El segundo guardián Walter Franklin estaba ocupado con su afeitado mensual cuando sonó la llamada de emergencia. Siempre le había parecido sorprendente que, después de tantos años de investigación, los bioquímicos aún no hubiesen descubierto un inhibidor que hiciese desaparecer definitivamente la barba. Pero, de todos modos, no había que ser desagradecido. Tan sólo un par de generaciones atrás, por increíble que pareciese, los hombres se veían obligados a afeitarse cada día, utilizando toda una variedad de instrumentos caros, complicados y a veces mortíferos.
Franklin no se paró a limpiarse la crema de la cara cuando oyó el zumbido del comunicador de alarma. Salió del baño, cruzó la cocina y llegó al vestíbulo antes de que el sonido se apagase y el instrumento iniciase su segunda llamada. Pulsó el botón de recepción, se iluminó la pantalla y en ella vio el rostro familiar de la operadora del cuartel general, que parecía turbada.
—Debe usted acudir enseguida, señor Franklin —dijo apresuradamente la muchacha.
—Pero ¿qué pasa?
—Es en las granjas, señor. Se ha roto la valla en algún sitio y han penetrado los rebaños. Están comiéndose los cultivos de primavera, y hay que sacarlos de allí lo más pronto posible.
—Vaya, ¿no es más que eso? —dijo Franklin—. Estaré en el muelle en diez minutos.
Era una emergencia sin duda, pero no era una emergencia que le emocionase mucho. Por supuesto, los de la sección de granjas debían estar gimiendo al ver que su cuota de producción descendía a mordiscos de miles de toneladas, pero, en el fondo Franklin estaba de parte de las ballenas. Si habían conseguido penetrar en las grandes praderas de plancton, mejor para ellas.
—¿Qué pasa?, preguntó Indra, levantándose de la cama. Su pelo, largo y oscuro, resultaba atractivo incluso a aquella hora de la mañana, colgando en lustrosas guedejas sobre sus hombros. Franklin le explicó lo que pasaba y ella pareció preocuparse.
—Es un problema más grave de lo que tú crees —dijo—. Si no actúas rápido las ballenas pueden ponerse muy enfermas. El volteo de primavera se ha hecho hace sólo dos semanas, y es el mayor que hemos tenido. Así que tus glotones animalitos estarán atiborrándose estúpidamente.
Franklin comprendió que ella tenía toda la razón. Las granjas de plancton no eran asunto suyo, constituían una sección completamente independiente de la División Marítima. Pero sabía mucho sobre ellas, pues eran un método alternativo, y en cierto modo rival, de obtener alimentos del mar. Los entusiastas del plancton afirmaban, no sin razón, que los cultivos resultaban más eficaces que la ganadería, pues las propias ballenas se alimentaban del plancton y se hallaban, en consecuencia, situadas mucho más abajo en la cadena alimentaria. ¿Por qué desperdiciar diez kilos de plancton, argumentaban, para producir uno de carne de ballena, si se podía cosechar el plancton directamente?
Esta polémica se había prolongado por lo menos veinte años, y hasta el momento ninguna de las dos partes podía decir que hubiese ganado. A veces, la discusión había sido muy agria, como repitiendo, a una escala infinitamente mayor y más sofisticada, la rivalidad de los agricultores y los barones ganaderos en la época en que se colonizó el Medio Oeste Norteamericano. Pero, por desgracia para los hacedores de mitos, los departamentos rivales de la División Marítima y de la Organización Mundial de Alimentos luchaban entre sí sólo con comunicados oficiales y las eficaces pero poco espectaculares armas de la burocracia. No sonaban los revólveres en aquella disputa, y si la valla se rompía, se debería a cuestiones puramente técnicas, y no a un sabotaje nocturno…
La vida depende toda ella de la vegetación, tanto en el mar como en la tierra. Y la vegetación del contenido mineral del medio en que crece: de nitratos, fosfatos y demás elementos químicos básicos. En el océano, estas sustancias vitales tienden siempre a acumularse en lo profundo, donde no penetra la luz, gracias a la cual las plantas pueden existir y crecer. Los primeros centenares de metros superiores del mar son la fuente primaria de su vida; por debajo de ese nivel todo depende, directa o indirectamente, de los alimentos formados arriba.
Por la primavera, cuando el calor del nuevo año desciende al océano, las aguas de las profundidades, en respuesta a ese sol invisible, expanden y elevan hacia la superficie billones de toneladas de las sales minerales que contienen. Fertilizadas así por los alimentos que brotan de las oscuras profundidades, y por los rayos del sol que cae a ellas del cielo, las plantas flotantes se multiplican con explosiva violencia, y las criaturas que nadan entre ellas florecen también. Así es la primavera en los prados marinos.
Este ciclo se había repetido por lo menos mil millones de veces antes de que el hombre apareciese en escena. Y ahora el hombre lo había alterado. No contento con el flujo de minerales que la naturaleza entregaba espontáneamente, había situado sus generadores atómicos en puntos estratégicos de las profundidades marinas, y el calor que producían forzaba a las inmensas fuentes sumergidas a derramar sus tesoros químicos hacia el sol fructificador. Esta aceleración artificial de los procesos naturales había sido una de las aplicaciones de la energía nuclear más inesperadas y productivas. Por este medio la cosecha del mar había aumentado en casi un diez por ciento.
Y ahora las ballenas procuraban afanosamente restaurar el equilibrio.
El problema se solucionaría en una operación combinada mar-aire. Disponían de muy pocos submarinos, y eran demasiado lentos para realizar aquella tarea sin ayuda. Tres de ellos (incluido el submarino monoplaza de Franklin) serían transportados al lugar por un avión de carga que los haría descender al mar y luego cooperaría siguiendo los movimientos de las ballenas desde el aire, si se dispersaban tanto que el sonar de los submarinos no pudiera localizarlas. Otros dos aviones intentarían también espantarlas arrojando generadores de ruidos entre ellas, aunque era una técnica que nunca había funcionado bien y nadie esperaba realmente que ahora funcionase.
A los veinte minutos de sonar la alarma, Franklin contemplaba la enorme planta de procesado de alimentos de Pearl Harbor desde el carguero que le conducía hacia el cielo. A pesar del tiempo transcurrido, no le gustaba gran cosa volar y lo evitaba cuando podía. Pero ya no le inquietaba y podía mirar sin temor el mundo a sus pies.
A unos ciento cincuenta kilómetros al este de Hawai, el mar pasaba bruscamente del azul al oro. Los móviles campos, con la primera cosecha del año, cubrían el Pacifico hasta perderse en el horizonte, y no mostraban signo alguno de concluir mientras el avión avanzaba rápidamente hacia el sol naciente. De vez en cuando las estelas de más de kilómetro y medio de longitud de las cosechadoras flotantes cortaban la superficie como enigmáticos juguetes de algún niño gigante, y junto a ellas, más pequeñas y compactas, veíanse las balsas y pontones del equipo de concentración. Era una visión impresionante, aún en aquélla era de obras de ingeniería gigantescas, pero no conmovía a Franklin. No podía sentirse emocionado ante la visión de un millón de toneladas de diatomeas y camarones… aunque supiese que alimentarían a un cuarto de la raza humana.
—Pasamos ahora sobre el Corredor Hawaiano —dijo el piloto por el altavoz—. De aquí a un minuto llegaremos.
—Ya lo veo —dijo uno de los otros guardianes, inclinándose por delante de Franklin y señalando al mar—. Allí están. Corriéndose la mayor juerga de su vida.
Ante aquel espectáculo los pobres agricultores debían de estar tirándose de los pelos. Franklin recordó de pronto una vieja nana que no rememoraba desde hacia por los menos treinta años.
Muchachito triste, ve y toca tu cuerno.
La vaca está en el maizal, en el prado los corderos.
No había duda de que las vacas estaban en el maizal, y el muchachito triste iba a tener que trabajar duro para sacarlas de allí. Abajo, minadas de estrechas ringleras desaparecían en el amarillo mar sin límites por donde las lentas montañas móviles pasaban devorando los ricos cultivos de plancton. Una línea azul de agua despejada señalaba el rastro de cada ballena en su recorrido por lo que debía ser un paraíso de cetáceos… Paraíso del que Franklin tenía que sacarlas lo más pronto posible.
Los tres guardianes, tras un comunicado final por radio, abandonaron la cabina y pasaron a la bodega, donde estaban ya los pequeños submarinos colgando de los pescantes que permitirían bajarlos hasta el mar. La operación no ofrecía ninguna dificultad. Lo que no resultaría ya tan fácil sería poder recogerlos de nuevo, y si el mar se picaba quizás tuviesen que regresar por su cuenta.
Resultaba extraño estar dentro de un submarino en un avión, pero Franklin tenía poco tiempo para tales pensamientos mientras comprobaba los instrumentos del aparato. Luego el altavoz de su panel de control dijo: «Descendiendo a diez metros; ahora abrimos las escotillas de la bodega. Submarino número uno, dispuesto». Franklin era el número dos; el avión de carga se mantenía tan inmóvil y las cabrias realizaban el descenso tan suavemente que no sintió ni siquiera el impacto cuando el submarino se introdujo en su elemento natural. Luego las tres embarcaciones enfilaron las rutas que les habían asignado, como perros pastores mecánicos rodeando un rebaño.
Casi inmediatamente, Franklin comprendió que aquella operación no iba a ser tan simple como parecía. El submarino atravesaba un espeso caldo que eliminaba completamente la visión, e incluso afectaba gravemente al sonar… Y, lo que aún era más grave, afectaba también a los motores. No podía permitirse averiar el sistema de propulsión, así que lo mejor sería descender bajo la capa de plancton y no salir a la superficie si no era absolutamente necesario.
A cien metros de profundidad el agua estaba simplemente sucia, y aunque la visión seguía siendo nula, podía desarrollar buena velocidad. Se preguntaba si las glotonas y alegres ballenas que había sobre su cabeza sabían de su proximidad y comprendían que el festejo tocaba a su fin. Pudo ver en la pantalla de sonar sus luminosos ecos que se movían lentamente a lo largo del espejo fantasmal del límite aire-agua que sus rayos sónicos no podían penetrar. Era extraño lo similar que parecía la superficie del mar desde abajo al ojo desnudo y a los sentidos acústicos del sonar.
Los pequeños ecos, característicamente compactos, de los otros dos submarinos, recorrían los flancos del desparramado rebaño. Franklin miró el cronómetro. En menos de un minuto tenía que comenzar la acción. Conectó los micrófonos externos y escuchó las voces del mar. ¡Cómo puede decir nadie que el mar es silencioso! Hasta el limitado oído del hombre puede detectar muchos de sus sonidos: el raspar de garras quitinosas, el gemido de las grandes peñas agitadas y batidas por el océano, el chirriar de los langostinos, el «click» inconfundible de la cola del tiburón cuando súbitamente cambia el rumbo. Y éstos son sólo los sonidos del espectro audible; para escuchar toda la música marina uno debe ir mucho más abajo y mucho más arriba del campo auditivo humano. Lo cual para los convertidores de frecuencia del submarino era una tarea bastante fácil; si lo deseaba, Franklin podía captar cualquier sonido entre casi un millón de ciclos por segundo y vibraciones tan lentas como la apertura de una vieja puerta enmohecida. Conectó el receptor e inmediatamente comenzó a interpretar los infinitos mensajes que llegaban a la pequeña cabina del acuático mundo exterior. Desechó inmediatamente los ruidos producidos por el hombre. El sonido de su propio submarino y los ecos más distantes de sus compañeros quedaron prácticamente eliminados por los filtros especiales destinados a este propósito. Pero podía detectar los silbidos de los tres aparatos de sonar (el suyo casi anulando a los otros), y tras ellos el desmayado y lejano bip bip bip del Corredor Hawaiano. La doble valla prevista para canalizar a las ballenas a través de las explotaciones agrícolas marinas lanzaba sus pulsaciones a intervalos de cinco segundos, y aunque la porción más próxima de la valla no funcionase, se podían oír claramente los sonidos de las partes más distantes de la barrera sónica. Las pulsaciones llegaban curiosamente distorsionadas y fundidas en un eco desmayado y continuo en el que cada nueva onda sonora iba seguida inmediatamente de las desmayadas ondas de regiones más remotas de la barrera. Franklin podía apreciar cómo las pulsaciones llegaban desde la distancia, igual que cuando se oye el retumbar del trueno recorrer el cielo.
Sobre este fondo, los sonidos del mundo natural parecían más agudos y claros. Llegaban en todas direcciones, sin un instante de silencio, los chillidos y gemidos agudos de las ballenas que hablaban entre sí o simplemente expresaban su animación y su gozo. Franklin era capaz de distinguir las voces de los machos y de las hembras, pero no llegaba al punto de algunos especialistas que podían identificar a los individuos e incluso interpretar lo que querían decir.
No hay en el mundo sonido más extraño que los gritos de un rebaño de ballenas, cuando uno se mueve entre ellas en las profundidades del mar. Franklin no tenía más que cerrar los ojos para imaginarse que se había perdido en un bosque plagado de demonios y que le rodeaban fantasmas y espectros; si Hector Berlioz hubiese oído aquel coro fúnebre, habría sabido que la Naturaleza se había anticipado ya a su Sueño del Aquelarre.
Pero las cosas sólo resultan extrañas cuando uno no está familiarizado con ellas, y aquel sonido era ahora parte de la vida de Franklin. Ya no le producía pesadillas, como le sucediera al principio. En realidad, la principal emoción que ahora le inspiraba era de simpático afecto, junto con una ligera sorpresa al ver que animales tan enormes pudiesen producir aquellos chillidos en falsete.
Había, sin embargo, un recuerdo que le evocaba a veces el sonido del mar. No tenía ya poder para herirle, aunque podía despertarle a veces una aguda tristeza. Recordaba el tiempo pasado en los departamentos de señales de las naves y las estaciones espaciales, escuchando las ondas de radio mientras los monitores recorrían el espectro en su control automático. A veces, era, como esas mismas voces fantasmales que gritaban en la noche, el rumor de naves distantes o de señales, o los torrentes de código de alta velocidad, cuando las colonias hablaban con la Madre Tierra. Y siempre podía oírse, como perpetuo murmullo de fondo en los débiles transmisores del hombre, el susurro interminable de las propias estrellas y galaxias que empapaban de radiaciones todo el universo.
La manecilla del cronómetro quedó situada junto al punto cero. No había marcado aún el primer segundo cuando el mar estalló en una infernal cacofonía: una ululación que subía y caía y que hizo que Franklin se lanzara rápidamente hacia el control volumétrico. Habían arrojado ya las minas sónicas, y Franklin lo sentía por las desdichadas ballenas que se hallasen lo bastante cerca de ellas. Casi inmediatamente, comenzaron a alterarse las imágenes de la pantalla, y las aterradas bestias empezaron a huir presas de pánico. Franklin observaba con detenimiento, dispuesto siempre a disuadir a cualquier sector del rebaño que pudiese no hallar el agujero de la valla e intentase volver a los campos.
«Deben haber perfeccionado los generadores de ruidos», pensó Franklin, «pues la última vez que intentaron utilizarlos no funcionaron tan bien, o quizás estas ballenas sean más dóciles». Sólo unas cuantas rezagadas intentaron escurrirse, y en menos de diez minutos consiguieron conducirlas por el camino recto y hacerlas volver a pasar el agujero de la cerca con las sirenas de los submarinos. Media hora después de arrojar las minas, todo el rebaño había pasado por el agujero invisible de la valla, y corría de nuevo por el estrecho corredor. Los submarinos no tenían sino que permanecer por allí hasta que los ingenieros hicieran las reparaciones precisas y la cortina sónica quedara nuevamente completa.
Nadie podía proclamar que aquello fuese una ilustre victoria. Solamente era otro día de trabajo, una insignificante batalla de una campaña interminable. El nerviosismo de la persecución había desaparecido, y Franklin se preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que el cargador les alzara del mar y les llevara de regreso a Hawai. Teóricamente aquél era su día libre, y había prometido llevar a Peter a Waikiki para empezar a enseñarle a nadar.
Incluso cuando sólo está a la espera, un buen guardián nunca aparta su atención mucho tiempo de la pantalla de sonar. Cada tres minutos, de modo automático, Franklin conectaba la sonda de gran alcance y desviaba el transmisor hacia el fondo del mar, simplemente para tener constancia de lo que sucedía a su alrededor. Estaba seguro de que sus colegas hacían exactamente lo mismo, mientras se preguntaban cuánto tardarían en recogerles…
En el límite mismo de su alcance, a unos quince kilómetros de distancia y a más de tres de profundidad, un desmayado eco arañaba el borde de la pantalla. Franklin lo contempló con cierto interés; luego enarcó las cejas perplejo. Tenía que ser algo insólitamente grande para resultar visible a tal distancia… algo tan grande como una ballena… pero ninguna ballena podía nadar a tal profundidad; aunque se habían encontrado ballenas espermáticas a casi kilómetro y medio de profundidad, aquello quedaba fuera del límite al que podían operar, pese a las fabulosas inmersiones que realizaban. ¿Un tiburón de aguas profundas? Pudiera ser, pensó Franklin, pero nada me impide comprobarlo.
Centró la pantalla en el eco distante, y amplió la imagen cuanto permitía sus instrumentos. Quedaba demasiado lejos para captar detalles, pero pudo advertir que se trataba de un objeto fino y largo… y que se movía con gran rapidez. Lo contempló un instante y luego llamó a sus colegas. No se recomendaba la charla innecesaria durante las operaciones, pero aquél era un pequeño misterio que le intrigaba.
—Submarino dos llamando —dijo—. He localizado un gran eco a ciento ochenta y cinco grados, quince kilómetros, y una profundidad de dos kilómetros y medio. Parece otro submarino. ¿Sabéis si hay alguien operando por allí?
—Submarino uno llamando a submarino dos —llegó la primera respuesta—. Queda fuera de mi alcance. Puede ser un submarino del departamento de Investigación. ¿Qué tamaño dices que tiene tu eco?
—Unos treinta metros de longitud. Quizá más. Y avanza a unos diez nudos.
—Submarino tres llamando. No hay ningún submarino de investigación por allí. El Nautilus IV está en reparación, y el Cousteau en el Atlántico. Lo que has localizado debe de ser un pez.
—No hay peces de ese tamaño. ¿Me dais permiso para ir tras él? Creo que debería echarle un vistazo.
—Permiso concedido —contestó el submarino uno—. Nos quedaremos aquí. No perdamos contacto.
Franklin enfiló rumbo sur, a máxima velocidad. El eco tras el que corría estaba ya demasiado profundo para poder alcanzarlo, pero siempre existía la posibilidad de que volviese hacia la superficie. Aunque no lo hiciera, podría obtener una imagen mucho más clara en cuanto acortase la distancia.
Llevaba recorridos unos tres kilómetros cuando se dio cuenta de que su presa se le escapaba inevitablemente. No había duda; o bien había detectado las operaciones de su motor o bien su sonar, y descendía a gran velocidad hacia el fondo. Logró situarse a unos seis kilómetros y entonces la señal se perdió en una masa confusa de ecos del lecho del océano. La última visión que tuvo del fugitivo confirmó su primera impresión de gran longitud y relativa delgadez, pero no le permitió determinar detalles de su estructura.
—Así que se te escapó —dijo el submarino uno—. Ya me suponía que ocurriría.
—¿Entonces sabes lo que era?
—No, nadie lo sabe. Y si quieres un consejo, no hables a ningún periodista de eso. Si lo haces, no te dejarán en paz.
Momentáneamente paralizado por el asombro, Franklin contempló el pequeño altavoz del que habían brotado las palabras. Así que no le tomaban el pelo, como había creído siempre. Recordó las historias oídas en el bar de Isla Heron siempre que los guardianes se reunían después del trabajo. Se había reído de ellos entonces, pero ahora sabía que aquellas historias eran ciertas. Aquel eco escurridizo que se había puesto rápidamente fuera de su alcance era nada menos que la Gran Serpiente Marina.
Indra, que aún trabajaba en el Acuario Hawaiano cuando sus deberes de ama de casa se lo permitían, no se impresionó tanto como su marido esperara. De hecho, su primer comentario le resultó a Franklin un poco decepcionante.
—Si, pero ¿qué clase de serpiente marina? Sabrás que hay tres tipos completamente distintos.
—Pues no, no lo sabía.
—Bueno, pues en primer lugar hay una anguila gigante a la que se ha visto en tres o cuatro ocasiones, aunque nunca se la identificó adecuadamente, y de la que se capturó una larva en la década de 1940. Se sabe que alcanza los veinte metros de longitud, y para muchos es toda una serpiente marina. Pero la realmente espectacular es la Regalecus Geisne. Tiene, al aparecer, la cara como de caballo, una cresta de brillantes plumas rojas como el tocado de un indio, y un cuerpo de serpiente que puede alcanzar los veinticinco metros. Considerando que sabemos que estas cosas existen, ¿por qué esperas que nos sorprendamos de lo que pueda producir el mar?
—¿Y cuál es el tercer tipo que mencionaste?
—Se trata de un tipo que no hemos ni identificado ni siquiera descrito. Simplemente lo llamamos X, porque la gente aún se ríe cuando alguien habla de serpientes marinas. Lo único que sabemos es que indudablemente existe, que es sumamente escurridiza y que vive en aguas muy profundas. Algún día capturaremos un ejemplar, pero probablemente sea por pura casualidad.
Franklin estuvo muy pensativo el resto de la velada. No le gustaba admitir que, pese a todos los instrumentos que el hombre utilizaba para escudriñar el mar, pese al constante patrulleo que él realizaba por las profundidades, el océano mantuviese secretos y pudiese retenerlos aún durante siglos. Y él sabía que, aunque quizás nunca volviese a verlo, le acosaría siempre el recuerdo de aquel eco lejano e inquietante que bajaba rápidamente hacia los abismos que constituían su hogar.