El capitán Bert Derryl esperaba tener un viaje tranquilo; si había justicia en el mundo, se lo merecía. La última vez había tenido aquel embarazoso problema con los polis en Mackay; la vez anterior había sido aquella roca de Isla Lagartija que no figuraba en el mapa; y antes, maldita sea, aquel jovenzuelo imbécil que había utilizado un arpón indesprendible con un tiburón tigre de cinco metros y había sido arrastrado hasta el fondo del mar.
Por las apariencias, esta vez sus clientes parecían un grupo aceptable. Desde luego, la Agencia de Deportes siempre garantizaba su respetabilidad y su crédito… pero de todos modos, era sorprendente con lo que tenía que cargar a veces. En fin, uno tiene que ganarse la vida, y costaba mucho mantener aquel viejo cascarón.
Por extraña coincidencia, sus clientes siempre tenían los mismos nombres: señor Jones, señor Robinson, señor Brown, señor Smith… Al capitán Bert le parecía una idea absurda, pero era otro de los procedimientos de la Agencia, y la vida le resultaba así más interesante, intentando imaginar quiénes eran realmente. Algunos llevaban sus precauciones al extremo de utilizar durante toda la travesía máscaras faciales de goma… incluso debajo de las máscaras de bucear… Debían ser tipos importantes que tenían miedo a que les reconociesen. Bueno sería el escándalo si, por ejemplo, se descubriese a un juez del Tribunal Supremo o a un jefe del Departamento Espacial pescando ilegalmente en una reserva del Servicio Mundial de Alimentos. El capitán Bert rió entre dientes pensándolo.
El pequeño crucero deportivo de cinco camarotes se hallaba aún a treinta y tantos kilómetros del borde del arrecife, navegando por el Pacifico. Por supuesto, era arriesgado operar tan cerca de Capricornio, justo en «territorio enemigo». Pero allí era donde estaban los peces mayores, precisamente porque eran los mejor protegidos. Había que exponerse si se quería que los clientes quedaran satisfechos.
El capitán Bert había planeado su táctica cuidadosamente, como hacía siempre. De noche nunca había patrullas, y aunque las hubiese, el sonar de largo alcance de su crucero las localizaría y podrían escapar de ellas. En consecuencia, era perfectamente seguro navegar en la oscuridad, para llegar al punto elegido inmediatamente antes del amanecer, y colocar entonces a sus ansiosos clientes en la cámara neumática nada más salir el sol. Él permanecería agazapado en el fondo, manteniendo el contacto por radio. Si salían del campo de acción de ésta, aún disponía del sonar de baja potencia para guiarlos, y si se alejaban tanto que ni siquiera el sonar servía, ya no era cuestión del capitán Bert. Palpó el bolsillo de su chaqueta donde reposaban seguros los cuatro justificantes que le absolvían de toda responsabilidad en caso de ocurrirles algo a los señores Jones, Smith, Robinson o Brown. A veces se preguntaba si tenía en realidad algún sentido considerar aquellos sus nombres reales, pero en la Agencia le decían que no se preocupase de eso. El capitán Bert no era de los que se preocupaban, pues de hacerlo habría abandonado aquel trabajo hacía mucho tiempo.
Los señores R. J. S y B estaban tendidos en sus respectivas literas dando los toques finales al equipo que no necesitarían hasta por la mañana. Smith y Jones tenían unos flamantes rifles submarinos, que evidentemente estaban por estrenar, y todos los aparejos imaginables. El capitán Bert les miró sardónicamente. Representaban un tipo que él conocía muy bien. Eran de los que se encariñan tanto con el equipo que no llegan a disparar siquiera, ni con los fusiles ni con las cámaras. Recorrerían felices el arrecife, metiendo tanto ruido que en kilómetros a la redonda los peces sabrían exactamente lo que pretendían. Sus hermosos fusiles, que podían taladrar a un tiburón de media tonelada a veinte metros probablemente nunca llegarían a disparar. Pero en realidad a sus propietarios no les importaría. Disfrutarían de todos modos.
Robinson era un tipo muy distinto.
Su fusil era ligeramente dentado, y tendría unos cinco años. Había sido utilizado, y evidentemente su propietario sabía manejarlo. No era uno de aquellos deportistas obsesionados con los catálogos que tenían que comprar el modelo del año nada más salir, como una mujer que no puede soportar no estar a la moda. El señor Robinson, concluyó el capitán Bert, sería el que cobrase la mayor pieza.
En cuanto a Brown (el compañero de Robinson) era el único al que el capitán Bert no había podido clasificar. Se trataba de un hombre corpulento, de rasgos duros, de unos cuarenta y tantos, el más viejo de todos, y su cara le resultaba vagamente familiar. Probablemente fuese un funcionario de los escalones superiores del Estado, que había sentido la necesidad de echar una cana al aire. El capitán Bert, que era temperamentalmente incapaz de trabajar para el Estado Mundial, o para cualquier otro patrón, podía entender muy bien lo que sentía.
Había más de trescientos metros de profundidad debajo de ellos y el arrecife aún estaba a kilómetros de distancia. Pero en aquel oficio no podía darse nada por supuesto, y los ojos del capitán Bert pocas veces se separaban de los indicadores del cuadro de control, aunque observasen también a los viajeros que se preparaban para su expedición matutina. Apenas se percibió el claro y pequeño eco en el indicador de sonar, el capitán ya estaba pegado a él.
—Se acerca un gran tiburón, amigos —anunció jovialmente. Hubo un movimiento general hacia la pantalla.
—¿Cómo sabe que es un tiburón? —preguntó alguien.
—No puede ser otra cosa. Es imposible que sea una ballena… no pueden pasar por el canal del arrecife.
—¿Seguro que no es un submarino? —preguntó una voz llena de ansiedad.
—Imposible. Mire el tamaño que tiene. Un submarino sería diez veces mayor en la pantalla. No se ponga nervioso, amigo.
El inquieto pasajero guardó silencio, avergonzado. En los cinco minutos siguientes nadie se atrevió a hablar, mientras el distante eco iba desplazándose hacia el centro de la pantalla.
—Pasará a unos cuatrocientos metros de nosotros —dijo el señor Smith—. ¿Y si cambiásemos el rumbo para tratar de establecer contacto?
—Sería imposible. Nada más oír los motores escapará. Si nos detuviésemos aún podría acercarse a olfatearnos. Pero ¿de qué serviría? No podríamos cogerle. Es de noche y está muy por debajo de la profundidad a la que podrían operar ustedes.
La atención del pasaje se desvió momentáneamente hacia un gran banco de peces (atunes probablemente, dijo el capitán) que apareció en el sector sur de la pantalla. Una vez pasaron éstos, aquel señor Brown de aspecto distinguido dijo caviloso.
—Si fuese un tiburón probablemente ya hubiese cambiado de rumbo.
Lo mismo pensaba el capitán Bert, que empezaba a sentirse confuso.
—Creo que lo mejor sería echarle un vistazo —dijo—. No nos causará ningún problema hacerlo.
Alteró imperceptiblemente el rumbo; el extraño eco continuaba su curso invariable. Se movía con gran lentitud y no había problema para situarse lo bastante cerca y verlo sin riesgo de colisión. Cuando estaban ya muy próximos, el capitán Bert conectó la cámara y el foco… y carraspeó.
—Estamos listos, amigos. Es un poli.
Se oyeron cuatro gemidos simultáneos, y luego un coro de pero usted, nos dijo… que el capitán silenció con unas cuantas interjecciones escogidas mientras continuaba estudiando la pantalla.
—Hay algo muy extraño —dijo—. Yo tenía razón al principio. No es un submarino. Es sólo un torpedo. De todos modos no puede detectarnos… no lleva el equipo adecuado. ¿Pero qué demonios está haciendo aquí de noche?
—¡Larguémonos! —suplicaron varias voces inquietas.
—Calma —gritó el capitán Bert—. Déjenme pensar. —Miró el indicador de profundidad—. Demonios —murmuró, esta vez con un tono mucho más apagado. —Estamos a cien brazas de profundidad. A menos que ese tipo esté respirando alguna mezcla especial, está listo.
Miró con detenimiento la imagen de la pantalla de televisión; no podía estar seguro del todo, pero la figura que estaba tendida sobre aquel torpedo que se movía con tanta lentitud, parecía tan extrañamente inmóvil. Sí, no había duda; era evidente por la postura de la cabeza. El piloto estaba inconsciente, quizás muerto.
—Pues vaya engorro —exclamó el capitán—. Pero no podemos hacer otra cosa, Tenemos que intentar coger a ese tipo.
Alguien empezó a protestar, pero lo pensó mejor y se calló. El capitán Bert tenía razón, no había duda. Había que apechugar con las posibles consecuencias.
—¿Pero cómo vamos a rescatarle? —preguntó Smith—. No podemos salir a esta profundidad.
—No será fácil —admitió el capitán—. Es una suerte que se mueva con tanta lentitud. Creo que podremos empujarle hacia arriba.
Enfiló hacia el torpedo, realizando ajustes extraordinariamente delicados con los controles. De pronto se produjo un choque que hizo saltar a todo el mundo salvo al capitán, que sabía cuándo iba a producirse y cuál sería su intensidad.
Se echó hacia atrás, y lanzó un suspiró de alivio.
—¡Lo conseguí a la primera! —dijo orgulloso. El torpedo se había dado la vuelta, y la desvalida figura de su jinete colgaba ahora de él sujeta por el correaje. Pero en vez de dirigirse hacia las profundidades, comenzó a ascender hacia la superficie.
Le siguieron hasta los setenta metros de profundidad, mientras el capitán Bert iba dando detalladas instrucciones. Existía aún una posibilidad, explicó a sus pasajeros, de que el piloto estuviese vivo, pero si llegaba a la superficie moriría irremisiblemente, pues el cambio brusco de presión de diez atmósferas a una le mataría.
—Así que tenemos que cogerle cuando llegue a los cincuenta metros, y luego intentar introducirle en la cámara neumática. Bueno, ¿quién va a salir por él? Yo no puedo dejar los controles.
Nadie dudaba de que el capitán estuviese dando la única y suficiente razón y que hubiese salido sin vacilar si otro miembro de la tripulación fuese capaz de manejar el submarino. Tras una breve pausa, Smith dijo:
—He descendido hasta los cien metros con aire normal.
—También yo —dijo Jones—. No de noche, claro —añadió pensativo.
No es que fuesen exactamente voluntarios, pero lo harían. Escucharon las instrucciones del capitán y luego se pusieron su equipo y de no muy buena gana se dirigieron a la cámara neumática.
Por fortuna, estaban en buena forma y el capitán pudo someterles a la presión correspondiente en un par de minutos.
—Bueno, muchachos —dijo— voy a abrir la puerta… Listos.
Les habría ayudado poder ver el foco de la embarcación, pero había sido cuidadosamente filtrado para eliminar toda luz visible. En comparación las lámparas manuales parecían débiles gusanos de luz, mientras se movían hacia el torpedo que aún seguía ascendiendo. Llegó primero Jones, mientras Smith desenrollaba la soga de la cámara neumática. Ambos navíos ascendían más deprisa de lo que podía nadar un hombre, y era necesario que Jones se mantuviese como un pez cogido al sedal, de modo que mientras se moviese bajo el submarino pudiese abrirse camino hasta el torpedo. Aunque probablemente no le resultase agradable, según pensaba el capitán, se las arregló para llegar al torpedo a la segunda tentativa. Tras esto, todo fue fácil. Jones apagó el motor del torpedo, y una vez quietas ambas embarcaciones, Smith acudió a ayudarle. Liberaron al piloto y le condujeron hasta el submarino. Su máscara facial estaba intacta, por lo que aún había esperanzas de que estuviese vivo. No resultó fácil introducir su cuerpo inerte en la pequeña cámara neumática, y Smith tuvo que mantenerse fuera, sintiéndose horriblemente solo, mientras su compañero pasaba delante.
Y así, treinta minutos después, Walter Franklin despertó en un medio sorprendente, aunque no por completo desconocido. Se hallaba tendido en una litera a bordo de un pequeño submarino crucero, y a su alrededor había cinco hombres. Y lo más extraño era que cuatro de los hombres tenían la cara cubierta con pañuelos, de modo que sólo podía verles los ojos.
Miró al quinto… contempló su rostro grisáceo y curtido y su revuelta perilla. La sucia gorra de capitán resultaba superflua. Nadie hubiese dudado de que el capitán era él.
Un terrible dolor de cabeza impedía a Franklin pensar claramente. Hubo de hacer varias tentativas antes de poder murmurar: ¿Dónde estoy?
—No te preocupes, amigo —contestó el barbudo—. Lo que nos gustaría saber es qué demonios hacías a trescientas brazas de profundidad con ese equipo. ¡Vaya, se ha desmayado otra vez!
La segunda vez que Franklin volvió en sí se sentía ya mucho mejor, y lo bastante interesado en vivir como para desear saber lo que sucedía a su alrededor. Pensó que debía sentirse agradecido hacia aquella gente, fuera quien fuese, pero de momento no sentía ni alivio ni desilusión al saberse rescatado.
—¿Qué significa todo esto? —dijo, señalando los extraños pañuelos. El capitán, ahora sentado ante los controles, volvió la cabeza y contestó lacónicamente:
—¿Todavía no has comprendido dónde estás?
—No.
—¿Quiere eso decir que no sabes quién soy?
—Lo siento, pero no lo sé.
Hubo un gruñido que pudo significar incredulidad o desilusión.
—Supongo que serás uno de los nuevos. Me llamo Bert Darryl, y estás a bordo del León Marino. Esos dos caballeros que están detrás de ti han arriesgado el cuello para salvarte.
Franklin se volvió en la dirección indicada y contempló los blancos triángulos de lino.
—Gracias —dijo, y luego se detuvo incapaz de pensar nada más. Ahora sabía dónde estaba, y podía imaginar lo que había sucedido.
Así que aquél era el famoso, o notorio, según el punto de vista, capitán Darryl, cuyos anuncios aparecían en las publicaciones deportivas marítimas. El capitán Darryl, organizador de emocionantes safaris submarinos. El diestro e intrépido cazador… y el igualmente intrépido y diestro furtivo, cuya habilidad para eludir la persecución de las autoridades era desde hacía mucho tiempo fuente de cínicos comentarios entre los guardianes. El capitán Darryl, uno de los pocos aventureros auténticos de aquélla era regimentada, según algunos. El capitán Darryl, estafador y tramposo, según otros…
Franklin comprendía ya por qué los otros tripulantes llevaban máscaras. Aquélla era una de las empresas menos legítimas del capitán, y Franklin había oído que en ellas sus clientes a menudo pertenecían a los sectores más altos de la sociedad. Sólo ellos podían permitirse pagar el precio; debía costar mucho mantener el León Marino, aunque se decía que el capitán Darryl nunca pagaba dinero efectivo y debía en todos los puertos desde Sidney a Darwin.
Franklin contempló las anónimas figuras que le rodeaban, preguntándose quiénes podrían ser y si conocería a alguno. Sólo habían hecho un leve esfuerzo para ocultar los potentes fusiles submarinos que había sobre la otra litera. ¿Adónde llevaría el capitán a sus clientes, y qué perseguirían? Dadas las circunstancias lo mejor sería que mantuviese los ojos cerrados y se enterase de lo menos posible.
El capitán Darryl había llegado ya a la misma conclusión.
—Comprenderás, amigo —dijo por encima del hombro, como si intentase impedir que Franklin viera los indicadores del rumbo— que tu presencia a bordo resulta un tanto embarazosa. Aún no podemos soltarte, aunque lo merecerías por la estupidez que has hecho. El asunto es… ¿qué podemos hacer contigo?
—Podéis dejarme junto a la costa de Heron. No puede quedar muy lejos. —Franklin sonreía al decir esto, para mostrar que se proponía seriamente que aceptasen la sugerencia. Era curioso lo alegre y despreocupado que se sentía; quizás fuese una pura reacción física… y quizás estuviese realmente contento de disponer de una segunda oportunidad, de una nueva vida.
—Pues bien —masculló el capitán—. Estos caballeros han pagado por su expedición deportiva, y no quieren echarla a perder por tu culpa.
—Bueno, de cualquier modo pueden quitarse los pañuelos. No parecen muy cómodos con ellos… y si reconociese a alguien, no lo denunciaría.
Con cierta renuncia, se quitaron los pañuelos. Como suponía, y esperaba, no conocía a ninguno, ni por fotografía ni personalmente.
—Bueno, lo cierto es —dijo el capitán— que tendremos que dejarte en algún sitio antes de entrar en acción.
Se rascó la cabeza mientras revisaba su imagen mental, maravillosamente detallada, del Grupo Capricornio, y luego llegó a una decisión.
—De todos modos, tendrás que pasar aquí la noche, y supongo que tendremos que dormir por turnos. Si quieres hacer algo útil, puedes ponerte a trabajar en la cocina.
—Desde luego, señor —dijo Franklin.
Estaba justo amaneciendo cuando alcanzó la arenosa costa, se puso de pie, y se quitó las aletas. («Son unas de las mejores que tenemos, así que no se te olvide devolvérmelas por correo, había dicho el capitán Bert mientras le empujaba a la cámara neumática»). Más allá del arrecife, el León Marino se entregaba a su dudosa empresa, y los pescadores se disponían a iniciar su expedición. Aunque iba contra sus principios y deberes, Franklin no pudo evitar desearles suerte.
El capitán Bert había prometido comunicar la noticia por radio a Brisbane a las cuatro horas, y el mensaje sería transmitido inmediatamente a Heron. Las cuatro horas bastarían para que el capitán y sus clientes cumplieran sus objetivos y se alejaran de las aguas de la Organización Mundial de Alimentos.
Franklin cruzó la playa, se quitó su equipo y su ropa húmedos, y se tendió a contemplar el amanecer que jamás había soñado que vería. Le quedaban cuatro horas para debatirse con sus pensamientos y enfrentar de nuevo la vida. Pero no necesitaba tiempo para eso, pues hacía ya rato que había tomado una decisión.
Su vida ya no era suya, ya no podía desecharla libremente; no podía hacerlo porque le había sido devuelta, a riesgo de la suya propia, por hombres a los que no conocía y a quienes jamás volvería a ver.