Capítulo XVI

El secretario del Departamento de Investigación Científica le había escuchado con bastante atención. Y no sólo con atención, se decía Franklin, sino con un halagador interés. Cuando concluyó la exposición que había tardado tanto en preparar, sintió una súbita e inesperada depresión. Sabía que había hecho todo lo posible; lo que sucediese ahora no era asunto suyo.

—Hay unos cuantos puntos que me gustaría aclarar —dijo el secretario. El primero es evidente. ¿Por qué no acudió usted al Departamento de Investigación de la propia División Marítima en vez de tramitar la cuestión a través del Secretariado mundial para entrar en contacto con el DIC?

Franklin sabía que era una pregunta obvia… y una cuestión delicada. Pero sabía de sobra que habría de plantearse y venía preparado.

—Naturalmente, señor Farland —contestó—, hice cuanto pude porque la División Marítima me apoyara. Había mucho interés, sobre todo después de que capturamos aquel calamar. Pero la Operación Percy resultó mucho más cara de lo que se había calculado, y hubo muchas preguntas embarazosas al respecto. El asunto terminó con el traslado de varios de nuestros científicos a otros departamentos.

—Lo sé —intervino el secretario con una sonrisa—. Algunos de ellos prestan servicio con nosotros.

—En consecuencia, toda investigación que no tenga una importancia práctica inmediata se ve con malos ojos en la División, y ésa es una de las razones de que acuda a ustedes. Además, la División no tiene autoridad suficiente para hacer lo que yo propongo. El mero coste de fletar dos submarinos de aguas profundas es considerable, y tiene que aprobarse a un nivel superior que el de la División.

—Pero ¿cree usted que si se aprobase se podría disponer del equipo?

—Sí, en la época adecuada del año. Ahora que la valla es prácticamente segura en un cien por cien (no hemos tenido un fallo importante en tres años) los guardianes tenemos mucho tiempo libre después de las rondas anuales y de la matanza. Por eso me pareció buena idea…

—Utilizar los talentos desperdiciados de los guardianes…

—Bueno, es un modo muy directo de expresarlo. No quiero dar la impresión de que la oficina sea ineficaz.

—Ni por asomo pensaría yo que está usted sugiriendo tal cosa —sonrió el secretario—. La otra cuestión es de carácter más personal. ¿Por qué tiene usted tanto empeño en este proyecto? Ha dedicado a él mucho tiempo y esfuerzo… y, permítame que se lo diga, se ha arriesgado a irritar a sus superiores viniendo aquí directamente.

A esto no era tan fácil responder, y menos tratándose de un extraño. ¿Podría comprender aquel hombre, tan encumbrado en la estructura del Estado, la fascinación de un eco misterioso en una pantalla de sonar, que sintió sólo una vez muchos años atrás? Sí, podría, pues era, parcialmente al menos, un científico.

—Como guardián jefe —explicó Franklin— probablemente no siga mucho tiempo sirviendo en el mar. Tengo treinta y ocho años, y voy haciéndome viejo para este tipo de trabajo. Soy de carácter inquisitivo, quizás debiese haber sido científico. Es un problema que me gustaría aclarar, aunque sé que me va a resultar difícil.

—Me hago cargo. Este mapa de pruebas confirmatorias cubre casi la mitad de los océanos del mundo.

—Sí, sé que no da muchas esperanzas, pero con los nuevos aparatos de sonar podemos sondear un volumen triple al de antes, y un eco de ese tamaño es fácil de localizar. Sólo sería cuestión de tiempo detectarlo.

—Y quiere ser usted quien lo haga. Bien, eso es razonable. Cuando recibí su primera carta tuve una charla con mis especialistas en biología marina, y me dieron tres opiniones distintas… todas ellas poco alentadoras. Algunos de los que admiten que se han visto esos ecos dicen que son probablemente ecos fantasma debidos a fallos de los aparatos de sonar o de discontinuidades de algún tipo que se producen en el agua.

—Cualquiera que los haya visto —replicó Franklin— no diría eso. En realidad conocemos de sobra todos los ecos fantasmas y las discontinuidades ordinarias que se producen en las pantallas de sonar.

—Eso creo yo; algunos de mis científicos piensan que las, digamos, serpientes marinas convencionales no son sino calamares, y anguilas, y que sus patrullas sólo vieron estos animales o bien un gran tiburón de aguas profundas. Franklin negó con un gesto.

—Conozco bien todos esos ecos. Éste es completamente distinto.

—La tercera objeción es de carácter teórico. No hay sencillamente comida bastante en las profundidades últimas del océano para alimentar a formas de vida grandes y activas.

—Nadie puede asegurarlo. En el siglo pasado, por ejemplo, los científicos decían que no podía haber vida alguna en el fondo del océano. Sabemos que eso era un disparate.

—Bueno, su proposición es muy razonable. Veré lo que puedo hacer.

—Muchas gracias, señor Farland. Quizás fuese mejor que nadie de la oficina supiese que he venido a verle.

—No se lo diremos, pero lo sospecharán. —El secretario se levantó, y Franklin comprendió que la entrevista había terminado.

—Antes de que se vaya, señor Franklin —dijo el secretario— quizás pudiese aclararme una cuestión que lleva años preocupándome.

—¿De qué se trata, señor?

—Nunca comprendí por qué un guardián, al parecer bien instruido, estaba en plena noche fuera de la Gran Barrera Coralina, respirando aire comprimido a casi doscientos metros de profundidad.

Hubo un largo silencio mientras los dos hombres, su relación súbitamente alterada, se miraron. Franklin hurgó en su memoria, pero aquella cara no evocaba ningún eco: hacía ya mucho tiempo, y desde entonces había conocido a mucha gente.

—¿Fue usted uno de los que me salvaron? —preguntó—. Si lo es, he de darle las gracias. —Se detuvo un instante y luego añadió—: Sabe, no fue un accidente.

—Eso pensé yo; y eso lo explica todo. Pero, antes de cambiar de tema, ¿qué le sucedió a Bert Darryl? Nunca pude saber la verdad.

—Bueno, se quedó sin dinero; nunca pudo volver a fletar el León Marino. La última vez que le vi fue en Melbourne; estaba deshecho porque habían eliminado las tasas aduaneras y ya no había modo de que un honrado contrabandista pudiera ganarse la vida. Por último, intentó cobrar el seguro del León Marino; organizó un fuego bastante convincente y tuvo que abandonar la nave en Cairns. La nave se fue al fondo, pero los valuadores bajaron a verla y subieron con embarazosas preguntas, al descubrir que todas las cosas de valor se habían salvado del fuego. No sé cómo salió el capitán del asunto.

»Debió ser el final de aquel viejo bribón. Se dio a la bebida, y una noche en Darwin decidió salir a nadar un poco a la escollera. Pero se olvidó de que había bajado la marea… y en Darwin la marea baja diez metros. Así que se tiró de cabeza y se rompió el cuello; fueron muchos, además de sus acreedores, los que lo sintieron de veras.

—Pobre amigo Bert. El mundo será un lugar aburrido cuando ya no quede gente como él.

Era una opinión un tanto herética, pensó Franklin, en labios de un destacado miembro del Secretariado Mundial. Pero le agradó mucho, y no sólo porque la compartiese. Sabía ahora que había adquirido inesperadamente un amigo influyente, y que habían aumentado las posibilidades de que saliese adelante su proyecto.

No esperaba nada de modo inmediato, así que no se desilusionó al ver que pasaban las semanas sin noticias. De todos modos, se mantenía bastante ocupado; la estación de calma aún estaba a tres meses, y entretanto tenía diversas tareas menores pero laboriosas.

Y había una además de bastante envergadura. Había llegado Mine Franklin al mundo, con sus grandes ojos y su boca insaciable, e Indra empezaba a tener sus primeras dudas serias respecto a la posibilidad de continuar su carrera académica.

Franklin, muy a su pesar, no estaba en casa cuando nació su hija. Capitaneaba una pequeña flota de seis submarinos, encargados de dispersar a gran número de ballenas asesinas en las islas Pridilof. No era la primera misión de este género, pero fue la más positiva, gracias al uso de técnicas más perfeccionadas. Se habían grabado las llamadas características de las focas y de las ballenas pequeñas y se hacían sonar en el mar, mientras los submarinos esperaban silenciosos a que apareciesen las ballenas asesinas.

Lo habían repetido cientos de veces, y habían podido hacer una gran matanza. Cuando la pequeña flotilla regresó a la base, habían matado más de un millar de orcas. Había sido un trabajo duro y en algunos momentos peligroso, y pese a que era importante hacerlo, a Franklin le había deprimido profundamente aquella carnicería científica. No podía evitar la admiración ante la belleza, ferocidad y rapidez de aquellos cazadores a los que él mismo cazaba, y hacia el final de la misión casi se alegró de que comenzase a descender el ritmo de mortandad. Parecía como si las orcas hubiesen aprendido por amarga experiencia, y los estadísticos del departamento tendrían que decidir si la operación sería o no económicamente rentable a la hora de repetirla en la estación siguiente.

A Franklin, nada más concluir su misión y abrazar ansiosamente a Mine, sin ningún signo de reconocimiento por parte de ésta, le enviaron de nuevo a Georgia del Sur. Tenía que descubrir porqué las ballenas, que hasta entonces habían nadado en los sectores de matanza sin ningún reparo se mostraban de pronto suspicaces y se resistían a penetrar por los pasillos electrificados. En realidad él nada hizo por resolver el misterio; mientras él buscaba factores psicológicos, un joven e inteligente inspector de planta descubrió que parte de los desperdicios sangrientos de las plantas de procesado se filtraban accidentalmente en el mar. No era sorprendente, pues, que las ballenas, pese a que su sentido del olfato no está desarrollado como el de otros animales marinos, se sintiesen alarmadas al ver que las barreras móviles intentaban guiarlas al lugar donde habían encontrado la muerte tantos parientes suyos.

Como guardián jefe, ya predestinado a cosas más altas, Franklin era ahora una especie de comodín al que podían utilizar para todo. Aparte de los efectos que esto tenía en su vida familiar, el cambio le agradaba. Cuando un hombre había aprendido la mecánica del oficio de guardián, el simple patrulleo y pastoreo significaban poco futuro para él. Gente como Don Burley obtenían de esto gran placer y emoción, pero Don no era ambicioso y no tenía una formación intelectual. Franklin se decía esto sin ningún sentido de superioridad. Era la simple constatación de un hecho que Don sería el primero en admitir.

Estaba en Inglaterra, para actuar como perito en la Comisión Ballenera (el gendarme del departamento) cuando recibió una quejumbrosa llamada del doctor Lundquist, que había sustituido al doctor Robert al abandonar éste la Oficina de Ballenas para aceptar un cargo mucho más lucrativo en el acuario de Marinalandia.

—El Departamento de Investigación Científica me ha enviado tres cajones de maquinaria. Yo no he pedido nada, pero aquí está tu nombre. ¿Qué significa todo eso?

Franklin pensó rápidamente. Llegaría cuando él estuviese fuera, y si el director daba con ello antes de que pudiese preparar el terreno, sería el escándalo.

—Es una historia demasiado larga para explicártela ahora —contestó Franklin—. Tengo que comparecer ante el comité dentro de diez minutos. Deja eso en algún sitio hasta que yo vuelva… entonces te lo explicaré todo.

—Eso espero… todo esto es muy irregular.

—No tienes por qué preocuparte. Nos veremos pasado mañana… Si Don Burley viene a la base, que eche un vistazo a lo que han enviado. Pero ya resolveré yo todo el papeleo cuando vuelva.

Ésa, se dijo, sería la peor parte del trabajo. Conseguir que un equipo que no se había pedido oficialmente se incluyese en el inventario de la oficina sin demasiadas preguntas. Iba a ser por lo menos tan difícil como localizar a la Gran Serpiente Marina.

Pero no tenía por qué preocuparse. Su nuevo e influyente aliado, el secretario del Departamento de Investigación Científica, se había anticipado ya a la mayoría de sus problemas. El equipo se enviaba a la oficina en calidad de préstamo, y ésta habría de devolverlo al terminar el trabajo. Y lo que es más, el director había dado la impresión de que se trataba de un proyecto del DIC. Aunque pudiese tener sus dudas, Franklin estaba oficialmente cubierto.

—Puesto que pareces estar enterado de todo, Walter —dijo en el laboratorio cuando por fin desempaquetaron lo enviado— será mejor que me expliques para qué sirve esto.

—Es un registrador automático, mucho más perfecto que los que tenemos en las compuertas para contar las ballenas al pasar. En esencia es una sonda de sonar de largo alcance, que explora un volumen de espacio de casi diez kilómetros de radio, y llega hasta el fondo del mar. Rechaza todos los ecos fijos, y solo registra objetos en movimiento. Y puede actuar sólo sobre objetos de un tamaño determinado En otras palabras, se puede utilizar para contar el número de ballenas superiores, por ejemplo, a los veinte metros de longitud, sin registrar las otras. Lo hace una vez cada seis minutos, doscientas cuarenta veces al día, así que nos dará un censo prácticamente constante de cualquier zona determinada.

—Muy ingenioso. Supongo que el DIC desea que utilicemos esto en algún sitio.

—Si… y también para hacer los censos semanales. Nos va a ser muy útil. En fin… envían tres, por cierto.

—¡No hay nadie como el DIC! Ojalá tuviésemos tanto dinero como ellos para derrochar. ¿Cómo funciona esto?… Si es que funciona.

Todo fue así de simple, y sin que se mencionasen en ningún momento las serpientes marinas.

No vieron rastro de ellas durante más de dos meses. Todas las semanas, el submarino de patrulla que estuviese en las proximidades enviaba las señales de los tres instrumentos, anclados a unos ochocientos metros de profundidad en los puntos elegidos por Franklin tras cuidadoso estudio de todos los datos disponibles. Con un empeño que lentamente se convirtió en terca decisión, examinó los centenares de metros de películas antiguas de dieciséis milímetros, medio aún no superado en su propio campo de registro. Contempló los miles de ecos que la película proyectaba, condensando en minutos las idas y venidas de las grandes criaturas del mar durante días y noches.

Normalmente las imágenes nada mostraban, pues había ajustado el discriminador de modo que rechazase todos los ecos de objetos de menos de veinticinco metros de longitud. Esto, calculaba, debía eliminar a todas las ballenas, salvo a las mayores, y detectar a la presa que andaban buscando. Pero cuando los rebaños se ponían en movimiento, la película se plagaba de ecos que cruzaban la pantalla a velocidades fantásticamente exageradas cuando proyectaba las imágenes. Veía la vida del mar acelerada en casi diez veces.

Tras dos meses de vana observación, comenzó a preguntarse si no habrían elegido el peor lugar para situar los registradores, y comenzó a hacer planes para trasladarlos. Cuando llegaron los siguientes rollos de película, se dijo que lo haría, y había decidido ya los nuevos emplazamientos.

Pero esta vez encontró lo que andaba buscando. Apareció en el borde de la pantalla, y por muy poco tiempo. Dos días atrás aquel eco inolvidable y extrañamente lineal había aparecido en el registrador. Ahora tenía pruebas, aunque no fuesen definitivas.

Desplazó los otros dos registradores, disponiendo los tres instrumentos en un gran triángulo de unos veinticinco kilómetros de lado, para que sus campos de registro se sobrepusiesen. Entonces fue ya cuestión de esperar con la máxima paciencia posible otra semana.

La espera fue fructífera; pasada la semana tenía toda la munición necesaria para su campaña. La prueba estaba allí clara e innegable.

Un animal muy grande, demasiado grande y fino para identificarlo como una criatura marina conocida, vivía a la asombrosa profundidad de seis mil metros y subía hasta mitad de camino de la superficie dos veces diarias, probablemente para comer. De su aparición intermitente en las pantallas de los registradores, Franklin pudo extraer una idea bastante aproximada de sus actitudes y movimientos. A menos que abandonase bruscamente la zona y le perdiese el rastro, no habría dificultad alguna para repetir el éxito de la Operación Percy.

Debería haber recordado que en el mar nada se repite exactamente.