Cuando Franklin vio por primera vez a Indra Langenburg estaba cubierta de sangre hasta los codos y hurgaba afanosamente en las entrañas de un tiburón tigre de tres metros de longitud que acababa de destripar. La inmensa bestia estaba tendida, con su pálido vientre vuelto hacia el sol, sobre la arena de la playa por la que Franklin hacía su paseo matutino. De su boca salía aún una gruesa cadena que era la que sujetaba el anzuelo. Había sido capturado, evidentemente, durante la noche, y luego el retroceso de la marea le había dejado sobre la playa.
Franklin se detuvo un momento a contemplar aquella insólita combinación de muchacha atractiva y monstruo muerto, y luego dijo melancólicamente:
—No es el tipo de espectáculo que me gusta ver antes del desayuno, sabes. ¿Qué estás haciendo exactamente?
Un rostro moreno y ovalado, de ojos muy serios, se alzó hacia él. El cuchillo de unos treinta centímetros de longitud, afilado como una navaja barbera, que estaba organizando aquella carnicería, continuó seccionando hábilmente vísceras y carne.
—Estoy escribiendo una tesis —dijo una voz tan seria como los ojos— sobre el contenido vitamínico del hígado de tiburón. Para eso tengo que pescar muchos tiburones; es el tercero que cojo esta semana. ¿Quieres algún diente? Tengo muchos, y soy muy bonitos como adorno.
Se inclinó sobre la cabeza del animal e insertó su cuchillo entre las abiertas mandíbulas, que habían sido separadas adecuadamente mediante un taco de madera. Con un rápido giro de la muñeca hizo brotar un collar interminable de mortíferos triángulos marfileños, como una sierra de cinta hecha de hueso, de la boca del tiburón.
—No, gracias —dijo rápidamente Franklin, esperando que la muchacha no se ofendiese—. No interrumpas tu trabajo por mí, por favor.
Calculó que apenas debía de tener veinte años, y no le sorprendía encontrar aquella insólita muchacha en la pequeña isla, porque los científicos de la Estación Investigadora no tenían mucho contacto con la sección administrativa y la de instrucción.
—Eres nuevo aquí, ¿verdad? —dijo la ensangrentada bióloga, arrojando una inmensa masa de hígado en un cubo con evidente satisfacción—. No te vi en el último baile del cuartel general.
A Franklin le alegró mucho la pregunta. Era agradable encontraste con alguien que no supiese nada de él, y que no hubiese estado especulando sobre las razones de su presencia allí. Tuvo la sensación de poder hablar con libertad, sin ninguna traba, por primera vez desde su llegada a Heron.
—Sí. He venido a hacer un curso especial de instrucción. ¿Cuánto tiempo llevas tú aquí?
Iniciaba aquella conversación intrascendente sólo por el placer de la compañía, y ella se daba cuenta, sin duda.
—Oh, hace más o menos un mes —le contestó despreocupadamente; hubo otro chapoteo viscoso en el cubo, que estaba ya casi lleno—. Estoy de permiso, vengo de la Universidad de Miami.
—¿Entonces eres norteamericana? —preguntó Franklin.
—No —respondió solemnemente la muchacha—. Mis antepasados eran holandeses, birmanos y escoceses en proporciones iguales. Y para complicar un poco más las cosas, nací en el Japón.
Franklin se preguntó si no estaría burlándose de él, pero no había el menor signo de burla en la expresión de la muchacha. Parecía realmente agradable, pero no podía estarse allí hablando con ella todo el día… Sólo tenía cuarenta minutos para el desayuno, y su clase de navegación submarina de la mañana empezaba a las nueve.
No volvió a pensar en aquel encuentro, pues estaba conociendo constantemente caras nuevas a medida que su círculo de relaciones se ampliaba. El curso no le dejaba tiempo para mucha vida social, y en el fondo lo agradecía. Volvía a tener totalmente ocupados sus pensamientos; y su mente aceptaba aquella carga con una facilidad que le sorprendía y agradaba al mismo tiempo. Quizás los que le habían enviado allí sabían lo que hacían mejor de lo que suponía él a veces.
Todos los conocimientos empíricos (las estadísticas, los datos concretos, los pormenores administrativos) se los habían transmitido, más o menos dolorosamente, en estado hipnótico. Prolongados períodos de preguntas, que se grababan en un magnetofón, que más tarde daba las respuestas correctas y confirmaba luego que la información había sido asimilada realmente y no había pasado, como sucedía a veces, a través de la mente sin dejar ninguna huella. Don Burley nada tenía que ver con este aspecto del curso de instrucción de Franklin, pero, para su desdicha, no tenía posibilidad de descansar y divertirse cuando dejaba a Franklin. El instructor jefe había aprovechado muy complacido aquella oportunidad de disponer de Don, y había «sugerido», con tacto encantador, que cuando sus otros deberes se lo permitiesen, podía dar clases a los tres cursos que seguían instrucción en la isla. Don, cogido por sorpresa, y por un superior, no tuvo más alternativa que aceptar con el mejor humor posible. Aquella misión no iba a ser, al parecer, el período de vacaciones que había supuesto.
Pero en otro aspecto sus más graves temores no se materializaban. Franklin era un individuo con el que se podía tratar, mientras no descendiese uno a cuestiones personales. Era muy inteligente y se advertía enseguida que había recibido una formación técnica, en algunos sentidos muy superior a la del propio Don. Nunca necesitaba explicarle las cosas dos veces, y mucho antes de que llegasen al estadio de ensayar con los instructores sintéticos Don pudo comprobar que su alumno poseía las condiciones necesarias para convertirse en un buen piloto. Poseía habilidad manual, reaccionaba con rapidez y precisión, y tenía ese algo indefinible que distingue al piloto de talla del tan sólo competente.
Pero Don sabía que el conocimiento y la destreza manual no eran por sí solos suficientes. Se necesitaba algo más, y no había aún modo de saber si Franklin lo poseía. Mientras no viese sus reacciones en las profundidades del mar, no sabría si todo aquel esfuerzo iba a ser inútil.
Franklin tenía tanto que aprender que parecía imposible que pudiese hacerlo en dos meses, tal como preveía el programa. El propio Don había seguido un curso normal de seis meses, y le irritaba un poco pensar que cualquier otro pudiese hacerlo en un tercio de ese tiempo, pese a las condiciones especiales en que lo hacía. Porque, sólo el controlar el aspecto mecánico de la tarea (el equipo y el diseño de las diversas clases de submarinos) llevaba por lo menos dos meses, incluso con los mejores medios de instrucción. Sin embargo, tenía que enseñar a Franklin al mismo tiempo los principios de la navegación submarina y de superficie, oceanografía básica, sistemas de señales y de comunicación submarina y una dosis sustancial de ictiología, psicología marina y, claro está, cetología. Franklin no había visto nunca una ballena, ni viva ni muerta, y este primer encuentro era algo que Don deseaba presenciar. Era entonces cuando se solía saber realmente si un hombre servía para aquella tarea.
Llevaban dos semanas de duro trabajo en común cuando Don llevó a Franklin por primera vez bajo el agua. Por entonces ya habían establecido una curiosa relación que era al mismo tiempo amistosa y remota. Aunque habían dejado de utilizar los apellidos, «Don» y «Walt», eran la única prueba de intimidad que manifestaban. Burley aún no sabía absolutamente nada sobre el pasado de Franklin, aunque había elaborado buen número de teorías. La que más le agradaba era la de que su discípulo había sido un delincuente de gran talento al que se estaba rehabilitando tras una terapia total. Se preguntaba si Franklin no seria un asesino, lo cual era un pensamiento estimulante, y tenía una cierta esperanza de que tan emocionante hipótesis fuese cierta.
Franklin no mostraba ya ninguna de las evidentes peculiaridades de su primer encuentro, aunque estaba sin duda más nervioso y tenso que un individuo normal. Dado que sucedía esto con muchos de los mejores guardianes, Don no se inquietaba. Incluso se había aplacado un tanto su curiosidad por el pasado de Franklin; estaba demasiado ocupado para preocuparse por eso. Había aprendido a ser paciente cuando no había alternativa posible, y estaba seguro de que tarde o temprano descubriría toda la historia. Una o dos veces, estaba casi seguro, Franklin estuvo al borde de la confidencia, pero luego retrocedió. Don había fingido siempre no advertir nada, y habían reanudado su vieja relación impersonal.
Era una mañana clara, y sólo una pequeña ondulación recorría la superficie del mar cuando se encaminaron por el estrecho muelle que salta del extremo occidental de la isla hasta el borde del arrecife. Había subido la marea, pero, aunque el liso arrecife estaba totalmente sumergido la gran llanura de coral quedaba a sólo medio metro de la superficie, y se veían claramente todos sus detalles a través del agua cristalina. Ni Franklin ni Burley dedicaron más de un par de miradas al acuario natural sobre el que caminaban. Les resultaba demasiado familiar y sabían que las auténticas maravillas del arrecife se encontraban en aguas más profundas, mar adentro.
A unos doscientos metros de la isla, la extensión coralina se hundía bruscamente en las profundidades, pero el muelle continuaba apoyado sobre columnas más altas hasta concluir en una pequeña agrupación de cobertizos y oficinas. Se había hecho una tentativa, audaz y bastante aceptable, de evitar el barullo y el caos que normalmente existen en muelles y puertos; incluso las grúas habían sido diseñada de modo que no ofendiesen a la vista. Una de las condiciones del gobierno de Queensland para alquilar el Grupo Capricornio a la Organización Mundial de Alimentos había sido la de que se respetase la belleza de las islas. Esta parte del contrato se había cumplido, en términos generales, bastante bien.
—He pedido dos torpedos al garaje —dijo Burley, mientras descendían por el tramo de escaleras que había al final, del muelle. Pasaron luego por las puertas dobles de una gran cámara neumática. Franklin sintió en sus oídos un desconcertante «clip» interno, consecuencia del aumento de presión; calculó que debían estar a unos seis metros por debajo de la superficie. Se encontraban en una cámara brillantemente iluminada llena de variado equipo submarino, desde pulmones individuales a complicados instrumentos de propulsión. Los dos torpedos que Don había pedido estaban en sus soportes sobre la rampa de deslizamiento que conducía a las tranquilas aguas del fondo de la cámara. Los aparatos estaban pintados del amarillo brillante reservado al equipo de instrucción, y Don los contempló con cierto disgusto.
—Hace un par de años por lo menos que no utilizo esas cosas —dijo a Franklin—. Probablemente te vaya mejor a ti con ellos que a mí. Cuando me mojo, me gusta depender sólo de mí mismo.
Se desnudaron hasta quedar sólo con jersey y pantalones de baño y se ajustaron el correaje del equipo de respiración. Don alzó uno de los pequeños pero sorprendentemente pesados cilindros de plástico y se lo entregó a Franklin.
—Éstos son los aparatos de alta presión de que te hablé —dijo—. Tienen una presión de mil atmósferas, por lo que el aire que hay en ellos es más denso que el agua. De ahí esos tanques de flotación de los lados que los compensan. El ajuste automático es excelente; a medida que acabas el aire, el tanque va vaciándose lentamente de modo que el cilindro se mantiene en una especie de equilibrio. Si no, saldrías a la superficie como un corcho, quisieses o no.
Comprobó los indicadores de presión de los tanques y asintió complacido.
—Van casi a media carga —dijo—. Eso es más de lo que necesitamos. Se puede estar sumergido un día con uno de esos tanques lleno, y no estaremos más de una hora.
Se ajustaron las nuevas máscaras que les cubrían toda la cara y que ya estaban ajustadas y comprobadas. Eran un artículo tan personal como el cepillo de dientes, pues no había dos personas que tuviesen la cara exactamente igual, y la más leve fisura podía resultar desastrosa.
Tras comprobar el suministro de aire y los equipos de radio submarinos de corto alcance, se tendieron casi horizontales sobre los torpedos, con la cabeza tras el pequeño escudo transparente, que protegía del empuje del agua, pues alcanzarían velocidades de hasta treinta nudos. Franklin encajó cómodamente los pies en los estribos, sintiendo en los dedos los controles. La pequeña palanca de gobierno que le permitía «pilotar» el torpedo como un avión quedaba justo frente a su cara, en el centro del panel de instrumentos. Aparte de algunos interruptores, la brújula y los medidores que indicaban la velocidad, la profundidad y el estado de las baterías, no había más controles.
Don dio a Franklin las instrucciones finales, concluyendo con estas palabras:
—Mantente a unos seis metros de distancia, a mi derecha, de modo que pueda verte siempre. Si algo va mal y tienes que abandonar el torpedo, acuérdate, por amor de Dios, de apagar el motor. No quiero que se estrelle contra el arrecife, ¿de acuerdo?
—Si… Estoy preparado —contestó Franklin por el pequeño micrófono.
—Bien… Vamos allá.
Los torpedos se deslizaron suavemente rampa abajo, y el agua cubrió sus cabezas. No era ninguna experiencia nueva para Franklin; como la mayoría de la gente, había nadado de vez en cuando por debajo del agua y había llegado a utilizar un pulmón para ver cómo era. No sentía más que una agradable sensación de ansiedad cuando comenzó a girar bajo él la turbina y las paredes de la cámara sumergida se abrieron lentamente.
La luz se intensificó a su alrededor al salir a mar abierto y apartarse de los pilares del muelle. La visibilidad no era muy buena (nueve metros como máximo) pero mejoraría cuando llegasen a aguas más profundas. Don puso su torpedo en ángulo recto respecto a la línea del acantilado y enfiló mar adentro a una agradable velocidad de cinco nudos.
—Lo más peligroso de estos juguetes —dijo la voz de Don por el pequeño altavoz que había junto al oído de Franklin— es ir demasiado deprisa y tropezar con algo. Se necesita mucha experiencia para calcular la distancia bajo el agua. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Tuvo que hacer un brusco viraje para evitar una gran masa de coral que había aparecido de pronto ante ellos. Si la demostración estaba prevista, pensó Franklin, Don la había cronometrado con absoluta precisión. Tras pasar aquella montaña viva, distinguió, a no más de tres metros de distancia, una miríada de peces de brillantes colores que le miraban fijamente, al parecer sin la menor inquietud. Supuso que debían estar ya tan acostumbrados a torpedos y submarinos que nos les sorprendían lo más mínimo. Y como además toda aquella zona estaba estrictamente protegida, no tenían razón alguna para temer al hombre.
Tras unos minutos a velocidad de crucero salieron a las aguas abiertas del canal, entre la isla y los arrecifes adyacentes. Tenían espacio para maniobrar ahora, y Franklin siguió a su mentor en una serie de círculos y rizos y grandes subidas en zigzag que pronto le hicieron sentirse desesperadamente perdido. A veces se hundían en picado hasta el lecho del mar, a unos treinta metros de profundidad, y luego salían a la superficie como peces voladores para comprobar su posición. Don mantenía constantemente una conversación intercalada de preguntas destinadas a comprobar las reacciones de Franklin.
Fue una de las experiencias más emocionantes de su vida. El agua era mucho más clara allí en el canal, y había una visibilidad de casi treinta metros. En una ocasión irrumpieron en un gran banco de bonitos, que formaron luego una inquisitiva escolta hasta que Don aumentó la velocidad dejándolos atrás. Franklin no veía ningún tiburón, como había medio esperado, y comentó a Don sobre su ausencia.
—No verás muchos yendo en un torpedo —le contestó—. El ruido del motor les asusta. Si quieres conocer a los tiburones locales, tendrás que ir nadando a la vieja usanza… o apagar el motor y esperar a que vengan a verte…
Una masa oscura se perfilaba confusamente en el fondo del mar, y redujeron velocidad al aproximarse a una pequeña cordillera de colinas coralíferas de unos seis a nueve metros de altura.
—Por aquí vive un viejo amigo mío —dijo Don—. Puede que esté en casa. Hace cuatro años que no le veo, pero para él eso no es mucho tiempo; llevará por aquí un par de siglos.
Bordeaban ahora un inmenso hongo de coral tapizado de verde, y Franklin atisbaba entre las sombras que había detrás. Distinguió unas cuantas grandes masas, y un par de elegantes ángeles marinos que desaparecieron al verle. Pero no pudo ver ninguna otra cosa que justificase el interés de Burley.
Sintió una cierta angustia cuando una de aquellas masas comenzó a moverse, afortunadamente no en su dirección. Era el pez más grande que había visto en su vida (casi tan grande como el torpedo, y mucho más grueso) y le miraba con sus grandes ojos saltones. De pronto abrió la boca en un bostezo amenazador, y Franklin se sintió como Jonás en el momento decisivo de su carrera. Tuvo la fugaz visión de unos labios inmensos y burbujeantes y unos dientes sorprendentemente pequeños. Luego, las grandes mandíbulas volvieron a cerrarse y casi pudo sentir el empuje del agua desplazada.
Don parecía encantado con el encuentro, que debía traerle sin duda recuerdos de su propio periodo de instrucción allí.
—¡Qué alegría, volver a ver al viejo Slobberchops! ¿No es una hermosura? Debe pesar por lo menos trescientos kilos. Hemos podido identificarle en fotografías tomadas hace ochenta años, y no era mucho más pequeño. Es asombroso que escapara a los arpones de los pescadores antes de que esta zona se convirtiese en reserva.
—Bueno, lo lógico es pensar —dijo Franklin— que serian los pescadores quienes escapasen de él.
—En realidad no es peligroso. Las escorpenas sólo comen lo que pueden tragar de una vez… esos dientecillos no valen gran cosa para morder. Y un hombre sería demasiado para él. Tendrá que esperar otro siglo para eso.
Dejaron a la escorpena gigante vigilando la entrada de su cueva y continuaron por el borde del acantilado. Durante los diez minutos siguientes no vieron nada de interés salvo una gran raya tendida en el fondo que se alejó con un nervioso aleteo en cuanto se aproximaron. Desde lejos, parecía una réplica misteriosamente exacta del gran avión Delta que había dominado los aires durante corto tiempo, sesenta o setenta años atrás. Era extraño, pensó Franklin, cómo la naturaleza se había anticipado a tantas invenciones del hombre… Por ejemplo, la forma del vehículo que conducía, e incluso el principio del motor a reacción que lo impulsaba.
—Voy a dar la vuelta al arrecife —dijo Don—. Tardaremos unos cuatro minutos en llegar a casa. ¿Te sientes bien?
—Perfectamente.
—¿Ningún problema de oídos?
—El oído izquierdo me molestó un poco al principio, pero al parecer se ha acostumbrado ya…
—Bien, vamos. —Sígueme desde más arriba y por detrás de mí, para que pueda verte por el espejo retrovisor. Cuando ibas a mi derecha tenía siempre miedo a chocar contigo.
En aquella nueva formación, enfilaron hacia el este a una velocidad constante de diez nudos, siguiendo la línea irregular del arrecife. Don estaba muy satisfecho del viaje. Franklin parecía sentirse perfectamente bien bajo el agua… aunque uno nunca podía estar del todo seguro al respecto hasta que no se plantease una emergencia. Esto formaría parte de la lección siguiente; aunque Franklin no lo sabía, se había dispuesto una emergencia.