—Supongo que comprenderá usted —dijo Myers— que no soy más que el médico de la Estación, no un destacado psiquiatra. Así que tendré que enviarle de nuevo al profesor Stevens y a sus ayudantes.
—¿Es realmente necesario? —preguntó Franklin.
—No lo creo así, pero no puedo aceptar la responsabilidad. Si yo fuese un jugador, como Don, apostaría que no volverá usted a gastarnos esta mala pasada; pero los médicos no pueden permitirse jugar, y, de cualquier modo, creo que le conviene estar unos cuantos días fuera de Heron.
—Acabaré el curso en un par de semanas, ¿no podemos esperar hasta entonces?
—Nunca discuta con un médico, Walt… no puede ganar. Y si la aritmética no falla, un mes y medio no es un par de semanas. El curso puede esperar unos días. No creo que el profesor Stevens le retenga mucho tiempo. Probablemente le eche una buena regañina y le envíe aquí de nuevo. Pero si le interesa mi opinión, se la daré con mucho gusto.
—Adelante.
—En primer lugar, sabemos por qué tuvo usted ese ataque. El olor es el sentido de mayor fuerza evocadora, y después de que me ha dicho que las cabinas neumáticas de las naves espaciales huelen siempre a sinteno, el asunto está claro. Fue mala suerte que lo oliese precisamente cuando miraba la Estación Espacial; esa maldita Estación casi me ha hipnotizado cuando me he dedicado a contemplarla, cruzando el cielo como un meteoro loco, pero eso no lo explica todo, Walter. Tenía que estar usted, digamos, sensibilizado emocionalmente para que le produjera esos efectos. Dígame… ¿tiene aquí una fotografía de su mujer?
Franklin pareció más desconcertado que alterado por aquella pregunta inesperada y aparentemente absurda.
—Si —dijo—. ¿Por qué lo pregunta?
—No importa. ¿Me deja verla?
Tras un rato de búsqueda, que Myers estaba completamente seguro de que era innecesaria, Franklin sacó una cartera de piel y le mostró la fotografía. Franklin no miró a Myers mientras éste estudiaba a aquella mujer separada de su marido por leyes más inviolables que ninguna que pudiese establecer el hombre. Era pequeña y morena, con unos brillantes ojos castaños. Una simple ojeada indicó a Myers todo lo que quería saber, pero continuó contemplando la fotografía con una mezcla indeterminable de compasión y curiosidad. ¿Cómo habría enfrentado la esposa de Franklin, se preguntó, su problema? ¿Estaría ella, también, reconstruyendo su vida en aquel lejano mundo al que la genética y la gravedad la ataban para siempre? No, para siempre no era el término exacto. Ella podía trasladarse sin problemas a la Luna, que tenía la misma gravedad que su planeta natal. Pero tendría poco sentido hacerlo, pues Franklin no podía afrontar siquiera el pequeño viaje de la Tierra a la Luna.
Con un suspiro, el doctor Myers cerró la cartera. Incluso en el más perfecto de los sistemas sociales, en el más pacífico y satisfecho de los mundos, subsistirían la desdicha y la tragedia. Y a medida que el hombre extendiese sus poderes por el universo, crearía inevitablemente nuevos males y nuevos problemas que le torturarían. En consecuencia, aparte de los detalles, en aquel caso no había nada realmente nuevo. A lo largo de todas las eras, los hombres se habían visto separados de aquéllos a quienes amaban (muchas veces para siempre) por accidentes geográficos o por la malevolencia de sus semejantes.
—Escuche, Walt —dijo Myers devolviéndole la cartera—, sé unas cuantas cosas sobre usted que ni siquiera sabe el profesor Stevens, por lo tanto ésta es mi aportación:
»Compréndalo usted conscientemente o no, Indra es como su mujer. Ése fue en principio el motivo de que se sintió atraído por ella. Al mismo tiempo, esa atracción creó un conflicto en su mente. No quiere usted ser infiel ni siquiera a alguien (perdóneme, se lo ruego, por hablarle tan crudamente) que por lo que a usted respecta, muy bien podría estar muerto. En fin… ¿está usted de acuerdo con mi análisis?
Franklin tardó largo rato en contestar.
—Creo —dijo por fin— que quizás haya algo de eso. Pero ¿qué puedo hacer?
—Esto tal vez suene a cínico, pero hay un viejo proverbio que puede aplicarse en este caso: «Hay que cooperar con lo inevitable». Si uno admite que ciertos aspectos de su vida están fijados y tiene que aceptarlo, dejará de luchar contra ellos. No se trata de una rendición; puede proporcionarle a usted la energía necesaria para las batallas que aún tendrá que ganar.
—¿Y qué piensa realmente Indra de mí?
—Esa chica estúpida está enamorada de usted, si eso es lo que quiere saber. Así que lo menos que puede hacer es compensarla por todos los problemas que le ha causado.
—¿Cree usted entonces que debo casarme otra vez?
—El hecho de que pueda hacerme esa pregunta es una buena señal, pero no puedo responder a ella con un simple sí o un no… Hemos hecho todo lo posible por reconstruir su vida profesional; no podemos ayudarle tanto en su vida emocional. No hay duda de que es muy deseable que establezca usted una relación estable y firme que reemplace la que ha perdido. En cuanto a Indra… bueno, es una muchacha inteligente y encantadora, pero nadie, podría determinar hasta qué punto sus sentimientos actuales nacen de la pura simpatía. En fin, es mejor no precipitar las cosas; dejar que pase un poco de tiempo. No puede permitirse usted cometer errores.
»En fin, con esto termina el sermón… Salvo una cosa. En parte, el problema con usted, Walter Franklin, es que ha sido siempre demasiado independiente y que está acostumbrado a confiar sólo en sí mismo. Se ha negado siempre a admitir que tenía limitaciones, que necesitaba ayuda de los demás. Así que cuando se enfrentó con algo que realmente era demasiado para usted, se desmoronó, y desde entonces no ha dejado de odiarse. Ahora todo eso ha terminado, está superado; aunque el viejo Walt Franklin fuese un poco granuja, creo que podremos hacer un trabajo mejor con el nuevo. ¿No está de acuerdo?
Franklin esbozó una áspera sonrisa. Se sentía emocionalmente exhausto, pero al mismo tiempo la mayoría de las sombras se habían disipado de su mente. Aunque hubiese sido duro para él aceptar ayuda, se había rendido al fin, y se sentía mejor por ello.
—Gracias por el tratamiento, doctor —dijo—. No creo que los especialistas pudieran hacer nada mejor, y estoy completamente seguro de que ya no es necesario que vuelva a ver al profesor Stevens.
—También lo estoy yo… pero de todos modos debe ir. Ahora déjeme que haga el trabajo que me corresponde, colocando plástico cicatrizante en esos cortes que le hizo el coral.
Franklin iba ya camino de la puerta cuando se detuvo con una brusca y ansiosa pregunta.
—Casi se me olvida… Don está muy interesado en llevarme mañana en el submarino, ¿hay algún problema?
—Oh, no, claro que no. Don es lo bastante mayor para cuidar de usted. Pero regrese a tiempo para coger el avión del mediodía, eso es lo único que le pido.
Cuando Franklin salió de la oficina y las dos habitaciones calificadas exageradamente de «Centro Médico», no sentía ningún resentimiento porque le mandasen fuera de la isla. Le habían tratado con mucha más tolerancia y consideración de lo que esperaba, e incluso quizás de lo que mereciera. Toda la hostilidad que habían sentido hacia él los alumnos menos favorecidos, se había desvanecido de golpe, pero prefería escapar por unos días de una atmósfera que había pasado a ser embarazosamente afable. Le resultaba difícil, sobre todo, hablar sin cierta tensión con Don e Indra.
Pensó otra vez en el consejo del doctor Myers y recordó el estremecimiento que había sentido cuando le dijo «esa chica estúpida está enamorada de usted». Pero sabía que no sería justo, lo sabía, aprovecharse de la situación emocional del momento; sólo podían saber lo que sentían el uno por el otro después de que se hubiesen dado tiempo suficiente para pensarlo con calma. Dicho así, parecía algo demasiado frío y calculado. Si uno está realmente enamorado, ¿debe pararse a medir los pros y los contras?
Sabía cuál era la respuesta a esto. Como había dicho Myers, no podía permitirse cometer un error más. Sería mucho mejor que se tomase el tiempo necesario y llegase a una conclusión segura que arriesgar la felicidad de dos vidas.
Apenas se había alzado el sol sobre los kilómetros de arrecifes que se extendían hacia el Oeste, cuando Don Burley sacó a Franklin de la cama. La actitud de Don hacia él había experimentado un cambio que no resultaba fácil definir. Lo ocurrido le había alterado y desconcertado, y a su modo ostentoso y franco intentaba expresar simpatía y comprensión. Al mismo tiempo, había sido herido en su amor propio; aún no podía creerse del todo que desde el principio Indra estuviese sólo por Franklin, al que nunca había considerado digno rival. No se trataba de que tuviese celos de Franklin; los celos eran una emoción que estaba por encima de él. Le preocupaba descubrir que no comprendía a las mujeres todo lo bien que creía.
Franklin había hecho ya la maleta, y su habitación parecía desnuda y vacía. Aunque se fuese sólo por unos días aquel espacio era tan necesario que no podía dejarse vacante hasta su vuelta. Le estaba bien empleado, se decía a sí mismo filosóficamente.
Don tenía mucha prisa, lo cual no era insólito, pero tenía además un aire conspiratorio, como si hubiese planeado una gran sorpresa para Franklin y estuviese casi infantilmente ansioso porque saliese todo tal como proyectaba. En cualquier otra circunstancia, Franklin habría sospechado que se trataba de una broma, pero tal explicación no le servía ahora.
El pequeño submarino de instrucción se había convertido ya prácticamente en una extensión de su propio cuerpo, y seguía los rumbos que Don le daba hasta que sabía, por pura visión mental, que estaban en algún punto del canal de diez metros de anchura que había entre el arrecife de Wistari y tierra firme. Don, por alguna razón personal que se negaba a explicar, había desconectado la pantalla principal de sonar de modo que Franklin navegaba a ciegas. Don, por su parte, podía ver todo lo que había en los alrededores utilizando el aparato repetidor que había en la parte trasera de la cabina, y Franklin, aunque de vez en cuando se sentía tentado a echar una mirada atrás, luchaba por resistir tal impulso. Era, después de todo, parte legítima de su entrenamiento; algún día quizás tuviera que pilotar un submarino privado de sus sentidos artificiales por una avería.
—Puedes subir ahora a la superficie —dijo por fin Don.
Intentaba comportarse con indiferencia, pero Franklin percibió en su voz un tono de emoción que no podía ocultar. Franklin accionó los tanques, e incluso sin mirar el medidor de profundidad supo cuándo llegaba a la superficie por el inconfundible balanceo del submarino. No era una sensación cómoda, y esperaba que no estuviesen allí mucho tiempo.
Don echó una mirada a su pantalla privada de sonar, e hizo luego un gesto indicando la escotilla superior.
—Ábrela —dijo—. Vamos a echar un vistazo.
Puede entrar agua —refunfuñó Franklin.— Parece que hay mucho oleaje.
—Si estamos los dos en la escotilla, no pasará mucha agua. Ten, ponte este capote. Eso te protegerá del agua. —Parecía una idea absurda, pero Don debía de tener sus razones.
Arriba, una pequeña mancha elíptica de cielo parecía la capa exterior de la abierta torreta de observación. Don trepó primero por la escalera; Franklin le siguió, semicerrados los ojos contra el agua pulverizada por el viento.
Sí, Don sabía lo que hacía. No era extraño que estuviese tan deseoso de hacer aquel viaje antes de que Franklin abandonase la isla. Don era a su modo un buen psicólogo, y Franklin sintió una inmensa gratitud hacia él. Pues aquél fue uno de los grandes momentos de su vida; sólo podía recordar otro que se le igualase: el instante en que había visto por primera ver la Tierra, en toda su paralizadora belleza, recortada en el escenario infinitamente distante de las estrellas, y aquella escena inundaba también su alma de la misma emoción, de la misma sensación de hallarse en presencia de fuerzas cósmicas.
Las ballenas nadaban hacia el norte, y él estaba entre ellas. Durante la noche, los caudillos del rebaño debían haber cruzado el Paso de Queensland, camino de los mares cálidos, para que sus crías pudieran nacer allí seguras. A su alrededor tenía una armada viviente, que surcaba las olas con una potencia sin esfuerzo. Los grandes cuerpos oscuros brotaban humeando del agua y se hundían luego casi sin ruido en el mar. Mientras Franklin miraba, demasiado fascinado para tener sensación de peligro, una de aquellas enormes bestias salió a la superficie a unos doce metros de distancia. Hubo un sonoro silbido de aire cuando el animal vació sus pulmones, y Franklin captó una oleada, afortunadamente débil, de aquel aire fétido. Un ojo ridículamente pequeño se clavó en él, un ojo que parecía perdido en la monstruosa e informe cabeza del monstruo. Durante un instante aquellos dos mamíferos, el bípedo que había abandonado el mar y el cuadrúpedo que había regresado a él, se miraron por encima del abismo evolutivo que les separaba. ¿Qué podía parecer un hombre a una ballena? Franklin se lo preguntó, y se preguntó también si había modo de saber la respuesta. Luego, la titánica masa se zambulló en el mar, y sus grandes aletas caudales se agitaron en el aire, y fluyeron las aguas de nuevo a llenar el súbito vacío.
Un distante retumbar de trueno le hizo mirar hacia tierra. A unos ochocientos metros jugaba los gigantes. Mientras observaba, una forma tan extraña que resultaba difícil relacionarla con ninguna de las películas y dibujos que había visto surgió de las olas con una lentitud que quitaba el aliento, y se mantuvo un instante completamente fuera del agua. Igual que una bailarina de ballet que desafiase en el apogeo de su salto la gravedad, así, por un instante, pareció hacer la ballena colgando sobre el horizonte. Luego, con aquella misma gracia sosegada y serena, inclinose hacia al mar, y segundos más tarde el ruido del impacto llegó lanzando ecos entre las olas.
La límpida lentitud de aquel inmenso salto le daba una apariencia de sueño, como si se distorsionase de pronto el sentido del tiempo. Ninguna otra cosa transmitía tan claramente a Franklin el inmenso tamaño de las bestias que le rodeaban como móviles islas. Con cierto retraso, se preguntó qué sucedería si una de las ballenas subía a la superficie debajo del submarino, o decidía interesarse demasiado por él…
—No debes preocuparte —le tranquilizó Don—. Saben quiénes somos. A veces vienen y se frotan contra nosotros para quitarse los parásitos, y entonces resulta un poco incómodo. En cuanto a si pueden tropezar con nosotros accidentalmente, saben adónde van muchos mejor que nosotros.
Como para refutar esta afirmación, surgió una vaporosa montaña del mar que lanzó sobre ellos una ducha de agua. El submarino se balanceó violentamente, y Franklin temió por un instante que volcara; luego, recobró el equilibrio y comprendió que podía, literalmente, extender la mano y tocar aquella cabeza incrustada de percebes que descansaba ahora sobre las olas. Aquella boca de fantástica forma se abrió en un prodigioso bostezo, los centenares de tiras de sus dientes se agitaban como las de una persiana con la brisa.
Si hubiese estado solo, Franklin habría estado rígido de miedo, pero Don parecía dominar por completo la situación. Se asomó por la escotilla y gritó hacia el invisible oído de la ballena:
—¡Quítate de ahí, mamá! ¡No somos tus hijos!
La gran boca con sus colgantes cortinas de hueso cerradas, el ojillo diminuto (extrañamente similar al de la vaca y al parecer no mucho mayor) les miraba con lo que podría haber sido una expresión afligida. Luego, el submarino se balanceó una vez más, y la ballena desapareció.
—Ves, no hay ningún problema —explicó Don—. Son animales pacíficos y buenos, salvo cuando tienen con ellos sus crías. Como cualquier otro ganado.
—Pero ¿te acercarías tanto a cualquiera de las ballenas dentadas… los cachalotes, por ejemplo?
—Eso depende. Si fuese un macho resabiado (una auténtica Moby Dick) no me gustaría intentarlo. E igual con las ballenas asesinas; podrían creer que yo era un buen bocado, aunque podría asustarlas fácilmente con la sirena. Una vez caí entre un harén de unos doce cachalotes y a las damas no pareció importarles, aunque algunas tenían ballenatos con ellas. Ni tampoco al viejo, aunque parezca extraño. Supongo que sabía que yo no era un rival —hizo una pausa pensativo y continuó luego—: Fue la única vez que vi realmente copular a las ballenas. Era un tanto aterrador… Me produjo tal complejo de inferioridad que me dejó fuera de combate durante una semana.
—¿Cuántas crees que hay en este banco? —preguntó Franklin.
Bueno, sobre el centenar. Los contadores del paso nos darán la cifra exacta. Puede decirse que hay por lo menos cinco mil toneladas de la mejor carne y del mejor aceite nadando a nuestro alrededor… Un par de millones de dólares, por lo menos. ¿No te hace sentirte feliz todo este tesoro?
—No —dijo Franklin—. Y no estoy muy seguro de que a ti te suceda lo contrario. Ahora sé por qué te gusta este trabajo, y no hay ninguna necesidad de que finjas otra cosa. Don no intentó siquiera contestar. Permanecieron juntos en la estrecha escotilla, indiferentes a las gotas de agua que salpicaban su rostro, compartiendo iguales sentimientos y emociones, mientras los más poderosos animales que haya visto el mundo pasaban nadando ante ellos rumbo al norte. Y entonces Franklin supo, con seguridad plena, que su vida se enraizaba en aquel mundo. Aunque le habían sucedido muchas cosas y había perdido algo que nunca dejaría de añorar, había pasado el estadio de inútil congoja y cavilación solitaria. Había perdido la libertad del espacio, pero ganaba la libertad de los mares.
Y eso era suficiente para cualquier hombre.