Capítulo VII

En la primera impresión de asombrada sorpresa, Indra miró estúpidamente a Franklin que, encogido en la arena, gemía como un niño desvalido. Luego la compasión y el sentido común le indicaron lo que debía hacer. Acudió rápidamente a su lado y le rodeó con sus brazos.

—¡Walter! —gritó—. No pasa nada… ¡No tienes nada que temer!

Estas palabras le parecieron absurdas e insustanciales incluso mientras las pronunciaba, pero era todo cuanto podía ofrecer.

Franklin no parecía oír; aún temblaba sin control, aún se agarraba con desesperada determinación al árbol. Resultaba penoso ver a un hombre reducido a aquel estado de abyecto miedo, despojado por completo de toda dignidad y orgullo. Al acercarse a él Indra advirtió que entre sus gemidos pronunciaba un nombre… e incluso en un momento como aquél no pudo evitar una punzada de celos. Pues era el nombre de una mujer. Una y otra vez, en voz baja, apenas audible, Franklin murmuraba «¡Irene!», y se encogía luego en un nuevo paroxismo de llanto.

Había algo allí que estaba por encima de los escasos conocimientos médicos de Indra. Dudó un instante y luego acudió corriendo al catamarán y abrió su pequeño botiquín de primeros auxilios. Encontró un frasco de potentes cápsulas contra el dolor, en el que se leía claramente Sólo debe tomarse una cada vez, y con ciertas dificultades logró introducir una en la boca de Franklin. Luego le estrechó entre sus brazos, comprobando que los temblores iban disminuyendo y que la violencia del ataque cedía.

Es difícil trazar una línea entre la compasión y el amor. Si tal frontera existe, Indra la cruzó durante esta vigilia silenciosa. No le había deprimido ver a Franklin perder su entereza; sabía que debía haberle ocurrido algo verdaderamente terrible en el pasado que le llevaba a aquello. Fuera lo que fuese, Indra pensaba que su propio futuro no sería completo a menos que pudiese ayudarle a combatirlo.

De pronto Franklin se quedó inmóvil, aunque siguiese, en apariencia, consciente. No ofreció resistencia cuando ella le hizo girar para que no siguiese con la cara medio enterrada en la arena, y aflojó su abrazo al tronco del árbol. Pero tenía los ojos en blanco y aún movía la boca silenciosamente, aunque no saliese de ella palabra alguna.

—Volveremos a casa —murmuró Indra, como si intentase tranquilizar a un niño asustado.

Le ayudó a ponerse de pie, y él se levantó sin resistencia. Incluso la ayudó, mecánicamente, a guardar su equipo y a empujar el catamarán hacia el agua. Parecía casi normal otra vez, salvo porque no hablaba y porque había en sus ojos una tristeza que destrozaba el corazón de Indra.

Dejaron la isla, utilizando la vela y el motor, pues Indra estaba decidida a no perder ni un instante. Ni siquiera entonces pensó que pudiese estar personalmente en peligro, a pesar de hallarse a muchos kilómetros de toda posible ayuda, con un hombre que podía estar loco. Su única preocupación era conseguir que Franklin recibiese enseguida asistencia médica.

La luz se desvanecía rápidamente. El sol había tocado ya el horizonte, y la oscuridad se espesaba por el este. Las luces de tierra firme de las islas próximas comenzaron a aparecer una a una. Y, más brillante que cualquiera de ellas, allá en el oeste, estaba Venus, causante en cierto modo de todo aquel problema…

De pronto Franklin comenzó a hablar, con gran esfuerzo, pero de modo perfectamente racional.

—Siento mucho todo esto, Indra —dijo—. Me temo que estropeé tu excursión.

—No seas tonto —dijo ella—. No fue culpa tuya, no te preocupes… Y no hables, a menos que quieras hacerlo.

Franklin cayó en un nuevo silencio, que no rompió durante el resto del viaje. Cuando Indra intentó coger de nuevo su mano, se puso tenso, en un gesto defensivo, como diciendo, sin rechazarla realmente, que prefería no tener aquel contacto. Ella se sintió herida, pero obedeció su muda petición. De todos modos, estaba bastante ocupada vigilando las señales luminosas y las boyas al pasar entre los arrecifes.

No había pensado estar fuera hasta tan tarde, aunque la luna creciente inundaba el mar de luz. El viento había refrescado, y aparecían y desaparecían a lo largo del arrecife de Wistari los rompientes en amenazadoras hileras de un blanco luminoso y fantasmal. Indra mantenía un ojo en ellas y el otro en el parpadeante faro que señalaba el final del muelle de Heron. Mientras no pudiese ver el propio muelle y distinguir detalles de la isla, no podía relajarse y volver a prestar atención a Franklin.

Éste parecía de nuevo casi normal cuando dejaron el catamarán y se encaminaron hacia el laboratorio. Indra no podía ver su expresión, pues en aquella parte de la playa no había luces y las palmeras bloqueaban la de la luna. La voz le parecía totalmente controlada cuando le dio las buenas noches.

—Gracias por todo, Indra. Nadie podría haber hecho más.

—Déjame que te lleve inmediatamente a ver al doctor Myers. Tienes que verle ahora.

—No… él nada puede hacer. Estoy ya perfectamente… No volverá a suceder.

—Yo creo que de todos modos debes ir a verle. Te llevaré a tu habitación y luego iré a llamarle.

Franklin movió violentamente la cabeza.

—No quiero que lo hagas. Prométeme que no irás a decírselo.

Amargamente acongojada, Indra se debatía con su conciencia. Lo más prudente, estaba segura, era prometérselo… y luego romper la promesa. Pero, si lo hacía, Franklin quizás nunca se lo perdonase. Por último, se comprometió.

—¿Irás a verle tú mismo, si no me dejas que te lleve yo?

Franklin dudó antes de contestar. Le parecía vergonzoso despedirse de aquella muchacha, a la que podría haber amado, con una mentira. Pero en la drogada calma que le invadía supo lo que debía hacer.

—Iré a verle por la mañana… y gracias de nuevo.

Luego se alejó, con brusca determinación, antes de que Indra pudiese hacerle más preguntas.

Ella le vio desaparecer en la oscuridad, por el camino que llevaba al sector administrativo y de instrucción. Luchaban en su alma la felicidad y la ansiedad… Felicidad porque había encontrado el amor, ansiedad porque aquel amor estaba amenazado por fuerzas que ella no comprendía. La ansiedad se centró en un único temor: ¿debería haber insistido en que Franklin, incluso contra su voluntad, viese inmediatamente al doctor Myers?

Quizás no hubiese tenido duda alguna sobre la respuesta a esta pregunta si hubiese visto a Franklin caminar por el bosque iluminado por la luna, como un sonámbulo, hacia el muelle en el que había iniciado todos sus viajes por el fondo del mar.

La parte racional de su mente era sólo un instrumento pasivo de sus emociones, y éstas se dirigían a un solo objetivo. Se había visto herido demasiado gravemente para que la razón le controlase ya; como un animal herido, no podía pensar más que en aplacar su dolor. Buscaba el único sitio donde por un breve período había hallado paz y satisfacciones.

El muelle estaba desierto; recorrió el solitario embarcadero hasta el borde del arrecife. Abajo, en el hangar submarino, a unos setenta metros de la línea de superficie, hizo sus preparativos finales con el mismo cuidado que en sus viajes anteriores. Sintió una fugaz sensación de culpa al arrebatar a la administración aquel valioso equipo y al desperdiciar aquel período de instrucción, aún más valioso, que había recibido. Pero no era culpa suya el que no tuviese otra elección.

Suavemente, el torpedo se deslizó bajo la sumergida arcada y enfiló hacia mar abierto. Era la primera vez que Franklin salía de noche; sólo los submarinos totalmente cerrados operaban después del oscurecer, pues la navegación nocturna implicaba peligros que era locura enfrentar sin la debida protección. Esto era lo que menos preocupaba a Franklin mientras seguía aquella ruta que recordaba tan bien, dirigiéndose hasta el canal que le llevaría a alta mar. Parte del dolor, pero no de su decisión, se evaporó de su mente. Él pertenecía a aquello; era allí donde había encontrado la felicidad. Y allí buscaría el olvido.

Se hallaba en un mundo de un azul nocturno que los pálidos rayos de la luna apenas si podían iluminar. A su alrededor se movían extrañas formas como fosforescentes espectros, cuando las criaturas del arrecife se acercaban, atraídas, o escapaban asustadas por el sonido del torpedo. Bajo él, sólo sombras en una oscuridad más profunda, podía ver las colinas y valles de coral que tan bien había llegado a conocer. Con una resignación más allá de la tristeza, les dijo adiós.

No tenía sentido demorarse más, ahora que veía claramente su destino. Pisó a fondo el pedal, y el torpedo saltó hacia delante como un caballo herido por la espuela. Las islas de la Gran Barrera Coralina iban quedando rápidamente tras él, e iba penetrando en el Pacífico a una velocidad que ninguna otra criatura del mar podía igualar.

Sólo una vez alzó la vista hacia el mundo que había abandonado. El agua era fantásticamente clara, y a unos treinta metros por encima de su cabeza pudo ver el trazo plateado de la luna sobre el mar, como pocos hombres podían haberlo visto antes. Pudo ver incluso la mancha nebulosa y temblona de luz que era la luna misma, refractándose a través de la superficie del agua e inmovilizándose de cuando en cuando, al alcanzar las temblorosas olas un instante de estabilidad en una imagen perfecta y sin tacha.

Y en una ocasión, un tiburón muy grande (el más grande que había visto en su vida) intentó perseguirle. La gran sombra, dejando tras sí una estela fosforescente, se situó de pronto casi frente a él, y él no hizo esfuerzo alguno por eludirla. Al pasar tuvo la fugaz visión de sus ojos fijos e inhumanos, de sus agallas, y del inevitable séquito de pez piloto y rémora. Al mirar hacia atrás vio que el tiburón le seguía, sin saber si la persecución estaba motivada por la curiosidad, el sexo o el hambre, y sin que le preocupara en realidad. Continuó viéndolo durante casi un minuto, hasta que su superior velocidad lo dejó atrás. Nunca había visto que un tiburón reaccionase de aquel modo. Normalmente el ruido de la turbina les aterraba. Pero las leyes que regían el arrecife durante el día no eran las mismas que prevalecían en las horas de oscuridad.

Continuó recorriendo la noche luminosa que cubría la mitad del mundo, agazapado tras el curvo escudo protector que le protegía del empuje de las aguas que cruzaba velozmente en su urgencia por llegar a alta mar. Pese a todo, manejaba el torpedo con destreza y precisión; sabía exactamente dónde estaba, exactamente cuándo llegaría a su destino… y exactamente qué profundidad tenían las aguas en las que ahora se adentraba. En unos minutos, el lecho del mar descendería bruscamente y él habría de dar su último adiós al arrecife.

Inclinó la proa del torpedo imperceptiblemente hacia las profundidades, y redujo al mismo tiempo su velocidad a un cuarto. Cesó la enloquecida y rugiente agitación de las aguas; se deslizaba ahora suavemente hacia abajo en un largo e imperceptible descenso cuyo final jamás vería.

Lentamente la luz pálida y difusa de la luna comenzó a desvanecerse y el agua a espesarse sobre él. Deliberadamente, evitaba mirar el medidor de profundidad iluminado, y evitaba pensar en las brazas de agua que le separaban de la superficie. Percibía cómo aumentaba, minuto a minuto, la presión sobre su cuerpo, pero no le resultaba en absoluto desagradable. En realidad, le daba la bienvenida; se entregaba, en un sacrificio voluntario, alegremente, al abrazo de la gran madre de la vida.

La oscuridad era ahora completa. Estaba solo, atravesando una noche más extraña y palpable que ninguna que pudiese existir sobre la tierra. De vez en cuando podía ver, bajo él, a una distancia imprecisable, pequeñas explosiones de luz: eran las criaturas desconocidas de alta mar que se entregaban a sus misteriosas tareas. A veces, toda una efímera galaxia estallaba y se apagaba en unos segundos; quizás esta otra galaxia, se decía, no sea de mayor duración, ni de mayor importancia, vista desde la eternidad.

El pesado sueño de la narcosis del nitrógeno le dominaba ya casi. Ningún otro ser humano, utilizando sólo un pulmón de aire comprimido, podía haber estado nunca a tanta profundidad y regresar luego para contarlo. Estaba respirando aire a una presión diez veces superior a la normal, y el torpedo seguía aún penetrando en las oscuras profundidades. Responsabilidad, pesar, temor, habían quedado barridos de su pensamiento por la bendita euforia que había invadido todos los niveles de su conciencia.

Y sin embargo, en el mismo final ya, le punzaba una aflicción. Sentía una suave y melancólica tristeza, al pensar que Indra debía iniciar ahora de nuevo su búsqueda de una felicidad que él podría haberle proporcionado.

Después dejó de existir todo salvo el mar, y una máquina sin mente que seguía hundiéndose cada vez con mayor lentitud en las profundidades del Pacífico.