El fotógrafo había terminado, pero el joven que había sido la sombra de Franklin durante los últimos dos días, parecía tener aún una ilimitada reserva de cuadernos y preguntas. ¿Valía la pena todo aquello sólo para que su borroso rostro (probablemente sobrepuesto en un montaje a un fondo de ballenas) apareciese en los escaparates de las librerías del mundo? Franklin lo dudaba, pero no tenía elección. Recordó aquel proverbio: «Los funcionarios públicos no tienen vida privada». Era verdad a medias, como todos los aforismos. Nadie había conocido nunca al último director de la Oficina, y él podría haber llevado una existencia igualmente gris si no hubiese decretado otra cosa el Departamento de Relaciones Públicas de la División Marítima.
—Muchos de sus hombres, señor Franklin —dijo el joven de Earth Magazine—, me han hablado de su interés por la fantástica gran Serpiente marina, y de la misión en la que resultó muerto el guardián de Primera Burley. ¿Se han hecho más investigaciones en ese campo?
Franklin suspiró; temía que aquello surgiese tarde o temprano, y esperaba que no destacase excesivamente en el artículo. Se dirigió al archivo privado de su gabinete y sacó una gruesa carpeta de notas y fotografías:
—Aquí están todos los datos, Bob —dijo—. Quizás le guste echarles una ojeada… llevo la relación al día. Espero que alguna vez consigamos resolver el enigma; puede usted decir que por ahora se trata de un asunto mío, pero que en los últimos ocho años no he tenido posibilidad de hacer nada en este campo. Ahora la cuestión corresponde al Departamento de Investigación Científica… no a la Oficina de Ballenas. Nosotros tenemos otras tareas.
Podría haber añadido muchas más tareas, pero decidió no hacerlo. Si no hubiesen trasladado al secretario Farland de su puesto en el DIC a poco del trágico fracaso de su misión, podría haber tenido una segunda oportunidad. Pero en las investigaciones y recriminaciones que siguieron al desastre, se había perdido la posibilidad, quizás por muchos años. Puede que en la vida de todo hombre haya de haber un gran fracaso, algún asunto incluso que equilibra otros éxitos.
—Entonces sólo queda una pregunta —continuó el periodista—. ¿Qué me dice del futuro de la Oficina? ¿Tiene usted algún plan interesante a largo plazo del que pueda hablarme?
Era otro asunto peliagudo. Franklin había aprendido, hacia ya mucho tiempo, que los hombres de su posición debían cooperar con la prensa, y en aquellos dos últimos días, su afanoso interrogador se había convertido prácticamente en miembro de la familia. Pero había cosas que le parecieron demasiado delicadas, e hizo todo lo posible porque el doctor Lundquist estuviese lejos mientras Bob anduviese por Isla Heron. Había visto, bien es verdad, un modelo de la máquina ordeñadora que le había impresionado mucho, pero no le habían dicho nada de las dos ballenas asesinas a las que se mantenía, con grandes problemas y gastos, en el extremo este del arrecife.
—Bueno, Bob —comenzó lentamente—, a estas horas probablemente conozca las estadísticas mejor que yo. Esperamos aumentar nuestros rebaños en un diez por ciento en los próximos cinco años. Si este plan de ordeñe resulta (hasta ahora es puramente un experimento) dejaremos un poco de lado a las ballenas espermáticas y nos centraremos más en las ballenas jorobadas. De momento, proporcionamos el doce y medio por ciento de la cuota total de alimentos de la raza humana, y eso constituye una gran responsabilidad. Espero que lleguemos al quince por ciento estando yo en la Oficina.
—Así que todo el mundo tendrá que comer filete de ballena por lo menos una vez a la semana, ¿no?
—Dígalo como quiera. Pero la gente come ballena continuamente sin saberlo… cuando usa grasa para cocinar o extiende margarina sobre un trozo de pan. Podemos duplicar nuestra producción y no se darían cuenta, pues nuestros productos casi siempre van disfrazados de otra cosa.
—El Departamento Artístico va a resolver eso; cuando el reportaje aparezca, pondremos una fotografía de los alimentos domésticos corrientes que pueden consumirse en una semana indicando el porcentaje de cada uno que procede de las ballenas.
—Eso estará muy bien. Por cierto… ¿ha decidido usted cómo va a llamarme?
El periodista sonrió.
—Eso depende de mi editor —contestó—. Pero le dije que evitase el término «ballenero» siempre que pudiese. Es demasiado vulgar.
—Bueno, me lo creeré cuando lea el artículo. Todos los periodistas nos lo prometen, pero luego parece que no pueden resistir la tentación. Por cierto, ¿cuándo cree usted que aparecerá el reportaje?
—A menos que una noticia importante lo desplace, en unas cuatro semanas. Tendremos las pruebas antes, probablemente a finales de la semana próxima.
Franklin le vio salir de la oficina exterior, lamentando en parte perder una compañía tan agradable, que, aunque le hiciese preguntas embarazosas, lo compensaba sobradamente con las historias que podía contarle sobre los hombres más famosos del planeta. Ahora, suponía, también él pertenecía a aquel grupo, pues por lo menos cien millones de personas leían las series de «Hombres de Earth».
El reportaje apareció, según lo prometido, cuatro semanas más tarde. Era fiel, estaba bien escrito y contenía un error tan trivial que el propio Franklin no lo había advertido al repasar las pruebas. La información fotográfica era excelente y contenía un asombroso estudio de una cría de ballena mamando, que sin duda había significado un gran riesgo y había exigido meses de paciencia. El que se hubiese hecho en la piscina de Isla Heron sin que el fotógrafo se mojase siquiera los pies era algo irrelevante que no debía distraer al lector.
Aparte del pie que había bajo la fotografía principal (¡«Príncipe de las ballenas»!), Franklin estaba encantado, y también todos los demás miembros de la Oficina, de la División Marítima, e incluso de la propia Organización Mundial de Alimentos. Nadie sospechó que en unas semanas fuese a enredar a la Oficina de Ballenas en una de las mayores crisis de toda su historia.
No fue falta de visión; a veces el futuro se puede prever y se pueden hacer planes para enfrentarlo. Pero hay veces en los asuntos humanos en que acontecimientos que parecen no tener ninguna conexión posible (que parecen tan remotos como si ocurriesen en planetas distintos) pueden relacionarse de pronto con asombrosa violencia.
La Oficina de Ballenas era una organización que había tardado casi medio siglo en crearse, y que ahora daba trabajo a veinte mil hombres y poseía equipo valorado en unos veinte mil millones de dólares. Era una unidad típica del Estado Científico Mundial, con todo el poder y el prestigio que ello implicaba.
Y ahora iba a verse estremecida hasta sus cimientos por las suaves palabras de un hombre que había vivido quinientos años antes del nacimiento de Cristo.
Franklin estaba en Londres cuando apareció el primer inicio de la tormenta. No era insólito el que funcionarios de la Organización Mundial de Alimentos olvidasen a sus inmediatos superiores de la División Marítima y fuesen a hablar directamente con él. Sin embargo, era insólito que el propio secretario de la Organización Mundial de Alimentos se inmiscuyese en el trabajo diario de la Oficina, obligando a Franklin a cancelar todos sus compromisos y obligándole a dar media vuelta al mundo hasta una pequeña población de Ceilán de la que nunca había oído hablar y cuyo nombre ni siquiera podía pronunciar.
Por fortuna había sido un verano cálido en Londres, y los diez grados más de Colombo no resultaron tan opresivos. Recibió a Franklin en el aeropuerto la representante oficial de la Organización Mundial de Alimentos, OMA, que parecía muy fresca y cómoda con su sarong, prenda que habían aceptado ya hasta los occidentales más conservadores. Dio la mano al cortejo habitual de funcionarios menores, se alegró al ver que no había periodistas por allí que pudiesen decirle más sobre aquella misión de lo que él mismo sabía, y rápidamente pasó al otro avión que le llevaría las últimas cien millas de su viaje.
—Ahora —dijo, una vez recuperado el aliento, mientras pasaban bajo ellos millas y millas de plantaciones de té automatizadas— será mejor que empiece a informarme. ¿Por qué es tan importante llevarme a Anna… como se llame?
—Anuradhapura. ¿No se lo ha dicho el secretario?
—Sólo estuvimos juntos cinco minutos en el aeropuerto de Londres. Así que dígame enseguida de qué se trata, por favor.
—Bueno, es algo que lleva siete años cociéndose. Hemos advertido al Cuartel General, pero nunca nos han tomado en serio. Ahora esa entrevista que le hicieron a usted en Earth ha dado publicidad al asunto; el Mahanayake Thero de Anuradhapura, que es el hombre más influyente del Este, y del que oirá usted hablar mucho más, lo leyó y enseguida nos pidió que le garantizásemos facilidades para hacer un recorrido por las instalaciones de la Oficina. No podemos negarnos, claro, pero sabemos perfectamente lo que se propone. Se llevará con él a un equipo de cámaras y recogerán material suficiente, para lanzar una gran campaña contra la Oficina. Luego, cuando le parezca más oportuno, pedirá un referéndum. Y si las cosas se ponen contra nosotros, tendremos problemas.
Las piezas del rompecabezas parecían ordenarse; por lo menos el esquema general estaba claro. Por un instante, Franklin se sintió irritado porque le hubiesen hecho cruzar medio mundo para tratar un asunto tan absurdo. Luego comprendió que los hombres que le habían enviado allí no lo consideraban absurdo. Debían saber mejor que él la potencia de las fuerzas que estaban en juego. Nunca era prudente subestimar el poder de la religión, aunque se tratase de una religión tan pacífica y tolerante como el budismo.
Era una situación que hubiese parecido inimaginable solo cien años atrás, pero los catastróficos cambios políticos y sociales del último siglo se habían combinado para hacerla inevitable. Con el fracaso o el debilitamiento de sus tres grandes rivales, el budismo era ahora la única religión que seguía poseyendo un poder real sobre las mentes de los hombres.
El cristianismo, que nunca se había recobrado del todo del gran golpe que le habían asestado Darwin y Freud, había sucumbido por último, inesperadamente, ante los descubrimientos arqueológicos de finales del siglo veinte. La religión hindú, con su fantástico panteón de dioses y diosas, no había podido sobrevivir en una era de racionalismo científico, y el Islam, debilitado por las mismas fuerzas, había sufrido además una gran pérdida de prestigio cuando la triunfante estrella de David eclipsó al pálido creciente del profeta.
Estas creencias aún sobrevivían, y continuarían haciéndolo aún durante generaciones, pero había desaparecido todo su poder. Sólo las enseñanzas del Buda habían conservado e incluso aumentado su influencia, al llenar el vacío dejado por los otros credos. Al ser una filosofía y no una religión, y al no basarse en revelaciones vulnerables a la pirueta del arqueólogo, el budismo apenas si se había visto afectado por los cataclismos que habían destruido a los otros gigantes. Aunque purgado y purificado por formas externas, su estructura básica permanecía inalterable.
Uno de los fundamentos del budismo, como Franklin sabía de sobra, era el respeto a todas las criaturas vivas. Era una ley que pocos budistas habían obedecido nunca al pie de la letra, excusándose en el sofisma de que no había inconveniente en comer la carne del animal matado por otro. Pero en años recientes se habían hecho tentativas de imponer esta regla con todo rigor, y se habían planteado interminables debates entre vegetarianos y carnívoros, en los que se habían planteado muchos absurdos. El que estos problemas pudiesen tener efectos prácticos sobre el trabajo de la Organización Mundial de Alimentos, era algo que Franklin nunca había considerado seriamente.
—Dígame —preguntó, mientras las fértiles colinas corrían rápidamente bajo ellos—, ¿qué clase de hombre es ese Thero a quien me lleva usted a ver?
—Thero es el título; puede traducirlo usted por arzobispo, si quiere. En realidad se llama Alexander Boyce, y nació en Escocia hace sesenta años.
—¿Escocia?
—Si. Fue el primer occidental que alcanzó la cúspide de la jerarquía budista, y para conseguirlo tuvo que superar una gran oposición. Un bhikku, bueno, un monje, amigo mío, se quejaba en una ocasión de que Maha Thero era como un viejo eclesiástico escocés pero que había nacido con unos centenares de años de retraso y había reformado el budismo en vez de la Iglesia de Escocia.
—¿Y cómo llegó a Ceilán, en primer lugar?
—Créalo usted o no, vino como técnico ayudante de una compañía cinematográfica. Tenía entonces unos veinte años. Al parecer, fue a filmar la estatua del Buda agonizante al templo-cueva de Dambulla y se convirtió. Después tardó veinte años en llegar a la cúspide, y ha sido él el autor de la mayoría de las reformas introducidas desde entonces en el budismo. Las religiones se corrompen al cabo de un par de miles de años, y necesitan una limpieza. El Maha Thero hizo esto con el budismo de Ceilán, librándolo de los dioses hindúes que habían logrado colarse en los templos.
—¿Y ahora está mirando a ver si encuentra nuevos mundos que conquistar?
—Eso es lo que parece. Afirma que no le interesa la política, pero ha derribado a un par de gobiernos sólo con alzar el dedo, y tiene muchos seguidores en el este. Sus programas «La voz del Buda» tienen una audiencia de cientos de millones, y se calcula que hay por lo menos mil millones de simpatizantes, aunque no estén totalmente de acuerdo con sus ideas. Comprenderá usted ahora por qué me lo tomo tan en serio.
Una vez eliminado el disfraz del nombre exótico, Franklin recordó que el Venerable Alexander Boyce había merecido también uno de los reportajes de Earth Magazine hacía dos o tres años. Así pues, tenían algo en común; sentía ahora no haber leído aquel artículo, pero cuando lo vio, para él carecía de interés, y ni siquiera podía recordar la apariencia de Thero.
—Es un hombrecito engañosamente plácido, es muy fácil engañarse con él —fue la respuesta a su pregunta—. Le parecerá razonable y amistoso, pero una vez decidido a algo aplasta toda oposición, como un glaciar. No es un fanático, no lo crea. Si puede demostrarle que determinadas acciones son esenciales, no interferirá con ellas, aunque no le gusten. No le agrada nuestra idea de aumentar la producción de carne, pero comprende que no todo el mundo puede ser vegetariano. Llegamos con él al compromiso de no construir nuevos mataderos en las ciudades sagradas, como nos proponíamos hacer en principio.
—Entonces, ¿a que viene este súbito interés suyo por la Oficina de Ballenas?
—Probablemente haya decidido plantear la cuestión ahí. Y además… ¿no cree usted que las ballenas son distintas a los otros animales? —la observación tenía un tono semiexculpatorio, como si esperase un desmentido o como si se tratase de algo ridículo.
Franklin no contestó. Era un asunto en el que había pensado sin decidirse durante veinte años, y la escena que se veía ahora bajo ellos le excusaba de hacerlo.
Volaban sobre lo que había sido en tiempos la mayor ciudad del mundo. Una ciudad frente a la que Roma y Atenas en sus momentos de máximo esplendor habían sido sólo aldeas; una ciudad cuyo número de habitantes sólo alcanzaron Londres y Nueva York dos mil años después. Un anillo de inmensos lagos artificiales, algunos de ellos de kilómetros de anchura, rodeaba la antigua sede de los reyes ceilandeses. Incluso desde el aire, la moderna ciudad de Annuradhapura mostraba asombrosos contrastes entre lo nuevo y lo viejo. Entre los brillantes edificios del siglo veintiuno se alzaban las inmensas y bellas cúpulas de las grandes pagodas. La más poderosa de todas (la pagoda Abhayagiri) apareció ante Franklin cuando el avión voló sobre ella. La cúpula estaba cubierta de hierba e incluso de pequeños matorrales, de modo que el gran templo no parecía más que una colina extrañamente simétrica coronada de un capitel rojo. Era una colina a la que sólo superaban en tamaño las pirámides que los faraones construyeron junto al Nilo.
Una vez que Franklin llegó a la oficina local de la Organización Mundial de Alimentos, habló con el superintendente, transmitió unas cuantas noticias a un periodista que de algún modo había descubierto su presencia, y comió tranquilamente, tuvo la certeza de poder manejar la situación. Se trataba, después de todo, de un problema de relaciones públicas. Se había planteado uno muy similar unas tres semanas atrás, cuando un artículo periodístico sensacionalista y completamente falso se explayó sobre los métodos de sacrificar ballenas, lo cual provocó los ataques encarnizados de una docena de asociaciones para la prevención de la crueldad. Una comisión investigadora había comprobado el asunto con gran rapidez, y nadie había salido perjudicado salvo el periodista responsable.
No sentía tanta confianza unas horas después, cuando contempló el dorado capitel de la pagoda Ruanveliseya.
La inmensa cúpula blanca estaba tan hábilmente restaurada que parecía inconcebible que hubiesen transcurrido casi veintidós siglos desde que se echaran sus cimientos. Rodeando por completo el patio pavimentado del centro, había una hilera de elefantes de tamaño natural que formaban un muro de más de medio kilómetro de longitud. Arte y fe se habían unido allí para producir una de las obras arquitectónicas más grandiosas del mundo, y el sentido de antigüedad era abrumador; ¿cuántas de las obras del hombre moderno, se preguntaban Franklin, se conservarían en tan perfecto estado en el año 4000?
Las grandes losas del patio ardían, y se alegró de no haberse quitado los calcetines cuando dejó los zapatos en la puerta. En la base de la cúpula que se alzaba como una resplandeciente montaña hacia el azul sin nubes del cielo, había una edificación moderna de una sola planta cuyo limpio perfil y cuyas blancas paredes de plástico armonizaban perfectamente con la obra de arquitectos que habían muerto cien años antes de iniciarse la era cristiana.
Un monje con túnica azafrán condujo a Franklin hasta el limpio y cómodo despacho con aire acondicionado del Thero. Podría haber sido el de cualquier atareado administrador de cualquier región del mundo, y la sensación de extrañeza, que le hacía sentirse a disgusto desde que había entrado en el patio del templo, comenzó a desvanecerse.
El Maha Thero se levantó para saludarle. Era un hombre bajo que apenas si llegaba a Franklin al hombro. Su cabeza afeitada y resplandeciente le despersonalizaba un tanto, y hacía que resultase difícil determinar lo que estaba pensando y aun más encajarle en categorías ordinarias. A primera vista Franklin no se sintió impresionado; luego recordó cuántos hombres de aquella estatura habían sido dirigentes y caudillos del mundo.
A pesar de haber transcurrido cuarenta años, El Mahanayake Thero no había perdido en absoluto el acento de su tierra. Al principio resultaba incongruente, e incluso un poco cómico, en aquel marco, pero a los pocos minutos Franklin dejó de reparar en ello.
—Me alegro mucho de que haya venido a verme, señor Franklin —dijo afablemente el Thero estrechando su mano—. He de admitir que no esperaba que se atendiese mi petición con tanta rapidez. Espero que no le haya molestado.
—No —contestó Franklin con firmeza—. En realidad —añadió con más sinceridad— esta visita es una experiencia inédita para mí, y le agradezco la oportunidad de realizarla.
—¡Magnífico! —dijo el Thero, aparentemente con verdadera satisfacción—. Siento lo mismo respecto a mi viaje a esa base que tienen ustedes en Georgia del Sur, aunque no creo que disfrute mucho con el clima de allí.
Franklin recordó sus instrucciones: «Disuádele si puedes, pero no intentes ponerle ninguna dificultad». Bueno, aquí tenía una posibilidad.
—Hay una cuestión que me gustaría aclararle, Reverencia —contestó, con la esperanza de haber elegido el título correcto—. Ahora en Georgia del Sur es pleno invierno, y la base está prácticamente cerrada hasta finales de la primavera. No volverá a funcionar hasta dentro de cinco meses.
—Qué estúpido soy… debería haberme dado cuenta. Pero nunca he estado en el Antártico y siempre he tenido ganas de ir; supongo que estaba inventándome una excusa. Bueno… tendré que ir a una de las bases del norte. ¿Cuál me sugiere usted… Groenlandia o Islandia? Dígame cuál es más adecuada. No queremos causarles ningún problema.
Fue esta última frase la que derrotó a Franklin antes de que la batalla hubiese empezado realmente. Ahora sabía que trataba con un adversario a quien no podía engañar ni apartar de su camino. Tendría que continuar con el Thero pisándole los talones y arreglárselas lo mejor posible.