Capítulo V

Aquellos dos hombres que se apoyaban en las barandillas que rodeaban el estanque principal del acuario no parecían, pensaba Indra mientras subía hacia el laboratorio, los habituales científicos de visita. Hasta que no se acercó más y pudo verles bien, no advirtió quiénes eran. El más alto era el guardián de primera Burley, así que el otro debía ser aquel célebre hombre misterioso que estaba siguiendo un curso acelerado. Había oído su nombre pero no lo recordaba, pues no sentía especial interés por las actividades de la escuela de instrucción. Como científica pura, tendía a menospreciar el trabajo eminentemente práctico de la Sección de Ballenas (aunque si alguien la hubiese acusado de tal pedantería intelectualista lo habría negado indignada).

Hasta que llegó casi junto a ellos no advirtió que ya conocía al más bajo. Franklin, por su parte, la contemplaba con una expresión de embarazo y sorpresa, como si dijese:

«¿No nos hemos visto antes?».

—Hola —dijo ella, deteniéndose a su lado—. ¿Me recuerdas? Soy la chica que colecciona tiburones.

—Claro que te recuerdo —contestó Franklin, con una sonrisa—. Aún se me revuelve el estómago a veces. Espero que encuentres muchas vitaminas.

Curiosamente, la expresión de desconcierto (típica del que se esfuerza por localizar recuerdos confusos) aún seguía en su mirada. Le daba un aire como perdido e inquieto, e Indra sintió que reaccionaba con una simpatía que la desconcertaba. Había tenido que eludir ya varios enredos sentimentales en la isla, y se recordó con firmeza su resolución: «Nada, mientras no termine mi doctorado…».

—Así que os conocéis —dijo Don quejumbrosamente—. Podrías presentarme.

Don, pensó Indra, era perfectamente seguro. Comenzaría a cortejarla desde el principio, como todo guardián digno de su nombre. Esto no la inquietaba en absoluto; aunque los rubios grandes no eran precisamente su tipo, resultaba halagador percibir que resultaba interesante, y sabía que no había riesgo alguno de un enredo serio. Pero con Franklin, se sentía mucho menos segura de sí.

Charlaron amistosamente, con un tono zumbón, mientras contemplaban las lentas evoluciones del gran pez y de las marsopas en la piscina oval. El tanque principal del laboratorio era en realidad una laguna artificial, que llenaban y vaciaban dos veces al día las mareas, con el auxilio de un equipo de bombas. Unas barreras de alambre la dividían en varias secciones, y a través de ellas se contemplaban ávidas especies mutuamente incompatibles; un pequeño tiburón tigre, con la inevitable rémora pegada al costado, patrullaba alrededor de su jaula submarina, sin apartar los ojos del suculento pompano que nadaba al otro lado. Pero en algunos sectores se había desarrollado una camaradería sorprendente entre especies hostiles. Langostinos de brillantes colores, como grandes camarones pintados a pistola, se arrastraban a unos centímetros de las inquietas mandíbulas de una inmensa y horrible morena. Un banco de diminutos pececillos, como sardinas que se hubiesen escapado de la lata, pasaban ante la nariz de un mero de un cuarto de tonelada que podría habérselos tragado a todos de un sólo bocado.

Era un pequeño mundo pacífico, muy diferente del campo de batalla del arrecife. Pero si el equipo del laboratorio no suministrase el volumen adecuado de alimentos, aquella armonía se desvanecería y en unas horas la población del estanque iniciaría un catastrófico declinio.

Don era prácticamente el único que hablaba; parecía haberse olvidado por completo de que había llevado allí a Franklin para mostrarle películas sobre ballenas en la magnífica biblioteca del laboratorio. Era evidente que intentaba impresionar a Indra y que no percibía en absoluto que ella se daba perfecta cuenta de sus propósitos, Franklin, por su parte, observaba la actitud de ambos, divertido con el juego. En una ocasión, Indra cruzó con él una mirada, mientras Don se explayaba sobre las hazañas y aventuras de los guardianes, y ambos intercambiaron una sonrisa propia de dos personas que comparten el mismo divertido secreto. Y en aquel instante Indra pensó que, después de todo, quizás su doctorado no fuese lo más importante del mundo. Aún seguía decidida a eludir cualquier enredo sentimental… pero tenía que saber algo más sobre Franklin. ¿Cuál era su nombre? Walter. No era uno de sus favoritos, pero no estaba mal después de todo.

En la tranquila confianza de que estaba destrozando otro corazón femenino, Don no percibía en absoluto las corrientes subterráneas de emoción que corrían a su alrededor sin rozarle en absoluto. Cuando advirtió de pronto que se habían retrasado ya veinte minutos de la hora de su cita en la sala de proyecciones, pretendió echar la culpa a Franklin, que aceptó los reproches con gesto tranquilo y afable aunque un poco ausente. Durante el resto de la mañana Franklin permaneció bastante alejado de sus estudios, pero Don no lo percibió en absoluto.

Habían concluido prácticamente la primera parte del curso; Franklin había aprendido ya la mecánica esencial de la profesión de guardián, y ahora únicamente necesitaba esa experiencia que sólo el tiempo proporciona. Había excedido, en casi todos los aspectos, las esperanzas de Burley, en parte por su formación científica previa y en parte por su inteligencia natural. Sin embargo había algo más que esto. Franklin mostraba un afán y una decisión que resultaban a veces estremecedores. Era como si triunfar en aquel curso fuese para él cuestión de vida o muerte. En realidad, había ido muy lento al principio, pues durante los primeros días había parecido torpe y ausente, y casi sin interés alguno por su nueva carrera. Luego había parecido revivir, cuando el atractivo del nuevo trabajo y el reto que significaba se apoderaron de él y se vio frente a un nuevo elemento que podía intentar controlar. Aunque Don no era muy dado a tales fantasías, pensaba que Franklin era como un hombre que despertase de un largo y atribulado sueño.

La auténtica prueba había sido cuando se habían sumergido por primera vez con los torpedos. Quizás Franklin no volviese a utilizar nunca un torpedo (salvo por diversión) en toda su carrera. Eran unidades sólo para aguas superficiales, y para tareas de poca envergadura, y Franklin, como guardián, trabajaría siempre cobijado y seco tras las paredes protectoras de un submarino. Pero a menos que un hombre se sienta tranquilo y confiado (aunque no excesivamente) cuando se sumerge bajo el agua, no sirve para el oficio de guardián, por muy cualificado que pueda estar en otros aspectos.

Franklin había pasado también, con un margen de seguridad satisfactorio, las pruebas de descompresión y de narcosis de CO2 y Nitrógeno. Burley le había llevado a la «cámara de tortura» de la Estación, donde los médicos aumentaron lentamente la presión del aire y le sometieron a una inmersión artificial. Había reaccionado de modo perfectamente normal hasta una profundidad de cincuenta metros. A partir de entonces sus reacciones mentales se hicieron más lentas y no fue capaz de realizar correctamente simples sumas que le trasmitían por el intercom. A cien metros parecía bajo los efectos de una borrachera suave y empezó a contar chistes que le hicieron llorar de risa, pero que no causaron el menor efecto en los demás, y que dejaron muy embarazado al propio Franklin cuando los oyó más tarde en la cinta. A los ciento veinte metros aún parecía consciente, pero se negaba a reaccionar a la voz de Don, aún cuando éste comenzó a lanzarle ultrajantes insultos. A los ciento cincuenta metros perdió totalmente el control y hubieron de volverle lentamente al estado normal.

Aunque quizás no tendría nunca ocasión de utilizarlos, experimentó también con preparados respiratorios especiales que permitían a un hombre mantenerse consciente y activo a profundidades mucho mayores. Cuando hiciese inmersiones profundas, no llevaría equipo de respiración, sino que iría cómodamente sentado dentro de un submarino respirando aire normal y con presión normal; pero los guardianes tenían que estar al corriente de todo, y nunca se sabía el equipo que se podía necesitar en una emergencia.

A Burley ya no le asustaba como antes la idea de compartir un submarino biplaza de instrucción con Franklin. Pese a la persistente reserva del otro y al misterio que aún le rodeaba, era ya camaradas y sabían cómo trabajar juntos. Aún no se habían hecho amigos, pero habían llegado a un estadio que podría definirse como de respeto tolerante.

En su primera salida en submarino, recorrieron las aguas superficiales situadas entre la Gran Barrera Coralífera y tierra firme, mientras Franklin se familiarizaba con los controles y, sobre todo, con los instrumentos de navegación. Don le decía que si era capaz de manejar allí un submarino, en aquel laberinto de arrecifes e islas, podía manejarlo en cualquier parte. Salvo una embestida a sesenta nudos contra la Isla Masthead, Franklin se las arregló perfectamente. Sus dedos comenzaban a moverse sobre el complejo tablero de control con una cuidadosa precisión que, según advirtió Don, pronto se convertiría en destreza automática. Su manejo de los diversos medidores y pantallas indicadoras pronto sería inconsciente, de forma que apenas si se daría cuenta de que estaba controlándolos… hasta que algo le llamase la atención.

Don encomendaba a Franklin tareas cada vez más complicadas, como por ejemplo trazar rumbos improbables por pura estimación y luego comprobar su posición en la pantalla de sonar para ver adónde había llegado realmente. Hasta que no estuvo completamente seguro de que Franklin podía manejar eficazmente un submarino, no salieron a aguas profundas, al borde de la plataforma continental.

Conducir un Scout Sub era sólo el principio; uno tenía que aprender a ver y percibir con los sentidos, a interpretar toda la información que mostraban en el tablero de control los diversos instrumentos que analizaban constantemente el mundo submarino. Los instrumentos sónicos eran, quizás, los más importantes. Podían detectar, en la oscuridad más absoluta, o en aguas totalmente turbias, cualquier obstáculo en un radio de quince kilómetros, con gran exactitud y considerable detalle. Podían mostrar los contornos del lecho marino, o detectar con la misma facilidad cualquier pez de más de un metro de longitud dentro de un radio de casi un kilómetro. A las ballenas y a los animales marinos de gran tamaño podía localizarlos con absoluta precisión en el límite extremo de este radio.

La luz visible tenía un papel más limitado. A veces, en aguas profundas, lejos de la eterna lluvia de luz que cae en los bordes de los continentes, se podía ver hasta una distancia de setenta metros… pero esto era raro. En las aguas superficiales de las zonas costeras, la cámara de televisión raras veces podía penetrar más allá de los veinte metros, pero dentro de este campo daba una imagen mucho más perfecta que los otros instrumentos submarinos.

Pero los submarinos no sólo podían ver y sentir; podían también actuar. Franklin debía aprender a utilizar todo un arsenal de instrumentos y armas. Taladros para recoger especímenes del lecho marino, medidores que indicaban la situación y el estado de las barreras, instrumentos de muestreo, aguijones destinados a disuadir a las ballenas rebeldes, sondas eléctricas destinadas a alejar a los animales marinos que se mostraban demasiado inquisitivos… y, aunque se usaban muy pocas veces, también los pequeños torpedos y dardos envenenados que podían acabar en un segundo con las criaturas más poderosas de los mares.

En salidas diarias a las aguas profundas del Pacífico, Franklin aprendió a utilizar estas herramientas de su nuevo oficio. A veces cruzaban la barrera, y a Franklin le parecía que podía sentir en sus mismos huesos su eterno y agudo chirriar. Se extendía aquella barrera por la mitad del mundo, y sus radiaciones llegaban hasta la superficie desde los generadores sumergidos en las profundidades.

¿Qué habrían dicho, se preguntaba Franklin, en épocas anteriores si pudiesen ver esto? En algunos sentidos parecía la mayor y más audaz de todas las empresas humanas. El mar, que había impuesto su voluntad al hombre desde el principio de los tiempos, parecía humillado al fin. Ni siquiera la conquista del espacio podía considerarse un triunfo superior a aquél.

Y, sin embargo, era una victoria que jamás podía considerarse definitiva. El mar siempre estaría esperando, y reclamaría cada año sus víctimas. Había una lista de honor que Franklin había hojeado brevemente durante su visita a la oficina central. Contenía ya muchos nombres, y había espacio para muchos más.

Parecía como si lentamente Franklin fuese poniéndose de acuerdo con el mar, como deben hacer todos los hombres que tratan con él. Aunque había tenido poco tiempo para lecturas no fundamentales, se había sumergido en Moby Dick, a la que, medio en broma medio en serio, se llamaba la Biblia del Servicio de Ballenas. Le había parecido en general tediosa, y tan alejada del mundo en el que vivía que tenía escaso significado. Sin embargo, de vez en cuando, la prosa sonora y arcaica de Melville tocaba alguna cuerda en su mente y le daba una comprensión mucho más íntima de aquel océano que también él debía aprender a amar y a odiar.

Don Burley, sin embargo, no veía nada interesante en Moby Dick, y solía burlarse de los que siempre andaban citándola.

—¡Nosotros si que podíamos enseñarle a Melville algunas cosas! —le había dicho una vez a Franklin en tono condescendiente.

—Claro que podríamos —contestó Franklin—. Pero ¿tendríamos el valor de lanzar un arpón contra una ballena desde una simple barca?

Don no contestó. Era lo bastante honrado como para admitir que no sabía la respuesta.

Había, sin embargo, una pregunta que estaba ahora a punto de poder contestar. Viendo a Franklin aprender su nuevo oficio, con una rapidez que sin duda le convertiría en guardián de primera en no más de cuatro o cinco años, tenía la completa certeza de cuál había sido la última profesión de su alumno. Si éste prefería mantener el secreto, era cuestión suya. Don se sentía un poco agraviado por la falta de confianza, pero tarde o temprano, se decía, Franklin le confiaría la verdad.

Sin embargo, no fue Don el primero que supo la verdad. Por el más casual de los accidentes, fue Indra.