—¡Qué bonito es —dijo Franklin, mientras se relajaba perezosamente en la tumbona del porche— tener una mujer que no se asusta del trabajo que hago!
—Hay veces que sí me asusto —contestó Indra—. No me gustan esas operaciones en aguas profundas. Si algo sale mal allí, no tendrás ninguna oportunidad.
—Igual puedes ahogarte a tres metros de profundidad que a diez mil.
—Eso es una tontería y tú lo sabes. Además, que yo sepa, ningún guardián ha muerto nunca ahogado. Las cosas que les pasan nunca son tan simples y sencillas.
—Siento haber iniciado esta conversación —dijo quejumbrosamente Franklin, mirando a su alrededor para ver si Peter podía oírles—. De todos modos, la operación Percy no te preocupa, ¿verdad?
—No, creo que no. Estoy tan ansiosa como todos los demás porque lo captures… y aún más por ver si el doctor Robert puede mantenerlo con vida.
Se levantó y se acercó a la estantería de libros que había en la pared. Hurgando entre la habitual pila de papeles y revistas allí acumuladas, desenterró por fin el libro que buscaba.
—Escucha esto, —continuó— y recuerda que lo escribieron hace casi doscientos años.
Empezó a leer con su mejor voz de sala de lectura, mientras Franklin escuchaba al principio con cierta resistencia, y luego totalmente absorbido.
—A lo lejos, se alza perezosamente una gran masa blanca, y va elevándose y elevándose, y separándose del agua, brilla al fin ante nuestra proa como un alud de nieve descender por las colinas. Resplandece así un instante se hunde luego lentamente, lo mismo que surgió. Luego vuelve a surgir y relumbra levemente. No parecía una ballena, ¿era, sin embargo, Moby Dick?, pensaba Dagoo. El fantasma había desaparecido de nuevo, pero para volver a reaparecer con un grito como un estilete que estremeció y sobresaltó a todos los hombres, y el Negro gritó: ¡Allí! ¡Allí otra vez! ¡Miradla cómo respira! ¡Ahí delante! ¡La ballena blanca! ¡La ballena blanca!
»Enseguida estuvieron sobre el agua las cuatro balleneras. Ahab iba en la delantera, y todas se lanzaron rápidamente hacia su presa. Pronto se hundió ésta, y mientras, con remos alzados, esperábamos de nuevo su aparición, en mismo punto donde se hundiera, se alzó una vez más lentamente. Olvidando casi por un instante todo pensamiento en Moby Dick, contemplábamos el más fantástico fenómeno que el misterio de los mares hubiese revelado a la humanidad. Una masa vasta y pulposa, de estadios de longitud y de anchura, de un color crema brillante, flotaba sol sobre el agua, y de su centro irradiaban innumerables y largos brazos, que se retorcían y curvaban como un nido de anacondas, como si ciegamente pretendiesen capturar al desdichado objeto que se pusiese a su alcance. No tenía aquella masa ningún rostro o parte frontal distinguible; no había en ella muestra convincente de sensación o instinto pero ondulaba allí sobre las olas, como una forma de vida increíble, ultraterrena e informe.
»Cuando, con una especie de aspiración, volvió a desaparecer lentamente, Starbuck aún contemplaba las agitadas aguas en que se había hundido y con voz descompuesta clamó: —¡Casi hubiese preferido ver a Moby Dick y luchar contra ella a tener que verte, espectro blanco!
—¿Qué era, señor? —preguntó Flask.
—El gran calamar, que, según dicen, pocos barcos balleneros han visto y han podido regresar luego a sus puertos a contarlo.
»Pero Ahab nada decía; dando vuelta a su bote, volvió de nuevo al barco; el resto le siguió con el mismo silencio.
Indra hizo una pausa, cerró el libro y esperó la respuesta de su marido. Franklin se agitó en la demasiado confortable tumbona y dijo pensativo:
—Había olvidado ese párrafo… si es que llegué hasta ahí. Parece bastante real, pero ¿qué hacía un calamar en la superficie?
—Tal vez estuviese agonizando. A veces, suben a la superficie de noche pero nunca de día, y Melville dice que era «una mañana de un azul transparente».
—Oye, ¿y a cuánto equivale un estadio? Me gustaría saber si el calamar de Melville era tan grande como Percy. Según las fotos, Percy tiene unos cuarenta metros hasta las puntas de los tentáculos.
—Así que es mayor que la ballena azul más grande que se haya registrado.
—Sí, unos sesenta centímetros mayor. Pero, por supuesto, no pesa ni la décima parte.
Franklin se levantó de la tumbona y entró a buscar un diccionario. Indra oyó inmediatamente exclamaciones indignadas en el cuarto de estar, y preguntó:
—¿Qué pasa?
—Aquí dice que un estadio es una medida antigua de longitud que equivale a unos doscientos metros. Melville no sabía lo que decía.
—Normalmente es muy exacto, al menos en lo que se refiere a las ballenas. Pero hablar de «estadios» sin duda es ridículo… Me sorprende que nadie se haya fijado antes en ese detalle. Debía querer decir brazas, u otra cosa, y el impresor se equivocó.
Ligeramente aliviado, Franklin dejó el diccionario y volvió al porche. A tiempo justo para vez llegar a Don Burley, que levantó a Indra y le plantó un sonoro beso fraternal en la frente, y volvió a dejarla otra vez en el sillón.
—¡Vámonos, Walt! —dijo—. ¿Tienes lista la maleta? Te llevaré hasta el aeropuerto.
—¿Dónde anda Peter? —dijo Franklin—. ¡Peter! Ven a despedirte… Tu padre se va a trabajar.
Un amasijo de incontrolable energía de cuatro años entró volando en la habitación y casi derribó a su padre al saltarle a los brazos.
—¿Me traerás un calamar, papá? —preguntó.
—Vaya… ¿cómo sabes tú eso?
—Por las noticias de esta mañana, cuando tú dormías aún —explicó Indra—. Pasaron durante unos segundos la película de Don, también.
—Ya me temía eso. Ahora tendremos que trabajar entre un montón de fotógrafos y reporteros que no nos dejarán en paz. Eso significa que algo saldrá mal.
—De todos modos, no pueden sumergirse con nosotros hasta el fondo —dijo Burley.
—Espero que tengas razón… pero no olvides que no somos los únicos que tenemos submarinos de aguas profundas.
—No sé cómo puedes aguantarlo —protestó Don a Indra—. ¿Es que sólo sabe ver el lado negro de las cosas?
—No siempre —sonrió Indra, mientras quitaba a Peter de brazos de su padre—. Está contento por lo menos dos veces a la semana.
Su sonrisa se desvaneció al ver cómo se alejaba el rápido coche deportivo colina abajo. Le tenía mucho cariño a Don, que prácticamente era un miembro de la familia a veces se preocupaba por él. Era una lástima que no se hubiese casado y asentado, la vida promiscua y nómada que llevaba difícilmente podía resultarle muy satisfactoria. Desde que le conocían, había pasado casi todo su tiempo en la superficie del mar o bajo ella, aparte de los ajetreados permisos en los que había utilizado su casa como base… a invitación de ellos, pero a menudo para su embarazo cuando tenían que entretener a inesperadas huéspedes durante el desayuno.
En cuanto a la vida de ellos, había sido bastante nómada en general, pero al menos habían tenido siempre un lugar al que podían llamar su casa. Aquel apartamento en Brisbane, donde el nacimiento de Peter puso fin a su breve pero feliz carrera como profesora de la universidad de Queensland; aquel chalet de las Fiji en cuyo techo había una gotera móvil que los constructores nunca podían encontrar; los pabellones de casados de la estación ballenera de Georgia del Sur (aún podía oler las montañas de despojos y ver a las gaviotas hurgar en los patios empapados de aceite de ballena); y por último aquella casa que miraba a través del mar hacia las otras islas de Hawaii. Cuatro hogares en cinco años podía parecer excesivo a muchos, pero para ser la mujer de un guardián, Indra sabía que había tenido suerte.
No lamentaba gran cosa el haber tenido que interrumpir temporalmente su carrera. Cuando Peter fuese lo bastante mayor, se decía, volvería a la investigación; incluso ahora leía toda la literatura y seguía al tanto de los acontecimientos científicos. Sólo unos meses atrás el Diario de Selacios había publicado su carta «Sobre la posible evolución del Tiburón Goblin (Scapanorhynchus Owstoni)» y se había visto envuelta en una agradable polémica con los cinco científicos calificados para discutir el asunto.
Aunque nada resultase de aquellos sueños, era agradable tenerlos y saber que podías obtener lo mejor de ambos mundos. Eso se decía Indra Franklin, ama de casa e ictióloga, mientras volvía a la cocina a preparar la comida para su hijo, que siempre tenía hambre.
El muelle flotante se había modificado en varios puntos y de un modo que hubiese contrariado a sus diseñadores originales. Una gruesa alambrada de acero, apoyada sobre potentes aisladores, recorría todo su perímetro, y sobre la valla había una lona destinaba a impedir que la luz del sol afectase los sensibles ojos y la delicada piel de Percy. La única iluminación que había dentro del muelle llegaba de una batería de bombillas pintadas de color ámbar; pero, de momento, las grandes puertas de ambos extremos de la inmensa caja de hormigón estaban abiertas, dejando entrar el agua y la luz.
Los dos submarinos, casi a flor de agua, estaban atados junto a la atestada galería de máquinas mientras el doctor Robert daba sus últimas instrucciones.
—Procuraré no molestaros mucho cuando estéis allí abajo —dijo— pero, por amor de Dios, id diciéndome lo que pasa.
—Estaremos demasiado ocupados para hacer comentarios sobre la marcha —contestó Don con una mueca—, pero haremos lo que podamos. Y si algo va mal, no os preocupéis que lo diremos enseguida. ¿Todo listo, Walt?
—Listo —dijo Franklin, descendiendo por la escotilla—. Dentro de cinco horas estaremos aquí con Percy… espero.
Se apresuraron a descender hasta el lecho del mar; menos de diez minutos después tenían encima mil trescientos metros de agua, y apareció el familiar terreno rocoso en la televisión y en la pantalla de sonar. Pero no había señal alguna de la parpadeante estrella que debería indicarles la presencia de Percy.
—Espero que el indicador no se haya estropeado —dijo Franklin mientras transmitía esta noticia a los ansiosos y esperanzados científicos—. Si es así, puede llevarnos días volver a localizarlo.
—¿Supones que ha abandonado esta zona? No se lo reprocharía, desde luego —dijo Don.
La voz del doctor Robert, aún confiada y segura, descendió hasta ellos desde el mundo distante de sol y luz que quedaba a casi kilómetro y medio de altura.
—Probablemente se haya escondido en una grieta o esté escudado tras una roca. Os sugiero que os elevéis unos trescientos cincuenta metros para percibir claramente todas las irregularidades del lecho marino, e iniciéis una búsqueda a gran velocidad. Ese indicador tiene un alcance de más de kilómetro y medio, así que lo localizaréis rápidamente.
Una hora después, hasta el doctor parecía menos confiado, y por los comentarios que les llegaban por el comunicador parecía que periodistas e informadores de televisión empezaban a impacientarse.
—Sólo puede estar en un sitio —dijo al fin Robert—. Si está aquí, y el indicador aún sigue funcionando, seguro que se ha metido en el Cañón Miller.
—Eso está a cinco mil metros de profundidad —protestó Don—. El margen de seguridad de estos submarinos es sólo de cuatro mil.
—Lo sé, lo sé. Pero no estará en el fondo. Probablemente esté cazando por la pendiente. Le verás fácilmente si está allí.
—Bien —dijo Franklin, con no mucho optimismo. Iremos a echar una ojeada, pero si está a más de cuatro mil metros, yo no lo sacaré de allí.
En la pantalla de sonar, el cañón se hizo claramente visible como una súbita quiebra de la imagen luminosa del lecho del mar. Se acercaba rápidamente mientras los dos submarinos corrían hacia él a cuarenta nudos: las criaturas más rápidas que existen bajo la superficie del mar, pensó Franklin. Una vez había volado bajo sobre el Gran Cañón, y había visto cómo la tierra abajo desaparecía súbitamente al abrirse bajo el avión aquella enorme cavidad. Y ahora, aunque para ver había de fiarse tan sólo de la trama de ecos que le traían las ondas sonoras, sentía la misma sensación al cruzar el borde de aquella fosa aún mayor del suelo del océano.
Apenas había pensado esto cuando sonó por el altavoz la voz de Don, quebrada de excitación.
—¡Allí está! ¡A trescientos metros más abajo!
—No hace falta que me rompas los tímpanos —gruñó Franklin.
La escarpada pendiente de la pared del cañón se dibujó como una línea casi vertical en el centro de la pantalla de sonar. Por la superficie de aquella pared se deslizaba una estrella diminuta y parpadeante que era lo que ellos andaban buscando. El paciente indicador había traicionado a Percy delatándole a sus perseguidores.
Informaron de la situación al doctor Robert; Franklin se imaginaba el júbilo y la emoción que reinarían arriba, prueba de los cuales llegaba a través del altavoz abierto. El doctor Robert, con voz temblorosa, preguntó:
—¿Cree que puede aún resultar el plan?
—Lo intentaré —contestó él—. Nos será fácil con esa pared rocosa detrás; y espero que no haya ninguna cueva en la que pueda meterse Percy. ¿Estás listo tú, Don?
—Dispuesto a seguirte.
—Creo que podemos alcanzarle sin utilizar los motores. Vamos allá.
Franklin llenó los tanques delanteros, e inició un largo deslizamiento casi vertical, esperaba que silencioso. Percy estaría ya sobre aviso tras la experiencia anterior, y probablemente escapase en cuanto se diese cuenta de que ellos andaban por allí.
El calamar cruzaba el cañón, y Franklin se maravilló de que pudiese encontrar alimentos en aquel lugar que parecía desprovisto de vida. Expelía un chorro constante de agua del tubo de su sifón y avanzaba con un movimiento especial; no parecía darse cuenta de que ya no estaba solo, pues no cambió su rumbo desde que Franklin comenzara a observarle.
—Setenta metros… voy a encender otra vez las luces —dijo a Don.
—No nos verá… la visibilidad es de menos de treinta metros hoy.
—Sí, pero ya estoy a esa distancia… ¡Me ha localizado! ¡Ahí viene!
Franklin no esperaba en realidad que el ardid resultase por segunda vez con un animal tan inteligente como Percy, pero de pronto sintió un golpe súbito, seguido de un arañar de garras córneas, cuando los grandes tentáculos abrazaron al submarino. Aunque se sabía perfectamente seguro allí dentro, y sabía que no había animal que pudiese con aquellas paredes construidas para soportar presiones de un millar de kilos por centímetro cuadrado, aquel sonido rasposo y deslizante era el más adecuado para despertar pesadillas.
Luego, hubo un brusco silencio. Oyó exclamar a Don:
—¡Dios mío, con qué rapidez actúa eso…! Estás liquidado.
Casi inmediatamente intervino el doctor Robert lleno de ansiedad:
—¡No le des demasiado! ¡Y mantenle en movimiento para que pueda respirar!
Don estaba demasiado ocupado para contestar. Una vez representado su papel de señuelo, Franklin no podía hacer más que observar cómo maniobraba diestramente su compañero alrededor del gran molusco. La bomba anestésica le había paralizado por completo; iba hundiéndose lentamente, con los tentáculos extendidos e inertes flotando. De su pico cruel brotaron trozos de pescado, algunos de ellos de hasta medio metro de anchura, cuando el monstruo regurgitó su última comida.
—¿Puedes situarte debajo? —preguntó Don apresuradamente—. Se hunde demasiado deprisa para mí.
Franklin pulsó la palanca y dio una vuelta cerrada. Hubo un suave golpe, como de una masa de nieve que cae de un tejado, y supo que rodeaban ahora al submarino cinco o diez toneladas de cuerpo gelatinoso.
—Estupendo… mantenlo ahí… me pondré en posición.
Franklin estaba ahora ciego, pero los golpes y roces del exterior le decían lo que pasaba. Al fin Don dijo triunfalmente:
—¡Todo listo! Podemos subir.
El peso se alzó del submarino, y Franklin pudo ver de nuevo. Percy había sido limpiamente enlazado. Una banda de red gruesa y elástica rodeaba su cuerpo en la parte más estrecha. De este arnés partía un cable unido al submarino de Don, invisible en la niebla, a unos treinta metros de distancia. Percy era conducido por el agua en su dirección natural de movimiento: hacia atrás. Si se opusiese de modo consciente y activo, podría escapar con bastante facilidad, pero, en su estado, el collar que le rodeaba permitía a Don manejarle sin dificultad. Lo bueno sería cuando reviviese…
Franklin dio una breve descripción de la escena para sus colegas que esperaban pacientemente mil seiscientos metros más arriba. Probablemente estuviesen radiándolo, y esperaba que Indra y Peter lo escuchasen. Luego se alineó para vigilar a Percy al iniciar el largo retorno a la superficie.
No podían avanzar a más de dos nudos, pues el collar podía desprenderse de la gran masa de gelatina que sujetaba. En cualquier caso, el viaje de vuelta a la superficie les llevaría por lo menos tres horas, pues Percy tenía que ajustarse suavemente al cambio de presión. Dado que un animal como la ballena espermática que respira aire (y es en consecuencia más vulnerable) puede soportar casi el mismo cambio de presión en diez o veinte minutos, probablemente fuese una precaución excesiva. Pero el doctor Robert no quería dejar nada al azar en aquella captura sin precedentes.
Llevaban ascendiendo lentamente casi una hora, y habían alcanzado los mil metros, cuando Percy mostró signos de vida. Los dos largos brazos, que terminaban en los grandes tentáculos cubiertos de ventosas, comenzaron a agitarse claramente; los monstruosos ojos, que Franklin había estado viendo medio hipnotizado a menos de dos metros, comenzaron a brillar otra vez con inteligencia. Sin advertir que hablaba en un susurro ahogado, informó de estos síntomas al doctor Robert.
La primera reacción del doctor fue un gran suspiro de alivio.
—¡Magnifico! Temía que le hubiésemos matado. ¿Respira bien? ¿Se contrae el sifón?
Franklin bajó unos cuantos metros para poder ver mejor el tubo carnoso que brotaba de la manta del calamar. Se abría y se cerraba con un ritmo irregular pero que parecía ir haciéndose más firme a cada momento.
—¡Espléndido! —exclamó el doctor Robert—. Está en plena forma. En cuanto empiece a moverse mucho, adminístrenle una de esas bombitas. Pero esperen hasta el último momento.
Franklin se preguntó cómo podía decidir ese momento. Percy comenzaba ahora a brillar con un bellísimo tono azul. Incluso con los focos apagados se veía claramente. Azul, recordó haber oído al doctor Robert, era el color que indicaba la excitación en los calamares. Así pues, había que hacer algo.
—Mejor será que lancemos esa bomba. Creo que está reviviendo —dijo a Don.
—De acuerdo. Ahí va.
Una esfera de cristal flotó cruzando la pantalla de Franklin y se perdió en seguida de vista.
—¡Estas malditas bombas nunca estallan! —gritó—. ¡Otra!
—Muy bien… ahí va la número dos. Espero que funcione. Sólo me quedan cinco.
Pero, una vez más, la bomba narcótica falló. Esta vez Franklin ni siquiera vio la esfera. Sólo advirtió que en vez de relajarse de nuevo, Percy revivía segundo a segundo. Los ocho tentáculos cortos (es decir, comparados con los dos de casi treinta metros de las ventosas) comenzaban ahora a entrelazarse ásperamente. Recordó la frase de Melville:
«Como un nido de anacondas». No; no le parecía la expresión adecuada. Era como un avaro, un Shylock submarino que se frotase las manos ante su tesoro. En cualquier caso, era una visión desconcertante, pues aquellos dedos medían más de treinta centímetros de diámetro y estaban a sólo dos metros de distancia…
—Tendrás que probar otra vez —dijo a Don—. Si no lo paramos pronto, se nos escapará.
Un instante después lanzó un suspiro de alivio al ver desparramarse fragmentos de cristal. Deberían haber sido invisibles en el agua, pero con la luz ultravioleta de los focos adquirían un brillo fluorescente. Pero, de momento, se sintió demasiado aliviado para preguntarse por qué podría ver algo tan poco visible como un trozo de cristal en el agua; sólo supo que Percy había comenzado otra vez a relajarse y ya no parecía dispuesto a rebelarse.
—¿Qué pasó? —dijo quejumbrosamente el doctor Robert por el altavoz.
—Estas malditas bombas que han hecho ustedes. Dos de ellas fallaron. Así que me quedan sólo cuatro… y si sigue esta media de fallos tendré mucha suerte si me funciona una.
—No lo comprendo. El mecanismo funcionaba perfectamente cuando lo probamos en el laboratorio.
—¿Lo probaron a cien atmósferas de presión?
—¿Cómo?… No. No lo creímos necesario.
El «puf» de Don pareció resumir lo que pensaba de los biólogos que querían meterse a ingenieros, y hubo silencio en todos los canales durante los siguientes cinco minutos de lenta ascensión. Luego el doctor Robert, en tono algo áspero, volvió a la carga.
—Ya que no podemos confiar en esas bombas —dijo— sería mejor que subiesen más, deprisa. Volverá a revivir en unos treinta minutos.
—Bien… Doblaré la velocidad. Espero que no se suelte del collar.
Nada sucedió en los veinte minutos siguientes; luego comenzó a repetirse la historia.
—Revive de nuevo —dijo Franklin—. Creo que al aumentar la velocidad se despierta antes.
—Eso me temía —contestó el doctor Robert.— Sigan así mientras puedan y adminístrenle luego otra bomba. Recemos porque sea una de las que funcionen.
Una voz nueva penetró de pronto en el circuito.
—Aquí el capitán. Se acaban de localizar unas ballenas espermáticas a unos tres kilómetros de distancia. Parece que se dirigen aquí. Les sugiero que lo comprueben. No tenemos en el barco indicador sonar horizontal.
Franklin accionó inmediatamente la sonda de gran alcance por la que llegaron enseguida los ecos.
—No hay por qué preocuparse —dijo—. Si se acercan demasiado, podemos espantarlas. —Volvió a mirar la pantalla de televisión y vio que Percy empezaba a inquietarse.
—Lanza tu bomba —dijo a Don— y cruza los dedos.
—Sobre esto no apuesto —contestó Don—. ¿Dio resultado?
—No; falló también. Vuelve a intentarlo.
—Con ésta me quedan sólo tres. Ahí va.
—Lo siento… ya la veo. No funcionó.
—Quedan dos. Y con ésta solo una.
—Falló también. ¿Qué cree usted que es mejor que hagamos, doctor? ¿Arriesgarnos con la última? Me temo que Percy va a despertar en menos de un minuto.
—No podemos hacer otra cosa —contestó el doctor Robert con voz que reflejaba claramente la tensión—. Adelante, Don.
Franklin lanzó casi inmediatamente un grito de satisfacción.
—¡Lo conseguimos! —exclamó—. Está otra vez dormido. ¿Cuánto cree que se mantendrá dormido esta vez?
—No creo que más de veinte minutos. Así que programen la ascensión teniéndolo en cuenta. Estamos inmediatamente encima de ustedes… y recuerden lo que dije de dejar por lo menos diez minutos para los últimos sesenta metros. No quiero que la presión le cause ningún daño después de lo que nos cuesta sacarle.
—Un momento —intervino Don—. He estado mirando esas ballenas. Vienen a gran velocidad y directamente hacia nosotros. Creo que han detectado a Percy… o el indicador que le colocamos.
—¿Qué más da? —dijo Franklin—. Podemos asustarlas con… ¡Oh!
—Ya imaginé que lo habías olvidado. Éstos no son submarinos de patrulleo, Walt. No tienen sirenas, y no puedes asustar a las ballenas espermáticas sólo con aumentar el ruido de los motores.
De eso no había duda, aunque cincuenta años atrás, cuando se cazaba casi hasta la extinción a aquellas grandes bestias, quizás hubiese servido. Pero desde entonces habían vivido y muerto una docena de generaciones; ahora aquellos animales veían en los submarinos algo inofensivo que no les impediría devorar la comida que habían localizado. Existía el peligro real de que devorasen al desvalido Percy antes de que pudiesen encerrarlo en lugar seguro.
—Creo que lo conseguiremos —dijo Franklin, calculando ansiosamente la velocidad de las ballenas que se aproximaban. Era algo que nadie podía haber previsto; muestra típica de cómo las operaciones submarinas plantean siempre complicaciones y problemas inesperados.
—Voy a subir directamente a los setenta metros —le dijo Don—. Esperaremos allí mientras podamos, y luego correremos al barco. ¿Qué le parece a usted, doctor?
—Es lo único que pueden hacer. Pero recuerden que esas ballenas alcanzan los quince nudos si quieren.
—Sí, pero no pueden mantenerlos mucho tiempo, aunque vean que se les escurre la comida. Allá vamos.
Los submarinos aumentaron su velocidad de ascenso, y empezó a iluminarse el agua a su alrededor y a relajarse lentamente la enorme presión. Al final volvían al estrecho sector donde podía bucear con seguridad un hombre no protegido. El barco nodriza estaba a menos de cien metros de distancia, pero esta etapa final del ascenso era la más crítica de todas. En estos últimos metros la presión pasaría rápidamente de ocho atmósferas a una, un cambio tan grande como el que se había producido en los cuatrocientos metros anteriores. No tenía Percy espacios de aire en su interior que pudieren hacerle explotar si la ascensión era demasiado rápida, pero nadie podía estar seguro de que no se produjesen otros daños internos.
—Las ballenas están a sólo ochocientos metros de distancia —informó Franklin—. ¿Quién dijo que no podían mantener la velocidad? Estarán aquí en dos minutos.
—Tendréis que espantarlas de algún modo —dijo el doctor Robert con un quiebro de desesperación.
—¿Y qué método nos sugiere? —preguntó Franklin, con sarcasmo.
—Puede usted fingir atacar; eso podría dispersarlas.
«Eso», se dijo Franklin, «no va a resultar muy divertido». Pero al parecer no había alternativa; echando una última ojeada a Percy, que comenzaba ya a agitarse otra vez, se desvió a media velocidad para salir al encuentro de las ballenas.
Sonaron tres ecos justo ante él. No muy largos. Pero no se dejó consolar por esto. Aun cuando fuesen hembras, relativamente pequeñas, cada una sería como diez elefantes y avanzaban hacia él a una velocidad media de más de treinta kilómetros por hora; hacía cuanto ruido podía, pero de momento sin ningún resultado visible.
Luego oyó gritar a Don:
—¡Percy está despertando muy de prisa! Empieza a moverse ya…
—Entra directamente —ordenó el doctor Robert—. Las puertas están abiertas.
—Pues tengan preparada la puerta trasera para que puedan cerrarla en cuanto haya metido el cable. Voy a pasar ya… no quiero compartir vuestra piscina con Percy cuando descubra lo que le ha sucedido.
Franklin oyó toda esta charla sólo prestando la mitad de su atención. Los tres ecos que se aproximaban estaban amenazadoramente cerca. Las ballenas espermáticas eran uno de los animales más tenaces y belicosos del mar, tan diferentes de sus primas vegetarianas como un búfalo salvaje de una vaca suiza. Habían sido ballenas espermáticas las que habían embestido y hundido el Essex e inspirado el último capítulo de Moby Dick. No tenía deseo alguno de figurar como un ejemplo similar submarino.
Mantuvo, sin embargo, su rumbo, aunque los rápidos ecos estaban ya a menos de quince segundos de distancia. Vio entonces que comenzaban a separarse. Aunque no estuviesen quizás asustadas, se habían desorientado al menos. Probablemente el ruido de los motores les hubiese hecho perder contacto con su objetivo. Redujo a cero su velocidad y las tres ballenas comenzaron a rondarle inquisitivamente, manteniéndose a unos treinta metros de distancia. A veces captaba sus sombrías miradas en la pantalla de televisión. Como había supuesto, eran hembras jóvenes, y lamentó haberles robado lo que debería haber sido su alimento.
Había roto el impulso de su ataque; ahora le tocaba a Don concluir su parte de la misión. Por los breves, y a veces espeluznantes, comentarios del altavoz, era evidente que no se trataba de una tarea fácil. Percy no había recobrado todavía del todo la conciencia, pero sabía que algo iba mal y estaba empezando a enfadarse.
Los del muelle flotante pudieron ver mejor que ellos las etapas finales. Don afloró a la superficie a unos cincuenta metros de distancia, y tras él el mar quedó cubierto de una masa ondulante de gelatina, que se retorcía y agitaba sobre las olas. A la mayor velocidad a que osó arriesgarse, Don enfiló hacia el extremo abierto del muelle. Uno de los tentáculos de Percy se sujetó vacilante a la entrada, como en un esfuerzo sonámbulo por evitar la cautividad, pero a la velocidad que iban no pudo mantener su presa. Una vez seguro dentro, las grandes puertas metálicas comenzaron a cerrarse como mandíbulas que se moviesen horizontalmente, y Don soltó la soga que sujetaba al calamar. Salió luego rápidamente por el otro lado, y la segunda serie de compuertas comenzó a cerrarse antes de que el submarino pasase del todo. Se había conseguido encerrar a Percy en menos de un cuarto de minuto.
Cuando Franklin salió a la superficie, acompañado de tres ballenas espermáticas, desilusionadas pero no hostiles, tardó un rato en atraer la atención. Todos los que estaban en el muelle contemplaban con asombro, satisfacción, curiosidad científica e incluso cierto escepticismo, aquel monstruoso cautivo que revivía ya rápidamente en su gran tanque de hormigón. Aireaban el agua las corrientes de burbujas de una serie de tubos, y las últimas huellas de las drogas que le habían paralizado se desvanecían de Percy. Bajo la fosca luz ámbar que era la única que iluminaba ahora el interior del muelle, el calamar gigante comenzó a examinar su cárcel.
Primero nadó lentamente de un extremo a otro de la caja rectangular de hormigón, explorando las paredes con sus tentáculos. Luego los dos inmensos brazos comenzaron a alzarse en el aire, dirigiéndose hacia los asombrados observadores que se amontonaban en los bordes del muelle. El animal tocó la red electrificada y retrocedió con un movimiento casi invisible por su extraordinaria rapidez. Percy repitió por dos veces el experimento hasta convencerse de que no había salida en aquella dirección, sin dejar de taladrar a los espectadores con una mirada que indicaba una inteligencia tan grande como la suya.
Cuando Don y Franklin subieron a bordo, el calamar parecía haberse acostumbrado a la cautividad, y mostraba cierto interés por una serie de peces que le habían echado al tanque. Cuando los dos guardianes se unieron al doctor Robert tras la alambrada metálica, pudieron ver por primera vez de forma clara y completa a aquel monstruo que habían sacado de las profundidades del océano.
Sus ojos se pasearon por los cuarenta metros de vigor carnoso y flexible, recorrieron las incontables ventosas de sus tentáculos, le vieron moverse como en una lenta pulsación, y contemplaron los inmensos ojos taladrantes del animal de presa más soberbiamente equipado que el mundo hubiese visto. Y Don resumió lo que ambos sentían.
—Es todo suyo, doctor. Espero que sepa manejarlo.
El doctor Robert sonrió confiadamente. Se sentía muy feliz, aunque empezaba a invadir su pensamiento una congoja. No dudaba en absoluto de poder manejar a Percy, y tenía razón. Pero no estaba tan seguro de poder manejar al director cuando llegasen las facturas del equipo de investigación que había tenido que encargar… y de las montañas de peces que Percy tendría que comer.