El gran mapa Mercator que cubría toda una pared era bastante insólito. Todas las zonas de tierra quedaban completamente en blanco. Parecía como si el autor pensase que los continentes no habían sido explorados. Pero el mar se detallaba minuciosamente y, esparcidos por su superficie, había innumerables puntos de luz coloreada, que proyectaba algún mecanismo que había en el interior de la pared. Estos puntos se movían lentamente de hora en hora, registrando al hacerlo, para que ojos expertos lo interpretaran, la emigración de todos los principales bancos de ballenas de los mares.
Franklin había visto aquel gran mapa muchas veces en los últimos catorce años… pero nunca desde aquel lugar destacado. Pues lo miraba ahora desde la silla de director.
—No creo que tenga que advertirle, Walter —dijo su exjefe— que se hace cargo de la Oficina en un momento muy difícil. En un período de cinco años vamos a tener un grave choque con las granjas. A menos que logremos ser más eficientes, las proteínas derivadas del plancton pronto serán sustancialmente más baratas que las nuestras.
—Y éste es sólo uno de los problemas. La posición del personal es más difícil cada año… y esto no va a ayudar gran cosa.
Entregó un sobre a Franklin, que sonrió crispadamente cuando vio lo que contenía. El anuncio era bastante conocido; había aparecido en todas las principales revistas en la última semana y debía haberle costado al Departamento Espacial una pequeña fortuna.
Una escena submarina de claridad difusa y color borroso se extendía en dos páginas. Grandes monstruos, más inmensos y espeluznantes que todos los que hubiesen poblado la tierra desde el período jurásico, luchaban entre sí en las profundidades cristalinas. Franklin sabía, por las fotografías que había visto, que era una pintura muy exacta, y no podía reprochar al ilustrador ninguna licencia artística respecto a la luz submarina.
El texto era digno y evitaba el sensacionalismo; ya el dibujo era lo bastante sensacional, no necesitaba adornos. El Departamento Espacial, decía, necesita con urgencia jóvenes para servir como guardianes y especialistas en producción de alimentos para la explotación de los mares de Venus. Era el trabajo, se decía, más emocionante y compensador que pudiese existir en el sistema solar. El sueldo era bueno y las condiciones menos estrictas que para los pilotos espaciales o los astrogadores. Tras la breve lista de condiciones físicas y de instrucción, el anuncio terminaba con las palabras que la Comisión Venusiana había prodigado durante los últimos seis meses, y que Franklin estaba cansado de oír: «Ayuda a construir una segunda Tierra».
—De momento dijo el exdirector nuestro problema será mantener en marcha la primera, cuando los brillantes jóvenes que debieran unírsenos se vayan a Venus. Y, aquí entre nosotros, no me sorprendería que el Departamento Espacial hubiese sondeado ya a algunos de nuestros hombres.
—¡Ellos no harían una cosa así!
—¿Qué no? Lo cierto es que hay una solicitud del guardián de primera McRae; Si no puede hablar con él del asunto, intente descubrir por qué quiere irse.
Las cosas iban a ponerse sin duda difíciles, pensó Franklin. Joe McRae era un viejo amigo; ¿podía utilizar ahora aquella amistad siendo el jefe de Joe?
—Otro de nuestros pequeños problemas es el de mantener controlados a los científicos. Lundquist es aún peor que Robert; tiene en marcha seis proyectos disparatados, y, por lo menos, Robert nunca emprendía varios a la vez. Se pasa la mitad del tiempo en Isla Heron. No estaría mal acercarse allí a ver qué hace. Es algo que yo nunca tuve oportunidad de hacer.
Franklin siguió escuchando cortésmente a su predecesor, que continuaba enumerando, con evidente alivio, las diversas desventajas de su nuevo puesto. La mayoría de ellas ya las conocía, y su pensamiento estaba ahora lejos de allí.
Pensaba lo agradable que sería iniciar su directoriado con una visita oficial a Isla Heron, de la que hacía cinco años que había salido, y que guardaba tantos recuerdos de sus primeros días en el departamento.
El doctor Lundquist se alegró de la visita del nuevo director, pues era lo bastante inocente como para tener esperanzas de que prestase más apoyo a sus actividades. No hubiese sentido tanto entusiasmo si hubiese sospechado que era mucho más probable que sucediese lo contrario. Nadie podía sentir mayor simpatía que Franklin por las investigaciones científicas, pero ahora que tenía que aprobar personalmente los presupuestos descubría que se había alterado levemente su punto de vista. Lo que hiciese Lundquist tenía de tener un valor directo para la oficina. En caso contrario, no era factible… a menos que se hiciese cargo de él el Departamento de Investigación Científica.
Lunquist era un hombrecillo pequeño y nervioso, cuyos movimientos rápidos y algo crispados recordaban a Franklin los de un gorrión. Era un entusiasta de un tipo que se daba muy poco ya, y combinaba unas firmes bases científicas con una imaginación desbocada. Franklin pronto descubriría lo desbocada que era.
A primera vista parecía que la mayoría de los trabajos que se realizaban en el laboratorio eran pura rutina. Franklin pasó una aburrida media hora con dos jóvenes científicos que le explicaron los métodos que habían ideado para liberar a las ballenas de los numerosos parásitos que las agobiaban, y logró escapar por los pelos a una conferencia sobre obstetricia cetácea. Escuchó con más interés los últimos informes sobre los trabajos de inseminación artificial, pues había colaborado en el pasado en algunos de los primeros (y a menudo ridículamente fallidos) experimentos en este campo. Olisqueó cautamente un ámbar sintético, reconoció que parecía igual que el auténtico. Y escuchó la grabación de los latidos cardíacos de una ballena antes y después de una operación en la que le habían salvado la vida, y pretendió apreciar la diferencia.
Hasta allí todo estaba perfectamente en orden, tal y como él esperaba. Pero entonces Lundquist le sacó del laboratorio y le llevó a la gran piscina, diciéndole mientras descendían:
—Creo que le parecerá a usted más interesante esto. Está solo en fase experimental, desde luego, pero tiene grandes posibilidades.
El científico miró su reloj y murmuró para sí:
—Tenemos dos minutos; aparece a esta hora normalmente. —Miró hacia al arrecife y luego dijo con satisfacción—: ¡Vaya, ya está ahí!
Una gran masa oscura avanzaba hacia la isla, y un momento después Franklin vio la típica nube de vapor que identificó el lomo de la ballena. Casi inmediatamente vio un segundo chorro mucho más pequeño y comprendió que se trataba de una hembra con su cría. Sin vacilar, los dos animales penetraron por el estrecho canal que se había practicado entre el coral años atrás para que pudiesen subir hasta el laboratorio barcos pequeños. Giraron a la izquierda y entraron en el gran estanque formado por la marea que ya estaba allí en la última visita de Franklin, y allí se quedaron esperando pacientemente como perros bien adiestrados.
Dos técnicos del laboratorio, con impermeables, empujaban algo que parecía un extintor de incendios hacia el borde del agua. Lundquist y Franklin se apresuraron a unírseles, y pronto se hizo evidente por qué eran necesarios los impermeables en un día claro y sin nubes. Cada vez que las ballenas resoplaban, organizaban un chaparrón en miniatura, y Franklin buscó rápidamente protección de aquella ducha nauseabunda.
Ni siquiera un guardián veía a menudo una ballena viva de tan cerca, y en condiciones tan ideales. La madre tendría unos quince metros de longitud, y, como todas las ballenas jorobadas, tenía una estructura maciza. No era ninguna belleza, pensó Franklin, y las verrugas irregulares de los bordes exteriores de sus aletas poco hacían para mejorar su apariencia. El ballenato tenía unos seis metros de longitud, y no parecía sentirse demasiado feliz allí encerrado, pues daba vueltas ansiosamente alrededor de su estólida madre.
Uno de los científicos lanzó un grito extraño y penetrante e inmediatamente la ballena se ladeó, sacando del agua la mitad de su arrugado vientre. No pareció preocuparse cuando colocaron un gran cubo de goma sobre la mama descubierta; en realidad, estaba cooperando claramente, pues el medidor del tanque de recolección registró un asombroso incremento de fluido.
—Sabrá sin duda —explicó Lundquist— que las vacas expulsan su leche bajo presión, de modo que las crías puedan mamar estando las tetas sumergidas sin que se les meta agua en la boca. Pero cuando las crías son muy pequeñas, la madre se da la vuelta de ese modo para que la cría pueda mamar encima del agua. Eso simplifica mucho las cosas.
La obediente ballena, sin recibir instrucciones que Franklin pudiese detectar, había dado la vuelta y estaba inclinada sobre el otro costado para que pudieran ordeñarle la segunda mama. Miró el medidor. Registraba ya casi doscientos litros, y aún seguía subiendo. La cría estaba claramente inquieta, o quizás excitada por la leche que pudiera haber caído al agua por accidente. Hizo varias tentativas de eliminar a su rival mecánico, y no cejó en su empeño hasta que recibió unos fuertes aletazos.
Franklin estaba impresionado, pero no sorprendido. Sabía que no era la primera vez que se ordeñaba a una ballena, aunque no que pudiese hacerse con tanta limpieza y rapidez. Pero ¿a que venía todo aquello? Conociendo al doctor Lundquist, podía sospecharlo.
—Así —dijo el científico, esperando sin duda que la demostración hubiese causado el impacto previsto— podemos conseguir un mínimo de doscientos litros de leche diarias de un animal sin impedir el crecimiento de la cría. Y si empezásemos a criar animales para el ordeñe como los granjeros en tierra, podríamos conseguir una tonelada diaria sin problema. ¿Cree usted que es mucho? Me parece un objetivo muy modesto. Después de todo, el ganado selecto ha llegado a dar cuarenta litros de leche al día… ¡y una ballena pesa bastante más de veinte veces lo que una vaca!
Franklin hizo cuanto pudo por interrumpir las estadísticas.
—Todo eso está muy bien. No pongo en duda sus cifras. Ni dudo que se pueda eliminar de la leche el gusto a aceite… SI, lo he entendido, gracias. Pero ¿cómo demonios vamos a controlar a todas las ballenas de un rebaño, especialmente un rebaño que recorre tres mil kilómetros al año?
—Bueno, hemos trabajado en eso. En parte es una cuestión de entrenamiento, y hemos aprendido mucho al conseguir atraer aquí a Susan con nuestras grabaciones submarinas. ¿Nunca ha visto usted en una granja lechera cómo entran las vacas en la ordeñadora automática y cómo salen después… sin ningún ser humano en kilómetros de distancia? ¡Y, créame, las ballenas son mucho más listas y más fáciles de instruir que las vacas! He hecho un primer boceto de un tanque de leche que pudiese ordeñar a cuatro ballenas a la vez, y seguir al rebaño en su emigración. De cualquier modo, ahora que podemos controlar la producción de plancton, podemos detener la emigración si lo deseamos y mantener a las ballenas en los trópicos sin que pasen hambre. Todo esto se puede llevar a la práctica, se lo aseguro.
Franklin, a pesar de todo, se sentía fascinado por la idea. Se había planteado, de una forma u otra, durante muchos años, pero al parecer, el doctor Lundquist era el primero que hacía algo práctico al respecto.
La ballena madre y su cría, un tanto indignada aún, tuvieron que volver al mar, y se dedicaron a chapotear ruidosamente pasado el arrecife. Franklin, mientras los observaba, se preguntaba si acabaría viendo al cabo de unos años a las grandes bestias dirigirse obedientemente a las plantas móviles de ordeñado, entregando cada una de ellas una tonelada de lo que se consideraba uno de los alimentos más ricos de la Tierra. Pero podía seguir siendo sólo un sueño. Habría que resolver innumerables problemas prácticos, y lo que se había logrado a escala de laboratorio con un solo animal quizás fuese imposible en el mar.
—Lo que me gustaría que hiciese usted —dijo a Ludquist—, es presentarme un informe indicándome lo que el ordeñe exigiría en equipo y personal. Procure indicarme los costos, siempre que pueda. Y luego calcule cuánta leche podía producir cada animal, y lo que pagarían por ella las plantas transformadoras. Entonces tendríamos algo concreto sobre lo que trabajar. De momento me parece un experimento interesante, pero es imposible saber si tiene aplicación práctica.
Lundquist pareció un poco descorazonado ante la falta de entusiasmo de Franklin, pero se animó enseguida mientras salían del recinto de la piscina. Si Franklin había pensado que un proyecto como el del ordeñe de las ballenas había agotado la capacidad de invención de Lundquist, iba a comprobar que estaba equivocado.
—El segundo proyecto del que quiero hablarle —empezó el científico— aún está en etapa de planeamiento. Como uno de nuestros problemas más graves es la falta de personal, he estado ideando modos de mejorar la eficiencia eliminando hombres de puestos rutinarios.
—Supongo que en su proyecto pretenderá hacerlo todo de modo automático. En fin, hace menos de un año que cayeron sobre nosotros los últimos equipos de eficiencia (y, añadió Franklin para sí, la Oficina aún no ha logrado recuperarse).
—Mi enfoque del problema —explicó Lundquist— no es muy convencional, y creo que a usted, como guardián, le interesará especialmente. Como sabe, suelen necesitarse dos e incluso tres submarinos para manejar un gran banco de ballenas. Si intenta hacerlo un submarino solo, se dispersan en todas direcciones. Ahora bien, a mí esto siempre me ha parecido un derroche inútil de hombres y equipo, puesto que todo podría hacerlo un sólo guardián. Sólo necesita que sus compañeros hagan los ruidos adecuados en los lugares adecuados… algo que una máquina podría hacer igualmente.
—Si está pensando usted en submarinos esclavos automáticos —dijo Franklin—, ya se ha intentado. Y no resultó. Un guardián no puede controlar dos naves al mismo tiempo, y mucho menos tres.
—Conozco detalladamente ese experimento —contestó Lundquist—. Podría haber sido un éxito si lo hubiesen enfocado adecuadamente. Pero mi idea es mucho más revolucionaria. Dígame… ¿Significa para usted algo «perro pastor»?
Franklin frunció el ceño.
—Creo que sí —contestó—. ¿No eran los perros que usaban los pastores en la antigüedad, hace cientos de años, para proteger sus rebaños?
—Siguieron haciéndolo hasta hace menos de cien años. Y «proteger» no es el término adecuado. He visto películas de perros pastores en acción, y nadie que no lo hubiese visto creería las cosas que eran capaces de hacer. Estos perros eran tan inteligentes y estaban tan bien adiestrados que podían conseguir que un rebaño de ovejas hiciese lo que el pastor quisiera sólo a una orden de éste. Podían dividir el rebaño en secciones, separar a una sola oveja de sus compañeras, o mantener inmóvil el rebaño en un punto durante el tiempo que fuese preciso.
»¿Entiende lo que quiero decir? Llevamos siglos adiestrando perros, y no nos parece milagroso. Lo que quiero decir es que debemos repetir lo mismo en el mar. Sé que una buena cantidad de mamíferos marinos (las focas y las morsas, por ejemplo) son por lo menos tan inteligentes como los perros, pero no se ha hecho tentativa alguna de domesticarlos y educarlos, salvo en circos y en lugares como Marinalandia. Habrá visto usted las cosas que hacen nuestras marsopas, y ya sabe lo afectuosas que son: Después de ver esas películas antiguas de perros pastores, aceptará que todo lo que podía hacer un perro hace cien años podemos enseñárselo hoy a una marsopa.
—Un momento —dijo Franklin, un poco abrumado—. Aclaremos esto. ¿Quiere usted proponer que cada guardián lleve con él cuando trabaja con un banco de ballenas un par de perros?
—Para ciertas operaciones, sí. Por supuesto, la técnica tendría sus limitaciones. No hay animal marino que posea la velocidad y el alcance de un submarino, y los «perros», como usted los ha llamado, no podrían llegar siempre a los lugares donde se les necesitase. Pero he hecho algunos estudios y creo que sería posible duplicar la eficacia de nuestros guardianes de este modo, eliminando la necesidad de que tengan que trabajar en parejas o tríos.
—Pero —protestó Franklin— ¿qué caso iban a hacer las ballenas a las marsopas? No les harían ninguno.
—Oh, yo no quiero decir que tengamos que utilizar marsopas, era sólo un ejemplo. Tiene usted razón, las ballenas no les harían caso. Tendremos que utilizar un animal mayor, y al menos tan inteligente como la marsopa, y al que las ballenas tengan que hacer caso. Sólo hay un animal que cumple estas condiciones, y querría que usted me diese permiso para capturar un ejemplar y educarlo.
—Explíquese —dijo Franklin, con un tono de resignación en la voz tan patente que incluso Lundquist, que tenía poco sentido del humor, se vio obligado a sonreír.
—Lo que yo quiero —continuó— es coger un par de ballenas asesinas y enseñarles a trabajar con uno de nuestros guardianes.
Franklin pensó en aquellos torpedos de diez metros de poder mortífero que tan a menudo había cazado y sacrificado en los mares helados del polo. Era difícil imaginarse a una de aquellas feroces bestias obedeciendo las órdenes del hombre. Luego recordó la diferencia entre el perro pastor y el lobo, y cómo se había superado tiempo atrás. Sí, se podía hacer de nuevo… si merecía la pena.
En caso de duda, pide un informe, le había dicho una vez uno de sus superiores. Bien, tendría que salir por lo menos con dos informes de Isla Heron, y ambos de lectura interesante. Pero los planes de Lundquist, pese a su fantasía, pertenecían al futuro; Franklin tenía que dirigir la oficina tal como era el mundo aquí y ahora. Prefería evitar cambios drásticos en unos años, hasta que adquiriese experiencia. Además, aunque la idea de Lundquist pudiese demostrarse eficaz, tendría que librar una larga y dura batalla para convencer a los que tenían que aprobar la provisión de fondos. «Quiero comprar cincuenta máquinas ordeñadoras de ballena, por favor». Si Franklin podía imaginarse la reacción de ciertos grupos conservadores. En cuanto a educar ballenas asesinas, bueno, le tomarían por loco.
Vio alejarse la isla mientras el avión le llevaba rumbo a casa (extraño, después de tantos viajes, que debiese volver a vivir en el país en que había nacido). Hacía ya casi quince años que había hecho por primera vez aquel viaje con el buen Don ¡Qué contento se habría puesto Don si pudiese ver el fruto de su labor como instructor! Y también el profesor Stevens. Franklin siempre le había tenido un poco de miedo, pero ahora podría mirarle a la cara, si aún estuviese vivo. Con una punzada de remordimiento comprendió que nunca podría darle las gracias al psicólogo por todo lo que había hecho.
De recluta neurótico a director de la Oficina en quince años. No estaba mal. Y ahora qué, Walter, se preguntó Franklin. No sentía necesidad de más triunfos; quizás hubiese satisfecho ya sus ambiciones. Quizás le bastase con dirigir la Oficina durante un plácido y tranquilo futuro.
Era bueno para su paz mental que no tuviese ni idea de lo fallida que resultaría tal esperanza.