conveniencia?
—Sé lo que está pensando —dijo el Thero antes de que Franklin pudiese exponer sus objeciones—. Nos damos perfecta cuenta de los problemas que esto acarrearía, y comprendemos que es necesario actuar lentamente. Pero hay que empezar en algún sitio, y la Oficina de Ballenas nos parece el ejemplo más dramático y el que más puede favorecer nuestro punto de vista.
—Gracias —contestó secamente Franklin—. Pero ¿le parece justo eso? Lo que usted ha visto aquí sucede en todos los mataderos del planeta. El hecho de que la escala de operaciones sea distinta, no altera las cosas.
—Estoy de acuerdo con usted. Pero somos hombres prácticos, no fanáticos. Sabemos perfectamente que habría que hallar otras fuentes de alimentación antes de eliminar el suministro de carne en todo el mundo.
Franklin movió la cabeza en un gesto de enérgico desacuerdo.
—Lo siento —dijo—. Pero aunque pudiese usted resolver el problema del suministro no va a hacer vegetariana así por las buenas a toda la población del planeta. A menos que desee usted estimular la emigración a Marte y a Venus. Me pegaría un tiro si supiese que no podría volver a comer nunca un buen filete o una pierna de cordero. Así que sus planes fallarán por dos motivos: la psicología humana y los simples datos materiales de producción de alimentos.
El Maha Thero pareció un poco ofendido.
—Mi querido director —dijo— ¿es que no se le ocurre pensar que ya nos hemos planteado tan obvios inconvenientes? Pero deje que acabe de exponerle nuestro punto de vista antes de explicarle cómo nos proponemos actuar. Tengo interés en ver sus reacciones, porque representa usted el máximo de resistencia que probablemente nos encontremos.
—Muy bien —sonrió Franklin—. A ver si puede usted convencerme de que deje mi trabajo.
—El hombre ha supuesto desde el comienzo de la historia —dijo el Thero— que el resto de los animales sólo existen para provecho suyo. Ha barrido especies enteras, a veces por pura codicia, y a veces porque destruían sus cultivos o porque obstaculizaban sus otras actividades. No negaré que a menudo estaba justificado y que con frecuencia no había otra alternativa. Pero a lo largo de las eras, el hombre ha ensuciado su alma con sus crímenes contra el reino animal… y algunos de los más graves, dicho sea de pasada, se perpetraron concretamente en su profesión, hace sólo sesenta o setenta años. He leído de ballenas arponeadas que murieron después de horas de tan aterradores tormentos que no pudo utilizarse ni una brizna de su carne… estaba envenenada por las toxinas producidas por el animal en su agonía.
—Se trata de un caso realmente excepcional —interrumpió Franklin—, y de todos modos ya se ha puesto coto a eso.
—Cierto, pero todo eso forma parte de la deuda que hemos de pagar.
—Svend Foyn no creo que estuviese de acuerdo con usted. Cuando inventó el arpón explosivo, allá en la década de 1860, hizo una anotación en su diario agradeciendo a Dios el haberle inspirado toda su obra.
—Un punto de vista interesante —contestó secamente el Thero—. Me gustaría haber tenido la posibilidad de haberlo discutido con él. Sabe, hay una simple prueba que diferencia a la raza humana en dos clases. Si un hombre va caminando por la calle y ve que un escarabajo se coloca justo donde él va a posar el pie… bueno, puede alterar el paso y no pisarlo o reducirlo a pulpa. ¿Qué haría usted, señor Franklin?
—Eso dependería del escarabajo. Si supiese que era venenoso, lo mataría, si no lo dejaría. Creo que cualquier hombre razonable haría lo mismo.
—Entonces nosotros no somos razonables. Nosotros creemos que sólo está justificado matar para salvar la vida de una criatura superior. Y es sorprendente las pocas veces que ese caso se plantea. Pero volvamos a mi argumentación; parece que nos hemos desviado un poco.
»Hace unos cien años un poeta irlandés llamado Lord Dunsany escribió una obra llamada The Use of Man, que verá pronto en uno de nuestros programas de televisión. En ella, un hombre sueña que sale transportado mágicamente del sistema solar para comparecer ante un tribunal de animales… y si no puede encontrar dos que declaren en su favor, la raza humana quedará condenada. Solo el perro acepta defender a su amo; todos los demás recuerdan sus viejos agravios y sostienen que habrían estado mucho mejor si no existiese el hombre. Está a punto ya de pronunciarse la sentencia condenatoria, cuando llega otro defensor del hombre gracias al cual se salva la Humanidad. La otra criatura que no tiene ninguna queja del hombre es… el mosquito.
—Quizás piense usted que se trata sólo de un cuento entretenido; eso mismo, estoy seguro, debió pensar Dunsany, que casualmente era muy aficionado a la caza. Pero a menudo los poetas expresan la verdad oculta de la que ni siquiera ellos tienen conciencia, y creo que esta obra casi olvidada contiene una alegoría de profunda importancia para la Humanidad.
»Dentro de un siglo, más o menos, saldremos realmente del sistema solar. Tarde o temprano encontraremos tipos de vida inteligente muy superiores al nuestro, aunque de formas completamente extrañas. Y cuando ese momento llegue, el tratamiento que reciba el hombre de sus superiores quizás dependa de cómo se haya comportado con las demás criaturas de su propio mundo.
Hablaba con tal sosiego y convicción, que Franklin sintió en su alma un súbito escalofrío. Por primera vez percibía que podía existir cierta razón en la postura de su adversario… algo que no era simple humanitarismo. (Pero ¿podía el humanitarismo ser alguna vez «simple»?). Nunca le había gustado el aspecto final de su trabajo, pues había llegado a tomar gran afecto a aquellos inmensos animales que tenía a su cargo, pero siempre lo había considerado una lamentable necesidad.
—Admito que su planteamiento es muy correcto —admitía—, pero nos guste o no, tenemos que aceptar las realidades de la vida. No sé de quién es esa frase que dice «roja naturaleza de garras y dientes», pero es bastante exacta. Y si el mundo tuviera que elegir entre comida y moral, sé muy bien lo que elegiría.
El Thero esbozó aquella suave y misteriosa sonrisa que, conscientemente o no, parecía un eco de la benevolente mirada que tantas generaciones de artistas habían procurado imprimir en el rostro del Buda.
—Ésa es precisamente la cuestión, mi querido Franklin —replicó. No hay ya ninguna necesidad de elegir. Nuestra generación es la primera en la historia del mundo que puede romper con el pasado y comer lo que le plazca sin derramar la sangre de criaturas inocentes. Y le agradezco sinceramente que me haya ayudado a ver cómo.
—¡¿Yo?! —exclamó Franklin.
—Exactamente —dijo el Thero, cuya sonrisa excedía ahora los cánones del arte budista—. Y ahora, si me perdona, deseo dormir un poco.