Se veían ahora por lo menos una vez al día en el comedor, aunque Franklin no había dado aún el paso irrevocable, y casi sin precedentes, de trasladarse de su mesa a la del equipo de investigación. Hubiese sido una declaración ostentosa y puesto en movimiento todas las lenguas de la isla; y, en cualquier caso, no justificada por las circunstancias. Respecto a Indra y Franklin, la tan manida frase de «somos sólo amigos» era aún absolutamente cierta.
También era cierto, sin embargo, que se habían tomado mutuo afecto y que casi todo el mundo, salvo Don, se daba cuenta. Algunos colegas de Indra le habían dicho, aprobatoriamente, «estás haciendo derretirse el iceberg»; y el cumplido la había halagado. Las pocas personas que conocían a Franklin lo bastante como para bromear con él, le habían hecho advertencias sobre Don, indicándole que los guardianes de primera tenían que cuidar su reputación. La reacción de Franklin había sido una sonrisa forzada que ocultaba sentimientos que ni siquiera él comprendía del todo.
La soledad, la necesidad de huir de recuerdos, una válvula de seguridad para protegerse de la presión a que estaba sometido, eran factores tan importantes al menos como los sentimientos normales de un hombre por una mujer tan atractiva como Indra. Franklin no sabía en realidad si aquella amistad se convertiría en algo más serio. Ni siquiera estaba seguro de desear que fuese así.
Ni tampoco Indra, aunque se hubiese debilitado su antigua decisión. A veces, se permitía ensueños en los que su carrera ocupaba un plano muy secundario. Algún día, claro está, habría de casarse, y el hombre que escogiese sería muy parecido a Franklin. Pero el que pudiese ser Franklin, era un pensamiento que aún procuraba eludir.
Uno de los problemas que planteaba un romance en Heron era que allí había demasiada gente en un espacio demasiado reducido. Ni siquiera el sector de bosque original que quedaba proporcionaba suficiente aislamiento. De noche, si uno recorría sus senderos y caminos, con una linterna para evitar las ramas bajas, tenía que tener mucho cuidado al enfocarla. Podía encontrarse con que los lugares favoritos estaban ya ocupados, lo cual resultaba extremadamente frustrante si no había otro lugar donde ir.
Los afortunados científicos de la Estación Investigadora, tenían, sin embargo, una valiosísima vía de escape. Todos los grandes vehículos de superficie y los navíos submarinos pertenecían a la Administración, aunque estaban a disposición del laboratorio para cuestiones oficiales. Pero, por Dios sabe qué accidente histórico, el laboratorio tenía una pequeña flota privada consistente en una lancha y dos catamaranes. Nadie estaba seguro de a quién pertenecían los últimos, y se sabía que estaban siempre en el mar cuando llegaban los auditores para hacer el inventario anual. Los pequeños catamaranes prestaban gran servicio al laboratorio, pues tenían un calado de sólo veinte centímetros y podían operar sin problemas en el arrecife, salvo con marea baja. Con buen viento podían hacer fácilmente veinte nudos, y solían organizarse carreras con los dos. Cuando no se utilizaban para otras tareas, los científicos navegaban con ellos hasta las islas y los arrecifes próximos para impresionar a sus amistades (normalmente del sexo opuesto) con su destreza como marinos.
Era bastante sorprendente que embarcaciones y ocupantes regresasen siempre ilesos de sus expediciones. Las únicas bajas habían sido morales; un guardián de primera con muchos años de experiencia habían tenido que ser sacado del barco tras un viaje de placer, y había jurado que no se dejaría convencer nunca más para un viaje por la superficie del mar.
Cuando Indra preguntó a Franklin si le gustaría hacer una excursión hasta la isla Masthead, él aceptó inmediatamente.
Luego dijo cauteloso:
—¿Quién dirigirá la embarcación?
Indra pareció ofendida.
—Yo, por supuesto —contestó— lo he hecho docenas de veces.
Parecía medio esperar que él dudase de su competencia, pero Franklin había descubierto ya que Indra era una muchacha muy juiciosa… quizás demasiado juiciosa… Si ella decía que era capaz de hacer algo, no le cabía duda de que sabía hacerlo.
Pero había aún otro punto que aclarar. Los catamaranes podían llevar cuatro pasajeros, ¿quiénes serian los otros dos?
Ni Indra ni Franklin llegaron a formular la decisión final. Estaba en el aire mientras discutían sobre los posibles acompañantes, empezando por Don y recorriendo la lista de los amigos que Indra tenía en el laboratorio. Al final, la conversación concluyó en una de esas portentosas pausas que a veces se producen incluso en una habitación llena de gente hablando. En el súbito silencio, ambos comprendieron que estaban pensando lo mismo, y que su relación había entrado en una fase nueva. No llevarían a nadie con ellos a Masthead. Por primera vez, disfrutarían de la soledad que allí no les había sido posible. Y eso sólo podía llevar a una conclusión lógica, que se negaron a admitir incluso ante sí mismos, pues la mente humana tiene una notable capacidad para engañarse.
Era ya bien entrada la tarde cuando ultimaron los preparativos y pudieron salir. Franklin se sentía bastante culpable respecto a Don y se preguntaba cuál sería su reacción cuando se enterase de lo sucedido. Probablemente le dolería, pero no era la clase de persona que guarda rencor y lo aceptaría como un hombre.
Indra había pensado en todo: comida, bebida, crema para el sol, toallas, no había olvidado nada de lo necesario para la expedición. A Franklin le impresionó su minuciosidad, y le divirtió sorprenderse pensando que una mujer tan competente debería ser muy útil en la casa. Luego se recordó a sí mismo que las mujeres que eran tan eficientes no solían ser felices si no controlaban las vidas de sus maridos como las suyas.
El viento soplaba firme desde tierra, y el catamarán saltaba entre las olas como un animal vivo. Franklin nunca había navegado en una embarcación de vela y la experiencia le resultaba emocionante. Se tendió sobre el suelo gastado pero confortablemente almohadillado de la cabina abierta, mientras Isla Heron retrocedía en la distancia a asombrosa velocidad. Resultaba tranquilizador y relajante contemplar las gemelas y espumosas estelas que señalaban su ruta por el mar, y acariciar con la mirada las tensas y henchidas curvas de las velas. Con una suave y fugaz melancolía, Franklin deseó que todas las máquinas del hombre pudiesen ser tan sencillas y eficaces como aquélla. ¡Qué contraste entre aquella embarcación y las intrincadas complejidades de los submarinos que había aprendido a manejar! Pero esta idea se esfumó enseguida; existían tareas que no se podían realizar por medios simples, y había que aceptar el hecho sin congoja.
A su izquierda, se dibujaba ahora el alargado perfil de las masas coralinas que siglos de tormentas habían aplastado sobre el borde del Arrecife Wistori. Las olas rompían contra las masas sumergidas incansables y persistentes en su furia, que nunca había impresionado a Franklin tanto como ahora. Las había visto antes muchas veces, pero nunca tan cerca y en una embarcación tan frágil.
El hirviente borde del arrecife quedó a popa; ahora no tenían más que esperar que los vientos les llevasen a su destino. Y si el viento fallaba (lo cual era muy improbable) aún podían llegar a él con el pequeño motor auxiliar, aunque éste se utilizaba sólo como último recurso. Era cuestión de principios regresar con el tanque lleno de combustible.
Aunque se encontraban juntos y solos casi por primera vez desde que se conocían, ni Franklin ni Indra sentían necesidad alguna de hablar. Parecía existir entre ellos una comunión silenciosa que no deseaban romper con palabras, contentándose con compartir la paz y la belleza del mar abierto y el cielo despejado. Estaban encerrados entre dos hemisferios de azul intacto, que se unían en el borde nebuloso del horizonte, como si en el mundo no existiese nada más. Hasta el tiempo parecía haberse detenido. Franklin tenía la sensación de poder permanecer eternamente allí tendido, acunado por el suave movimiento de la embarcación que se deslizaba plácidamente sobre las olas.
De pronto, una nube baja y oscura comenzó a solidificarse, para perfilarse luego como una isla llena de árboles con su estrecha costa arenosa y su inevitable anillo de coral. Indra se incorporó y comenzó a interesarse activamente de nuevo en la navegación, mientras Franklin contemplaba con cierta ansiedad los rompientes y las grandes olas que parecían rodear la isla sin fisuras.
—¿Cómo vamos a entrar? —preguntó.
—Rodearemos por sotavento; allí será fácil, si la marea está lo bastante alta como para que podamos cruzar el arrecife. Si no lo está, siempre podemos anclar y llegar andando.
Franklin no se tranquilizó del todo ante un enfoque tan despreocupado de un problema que parecía grave, y sólo podía esperar que Indra supiese realmente lo que hacía. Si ella cometía un error, se enfrentarían con la necesidad de recorrer a nado un trecho incómodo, aunque no particularmente peligroso, y después esperar un ignominioso rescate cuando alguno de los del laboratorio saliese en su busca.
O bien la cosa era más fácil de lo que parecía a un inquieto novato, o bien Indra poseía gran pericia como navegante, pues rodearon un trecho de isla y llegaron a un punto donde las grandes olas se convertían en suave ondulación. Indra giró entonces la proa de la embarcación enfilando hacia tierra y se dirigió en línea recta a la costa.
No se oyó ningún ruido de rechinante coral o plástico raspado. El catamarán cruzó como un ave el estrecho borde del arrecife, visible ahora claramente bajo las inquietas aguas. Superó esta zona de peligro y luego se adentró en la tranquila superficie de la laguna, pareciendo ganar velocidad al aproximarse a la playa. Segundos antes del impacto, Indra plegó la vela principal. Con un suave choque, la embarcación golpeó la arena, y ascendió por la suave loma, quedando detenida con más de la mitad de su longitud sobre la línea del agua.
—Bueno, por fin llegamos —dijo Indra—. Una isla de coral deshabitada en perfectas condiciones.
Parecía más tranquila y alegre de lo que Franklin la había visto nunca. Comprendió que también ella había estado sometida a una gran presión en su trabajo y que le alegraba escapar de la rutina diaria por unas horas. ¿O era el efecto estimulante de su compañía lo que convertía a la seria investigadora en una muchacha animada y vivaz? Fuera cual fuese la explicación, el cambio le agradaba.
Bajaron de la embarcación y transportaron su equipaje hasta la playa, instalándose bajo la sombra de los cocoteros, que habían sido transplantados a aquellas islas en el siglo anterior, desafiando el predominio de los pisonios y de los pandáneos de grandes raíces. Parecía como si alguien hubiese estado allí recientemente, pues extraños surcos al parecer obra de las ruedas de un vehículo salían del agua y se perdían en la isla. Resultaban muy desconcertantes para quien no supiese que las grandes tortugas habían acudido allí a poner sus huevos.
Una vez fijado el catamarán de modo seguro, Franklin e Indra iniciaron un viaje de exploración. Es indudable que todas las islas de coral son casi exactamente iguales; se repetía interminablemente, una y otra vez, el mismo tipo con escasas variaciones. Pero aun cuando uno supiese esto, y hubiese desembarcado en docenas de islas, cada una de ellas ofrecía una nueva experiencia que había que aceptar.
Comenzaron a recorrer su pequeño mundo, caminando por el estrecho cinturón de arena, entre el bosque y el mar. A veces, cuando llegaban a un claro, hacían una pequeña incursión tierra adentro, intentando deliberadamente perderse en la maraña de árboles para poder imaginarse que estaban en el corazón de África y no, en el mejor de los casos, a cien metros del mar.
En una ocasión se detuvieron para cavar con las manos en el punto donde terminaba el rastro de una tortuga, sobre una duna de arena, lisa en su parte superior. Desistieron de su propósito tras haber cavado hasta casi un metro de profundidad sin hallar signo alguno de los flexibles y coriáceos huevos. La madre tortuga, decidieron solemnemente, había trazado sin duda pistas falsas para engañar a sus enemigos. Durante los diez minutos siguientes, convirtieron esta fantasía en una sorprendente tesis sobre la inteligencia de los reptiles, que, lejos de proporcionar a Indra prestigio académico, la habría costado el diploma que ya poseía.
Inevitablemente llegó el momento en que, tras ayudarse a cruzar un sector de áspero coral, sus manos continuaron unidas aunque el camino volviese a ser suave y normal una vez más. Sin hablar, aunque más conscientes ambos que nunca de su mutua presencia, continuaron caminando en el silencio del gozo compartido.
En un tranquilo paseo, deteniéndose siempre que sentían deseos de examinar alguna curiosidad del mundo vegetal o animal, tardaron casi dos horas en rodear la pequeña isla. Cuando llegaron donde estaba el catamarán, tenían mucha hambre, y Franklin comenzó a desempaquetar la comida impulsado por una avidez que no ocultaba mientras Indra empezó a trabajar con el infiernillo.
—Ahora te prepararé una taza de legítimo té australiano —dijo ella.
Franklin le dedicó aquella sonrisa maliciosa que a ella le resultaba tan atractiva.
—No será gran novedad para mí —dijo—. Después de todo yo nací en Australia.
Ella le miró con un asombro que fue convirtiéndose gradualmente en exasperación.
—¡Vaya, podrías habérmelo dicho! En fin, en realidad yo creo…
Se detuvo, como haciendo un deliberado esfuerzo, y dejó la frase incompleta colgando en el aire. Franklin no tuvo ninguna dificultad para terminarla. Ella había querido decir:
«Ya va siendo hora de que me cuentes algo sobre ti mismo, y de que abandones esa estúpida reserva».
Lo justificado de la inexpresada acusación hizo enrojecer a Franklin, y por un instante se desvaneció parte de su despreocupada felicidad (la primera que experimentaba en muchos meses). Luego le asaltó un pensamiento que nunca había enfrentado antes, pues el hacerlo podría haber amenazado su amistad con Indra. Ella era mujer y científica, y en consecuencia doblemente inquisitiva. ¿Por qué no le había hecho ninguna pregunta sobre su vida pasada? Sólo podía haber una explicación. El doctor Myers, que le observaba en la sombra, pese a fingir jovialmente que no lo hacía, debía de haber hablado con ella.
Un poco más de su alegría se desvaneció al comprender que Indra debía de sentir lástima por él y debía preguntarse, como todos los demás, qué le habría sucedido exactamente. No podía aceptar, se dijo amargamente, un amor basado en la piedad.
Indra parecía no darse cuenta de su súbito y meditabundo silencio, ni del conflicto que le acongojaba. Parecía totalmente entregada a la tarea de cargar el pequeño infiernillo por un método un tanto primitivo que consistía en trasvasar el combustible del tanque del motor del catamarán, y a Franklin le divirtieron tanto sus repetidos fracasos que olvidó su súbito enojo. Cuando ella logró al fin encender el infiernillo, se tendieron a la sombra de los cocoteros, mordisqueando emparedados y esperando que hirviese el agua. El sol estaba ya muy bajo, y Franklin comprendió que probablemente no regresarían a Heron hasta bien entrada la noche. De todos modos no estaría oscuro, pues había casi luna llena, por lo que sin ayuda de los faros y boyas locales el viaje de vuelta no les resultaría difícil.
El té era excelente, aunque quizás demasiado flojo para un veterano. Les ayudó muy eficazmente a tragar el resto de la comida, y mientras se relajaban con sus suspiros de satisfacción, sus manos se encontraron una vez más. Ahora, pensó Franklin, debería sentirme totalmente satisfecho. Pero sabía que no era así; algo que no podía definir le inquietaba.
Su inquietud fue creciendo, aunque él intentase ignorarla y sepultarla en su mente. Sabía que era totalmente ridículo e irracional suponer que amenazase allí algún peligro, en aquella isla pacífica y deshabitada. Sin embargo, campanillas de aviso repiqueteaban al fondo de los laberintos de su cerebro, sin que pudiese descifrar sus señales.
La pregunta casual de Indra llegó como una venturosa distracción. Indra miraba con detenimiento el cielo occidental, evidentemente buscando algo.
—Oye, Walter —preguntó. ¿Es cierto que se puede ver Venus de día, sabiendo su posición? Anoche se veía tan bien, después del crepúsculo, que casi llegué a creerlo.
—Es absolutamente cierto —contestó Franklin—. De hecho, no es nada difícil. El mayor problema es localizarlo. Una vez localizado, se ve muy fácilmente.
Se incorporó apoyándose en el tronco del cocotero, hizo visera con la mano para protegerse del resplandor del sol crepuscular, y comenzó a buscar en el cielo con poca esperanza de descubrir la mancha plateada que sabía debía brillar por allí. Había visto Venus dominando el cielo del crepúsculo durante las últimas semanas, pero era difícil determinar su posición respecto al sol estando ambos sobre la línea del horizonte al mismo tiempo.
De pronto, inesperadamente, sus ojos captaron y retuvieron una solitaria estrella plateada que pendía del lechoso azul del cielo.
—¡Lo he encontrado! —exclamó, alzando el brazo como un puntero. Indra miró en la dirección indicada, pero al principio nada pudo ver.
—Deben de ser manchas que se te forman delante de los ojos —se burló.
—No. No es imaginación. Mira fijamente —replicó Franklin, con los ojos aún clavados en aquella diminuta estrella; sabía que se borraría si apartaba la vista un segundo.
—Pero Venus no puede estar allí —protestó Indra—. Es demasiado al norte.
En un estremecedor instante, Franklin se dio cuenta de que ella tenía razón. Por si le quedase alguna duda, comenzó a ver que la estrella que observaba se movía rápidamente por el cielo, elevándose desde el este y desafiando así las leyes que controlaban a los demás cuerpos celestes.
Lo que veía era la Estación Espacial, el mayor de los satélites que orbitaban la Tierra. Intentó apartar los ojos, para quebrar el hechizo hipnótico de aquella estrella sin brillo hecha por el hombre. Era como si se tambalease al borde de un abismo; el terror de las extensiones desoladas e infinitas en que flotan los mundos comenzó a invadir y a dominar su mente, amenazando los cimientos mismos de su cordura.
Hubiese ganado la batalla, con sólo un leve estremecimiento, de no ser por un segundo accidente del destino. Con la explosiva brusquedad con que la memoria responde a veces al interrogatorio persistente, supo de pronto el motivo de su inquietud de los últimos minutos. Era el olor del combustible que Indra había sacado del motor del catamarán: el inconfundible olor, ligeramente aromático del sinteno. Y con él el recuerdo de dónde había aspirado por última vez aquel aroma demasiado familiar.
El sinteno, utilizado primero para propulsar cohetes, y sustituido ya por otros combustibles químicos, salvo en casos en que no se necesitaba gran potencia, como para la propulsión de trajes espaciales.
Trajes espaciales.
Era demasiado. Aquel doble asalto le derrotó. La vista y el olfato le habían traicionado a la vez. En unos segundos, los diques pacientemente construidos que protegían su mente se derrumbaron ante la creciente riada de terror.
Podía sentir de nuevo girar la Tierra bajo él a través del espacio. Parecía girar cada vez más deprisa sobre su eje, intentando lanzarle como la honda a la piedra por la pura velocidad de su rotación. Con un grito ahogado, se encogió, hundió la cara en la arena y se agarró desesperadamente al áspero tronco del cocotero. Esto no le proporcionó ninguna seguridad; comenzó de nuevo la caída interminable. El ingeniero jefe Franklin, segundo de a bordo del Arcturus estaba otra vez en el espacio, al principio de la pesadilla que había esperado no necesitar nunca volver a recorrer, que había rezado por olvidar.