Respecto al encanto de la vida de un guardián, hay muchos malentendidos. Franklin nunca los había compartido, por lo que ni se sorprendió ni se desilusionó al ver que la mayor parte de su tiempo transcurría en largas y tranquilas patrullas[1] por mar abierto. En realidad, les daba la bienvenida. Le proporcionaban tiempo para pensar, aunque no para cavilar… y fue en esas misiones solitarias en el corazón vivo del Océano donde ahuyentó sus últimos miedos y curaron por fin sus heridas mentales.
El año del guardián se programaba en función del régimen de la migración de las ballenas, pero tal régimen variaba a medida que se vallaban y fertilizaban nuevas áreas del océano. Podía pasarse el verano navegando cautamente entre el hielo, y el invierno cruzando en una y otra dirección el Ecuador. Operaba a veces desde las estaciones costeras, y otras desde bases móviles como el Rorcual, el Pequod o el Cachalote. En una estación podría estar consagrado totalmente a las grandes ballenas dentadas o a las barbudas, que literalmente sorbían del mar su alimento mientras nadaban, con la boca abierta, por el rico caldo de plancton. Y en otra estación le tocaría tratar con sus primos, tan distintos, los feroces cetáceos dentados de los que las ballenas espermáticas eran los más destacados representantes. No eran éstas mansos herbívoros, sino que perseguían y se disputaban sus monstruosas presas en las profundidades sin luz, a casi un kilómetro de los últimos rayos de sol.
Había semanas, e incluso meses, en que un guardián no veía siquiera una ballena. La oficina tenía muchas tareas en que emplear su equipo y su personal, y éstas no se reducían a los cetáceos. Todo el que tuviese relación con el mar acababa acudiendo, tarde o temprano, a la Oficina de Ballenas en busca de ayuda. A veces, estas peticiones eran trágicas; varias veces al año habían de enviar submarinos a la búsqueda, normalmente inútil, de exploradores y deportistas ahogados.
Por otra parte, corría la historia de que un senador había pedido una vez a la oficina de Sydney que localizase su dentadura postiza, perdida cuando las olas de Bondi le derribaron. Se decía que le habían enviado, con gran prontitud, las grandes mandíbulas de un tiburón tigre, con una nota exculpatoria que decía que eran aquéllos los únicos dientes que habían encontrado tras una intensa búsqueda en la playa de Bondi.
Algunas de las tareas que se encomendaban a los guardianes tenían cierto encanto, y todos deseaban desempeñarlas. Una sección muy pequeña y muy escasa de personal de la Oficina de Pesquerías tenía a su cargo la extracción de perlas, y durante la estación de calma se permitía a veces a los guardianes abandonar su misión normal para ayudar en las zonas perlíferas.
Franklin hizo uno de tales viajes al Golfo Pérsico. Era un trabajo simple, no muy distinto de la jardinería, y como exigía sumergirse en profundidades no superiores a los setenta metros se utilizaba equipo sencillo de aire comprimido y el buceador empleaba un torpedo para moverse. Las mejores áreas perlíferas se habían repoblado cuidadosamente con razas selectas, y el principal problema era proteger a la ostra de sus enemigos naturales, sobre todo del pez estrella y de la raya. Una vez maduras, las recogían y las subían a la superficie para inspección, uno de los pocos trabajos que nadie había logrado mecanizar. Toda perla descubierta pertenecía, claro está, a la Oficina de Pesquerías. Pero las mujeres de todos los guardianes a quienes se encomendaba esta tarea lucían al poco tiempo collares y joyas de perlas… Indra no era una excepción a esta regla.
Recibió su collar el día que dio a luz a Peter, y con la llegada de su hijo le pareció a Franklin que el antiguo capítulo de su vida se había cerrado definitivamente.
No era así, desde luego; jamás podría olvidar (ni lo deseaba) que Irene le había dado a Roy y a Rupert, en un mundo tan remoto ahora para él como un planeta de la más lejana estrella. Pero el dolor de aquella separación irrevocable se había aplacado al fin, pues ninguna aflicción es eterna.
Estaba contento, aunque le molestaba al principio que no se pudiese hablar con Marte, ni, en realidad, con ningún lugar del espacio situado más allá de la órbita de la Luna. El defasaje de seis minutos debido al tiempo empleado por las ondas electromagnéticas para cubrir la distancia interplanetaria, eliminaba la posibilidad de una conversación, lo que le ahorraba la tortura de sentirse en presencia de Irene y los muchachos a través del visófono. Por Navidad intercambiaban cintas grabadas en las que hablaban de los acontecimientos del año; aparte de alguna carta esporádica, era éste el único contacto personal que persistía, y el único que Franklin necesitaba.
No había modo de saber si Irene se había adaptado a su práctica viudez. Los muchachos ayudaban sin duda, pero a veces Franklin hubiese preferido saberla casada otra vez, tanto por él como por ella. Sin embargo nunca había logrado sugerírselo, y ella siempre había eludido la cuestión, al dar él indicios de querer hacerlo.
¿La molestaba Indra? Tampoco era fácil responder a esto. Quizás algunos celos fuesen inevitables; la propia Indra, en las disputas ocasionales del matrimonio, dejó bien claro que a veces la molestaba la idea de ser la segunda mujer en la vida de Franklin.
Tales disputas eran raras, y tras el nacimiento de Peter aún más. La pareja casada forma un sistema dinámicamente inestable hasta que la llegada del primer hijo convierte el dúo en un trío.
Franklin era feliz del modo que siempre había deseado serlo. Su familia le proporcionaba la seguridad emocional que necesitaba; su trabajo el interés y la aventura que había buscado y perdido en el espacio. Había más vida y más maravillas en el mar que en todas las millas interminables y vacías que separaban los mundos, y su corazón apenas si añoraba la belleza azul de la tierra creciente, la retorcida niebla argentada de la Vía Láctea, o la tensa emoción del aterrizaje en las lunas de Marte tras una larga travesía.
El mar había empezado a conformar su vida y su pensamiento, como a todos los hombres dignos de mandar en sus aguas y aprender sus secretos. Se sentía emparentado con todas las criaturas que se movían en el seno del mar, aunque fuesen enemigos y fuese su deber destruirlos. Pero sobre todo, sentía una simpatía y una reverencia casi mística, que medio le avergonzaba, por las grandes bestias cuyos destinos controlaba.
Él creía que la mayor parte de los guardianes compartían ese sentimiento, aunque evitaban cuidadosamente admitirlo en sus conversaciones. Lo más que llegaban era a acusarse de estar «aballenados», término un tanto indefinible cuyo sentido podría resumirse en actuar más como ballena que como hombre en una situación dada. Era un sello identificador sin el que ningún guardián podía ser realmente bueno en su trabajo, aunque a veces pudiese resultar algo exagerado. El ejemplo clásico (que todo el mundo juraba auténtico) era el del viejo guardián que tenía la sensación de ahogarse a menos que sacase el submarino a resoplar a la superficie cada diez minutos.
Los guardianes, a quienes se consideraba, y que se consideraban a sí mismos, la elite del ejército de especialistas submarinos del mundo, habían de acudir siempre que se planteaba una tarea insólita que nadie quería realizar. A veces estos trabajos eran tan suicidas que se hacía necesario explicar al presunto cliente que debía hallar otro medio de resolver su problema.
Pero a veces, como no había otro medio, debían correr el riesgo. La oficina aún recordaba que allá por el año veinte el Comandante Kircher había tenido que penetrar en los canales gigantes a través de los cuales penetraba el agua fría en la planta energética que abastecía a medio continente sudamericano. Se había soltado una rejilla del filtro y no había otro modo de fijarla que desplazando a un hombre allí. Con el cuerpo sujeto por poderosas sogas para que la corriente no le arrastrase entre las instalaciones, Kircher había descendido a la rugiente oscuridad. Logró hacer su trabajo y regresar sano y salvo. Pero fue la última vez que se sumergió bajo el agua.
Las misiones de Franklin habían sido por el momento bastante convencionales; no había tenido que enfrentar nada tan escalofriante como lo de Kircher, y no sabía cómo reaccionaría si se presentaba la ocasión. Por supuesto, siempre podía prescindir de una tarea que implicase riesgos anormales; su contrato era muy claro en este punto. Pero la «cláusula suicida», como sardónicamente se la llamaba, era en realidad letra muerta. Cualquier guardián que la invocase, salvo en circunstancias muy extremas, no incurriría en desgracia ante sus superiores, pero le resultaría muy difícil seguir viviendo con sus colegas.
La primera operación de Franklin que se salía de la rutina tardó casi cinco años en llegar: cinco años de ajetreo y trabajo pero curiosamente tranquilos en una visión retrospectiva. De cualquier modo, cuando esa primera operación llegó, compensó sobradamente la demora.