El tesorero jefe dejó sus tablas y mapas sobre la mesa, y contempló triunfalmente a la pequeña audiencia por encima de sus viejas gafas.
—Verán, pues, caballeros —dijo— que no hay duda alguna al respecto. En esta zona de aquí —señaló de nuevo en el mapa— la mortalidad entre las ballenas espermáticas ha sido anormalmente elevada. No se trata ya de las habituales variaciones incontroladas de los números del censo. Durante las emigraciones de los últimos cinco años, un máximo de nueve y un mínimo de dos ballenas han desaparecido en esta pequeña zona.
Como saben todos muy bien, la ballena espermática no tiene enemigos naturales, salvo las orcas, que a veces atacan a hembras pequeñas con crías. Pero estamos absolutamente seguros de que ningún rebaño de ballenas asesinas ha irrumpido en esta zona en varios años, y han desaparecido por lo menos tres machos adultos. En nuestra opinión eso sólo deja una posibilidad.
»El lecho marino se halla en esta zona a unos mil trescientos metros, lo cual significa que una ballena espermática podría llegar a él en unos minutos para cazar por el fondo antes de tener que volver a buscar aire. Ahora bien, dado que se ha descubierto que se alimentan casi exclusivamente de calamares, los naturalistas se preguntan si no habrá un calamar que pueda ganar siempre cuando le ataca una ballena. La opinión general no lo creía posible, porque la ballena es mucho mayor y mucho más poderosa.
»Pero hemos de recordar que ni siquiera hoy sabemos el tamaño que puede alcanzar un calamar gigante. La Sección de Biología me dice que se han encontrado tentáculos del Bathyteutis Maximus de hasta veintisiete metros de longitud. Además, el calamar sólo tendría que sujetar a una ballena en el fondo durante unos minutos, con esta profundidad, y el animal se ahogaría antes de llegar a la superficie. Así que hace un par de años formulamos la teoría de que en esta zona debe de vivir por lo menos un calamar anormalmente grande. Y, ejem, lo bautizamos con el nombre de Percy.
»Hasta la semana pasada Percy era sólo una teoría. Entonces, como saben, se encontró muerta en la superficie a la ballena S87693, muy magullada y con el cuerpo cubierto por los costurones típicos de las ventosas y garras del calamar. Me gustaría que viesen estas fotografías.
Sacó una serie de grandes y brillantes fotos de la cartera y fue pasándolas. Cada una de ella mostraba una porción de cuerpo de ballena cruzado de blancas rayas y círculos perfectamente redondos. En medio de la imagen aparecía, incongruentemente, una regla que daba idea de la escala.
—Ésas, caballeros, son las señales de las ventosas. Llegan a alcanzar veinte centímetros de diámetro. Creo que podemos decir que Percy ya no es una teoría. La cuestión es:
¿Qué hacer con él? Está costándonos un mínimo de veinte mil dólares al año. Agradecería cualquier sugerencia.
Hubo un breve silencio mientras el grupito de funcionarios contemplaba pensativo las fotos. Luego, el director dijo:
—Le he pedido al señor Franklin que viniese a darnos su opinión. ¿Qué dice usted, Walter? ¿Podría coger a Percy?
—Si puedo encontrarlo, sí. Pero el fondo es muy accidentado y podría ser una larga búsqueda. No podría utilizar un submarino normal, claro… a esa profundidad no habría margen de seguridad, sobre todo si Percy nos daba un abrazo; por cierto, ¿qué tamaño le calculan?
El tesorero jefe, normalmente tan locuaz con las cifras, vaciló claramente un instante antes de responder.
—El cálculo no es mío —dijo disculpándose—. Pero los biólogos dicen que pueden tener cincuenta metros de longitud.
Hubo unos silbidos apagados, pero el director no pareció impresionarse. Estaba convencido hacía mucho de que era verdad el viejo dicho de que había en el mar peces mayores de los que se hubiesen cogido nunca. Sabía también que, en un medio donde la gravedad no marca límite alguno a la estatura, un animal podía estar creciendo indefinidamente mientras pudiese eludir la muerte. De todos los animales marinos, el calamar gigante quizás fuese el más a salvo de cualquier ataque. Ni siquiera su enemigo la ballena espermática podía alcanzarle si permanecía por debajo de los mil trescientos metros.
—Hay docenas de formas de matar a Percy si podemos localizarlo —intervino el biólogo jefe—. Explosivos, veneno, electrocución… cualquiera serviría; pero, a menos que no haya alternativa, creo que deberíamos evitar matarlo. Debe de ser uno de los animales más grandes de este planeta. Sería un crimen asesinarlo.
—¡Por favor, doctor Robert! —protestó el director—. He de recordarle que esta oficina sólo trabaja en la producción de alimentos… no en investigar la conservación de animales que no sean las ballenas. Y no creo que asesinar sea un término muy adecuado tratándose de un gigantesco molusco.
El doctor Robert no pareció muy afectado por esta pequeña reprimenda.
—Estoy de acuerdo, señor —dijo animosamente— en que nuestra principal tarea es la producción de alimentos, y en que hemos de tener en cuenta los factores económicos. Pero no olvide que estamos cooperando de continuo con el Departamento de Investigación Científica, y éste parece uno de los casos en que podemos trabajar juntos para ventaja mutua. De hecho, podríamos incluso obtener un beneficio a la larga.
—Continúe —dijo el director, con un ligero parpadeo de ojos. Se preguntaba qué ingenioso plan habrían cocinado aquellos científicos, que teóricamente trabajaban para él, de acuerdo con los del departamento de investigación.
—Jamás se ha capturado un calamar gigante vivo —prosiguió el doctor Robert—, simplemente porque nunca hemos dispuesto de los instrumentos adecuados. Sería una operación cara, pero ya que de todos modos tenemos que cazar a Percy, el coste adicional no sería muy elevado. Así que propongo que le cojamos vivo.
Nadie se molestó en preguntar cómo. Si el doctor Robert decía que era posible, significaba que ya había ideado un plan de campaña. Los directores, como solían, pasaron por alto los pequeños detalles técnicos de la operación de elevar varias toneladas de belicoso calamar desde la profundidad de una milla, y pasaron directamente a lo más importante.
—¿Pagará Investigación una parte? ¿Qué hará usted con Percy cuando se haya capturado?
—Investigación proporcionará, extraoficialmente, el equipo adicional, si nosotros aportamos submarinos y pilotos. Necesitaremos también ese dique flotante que Mantenimiento nos prestó el año pasado. Es lo bastante grande para contener dos ballenas, así que sin duda servirá para un calamar. Habría que hacer algún gasto adicional… una planta de aireación para el agua, barreras electrificadas para que Percy no escape. En realidad, sugiero que se utilice el muelle como laboratorio mientras estudiamos al animal.
—¿Y después de eso?
—Bueno, podemos venderlo.
—Me parece que no debe de haber mucha demanda de calamares de cincuenta metros como animalitos caseros.
Como un actor que lanza su mejor parlamento, el doctor Robert sacó su último triunfo.
—Si podemos entregar a Percy vivo y en buenas condiciones, Marinalandia pagará cincuenta mil dólares por él. Ésa es la primera oferta informal que me hizo el profesor Milton esta mañana cuando hablé con él. Estoy seguro de que podemos conseguir más; me preguntó incluso si no podríamos acordar una especie de porcentaje. Después de todo, un calamar gigante sería la mayor atracción que haya tenido nunca Marinalandia.
—Ya nos bastaba con Investigación —gruñó el director—. Ahora parece que intenta meternos en el negocio del espectáculo. De cualquier modo, por lo que a mí respecta me parece factible. Si tesorería puede convencerme de que el proyecto no es demasiado caro, y si no surge ningún otro problema, podemos seguir adelante. Siempre, claro está, que el señor Franklin, y sus colegas piensen que se puede hacer. Hay que tener en cuenta a los que han de hacer el trabajo.
—Si el doctor Robert tiene un plan concreto, me gustaría discutirlo con él. El proyecto, desde luego, me parece interesante.
«Eso es», pensó Franklin, «el eufemismo del año». Pero no era de los que se entusiasmaba excesivamente con una empresa, pues estaba convencido de que esto conducía al desengaño. Si la «operación Percy» prosperaba, sería la tarea más interesante que le hubiesen encomendado en sus cinco años de guardián. Pero era demasiado hermoso para ser cierto; surgiría algo que cancelaría todo el proyecto.
No fue así. Menos de un mes más tarde, descendía hacia el lecho oceánico en un submarino de aguas profundas especialmente adaptado. A sesenta metros por debajo, le seguía Don Burney en una segunda máquina. Era la primera vez que trabajaban juntos desde los lejanos días de Isla Heron. Franklin, cuando le pidieron que eligiese un compañero, pensó automáticamente en Don. Era la oportunidad de su vida, y Don jamás le hubiese perdonado que eligiera a otro.
A veces, Franklin se preguntaba si Don no estaría resentido por el rápido ascenso de su discípulo en el servicio. Cinco años atrás, Don era primer guardián; Franklin, un novato sin ninguna experiencia. Ahora ambos eran primeros guardianes, y a Franklin tal vez le ascendiesen enseguida. No es que le agradase la perspectiva, pues aunque era bastante ambicioso, sabía que cuanto más subiese en el escalafón, menos tiempo podría pasar en el mar. Quizás Don supiese muy bien lo que hacía. Era muy difícil imaginarlo sentado en una oficina.
—Será mejor que pruebes las luces —dijo la voz de Don por el altavoz—. El doctor Robert quiere que te tome una foto.
—Está bien —contestó Franklin—: aquí estoy.
—Vaya… ¡qué guapo estás! Si yo fuese otro calamar, seguro que te encontraría irresistible. Ladéate un momento. Gracias. ¡Es como un árbol de Navidad! La primera vez que veo a uno navegando a diez nudos y seiscientas brazas.
Franklin sonrió y apagó las luces. La idea del doctor Robert era bastante simple, pero faltaba ver si funcionaba. En el abismo sin luz, había muchas criaturas que llevaban constelaciones de órganos luminosos que podían encender y apagar a voluntad, y el calamar gigante, con sus enormes ojos, es particularmente sensible a tales luces. Éstas no sólo sirven para atraer a sus presas, sino también para atraer a su pareja. «Si los calamares son tan inteligentes como se supone», pensó Franklin, «Percy pronto descubrirá mi disfraz. Sería cómico, sin embargo, que engañase a una ballena espermática y me enfrentara con una lucha no deseada».
El fondo rocoso quedaba ahora a sólo unos doscientos metros; todos los detalles de su superficie se dibujaban claramente en la pantalla de sonar de corto alcance. Parecía un lugar muy poco adecuado para una búsqueda. Debía de haber allí innumerables cuevas en las que Percy podía ocultarse sin que hubiese ninguna esperanza de detectarle. Por otra parte, las ballenas le habían detectado… para su mal. «Si aquel calamar podía hacer algo», se decía Franklin, «mi submarino puede hacer lo mismo o más».
—Estamos de suerte —dijo Don—. Nunca he visto el agua tan clara por aquí. Si no levantamos barro, podremos ver a unos sesenta metros.
Esto era importante; los reclamos luminosos de Franklin serian inútiles si el agua estaba demasiado turbia para que fuesen visibles. Encendió la cámara de televisión externa y rápidamente localizó el desmayado brillo de la luz de estribor de Don, a unos sesenta metros de distancia. Sí, habían tenido suerte; aquello simplificaba mucho las cosas.
Franklin estableció conexión con el centro de señales más próximo y fijó su posición con la mayor exactitud. Para asegurarse aún más, dijo a Don que hiciese lo mismo, y partieron la diferencia que había entre ellos. Luego, navegando lentamente en rumbos paralelos, iniciaron su minuciosa búsqueda por el lecho marino.
Era insólito encontrar roca desnuda a aquella profundidad, pues el lecho del océano normalmente se halla cubierto por una capa de barro y una capa de sedimento de cientos e incluso miles de metros de grosor. Sin duda, pensó Franklin, fuertes corrientes barren esta zona… pero según los medidores, en aquel momento no había ninguna corriente. Sería una corriente estacional, relacionada con la fosa de tres kilómetros de profundidad del Cañón Miller, que quedaba solo a ocho kilómetros de distancia.
Franklin encendía cada pocos segundos sus luces coloreadas y observaba luego con ansiedad la pantalla para ver si obtenía alguna respuesta. Al poco rato le seguían una media docena de fantásticos peces de las profundidades, criaturas nocturnas de medio metro a un metro de longitud, con enormes mandíbulas y de cuyos cuerpos pendían antenas y tentáculos ridículamente pequeños. El señuelo de las luces del submarino parecía contrarrestar su miedo al ruido del motor, lo cual era un signo alentador. Aunque por su velocidad los dejó enseguida atrás, nuevos monstruos, de los que no parecía haber dos iguales, los remplazaban de continuo.
Franklin prestó una atención relativamente escasa a la pantalla de televisión; eran más importantes para él los sentidos de largo alcance del sonar que le indicaban lo que había a trescientos metros por delante de él. No sólo tenía que localizar a su presa sino también evitar las rocas y cerros que podían surgir de pronto en la ruta del submarino. Iba sólo a diez nudos, velocidad bastante lenta, pero que exigía toda su concentración. A veces, tenía la sensación de estar volando a la altura de las copas de los árboles por un país montañoso con niebla espesa.
Recorrieron sin incidentes unos ocho kilómetros, dando luego un leve giro para regresar siguiendo un rumbo paralelo. Aunque no consiguiesen otra cosa, pensó Franklin, al menos realizarían un estudio de la zona mucho más detallado de lo que jamás se había hecho. Tanto él como Don operaban con sus registradores abiertos, de modo que automáticamente quedaba grabado el perfil del lecho marino que recorrían.
—¿Quién dijo que éste era un oficio emocionante? —dijo Don cuando iniciaban su cuarta vuelta—. No he visto siquiera una cría de pulpo. Quizás estemos asustando a los calamares.
—Según Robert no son muy sensibles a las vibraciones, así que no lo creo probable. Y además, creo que Percy no es de los que se asustan fácilmente.
—Si existe —dijo Don con escepticismo.
—No olvides aquellas señales de ventosas de veinte centímetros. ¿Qué crees, que las hicieron los ratones?
—¡Eh! —dijo Don—. Echa una ojeada a ese eco, situación setenta y seis metros, alcance doscientos trece. Parece una roca, pero creo que se ha movido.
Otra falsa alarma, se dijo Franklin. No, el eco parecía agitarse. ¡Dios mío, se movía!
—Reduce la velocidad a medio nudo —ordenó—. Sitúate detrás de mí… me acercaré despacio y encenderé las luces.
—Es un eco muy extraño. Cambia constantemente de tamaño.
—Entonces debe ser lo que buscamos. Allá va.
El submarino se movía ahora a través de una llanura interminable, ligeramente en pendiente, acompañado aún por su inquisitivo cortejo de pequeños dragones. En la pantalla de televisión, todos los objetos se perdían en la niebla a la distancia de unos cincuenta metros; los proyectores de rayos ultravioleta, a máxima potencia, no podían llegar más lejos. Franklin apagó las luces delanteras y toda la iluminación externa y siguió aproximándose cautamente, sólo con la ayuda de la pantalla de sonar.
A unos ciento cincuenta metros de distancia, el eco empezó a mostrar su estructura inconfundible; a ciento veinte metros ya no había duda alguna. A los noventa el cortejo de peces que acompañaban a Franklin se desvaneció de pronto a gran velocidad como si cobrase conciencia de que aquél no era un lugar recomendable. A los sesenta metros, Franklin volvió a encender los reclamos visuales, pero esperó unos segundos antes de encender los focos y la televisión.
Por el lecho del mar caminaba un bosque… un bosque de agitados y serpentinos troncos. El gran calamar se alzó por un instante como taladrado por los focos. Probablemente pudiese verlos, aunque eran invisibles al ojo humano. Luego encogió sus tentáculos con increíble rapidez, plegándose en una masa rayada y compacta… y se lanzó hacia el submarino con toda la potencia de su propio motor a reacción.
Se desvió en el último instante, y Franklin captó la visión de un ojo inmenso y sin párpado, que debía tener por lo menos treinta centímetros de diámetro. Un segundo después se produjo un violento golpe en el casco seguido de un rechinar que parecía producido por grandes garras que arañasen el metal. Franklin recordó las cicatrices que tantas veces había visto en las aceitosas pieles de las ballenas espermáticas y le confortó el recordar la capa de acero que le protegía. Le llegó el sonido producido por la desarticulación del tendido de la iluminación externa… pero daba igual, ya había cumplido su objetivo.
No podía saber lo que estaba haciendo el calamar. De vez en cuando el submarino se tambaleaba violentamente pero Franklin no hacía tentativa alguna de escapar. A no ser que las cosas se pusieran muy mal, tenía intención de quedarse allí y capturarlo.
—¿Puedes ver lo que hace? —preguntó a Don en tono bastante quejumbroso.
—Sí… te tiene rodeado con sus ocho brazos y extiende los dos tentáculos ávidamente hacia mí. Y está experimentando los cambios de color más bellos que puedas imaginarte… no sé cómo describírtelo. Me gustaría saber si realmente intenta comerte… O si tan sólo está demostrándote su afecto.
—Sea lo que sea no resulta nada cómodo. Toma enseguida esas fotografías para que pueda salir de aquí.
—Está bien; dame otro par de minutos para tomar también una secuencia cinematográfica. Luego intentaré clavarle mi arpón.
Aquellos dos minutos le parecieron muy largos, pero al final Don terminó. Percy no mostraba aún signo alguno de la timidez que había predicho con demasiada confianza el doctor Robert, aunque por entonces debía saber ya que el submarino de Franklin no era otro calamar.
Don clavó su dardo con limpieza y precisión en la zona más gruesa del cuerpo de Percy, donde quedaría fijado con seguridad sin causar ningún daño grave al animal. Al sentir el pinchazo, el gran molusco soltó bruscamente su presa, y Franklin aprovechó la oportunidad para alejarse a toda velocidad. Sintió el arañar de los tentáculos sobre la proa del submarino; luego, una vez libre, ascendió velozmente hacia el distante cielo. Le complacía mucho haber conseguido escapar sin utilizar ninguna de las armas que con tal fin le habían proporcionado. Don le siguió inmediatamente, y se situaron a ciento cincuenta metros del lecho del mar, muy fuera del campo visual. En la pantalla de sonar, el lecho rocoso era una llanura claramente definida, pero ahora en su centro palpitaba una diminuta y brillante estrella. El pequeño indicador (unos quince centímetros de longitud y apenas dos y medio de anchura) que había quedado clavado en la carne de Percy empezaba ya a actuar. Continuaría haciéndolo durante más de una semana, en que se le acabarían las baterías.
—¡Ya le tenemos! —gritaba alegremente Don—. Ahora ya no podrá escapar.
—Lo que hace falta es que no se libere de ese dardo —dijo cautamente Franklin—. Si consigue quitárselo, tendremos que empezar otra vez a buscarlo.
—El arpón se lo clavé yo —dijo Don en tono serio—. Te apuesto diez contra uno a que no se cae.
—Si he aprendido algo en este juego —dijo Franklin— es a no aceptar tus apuestas.
Alzó la palanca poniendo al submarino en velocidad máxima y lo enfiló hacia la superficie, situada aún a más de ochocientos metros de distancia.
—No hagamos esperar al doctor Robert… el pobre debe de estar loco de impaciencia. Además, yo también quiero ver esas fotografías. Es la primera vez que represento el papel principal con un calamar gigante.
Y aquello, se recordó, sólo era el inicio. Faltaba aún lo más importante.