Capítulo II

Aunque sólo le habían hecho esperar cinco minutos, Walter Franklin paseaba ya con impaciencia por la sala de recepción. Rápidamente examinó y menospreció las fotografías de las profundidades submarinas que colgaban de las paredes: luego se sentó un instante en el borde de la mesa, hojeando el montón de revistas, publicaciones e informes que siempre se acumulaban en tales lugares. Las revistas populares las había visto ya (en las últimas semanas no había hecho prácticamente más que leer) y pocas de las otras parecían interesantes. Alguien, suponía, había de tragarse todos aquellos informes voluminosos sobre la producción de alimentos, como parte de su trabajo; Walter se preguntó cómo podrían no sentirse hipnotizados ante aquellas interminables columnas de estadísticas. Neptuno, el órgano oficial de la División Marítima, parecía algo más prometedor, pero como desconocía a la mayoría de las personas de quienes se hablaba en sus columnas, pronto le aburrió. Incluso sus artículos menos especializados quedaban fuera de su alcance, pues presuponían un conocimiento de términos técnicos del que carecía.

El recepcionista le observaba, advirtiendo sin duda su impaciencia, analizando quizás la inseguridad y el nerviosismo que había tras ella. Con un evidente esfuerzo, Franklin se obligó a sentarse y a concentrarse en el ejemplar del día anterior del Correo de Brisbane. Había logrado casi interesarse por un réquiem editorial sobre el cricket australiano, inspirado por los recientes resultados del campeonato, cuando la joven que guardaba la oficina del director le sonrió dulcemente y dijo:

—¿Tendría la bondad de entrar ya, señor Franklin?

Había esperado encontrar al director solo, o en todo caso acompañado de una secretaria. El enjuto joven que se sentaba en el otro sillón de visitantes le pareció fuera de lugar en aquella solemne oficina, y le miró fijamente, con más curiosidad que cordialidad. Franklin se puso tenso, sabía que habían estado hablando de él y automáticamente se puso a la defensiva.

El director Cary, que sabía casi tanto sobre los seres humanos como él sobre mamíferos marinos, percibió inmediatamente la tensión e hizo cuanto pudo por disiparla.

—Vaya, está usted aquí —Franklin dijo, con una cordialidad un tanto exagerada—. Espero que haya disfrutado durante su estancia entre nosotros. ¿Le han atendido bien?

El director ahorró a Franklin el problema de responder a esta pregunta, continuando: Quiero que conozca a Don Burley. Don es el Primer Guardián del Rorcual, uno de los mejores que tenemos. Se le ha encargado que se cuide de usted. Don, le presento a Walter Franklin.

Se dieron la mano protocolariamente, estudiándose. Luego el rostro de Don se quebró en una perezosa sonrisa. Era la sonrisa del hombre al que le han asignado una tarea que no le interesa, pero que ha decidido hacerlo lo mejor posible.

—Encantado de conocerte, Franklin. Bienvenido a la Patrulla Sirena.

Franklin intentó reír ante aquel insípido chiste, pero, pese a sus esfuerzos, no tuvo gran éxito. Sabía que debía mostrarse cordial, y que aquella gente hacía lo posible por ayudarle. Sin embargo todo esto era razonamiento, era algo que percibía su mente pero no su corazón; no podía relajarse y facilitarles la tarea. El miedo a la compasión ajena y la quisquillosa sospecha de que habían estado hablando de él a sus espaldas, pese a todas las seguridades que le habían dado, anularon sus deseos de ser amable.

Don Burley no sentía nada de esto. Sólo sabía que la oficina del director no era el lugar adecuado para conocer a un nuevo colega, y antes de que Franklin se diese cuenta de lo que había sucedido se hallaba fuera del edificio, abriéndose paso entre los transeúntes que en mangas de camisa transitaban por la calle George, y entraba en un diminuto bar que había frente a la nueva oficina de correos.

El ruido de la ciudad se apagó, aunque, a través del cristal oscurecido de las paredes, Franklin podía ver las formas difusas de la continua riada de peatones. La temperatura era agradablemente fresca allí dentro tras el calor tórrido de las calles; los políticos locales aún seguían discutiendo si debía instalarse o no aire acondicionado en todo Brisbane (y si se hacía, quién se adjudicaría el correspondiente contrato de muchos millones de dólares), y mientras, los ciudadanos se asfixiaban durante el verano.

Don Burley esperó a que Franklin bebiera su primera cerveza y pidiese otra. Había un misterio en su nuevo alumno, y se proponía aclararlo lo más pronto posible. Aquello debía haberlo organizado alguna autoridad muy alta de la división, quizás algún capitoste del Secretariado Mundial. No se apartaba a un primer guardián de sus deberes así por las buenas para servir de nodriza a alguien que evidentemente era demasiado viejo para seguir el procedimiento normal de instrucción. A primera vista, Franklin parecía tener más de treinta y cinco años; no había oído que nadie de esa edad hubiese seguido aquel tipo de instrucción especial.

Había algo en Franklin que se percibía inmediatamente, y que no hacía más que aumentar el misterio. Franklin era un hombre del espacio; eso se veía a un kilómetro de distancia. Y, en principio, parecía una ventaja. Luego recordó lo que le había advertido el director: «No haga demasiadas preguntas a Franklin. Ignoro sus antecedentes, pero nos han dicho concretamente que no hablemos con él sobre ellos».

«Quizás eso tenga su sentido» pensó Don. «Quizás se trate de un piloto espacial al que por un error inexcusable se haya apartado de sus tareas, un despiste como el de llegar a Venus cuando debería haber ido a Marte».

—¿Es la primera vez —comenzó Don cautamente— que vienes a Australia?

No era un inicio muy afortunado, y la conversación podría haber muerto allí irremisiblemente cuando Franklin contestó:

—Nací aquí.

Pero Don no era de los que se achican fácilmente. Se limitó a reír y dijo, medio disculpándose:

—A mí nunca me dice nadie nada, así que normalmente tengo que insistir. Nací en el otro extremo del mundo, en Irlanda, pero desde que me han destinado a la Sección del Pacífico he adoptado, más o menos, Australia como una segunda patria. ¡Aunque no es que pase mucho tiempo en tierra! En este trabajo te pasas el ochenta por ciento del tiempo en el mar. Hay mucha gente a la que eso no le gusta, ¿sabes?

—A mí no me importa —dijo Franklin, pero dejó la observación colgando en el aire. Burley empezó a sentirse exasperado; era difícil sacarle algo a aquel tipo. La perspectiva de trabajar con él durante varias semanas empezó a parecerle muy poco atractiva, y se preguntó qué habría hecho para merecer tal suerte. Sin embargo, prosiguió con firmeza:

—El superintendente me dijo que tenías una buena formación científica y de ingeniería, así que imagino que conoces la mayoría de las cosas que nuestra gente aprende en el primer año. ¿Te han informado sobre cuestiones administrativas?

—Me transmitieron un montón de datos y cifras bajo hipnosis, así que puedo darte una conferencia de un par de horas sobre la División Marítima… sobre su historia, su organización y sus proyectos actuales, con especial referencia a la Sección de Ballenas. Pero de momento eso no significa nada para mí.

«Bueno, parece que vamos llegando a algo», se dijo Don. «Después de todo, este tipo es capaz de hablar. Un par de cervezas más y puede que hasta parezca humano».

—Eso es lo malo de la instrucción hipnótica —asintió Don—. Te bombean información hasta que te sale por las orejas, pero nunca estás del todo seguro de lo que sabes realmente. Y no pueden transmitirte destreza manual ni prepararte para reaccionar adecuadamente en situaciones de emergencia. Sólo hay una manera de aprender las cosas de verdad: hacerlas realmente uno.

Se detuvo, momentáneamente distraído por una atractiva silueta que discurría por el otro lado de la pared traslúcida. Franklin percibió la dirección de su mirada y su expresión se relajó en una leve sonrisa. Por primera vez se disipó la tensión, y Don empezó a creer que existía alguna esperanza de establecer contacto con aquel enigma que había pasado a ser responsabilidad suya.

Con el índice mojado en cerveza, Don empezó a trazar mapas sobre la mesa de plástico.

—Éste será el escenario —comenzó—. Nuestro principal centro de instrucción para operaciones en aguas superficiales está aquí, en el Grupo Capricornio, a unos seiscientos kilómetros al norte de Brisbane y a unos sesenta de la costa. La barrera del Pacífico Sur empieza aquí, y sigue en dirección Oeste hasta Nueva Caledonia y las islas Fiji. Cuando las ballenas emigran hacia el norte desde las zonas polares para tener sus crías en un Trópico, se las obliga a utilizar los pasos que dejamos aquí. El más importante de estos pasos, desde nuestro punto de vista, es el que hay junto a la costa de Queensland, en la entrada sur de la Gran Barrera Coralina. El arrecife proporciona una especie de canal natural, de unos ochenta kilómetros de profundidad, que llega casi hasta el Ecuador. Una vez que metemos a las ballenas en él, las podemos controlar perfectamente. No dan mucho trabajo; muchas de ellas solían utilizar este camino mucho antes de que apareciésemos en escena nosotros. Y el resto están ya tan bien condicionadas que aunque quitásemos la barrera probablemente no alterasen su ruta migratoria.

—Por cierto —interrumpió Franklin—, ¿la barrera es sólo eléctrica?

—Oh, no. Los campos eléctricos controlan muy bien a los peces, pero no funcionan satisfactoriamente con mamíferos como las ballenas. La barrera es principalmente ultrasónica: una cortina sonora producida por una cadena de generadores situados a un kilómetro por debajo de la superficie. Podemos controlar bastante bien los pasos radiando órdenes especificas; se puede provocar la estampida de todo un banco de ballenas, en la dirección que se desee, con un disco con los sonidos que produce una ballena angustiada o en peligro. Pero pocas veces tenemos que hacer algo tan drástico como esto. Como dije, están ya perfectamente entrenadas.

—Entiendo —dijo Franklin—. En realidad me habían dicho en algún sitio que la barrera era más bien para impedir que penetrasen otros animales que para que no saliesen las ballenas.

—Eso es verdad en parte, aunque necesitamos aún un cierto control para censar nuestros rebaños y para el sacrificio. Aun así, la barrera no es perfecta. Hay puntos débiles en que se sobreponen los campos generadores, y a veces tenemos que desconectar secciones enteras para permitir la emigración de los peces normales. Entonces pueden colarse los tiburones realmente grandes, o las ballenas asesinas, y organizar un desastre. Nuestro problema más grave son las ballenas asesinas. Atacan a las otras cuando están en el Antártico, y muchas veces los bancos sufren pérdidas de hasta un diez por ciento. No habrá tranquilidad hasta que no se acabe con las asesinas. Pero nadie ha descubierto un modo económico de hacerlo. No podemos patrullar todo el casquete helado con submarinos, aunque cuando he visto lo que una asesina puede hacerle a una ballena normal he deseado que pudiéramos.

Había verdadero sentimiento, pasión casi, en la voz de Burley, y Franklin miró sorprendido al guardián. Los balleneros (tal como inevitablemente los había bautizado un público nostálgico que buscaba héroes) eran individuos a los que no se suponía muy inclinados ni a la meditación ni a las emociones. Aunque Franklin sabía perfectamente que los personajes sencillos y duros que recorrían silenciosos las páginas de las sagas submarinas contemporáneas tenían poca relación con la realidad, resultaba difícil escapar al tópico general. Era evidente que Don Burley tenía muy poco de silencioso, pero en la mayoría de los otros aspectos parecía ajustarse muy bien al modelo tradicional.

Franklin se preguntó cómo le iría con su nuevo mentor, con su nuevo trabajo. Aún no le producía ningún entusiasmo; sólo el tiempo le diría si llegaría a sentirlo realmente. Había en él problemas y posibilidades, sin duda llenos de interés e incluso fascinantes, y si aquel trabajo ocupaba su mente y le daba campo en el que desarrollar su talento, era cuanto podía esperar. La larga pesadilla del último año había destruido, con muchas otras cosas, su deseo de vivir, la capacidad que antes poseyera para entregarse en cuerpo y alma a un proyecto.

Resultaba difícil creer que pudiese llegar a recuperar el entusiasmo que le había llevado tan lejos por caminos que jamás volvería a recorrer. Cuando miraba a Don, que aún seguía hablando con la fluida lucidez de un hombre que conoce y ama su trabajo, Franklin sentía un súbito e inquietante sentido de culpa. ¿Era justo apartar a Burley de su trabajo y convertirle, supiéselo él o no, en una mezcla de nodriza y parvulista? Si Franklin hubiese sabido que habían cruzado ya por el pensamiento de Burley ideas muy parecidas, su simpatía se habría apagado de golpe.

—Es hora de que cojamos el tren para el aeropuerto —dijo Don, mirando su reloj y apurando su cerveza precipitadamente—. El vuelo de la mañana sale dentro de treinta minutos. Supongo que habrán llevado ya tu equipaje allí.

—En el hotel me dijeron que se encargarían de ello.

—Bueno, lo comprobaremos en el aeropuerto. Vamos.

Media hora después Franklin tuvo de nuevo oportunidad de relajarse. Pronto descubrió que era típico de Burley tomarse las cosas con calma hasta el último momento y luego explotar en un torrente de actividad. Este torrente les llevó del tranquilo bar a aquel avión aún más eficazmente silenciado. Al escoger asientos, se produjo un breve incidente que había de desconcertar bastante a Don en las semanas siguientes.

—Coge tú el asiento de la ventanilla —dijo—. He hecho esta ruta docenas de veces.

Tomó la negativa de Franklin por normal cortesía, y empezó a insistir. Hasta que Franklin no repitió varias veces su negativa, con creciente determinación, e incluso con muestras de enojo, no comprendió Burley que la conducta de su compañero nada tenía que ver con la cortesía común. Parecía increíble, pero Don podría haber jurado que su acompañante estaba muerto de miedo. ¿Qué clase de hombre, se preguntaba asombrado, era aquél que se asustaba así de ocupar el asiento de la ventanilla de un avión ordinario? Todas sus sombrías premoniciones sobre aquel nuevo trabajo, disipadas en parte durante su conversación anterior, le asaltaron de nuevo con renovado vigor.

La ciudad y la costa abrasada por el sol quedaron abajo mientras los motores a reacción les elevaban sin esfuerzo hacia el cielo. Franklin leía el periódico con una feroz concentración que no engañó a Burley ni por un instante. Éste decidió esperar un rato y ensayar otras pruebas más adelante, durante el vuelo.

Los Montes Glasshouse (aquella especie de extraños colmillos que brotaban de la erosionada llanura) pasaron rápidamente bajo ellos. Luego aparecieron los pequeños pueblos de la costa, por los que la riqueza de las inmensas tierras agrícolas del interior había salido hacia el mundo antes de que la agricultura se trasladase al mar. Y luego (parecía que sólo unos minutos después del despegue) aparecieron las primeras islas de la Gran Barrera Coralífera como sombras más profundas en las nieblas azules del horizonte.

El sol les daba casi directamente en los ojos, pero la memoria de Don podía suministrar los detalles difuminados por el resplandor de las aguas incendiadas. Podía ver las verdes islas rodeadas de sus estrechos bordes de arena y sus barreras inmensamente mayores de coral apenas sumergido. Las olas del Pacífico chocaban con los arrecifes coralinos de cada isla, de modo que durante un millar de millas hacia el norte las níveas crestas de espuma rompían la superficie del mar.

Un siglo atrás (cincuenta años, incluso) apenas estaba habitada una docena de aquellos cientos de islas. Ahora, gracias al transporte aéreo universal, y a las plantas eléctricas y de purificación de agua baratas, el Estado y los ciudadanos privados habían invadido la vieja soledad del arrecife. Unos cuantos individuos afortunados; por medios nunca aclarados del todo, habían logrado adquirir algunas de las islas más pequeñas como propiedad personal. La industria del turismo y de la diversión se había hecho cargo de otras, y no siempre había mejorado la obra de la naturaleza. Pero el principal propietario de las tierras de los arrecifes era sin duda la Organización Mundial de Alimentos, con su complicada estructura de pesquería, granjas marinas y departamentos de investigación, cuya extensión total, según se creía, no había cerebro meramente humano que pudiese abarcarla.

—Casi hemos llegado —dijo Burley—. La isla que acabamos de pasar es Lady Musgrave. Allí están los principales generadores del extremo occidental de la barrera. Ahora volamos sobre el Grupo Capricornio, Masterhead, One Tree, Northwest, Wilson y Heron en el medio, con todos esos edificios. La torre grande es la administración, el acuario está junto a aquel estanque… Y, mira aquellos dos submarinos en ese muelle grande que sale del borde del arrecife.

Mientras hablaban Don observaba a Franklin por el rabillo del ojo. Se había inclinado hacia la ventanilla como si siguiese los comentarios de su compañero, pero Burley podría jurar que no miraba el panorama de arrecifes e islas que se extendía debajo. Tenía la cara crispada y rígida; había en sus ojos una expresión forzada y tensa, como si se obligase a sí mismo a no ver nada.

Don, con una mezcla de piedad y menosprecio, comprendía los síntomas, aunque no la causa. Franklin estaba aterrado por la altura; no tenía sentido, pues, la teoría de que era un hombre del espacio. ¿Qué era entonces? Fuese cual fuese la respuesta, no parecía en modo alguno el tipo de persona con quien se deseara compartir el reducido espacio de un submarino de instrucción biplaza…

Las ruedas del avión se posaron sobre el rectángulo de coral alisado que formaba la plataforma de aterrizaje de la Isla Heron. Al salir pestañeando a la luz deslumbradora del sol, Franklin pareció recuperarse de pronto. Don había visto pasajeros mareados que experimentaban transformaciones igualmente rápidas al regresar a tierra firme. Si Franklin no es mejor como marino que como aviador, pensó, esta absurda misión no durará más de un par de días y podré volver enseguida a mi trabajo. No es que Don tuviese muchos deseos de regresar inmediatamente; Heron era un lugar agradable en el que uno podía pasarlo muy bien si sabía enfocar adecuadamente la atmósfera de formalismo que predominaba siempre en las zonas donde había un cuartel general.

Un camión ligero les llevó junto con sus pertenencias por una carretera que discurría por una avenida bordeada de árboles cuyas frondosas copas bloqueaban la luz directa del sol. La carretera tenía menos de medio kilómetro de longitud, pero recorría la pequeña isla desde los muelles y las plantas de mantenimiento del oeste a los edificios administrativos del este. Las dos mitades de la isla estaban parcialmente aisladas entre sí por un estrecho cinturón de selva cuidadosamente preservado en su estado virginal, y que, según recordaba Don románticamente, estaba lleno de bellos senderos y de amenos claros.

La administración esperaba al señor Franklin, y había dispuesto ya todo lo necesario para recibirle. Se le había asignado una especie de privilegiado limbo, a un nivel por debajo del personal permanente como Burley, pero a varios por encima de los novicios normales que venían a seguir el curso de instrucción. Disponía, sorprendentemente, de una habitación propia, algo que ni siquiera los miembros veteranos del servicio podían esperar siempre cuando visitaban la isla. Fue un gran alivio para Don, que temía que le hubiesen asignado una habitación común con su misterioso alumno. Aparte de otros factores, esto habría obstaculizado notablemente ciertos planes románticos que tenía.

Acompañó a Franklin hasta su pequeña pero atractiva habitación de la segunda planta del ala de instrucción, que daba a una extensión de coral que corría en dirección este hasta perderse en el horizonte. Abajo, en el patio, un grupo de aspirantes, relajándose entre clase y clase, charlaban con un instructor, un guardián de segunda al que Don conocía de anteriores visitas pero cuyo nombre no recordaba. Era una sensación agradable, pensó divertido, volver a la escuela cuando uno sabe ya todas las lecciones.

—Estarás cómodo aquí —dijo a Franklin, que se ocupaba de deshacer la maleta—. Una bonita vista, ¿verdad?

Tales éxtasis poéticos no eran propios del carácter de Don, pero no podía resistir la tentación de ver cómo reaccionaba Franklin ante aquel panorama que se extendía ante él. Comprobó con desilusión que la reacción de Franklin era absolutamente convencional; quizás no le inquietase una altura de sólo nueve metros. Miró por la ventana con calma, admirando evidentemente el panorama de azules y verdes que se perdía en las aguas interminables del Pacifico.

«Está bien», se dijo Don, «no es justo burlarse del pobre diablo. Tenga lo que tenga, no debe ser agradable aguantarlo».

—Te dejo, para que te acomodes —dijo Don, dirigiéndose a la puerta—. La comida es dentro de media hora, en el comedor general; ese edificio por el que pasamos para venir aquí. Allí nos veremos.

Franklin asintió con aire ausente mientras sacaba sus pertenencias y apilaba camisas y ropa interior sobre la cama. Quería que le dejasen solo mientras se ajustaba a aquella nueva vida que, sin ningún entusiasmo especial, había aceptado ya como propia.

Menos de diez minutos después de que se fuese Burley, alguien llamó a la puerta, y una voz tranquila dijo:

—¿Se puede?

—¿Quién es? —preguntó Franklin, que sacudía el polvo para dar un aire presentable a la habitación.

—El doctor Myers.

Aquel nombre nada significaba para Franklin, pero su expresión se quebró en una tensa sonrisa al considerar lo adecuado que era el que su primer visitante fuese un médico. Pensó que no podía haber muchas dudas respecto a la clase de médico que era.

Myers, un hombre corpulento y agradablemente feo de entre cuarenta y cuarenta y cinco años, tenía una mirada desconcertantemente directa que parecía contradecir un tanto su aire amistoso y afable.

—Siento molestarle nada más llegar —dijo, disculpándose—. Pero tengo que hacerlo porque me voy esta tarde a Nueva Caledonia y tardaré una semana en volver. El profesor Stevens me pidió que viniese a verle y que le transmitiese sus saludos. Si desea algo, no tiene más que llamar a mi oficina e intentaremos satisfacerle.

Franklin admiró la habilidad con que Myers había eludido todos los peligros obvios. No dijo, aunque indudablemente era cierto, que había discutido su caso con el profesor Stevens, ni ofreció directamente ayuda; parecía dar por supuesto que Franklin no la necesitaría y que era ya plenamente capaz de desenvolverse solo.

—Muy agradecido —dijo con sinceridad; pensó que acabaría simpatizando con aquel doctor Myers y se prometió no enfadarse por la vigilancia a que sin duda alguna le someterían—. Dígame, ¿quiénes saben aquí de mi caso?

—Nadie, nadie sabe nada, salvo que debe usted recibir la formación necesaria para hacerse guardián lo más rápido posible. No es la primera vez que sucede esto, ¿sabe?… ha habido ya antes cursos de reconversión similares. Aun así, es inevitable que se produzca mucha curiosidad respecto a usted. Será su mayor problema.

—Burley está ya muerto de curiosidad.

—¿Le importa que le dé un consejo?

—Desde luego que no. Diga.

—Habrá de trabajar usted continuamente con Don. Lo mejor, por él y por usted mismo, sería que le pusiese en antecedentes, en cuanto se sienta en condiciones de hacerlo. Estoy seguro de que comprenderá perfectamente. O si prefiere, puedo explicárselo yo.

Franklin negó con la cabeza, no confiando en su capacidad para expresarse. No era cuestión de lógica, pero sabía que Myers tenía razón. Tarde o temprano la cuestión saldría a la luz, y quizás no hiciese más que empeorar las cosas posponiendo lo inevitable. Pero el control que tenía sobre su salud y su coherencia mental era aún tan precario que no podía enfrentar la perspectiva de trabajar con hombres que conociesen su secreto, por muy comprensivos que pudiesen ser.

—Muy bien, es cuestión suya, y respetaré su deseo. Buena suerte… y espero que todos nuestros contactos sean puramente sociales.

Mucho después de irse Myers, Franklin se sentó en el borde de la cama, mirando hacia el mar, que iba a ser su nuevo dominio. Iba a necesitar la suerte que el otro le había deseado, pero comenzaba ya a sentir un nuevo interés por la vida. No era sólo que hubiese gente deseosa de ayudarle; había recibido ayuda más que suficiente en los últimos meses. Al fin comenzaba a ver cómo podía ayudarse a sí mismo, y descubrir un objetivo a su vida.

Súbitamente, salió de su ensueño y miró el reloj. Pasaban ya diez minutos de la hora de la comida; aquel retraso era un mal inicio de su nueva vida. Se imaginó a Don Burley esperando impaciente en el comedor y preguntándose qué le habría sucedido.

—Allá voy, profesor —dijo, mientras se ponía la chaqueta y salía de la habitación. Que pudiese recordar, era el primer chiste que se decía a sí mismo, en mucho, mucho tiempo.