Resultaba difícil diferenciar los días en la isla. El tiempo se había estabilizado en una calma prolongada, y el sol recorría siempre un cielo sin nubes. Pero no había peligro alguno de monotonía, pues había mucho que hacer y que aprender.
Lentamente, absorbido su pensamiento por las nuevas técnicas y conocimientos, Franklin salía de la pesadilla en que había estado encerrado. Era, pensaba Don a veces, como un muelle sobrecargado al que de pronto se hubiese dejado libre. Mostraba, desde luego, indicios ocasionales de nerviosismo e impaciencia en momentos en que no había causa aparente que los justificara, y una vez o dos sufrió arrebatos de cólera que motivaron breves interrupciones del programa de instrucción. Uno de ellos había sido en parte culpa de Don, y al acordarse aún se lo reprochaba a sí mismo.
No se encontraba demasiado lúcido aquella mañana, pues había pasado gran parte de la noche con los muchachos que acababan de completar su curso y eran ya flamantes guardianes de tercera (en período de prueba), muy orgullosos de los plateados delfines de sus túnicas. No podía decirse que tuviese resaca, pero su mente funcionaba con gran lentitud, y la mala suerte quiso que hubiesen de abordar un sutil problema de acústica submarina. Incluso en mejor ocasión, Don habría pasado precipitadamente sobre el tema, diciendo, por ejemplo: «Nunca he estado fuerte en matemáticas, pero creo que si tienes en cuenta los gráficos de temperatura y compresión, eso es lo que sucede».
Esto servía para la mayoría de los alumnos, pero no funcionó con Franklin, que tenía una irritante afición a descender a detalles innecesarios. Comenzó a trazar gráficos y a diferenciar ecuaciones mientras Don, ansioso de ocultar su ignorancia, esperaba irritado. Pronto se hizo evidente que Franklin había mordido más de lo que podía masticar y apeló a su instructor en busca de ayuda. Don, a la vez torpe y terco aquella mañana, no quiso admitir francamente su ignorancia, con lo que dio la impresión de que se negaba a cooperar. Franklin perdió enseguida el control y se fue en un arrebato de cólera, dejando a Don camino del dispensario. No le agradó gran cosa descubrir que los nuevos guardianes de tercera habían agotado la reserva de píldoras del «día siguiente».
Por fortuna tales incidentes eran raros, pues los dos hombres habían llegado a respetarse mutuamente y a hacer esas concesiones que son esenciales en toda asociación. Franklin no era popular, sin embargo, entre el resto del personal ni entre los alumnos. Esto se debía en parte a que evitaba todo contacto íntimo, y eso, en el pequeño mundo de la isla, le creaba reputación de orgulloso. A los reclutas les fastidiaba también el que tuviese privilegios especiales, y sobre todo que dispusiese de habitación propia. Y los instructores, aunque refunfuñaban por el trabajo extra que exigía, estaban irritados sobre todo porque no podían descubrir nada acerca de él. Para su propia sorpresa, Don se vio varías veces defendiendo a Franklin contra las críticas de sus colegas.
—No es un mal tipo cuando llegas a conocerle —había dicho—. Si no quiere hablar de su pasado, es asunto suyo. Para mí basta el hecho de que haya un montón de gente en puestos elevados de la administración que le respalda.
Además, cuando complete el curso, será mejor guardián que muchos de los que hay en esta sala.
Hubo risas burlonas ante esta afirmación, y alguien preguntó:
—¿Has probado ya algún truco con él?
—No, pero lo haré muy pronto. Tengo planeado uno muy divertido. Ya os contaré cómo se las arregla.
—Apuesto cinco billetes a que se muere de miedo.
—Acepto la apuesta. Ya puedes empezar a ahorrar.
Franklin nada sabía de sus responsabilidades financieras cuando salió con Don del garaje en su segunda excursión en torpedo, ni tenía razón alguna para sospechar lo que se había planeado para él. Esta vez se dirigieron hacia el sur en cuanto salieron del muelle, navegando a unos diez metros de profundidad. En unos minutos superaron el estrecho canal, que cortaba el arrecife para que pudiesen llegar pequeños barcos a la Estación Investigadora, y cruzaron ante la cámara de observación desde la que los científicos podían observar a los habitantes del fondo del mar cómodamente. No había nadie observando en aquel momento al otro lado de los gruesos ventanales de vidrio; inesperadamente Franklin se sorprendió preguntándose qué estaría haciendo la pequeña pescadora de tiburones.
—Nos dirigiremos al arrecife de Wistari —dijo Don—. Quiero que adquieras cierta práctica en navegación.
El torpedo de Don dio un giro en dirección oeste, siguiendo un nuevo rumbo, hacia aguas más profundas. La visibilidad no era buena (menos de diez metros) y resultaba difícil seguirle. De pronto se detuvo y empezó a girar lentamente mientras daba instrucciones a Franklin.
—Quiero que mantengas un rumbo doscientos cincuenta durante un minuto, a veinte nudos; y luego un rumbo cero diez durante el mismo tiempo y a la misma velocidad. Nos encontraremos allí. ¿De acuerdo?
Franklin repitió las instrucciones y ambos comprobaron que tenían los relojes sincronizados. Era evidente lo que hacía Don; había dado a su alumno dos lados de un triángulo equilátero que había de seguir, y él sin duda recorría lentamente el tercero para llegar al lugar de la cita.
Marcando cuidadosamente su rumbo, Franklin apretó el pedal y sintió el chorro de energía que hizo saltar al torpedo hacia delante en una niebla azulada. El firme choque del agua contra sus piernas parcialmente expuestas, era casi la única sensación de velocidad. Sin el escudo habría quedado barrido del torpedo en un instante. De vez en cuando echaba una ojeada al lecho del mar (parduzco e informe allí en el canal, entre los grandes arrecifes) y en una ocasión pasó ante un banco de sorprendidos peces murciélagos que se desviaron pausadamente para dejarle paso.
Franklin comprendió de pronto por primera vez que estaba solo en el fondo del mar, totalmente rodeado por aquel elemento que iba a ser su nuevo dominio. Aquel elemento le apoyaba y le protegía… pero acabaría con él en dos o tres minutos a lo sumo si cometía un error o si su equipo fallaba. Esta certeza no le inquietó; poco significaba frente a la creciente confianza y a la sensación de dominio que iba adquiriendo día a día. Conocía ya, y comprendía, el desafío del mar, y era un desafío que deseaba aceptar. Con el corazón alegre comprendió que volvía a tener un objetivo en la vida.
Pasado el primer minuto, redujo la velocidad a cuatro nudos, había recorrido ya un tercio de milla y era hora de iniciar el recorrido del segundo lado del triángulo, para encontrarse con Don.
En cuanto empujó la pequeña palanca de gobierno hacia estribor, se dio cuenta de que algo iba mal. El torpedo comenzó a cabriolar como un cerdo, totalmente fuera de control. Redujo la velocidad a cero y, eliminadas todas las fuerzas dinámicas, el vehículo empezó a hundirse muy lentamente hacia el fondo.
Franklin seguía tendido e inmóvil sobre la grupa de su recalcitrante montura, intentando analizar la situación. Más que alarmarle, le irritaba el que su ejercicio de navegación se frustrase. De nada serviría llamar a Don, que estaría fuera del alcance de su equipo de radio, que no llegaba a más de unos doscientos metros de distancia. ¿Qué debía hacer?
Comenzó enseguida a elaborar posibles planes de acción, y rechazó la mayoría de ellos inmediatamente. Nada podía hacer para reparar el torpedo, pues todos los controles estaban sellados, y, además, no tenía herramientas. Dado que tanto el timón como el elevador estaban averiados, el problema era realmente fundamental, y Franklin no comprendía cómo podía haberse producido una avería tan grave.
Se hallaba a unos quince metros de profundidad, e iba ganando velocidad a medida que se acercaba al fondo. Comenzó a ver el lecho liso y arenoso, y por un instante hubo de luchar con el impulso automático que le movía a apretar el botón que vaciaría los tanques del torpedo sacándole a la superficie. Era lo peor que podía hacer, aunque lo natural fuese buscar aire y sol cuando se producía un fallo bajo el agua. Una vez en el fondo, podía tener tiempo para pensar tranquilamente sobre su situación, mientras que si salía a la superficie, la corriente podía arrastrarle a kilómetros de distancia. No había duda de que en la Estación localizarían muy pronto sus llamadas por radio en cuanto estuviese en la superficie… pero quería salir de aquel apuro sin ninguna ayuda exterior.
El torpedo tocó fondo, lanzando una nube de arena que pronto disipó la suave corriente. Apareció de pronto un pequeño mero, que miró al intruso con sus característicos ojos saltones. Franklin no tenía tiempo para preocuparse de espectadores, y se bajó cuidadosamente de su vehículo situándose a popa. Sin aletas, tenía escasa movilidad bajo el agua, pero afortunadamente disponía de suficientes lugares donde sujetarse para moverse sin dificultad a lo largo del torpedo.
Tal como había temido Franklin (aunque no supiese aún explicarlo) el timón y el elevador estaban totalmente inutilizados. No hubo la menor resistencia cuando movió las pequeñas aspas con la mano, y se preguntó si no habría modo de establecer líneas externas de control y pilotar manualmente el torpedo. Tenía una cuerda de nailon, y un cuchillo, pero no veía ninguna manera práctica de sujetar la cuerda en aquellas suaves e hidrodinámicas aspas.
Al parecer iba a tener que volver a casa andando. No es que resultase difícil, pues podía encender el motor a baja velocidad y dejar que el torpedo le arrastrase por el fondo mientras él lo dirigía por el rumbo adecuado por pura fuerza. Era trabajoso y pesado, pero posible en teoría, y no se le ocurría nada mejor.
Miró su reloj; sólo hacía un par de minutos que había intentado iniciar el recorrido del otro lado del triángulo, por lo que no llevaba más que un minuto de retraso. Don todavía no estaría inquieto, aunque no tardaría mucho en empezar a buscar a su alumno perdido. Quizás lo mejor fuese quedarse allí mismo hasta que apareciese Don, que aparecería tarde o temprano…
Fue entonces cuando cruzó por la mente de Franklin una sospecha, que casi instantáneamente se convirtió en firme convicción. Recordó ciertos rumores que había oído, y recordó también que la conducta de Don antes de salir había sido… bueno, un tanto sospechosa, sería el calificativo más adecuado, como si estuviese planeando una broma secreta.
Así que era eso. Un sabotaje. Quizás en aquel mismo instante Don le observaba en los límites del radio de visibilidad, esperando a ver lo que hacía y dispuesto a intervenir si se planteaba una situación de auténtico peligro. Franklin lanzó una rápida mirada a su alrededor, por ver si el otro torpedo se perfilaba en la bruma, pero no le sorprendió no ver señal alguna de él. Burley era demasiado listo para dejarse coger tan fácilmente. Aquello, pensó Franklin, cambiaba las cosas. No sólo tenía que resolver por si sólo aquel problema, sino que, si podía, tenía que dejar atrás a Don también.
Volvió a la posición de control, y encendió el motor. Una breve presión en el pedal y el torpedo comenzó a agitarse inquieto, mientras brotaba del fondo del mar un vendaval de arena producido por el motor. Un pequeño experimento le demostró que era posible poner a andar el vehículo, aunque exigía continuos ajustes de dirección para que no se lanzase hacia la superficie o se hundiese en la arena. Le llevaría, pensaba Franklin, mucho tiempo llegar de aquel modo a casa, pero podía hacerlo si no había otra alternativa.
No llevaba recorridos más de una docena de pasos, seguido de una recua de asombrados peces, cuando se le ocurrió otra idea. Parecía demasiado buena para resultar, pero nada malo había en intentarlo. Subiéndose al torpedo y colocándose en posición normal, lo equilibró lo mejor que pudo, desplazando su peso hacia adelante y hacia atrás. Luego lo enfiló hacia la superficie, hizo girar la hélice con las manos y encendió el motor a poca velocidad.
Sentía una gran presión en las muñecas, y sus reacciones tenían que ser casi instantáneas, para contrarrestar los balanceos del torpedo. Pero con un pequeño experimento descubrió que podía utilizar las manos para dirigir el vehículo, aunque resultaba tan difícil como conducir una bicicleta con los brazos cruzados. A cinco nudos, la zona de sus palmas extendidas era bastante para controlar el vehículo.
Se preguntaba si alguien habría conducido alguna vez un torpedo de aquella forma, y se sentía bastante orgulloso. Por experimentar, aumentó la velocidad a ocho nudos, pero la presión que sentía en las muñecas y en los antebrazos era excesiva y tuvo que reducir velocidad para no perder el control.
No había razón alguna, se decía Franklin, para no acudir ahora a su lugar de cita original, por si Don estaba esperándole allí. Llegaría con un retraso de unos cinco minutos, pero al menos demostraría que podía cumplir su cometido pese a aquellos obstáculos que no estaba seguro del todo de que fuesen obra del hombre.
Don no aparecía por ninguna parte, y Franklin sospechó lo que había sucedido. Su inesperada movilidad había cogido a Burley por sorpresa, y el guardián se había perdido en la niebla submarina. Bien, por puro formulismo Franklin hizo una llamada por radio, pero no obtuvo respuesta alguna de su instructor. «¡Me vuelvo a casa!», gritó al acuático mundo que le rodeaba. No obtuvo respuesta. Seguramente Don estaría por lo menos a un kilómetro de distancia, entregado a la búsqueda de su alumno perdido, cada vez más nervioso. No tenía ningún sentido seguir bajo la superficie y aumentar las dificultades de control y navegación. Franklin condujo su vehículo hacia la superficie y descubrió que estaba a menos de un kilómetro de la Sección de Mantenimiento del Muelle. Llevando baja la cola del torpedo y ligeramente alzada la proa, pudo deslizarse por la superficie como una lancha rápida sin problema alguno, y en cinco minutos llegó al muelle. En cuanto el torpedo salió de la ducha de pintura anticorrosiva que se aplicaba siempre a todo el equipo después de las inmersiones en agua salada, Franklin comenzó a trabajar en él. Cuando sacó el panel del compartimento de control descubrió que se trataba de un modelo muy especial. Sin un diagrama del circuito, resultaba imposible decir inmediatamente lo que podía hacer la unidad de relés operada por radio, pero no dudaba de que tenía un repertorio interesante. Podía, sin duda, apagar el motor, llenar o vaciar los tanques de flotación, e invertir los controles del timón y del elevador. Franklin sospechaba que podían alterarse también, si era necesario, la brújula y el medidor de profundidad. Alguien había trabajado sin duda de modo cuidadoso para convertir aquel torpedo en un corcel adecuado para alumnos demasiado seguros de sí…
Colocó de nuevo el panel e informó de su regreso al oficial de guardia.
—La visibilidad es muy escasa —dijo, ajustándose a la verdad—. Don y yo nos perdimos de vista, así que consideré que era mejor regresar. Supongo que no tardará.
Hubo un considerable revuelo de sorpresa en el comedor cuando apareció Franklin sin su instructor y se sentó tranquilamente en un rincón a leer una revista. Cuarenta minutos después un gran portazo anunció la llegada de Don. La cara del guardián era un estudio de alivio y perplejidad al ver en la sala a su discípulo perdido, que le devolvió la mirada con su expresión más inocente y dijo:
—¿Qué te pasó?
Burley se volvió a sus colegas y extendió la mano.
—Pagad, muchachos —exigió.
Le había llevado mucho tiempo llegar a una conclusión, pero ahora veía claramente que empezaba a gustarle Franklin.