Había cuatro personas en la habitación, y ninguna de ellas hablaba ahora. El instructor jefe se mordía los labios nerviosamente, Don Burley, sentado, miraba con expresión absorta, e Indra intentaba no llorar. Sólo el doctor Myers parecía razonablemente tranquilo y maldecía en silencio la fantástica, la aún inexplicable mala suerte que les había llevado a aquella situación. Hubiera jurado que Franklin estaba en plena recuperación, que había pasado ya el peligro de una crisis seria. ¡Y ahora aquello!
—Sólo podemos hacer una cosa —dijo el instructor jefe bruscamente—. Enviar todas las embarcaciones submarinas en una búsqueda general.
Don Burley se agitó lentamente, como si llevase un gran peso sobre los hombros.
—Son ahora las doce. En este tiempo ha podido recorrer casi doscientos kilómetros. Y sólo hay seis pilotos cualificados en la estación.
—Lo sé… sería como buscar una aguja en un pajar. Pero es lo único que podemos hacer.
—A veces cinco minutos de meditación pueden ahorrar muchas horas de búsqueda a ciegas —dijo Myers—. Después de todo un día, un poco de tiempo más da igual. Con vuestro permiso, me gustaría tener una charla en privado con la señorita Slangenburg.
—Por supuesto, si ella no se opone.
Indra asintió torpemente. Aún se consideraba responsable de lo sucedido… por no acudir al médico inmediatamente, al regresar de la isla. Su intuición la había engañado entonces; ahora le decía que no había ninguna posibilidad, ninguna esperanza, y únicamente podía rezar para que de nuevo la engañase.
—Bien, Indra —dijo Myers afablemente, cuando los otros dejaron la habitación—. Si queremos ayudar a Franklin tenemos que conservar la calma e intentar descubrir lo que ha hecho. Así que deje de acusarse de lo sucedido… esto no es culpa suya. No estoy seguro de que sea culpa de nadie.
«Podría ser culpa mía», añadió ásperamente para sí. «Pero ¿quién podría haberlo imaginado? Sabemos tan poco de la astrofobia, incluso ahora… y desde luego no es mi especialidad».
Indra logró esbozar una animosa sonrisa. Hasta el día anterior había pensado siempre que era una persona equilibrada y capaz de enfrentarse a cualquier situación. Pero el día anterior quedaba lejos, muy lejos.
—Dígame, por favor —dijo—, ¿qué le pasa a Walter? Creo que si me lo explica me ayudará a entenderlo mejor todo.
Era una petición lógica y razonable; incluso antes de que Indra la formulase, Myers había llegado a la misma conclusión.
—De acuerdo… pero tenga en cuenta que, por el bien del propio Walter, se trata de una información confidencial. Sólo se lo explico por tratarse de una emergencia y con el fin de que pueda colaborar mejor al conocer los hechos.
»Hasta hace un año, Walter era un hombre del espacio de alta graduación. Era en realidad ingeniero jefe de un transporte de la ruta marciana. Lo que como sabe, es un cargo de mucha responsabilidad, y además estaba en el principio de su carrera.
»En fin, el caso es que se produjo una emergencia y había que desconectar el transmisor iónico. Walter se puso un traje espacial y salió a solucionarlo; se trataba de algo normal, en realidad. Pero antes de que terminase su tarea el traje espacial falló. Bueno, no quiero decir que se produjese una filtración. Lo que sucedió fue que se estropeó el sistema de propulsión, y no pudo accionar los cohetes que sirven para moverse por el espacio.
»Por tanto se quedó allí, a millones de kilómetros de todas partes, separándose a gran velocidad de su nave. Para empeorar aún más las cosas, tropezó con el casco de la nave al separarse y esto averió la antena de su radio. En consecuencia no podía transmitir ni recibir mensajes… no podía pedir ayuda ni saber lo que estaban haciendo sus amigos por él. Estaba completamente solo, y en unos minutos perdió de vista la nave.
»Desde luego, nadie que no se haya visto en una situación similar puede imaginarse lo que es. Podemos intentarlo, pero no podemos saber realmente lo que significa estar absolutamente aislado, con las estrellas a nuestro alrededor, sin saber si nos rescatarán alguna vez. No hay vértigo en la tierra que pueda compararse con eso. Ni siquiera el peor mareo.
»Tardaron cuatro horas en rescatar a Walter. Estaba en perfectas condiciones físicas y probablemente lo sabía… pero daba igual en realidad. El radar de la nave le localizó, pero hasta que no se reparó la avería no pudo volver a rescatarle. Cuando le llevaron de nuevo a bordo, estaba… bueno, digamos que bastante mal.
»Les llevó casi un año a los mejores psicólogos de la Tierra sacarle de aquel estado, y, como hemos visto, no pudieron resolver plenamente el problema. Y había además un factor con el que los psicólogos nada tenían que ver.
Myers se detuvo, preguntándose cómo asimilaría Indra todo aquello, como afectaría a sus sentimientos hacia Franklin. Parecía haber superado ya el choque inicial; no pertenecía, a Dios gracias, al tipo histérico, tan difícil de controlar.
—En fin, Walter estaba casado. Tenía en Marte esposa e hijos, y los quería mucho. Su mujer pertenecía a una segunda generación de colonizadores, y los niños, claro está, a una tercera. Habían pasado toda su vida bajo la gravedad marciana, habían sido concebidos y habían nacido allí. En consecuencia, jamás podrían trasladarse a la Tierra, donde quedarían aplastados al adquirir un peso triple del habitual.
»Walter, por su parte, no podía volver al espacio. Podía repararse su mente para que funcionase con eficacia aquí en la Tierra, pero nada más. Jamás podría enfrentar una caída libre, la idea de que hubiese sólo espacio a su alrededor, vacío entre estrellas. Se convirtió así en un desterrado en su propio mundo, que nunca podría volver a ver a su familia.
»Hicimos cuanto pudimos por él, y aún sigo pensando que se encontraba en perfectas condiciones. Podía utilizar su talento y su capacidad en este trabajo, pero existían además profundas razones psicológicas por las que se consideró que podría ser muy adecuado para él y podría permitirle reconstruir su vida. Creo que probablemente usted conozca esas razones tan bien como yo, Indra, e incluso mejor. Como bióloga marina sabe de los lazos que tenemos con el mar. No los tenemos, en cambio, con el espacio, en consecuencia nunca nos sentiremos a gusto allí… al menos mientras sigamos siendo sólo hombres.
»Estudié a Franklin mientras estuvo aquí; lo hice a sabiendas y no lo lamento. Mejoraba sin cesar, iba tomándole cariño al trabajo. Don estaba muy contento de sus progresos; era el mejor alumno que había tenido. Y cuando me enteré (¡no me pregunte cómo!) de que andaba con usted me pareció estupendo. Porque tiene que reconstruir su vida totalmente, ¿sabe? Espero que no le importe que lo exponga de este modo, pero cuando me dijeron que pasaba su tiempo libre con usted, supe que había dejado de mirar atrás.
»Y ahora, este derrumbe. No tengo inconveniente en admitir que no entiendo nada. Me dice que estuvieron mirando la Estación Espacial, pero eso no me parece causa suficiente. Walter tenía mucho miedo a las alturas cuando vino aquí, pero ya casi se le había quitado. Además, ha debido ver la estación docenas de veces, por la mañana y al oscurecer. Tuvo que haber otro factor que desconocemos.
El doctor Myers interrumpió su rápida exposición, y dijo suavemente, como si acabara de ocurrírsele:
—Dígame, Indra… ¿hicieron el amor?
—No —dijo ella sin titubeos ni embarazo—. No hubo nada de eso.
Era un poco difícil de creer, pero sabía que le decía la verdad. Pudo percibir (¡claro e inconfundible!) un tono de pesar en la voz de ella.
—Pensaba que podría tener sentimientos de culpa respecto a su esposa. Sépalo él o no, usted probablemente se la recuerda, y por eso le atrajo desde el primer momento. De todos modos, eso no basta para explicar lo sucedido, así que dejémoslo.
»Lo único que sabemos es que sufrió un ataque, y muy grave. Darle el sedante fue lo mejor que pudo hacer usted dadas las circunstancias. ¿Está completamente segura de que no dio ninguna indicación de lo que se proponía hacer al volver a Heron?
—Completamente. Lo único que dijo fue: «No se lo digas al doctor Myers». Dijo que usted no podría hacer nada.
«Eso bien pudiera ser cierto», pensó agriamente Myers, y no le gustó la idea. Sólo había una razón por la que un hombre quisiese eludir a la única persona que podía ayudarle. Que hubiese decidido que de nada le serviría ya cualquier ayuda.
—Pero prometió —continuó Indra— verle a usted por la mañana.
Myers no contestó, y ambos sabían que aquella promesa no había sido más que una añagaza.
Indra se agarraba aún desesperadamente a la última esperanza.
—Bueno —dijo, con voz temblorosa, como si realmente no creyese sus propias palabras—. Si se propusiese hacer algo… una cosa definitiva… habría dejado un mensaje para alguien.
Myers la miró con tristeza, totalmente convencido ya del desenlace.
—Sus padres han muerto —contestó. Hace mucho que dijo adiós a su mujer. ¿Qué mensaje iba a dejar?
Indra percibió, con aterradora certeza, que lo que el doctor decía era cierto. Quizás ella fuese la única persona del mundo por la que Franklin sintiese algún afecto, y de ella se había despedido…
Myers se puso trabajosamente de pie.
—Nada podemos hacer —dijo— más que iniciar una búsqueda general. Cabe la posibilidad de que simplemente haya intentado serenarse navegando a toda velocidad, y que vuelva avergonzado esta misma mañana. Ya ha pasado otras veces.
Palmeó los inclinados hombros de Indra y luego la ayudó a levantarse.
—No se preocupe, querida. Todos haremos lo posible por arreglar esto. Pero sabía en lo profundo de su corazón que era demasiado tarde.
Hacía ya horas que era demasiado tarde, e iban a emprender la búsqueda porque había veces en que era imposible ajustarse a la lógica. Se dirigieron juntos a la oficina del ayudante del instructor jefe, donde estaban esperándoles el instructor jefe y Burley. El doctor Myers abrió la puerta y se quedó paralizado en el umbral. Por un instante pensó que tenía dos pacientes más… o que se había vuelto loco él. Don y el instructor jefe, olvidadas las distinciones de rango, cogidos por los hombros, se estremecían en un ataque de risa histérica. No había duda de la histeria, pero era la histeria del alivio, y no había duda tampoco de la risa.
El doctor Myers contempló aquella insólita escena durante unos cinco segundos, y luego recorrió con la vista la habitación. Vio inmediatamente el mensaje sobre la mesa, donde lo había dejado caer uno de sus temporalmente desquiciados colegas. Sin pedir permiso, se lanzó hacia él y lo cogió.
Tuvo que leerlo varias veces antes de captar su sentido; entonces también él empezó a reír como hacía años que no reía.