Capítulo XVII

—Sabes, querido —dijo Indra—, me gustaría que ésta fuese una de tus últimas misiones.

—Si crees que estoy ya viejo…

—No, no es eso. Cuando estés de servicio en el cuartel general podremos empezar a tener una vida social normal. Podré invitar a gente a cenar sin tener que disculparme porque tú tienes que salir de repente a ver a una ballena enferma. Y será mejor para los niños; no tendré que andar siempre explicándoles quién es ese extraño al que a veces ven por casa.

—Bueno, no es tan malo ¿verdad, Pete? —dijo Franklin riendo, y tironeando el pelo revuelto y negro de su hijo.

—¿Cuándo me vas a llevar en submarino, papá? —preguntó Peter por más o menos centésima vez.

—Un día de éstos, cuando seas lo bastante mayor para poder entrar solo.

—Pero si esperas a que sea grande, entonces yo ya iré solo y no necesitaré que me lleves.

—¡Tienes mucha razón! —dijo Indra—. Siempre he dicho que mi hijo era un genio.

—Debe haber sacado de ti el pelo —dijo Franklin—, pero eso no quiere decir que seas responsable de lo que hay debajo.

Se volvió a Don, que estaba haciendo ridículos ruidos en beneficio de Anne. Ésta parecía no saber si reír o llorar, pero estaba prestando al problema, evidentemente, la mayor atención.

—¿Cuándo vas tú a decidirte por las alegrías de la vida doméstica? ¿Es que piensas ser tío honorífico toda tu vida?

Por un instante, Don pareció un poco embarazado.

—En realidad —dijo lentamente— estoy pensándolo. He conocido a una persona al fin, que me parece que podría servirme.

—¡Felicidades! Tengo entendido que ves mucho a Marie últimamente.

Don pareció aún más turbado.

—Bueno… no es Marie. Lo único que quería era despedirme de ella.

—Oh —dijo Franklin muy sorprendido—. ¿Y quién es ella?

—No creo que la conozcas. Se llama June… June Curtis. No está en la oficina, lo que es una ventaja en muchos sentidos. Aún no estoy decidido del todo; pero es probable que me declare la próxima semana.

—Sólo tienes que hacer una cosa —dijo Indra con firmeza—. En cuanto regreséis de esta expedición, tráela a cenar y te diremos lo que pensamos de ella.

—Y le preguntaré a ella lo que piensa de ti —intervino Franklin—. Hemos de ser justos. ¿No crees?

Recordaba las palabras de Indra («ésta será una de tus últimas misiones») mientras el pequeño navío de profundidad descendía hacia la noche eterna. No era estrictamente cierto, claro está. Aunque le hubiesen ascendido y ocupase ahora un cargo permanente en tierra, aún saldría en ocasiones al mar. Pero las posibilidades disminuirían cada vez más. Como guardián, aquél era su canto de cisne, y no sabía si lamentarlo o alegrarse.

Durante siete años había recorrido los océanos (un año de su vida en cada mar), y en aquel tiempo había llegado a conocer a las criaturas de las profundidades como jamás pudieron conocerlas los hombres de tiempos anteriores. Había contemplado el mar en todas sus formas; había surcado espejeantes y lisas aguas, y soportado poderosas olas que agitaban su navío a treinta metros por debajo de la superficie azotada por la tormenta. Había contemplado allí belleza y horror, nacimiento y muerte, en todas sus múltiples formas, mientras surcaba un mundo líquido tan henchido de vida que frente a él la tierra era un vacío desierto.

Ningún hombre podría agotar nunca las maravillas del mar, pero Franklin sabía que le había llegado la hora de emprender tareas nuevas. Miró en la pantalla de sonar aquel cigarro de luz que le acompañaba, que era la nave de Don, y pensó tiernamente en sus características comunes y en las diferencias que ahora iban a separarles. ¿Quién habría imaginado, se decía, que fueran a hacerse tan buenos amigos, en aquel lejano día que se conocieron como instructor y alumno?

Habían transcurrido sólo siete años, pero ya le resultaba difícil recordar la clase de persona que era en aquellos días. Sentía una enorme gratitud hacia los psicólogos que además de reconstruir su mente le habían proporcionado un trabajo con el que reconstruir su vida.

Sus pensamientos dieron el siguiente e inevitable paso. La memoria intentó recrear a Irene y a los chicos… ¡Dios santo, Rupert tendría ahora doce años!… que habían sido un tiempo toda su vida, pero ahora eran extraños que año a año le quedaban más lejos. La última fotografía que tenía de ellos era de hacía más de un año. La última carta de Irene se había echado en Marte hacía seis meses, y se recordó, sintiéndose culpable, que aún no la había contestado.

La aflicción había desaparecido hacía mucho; no le producía dolor verse exilado en su propio mundo, ni añoraba las caras de los amigos que tenía cuando consideraba su imperio todo el espacio. Era sólo una vaga tristeza, no del todo desagradable, que le hacía meditar sobre la inconsistencia del llanto.

La voz de Don interrumpió su ensueño, que en realidad nunca había desviado su atención del cuadro de instrumentos.

—Estamos sobrepasando mi récord, Walt. Nunca había bajado más de los tres mil metros.

—Y esto es sólo la mitad. De todos modos, ¿qué más da teniendo una nave adecuada? Sólo tardas un poco más en bajar, y un poco más en subir. Estos submarinos aún tienen un índice de seguridad cinco en el fondo de la Fosa Filipina.

—De eso no hay duda, pero no puedes convencerme de que no haya diferencias psicológicas. ¿No sientes tres kilómetros de agua sobre los hombros?

Resultaba extraño que Don se mostrase tan imaginativo; normalmente era Franklin quien hacía tales observaciones, y su amigo se burlaba de ellas inmediatamente. Si Don se ponía sombrío, lo mejor era aplicarle su propia medicina.

—Avísame cuando hayas empezado a hervir —dijo Franklin—. Si el agua te llega a la barbilla, daremos la vuelta.

Hubo de admitir que aquel chiste soso fortaleció su propia moral. El saber que la presión iba elevándose firmemente sobre él a media tonelada por centímetro cuadrado, le producía una cierta desazón que nunca había experimentado en aguas superficiales, donde el desastre podía ser igual de instantáneo y total. Tenía completa confianza en su equipo y conocía ese curioso sentimiento de depresión que parecía haberle barrido la mayor parte de su interés en aquel proyecto en el que tanto empeño había puesto.

Mil quinientos metros más abajo, recuperó su interés en todo su primitivo vigor. Ambos vieron el eco simultáneamente, y por un instante comenzaron a gritarse uno a otro hasta que recordaron su disciplina de señales. Restaurado el silencio, Franklin dio sus órdenes.

—Reduce a un cuarto la velocidad —dijo—. Sabemos que ese animal es muy sensible y es mejor no asustarle hasta el último minuto.

—¿No podemos llenar los tanques y descender suavemente?

—Aún falta mucho… aún está a mil metros por debajo. Reduce tu sonar al mínimo. No quiero que capte nuestras ondas sonoras.

El animal se movía de modo curiosamente errático, a una profundidad constante, efectuando a veces pequeños desvíos a derecha e izquierda como a la búsqueda de comida. Iba siguiendo las pendientes de una montaña submarina insólitamente escarpada, que surgía de pronto elevándose unos mil trescientos metros del lecho del mar. Franklin pensó, y no por primera vez, que era una lástima que el escenario más soberbio del mundo estuviese encerrado y oculto en las profundidades del océano. Nada en la superficie podía compararse a los cañones de ciento cincuenta kilómetros de anchura del Atlántico Norte, o a las monstruosas hoyas que daban al Pacifico los pozos más profundos de la Tierra.

Se hundieron lentamente pasando la cúspide de la montaña sumergida, una montaña cuyos picos más altos quedaban a casi cinco kilómetros por debajo del nivel del mar. Bajo ellos, a poca distancia, estaba ahora aquel eco misteriosamente alargado que parecía aún ondular a través del agua en un movimiento sinuoso que recordó a Franklin, inevitablemente, el de una serpiente. Resultaría irónico, pensó, que aquello fuera realmente la Gran Serpiente Marina. Pero eso era imposible, porque no había culebras de respiración acuática.

Ninguno de los dos hombres habló mientras se acercaban con lentitud y cautela a su objetivo. Ambos percibían que aquél era uno de los momentos más importantes de sus vidas y deseaban saborearlo plenamente. Hasta entonces Don se había mantenido un tanto escéptico, creyendo que lo que encontrasen sería un animal de alguna especie ya conocida. Pero su asombro aumentó al ampliarse el eco en la pantalla. Aquello era algo totalmente nuevo.

La montaña se alzaba ahora sobre ellos; bordeaban el pie de un cerro de más de seiscientos metros de altura, y su presa estaba a menos de ochocientos de distancia. Franklin sintió que le cosquilleaba en la mano el deseo de encender los focos ultravioleta que resolverían en un instante el más antiguo misterio del océano, dándoles fama perdurable. ¿Hasta qué punto era para él importante aquello?, se preguntó, mientras pasaban los segundos. Lo era, no pretendía engañarse a sí mismo. En toda su carrera, quizás no tuviese otra oportunidad como aquélla…

De pronto, sin el menor aviso, el submarino tembló como si lo golpease un martillo.

—Dios mío… ¿qué fue eso? —gritó al mismo tiempo Don.

—Algún condenado imbécil está soltando explosivos —contestó Franklin, en el que la rabia y la frustración habían barrido por completo al miedo—. ¿No se notificó a todo el mundo nuestro descenso?

—Eso no fue ninguna explosión. Yo lo he oído antes… Es un terremoto.

Ninguna otra palabra podría haber conjurado de modo tan inmediato el terror de las profundidades insondables que Franklin había sentido clavarse unos instantes en su mente durante el descenso. El peso incalculable de las aguas comenzó a aplastarle como un peso físico; su poderosa nave pasó a parecerle el más frágil de los cascarones, sentenciada ya por fuerzas frente a las que de nada valía toda la ciencia del hombre.

Sabía que los terremotos eran frecuentes en las profundidades del Pacífico, donde las masas de roca y agua se hallaban siempre en precario equilibrio. Una o dos veces, yendo de patrulleo, había sentido choques distantes… pero esta vez, estaba seguro, se hallaban cerca del epicentro.

—Sube a toda velocidad hacia la superficie —ordenó—. Puede ser sólo el comienzo.

—Pero si no necesitamos más que otros cinco minutos —protestó Don—. Probemos suerte, Walt.

Franklin se sentía muy tentado a ceder. Aquel único estruendo quizás no se repitiera; la tensión de los torturados estratos podría haberse aliviado. Observó el eco tras el que andaban; se movía ahora mucho más de prisa, como si también le hubiese asustado aquel despliegue de las incontenibles fuerzas de la naturaleza.

—Nos arriesgaremos —decidió Franklin—. Pero si se produce otro nos iremos inmediatamente.

—Me parece justo —contestó Don—. Te apuesto diez a uno.

No llegó a terminar la frase. Esta vez el martillazo no fue más violento, pero si más sostenido. Todo el océano pareció agitarse cuando las ondas de choque, viajando a más de kilómetro y medio por segundo, comenzaron a agitarse entre la superficie y el lecho del mar. Franklin dio la orden de «¡vámonos!», y enfiló el submarino casi en vertical hacia el cielo distante.

Pero el cielo no estaba. El plano claramente definido que señalaba la frontera entre el agua y el aire en la pantalla de sonar se había desvanecido, reemplazado por una incoherente mezcla de nebulosos ecos. Por un instante Franklin supuso que el estampido había estropeado el aparato; luego su mente interpretó la increíble, la aterradora imagen que iba formándose sobre la pantalla.

—Don —gritó— dirígete a mar abierto… ¡las montañas se derrumban!

El billón de toneladas de roca que había sobre ellos se desplomaba en las profundidades. Se había desprendido toda la cara de la montaña y caía, moviéndose con una engañosa lentitud y una potencia totalmente irresistible. Era una avalancha a cámara lenta, pero Franklin sabía que en unos segundos las aguas que el submarino surcaba quedarían cubiertas por los fragmentos que caían.

Avanzaba a toda velocidad, y sin embargo parecía estar inmóvil. Sin necesidad de amplificadores, podía oír a través del casco el estruendo y el ruido de las rocas. Más de la mitad de la pantalla de sonar estaba ya bloqueada, bien por fragmentos sólidos, bien por las inmensas nubes de barro y grava que comenzaban a llenar el mar. Estaba quedándose ciego; y nada podía hacer más que mantener el rumbo y rezar.

Con un golpe sordo, algo chocó contra el casco y el submarino se estremeció de un extremo a otro. Franklin pensó por un instante que había perdido el control. Luego consiguió hacer que la nave volviese a un rumbo regular. Tan pronto lo hizo, comprendió que había penetrado en una poderosa corriente, probablemente del agua desplazada por la montaña al caer. Le dio la bienvenida, pues estaba lanzándole a la seguridad del mar abierto, y por primera vez se atrevió a tener esperanzas.

¿Dónde estaba Don? Era imposible localizar su eco en el cambiante caos de la pantalla de sonar. Franklin puso su equipo de comunicación a máxima potencia y comenzó a llamar a través de la agitada oscuridad. No hubo respuesta. Probablemente Don estuviese demasiado ocupado para contestar, aunque hubiese recibido la señal.

Las grandes olas habían cesado y con ellas los temores más graves de Franklin. No había ya peligro de que la presión aplastase el casco, y por esta vez; no había duda, se había librado de la derrumbada montaña. La corriente que se había sumado a sus motores perdía ya fuerza, lo cual probaba que se hallaba muy lejos de su origen. En la pantalla de sonar, la niebla luminosa que había bloqueado toda visión se desvanecía minuto a minuto al ir desapareciendo el barro y cascotes.

Lentamente la mellada cara de la montaña surgió de la masa de entrecruzados ecos. La imagen de la pantalla comenzó a estabilizarse, y Franklin pudo ver la gran cicatriz que dejaba la avalancha. El propio lecho marino quedaba ahora oculto tras una gran niebla de barro; pasarían horas antes de que se hiciese visible de nuevo y pudiesen valorarse los daños producidos por aquel paroxismo de la naturaleza.

Franklin observó y esperó a que la pantalla se aclarase. Aunque el agua aún seguía turbia, ya no estaba llena de materia en suspensión. Podía verse a un kilómetro… luego a dos. Y luego a tres.

Y en todo aquel espacio no había el menor rastro de los agudos y brillantes ecos de la nave de Don. Al crecer su campo de visión sin que apareciese en la pantalla, Franklin fue perdiendo esperanzas. Llamó una y otra vez en solitario silencio, mientras la desesperación y el pesar luchaban por dominar su alma.

Hizo explotar las granadas de señales que pondrían en estado de alerta todos los hidrófonos del Pacífico y enviarían aviso para que acudiese ayuda por mar y aire. Pero mientras iniciaba su búsqueda, descendiendo lentamente en espiral, sabía de sobra que era en vano.

Don Burley había perdido su última apuesta.