Había un asesino suelto en la zona. La patrulla aérea del Pacífico Sur había visto el gran cadáver agitado por las olas, tiñendo el mar de rojo. En cuestión de segundos, había comenzado a funcionar el intrincado sistema de alarma; de San Francisco a Brisbane, había hombres accionando indicadores y trazando señales en los mapas. Don Burley, frotándose los ojos para quitarse el sueño se inclinaba sobre el cuadro de mandos del Scoutsub 5 mientras descendía a una profundidad de veinte brazas.
Le alegraba que sonase la señal de alarma en su zona. Era la primera emoción auténtica desde hacía meses. Su pensamiento, incluso mientras observaba los instrumentos de los que dependía su vida, se adelantaba a los acontecimientos. ¿Qué habría pasado exactamente? El breve mensaje no daba ningún detalle; sólo informaba de que acababa de ser asesinada una ballena mansa y que flotaba en la superficie a unas diez millas detrás del grueso de la manada, que aún seguía alejándose en dirección norte presa del pánico. Lo más lógico era suponer que, de algún modo, un grupo de ballenas asesinas había logrado atravesar las barreras que protegían los pastos. Si así era, Don y todos los demás guardianes camaradas suyos tenían bastante trabajo.
La serie de luces verdes del tablero indicador eran un brillante símbolo de seguridad. Mientras permaneciesen inalteradas, mientras ninguna de aquellas estrellas esmeralda se volviese roja, todo iría bien para Don y su pequeña nave. Aire-combustible-electricidad: éste era el triunvirato que regía su vida. Si alguno de ellos fallaba, se hundiría en un ataúd de acero hacia el limo pelágico, como había hecho Johnnie Tyndall dos estaciones atrás. Pero no había razón alguna para que se produjese un fallo, y los accidentes que uno prevé, se decía Don tranquilizadoramente, son los que jamás suceden.
Se inclinó sobre el cuadro de control y habló por el micrófono. El Sub 5 estaba aún lo bastante cerca del buque nodriza para poder utilizar la radio, pero muy pronto tendría que pasar a la comunicación ultrasónica.
«Rumbo 255, velocidad 50 nudos, profundidad 20 brazas, sistema sonar en condiciones correctas. Tiempo previsto para llegar al objetivo, cuarenta minutos. Informaré cada diez minutos hasta que establezca contacto. Nada más, corto».
La señal de recepción del Rorcual apenas fue audible y Don desconectó. Llegaba la hora de buscar.
Redujo la intensidad de las luces de la cabina para ver mejor la pantalla de observación, se colocó las gafas polaroid y comenzó a escudriñar las profundidades. Las dos imágenes tardaron unos segundos en fundirse en su mente; luego el despliegue tridimensional estalló en vida estereoscópica.
Ése era el instante en que Don se sentía como un dios, capaz de controlar un sector del Pacífico de veinte millas, y de ver con claridad hacia abajo, en las profundidades inexploradas aún en su mayor parte, hasta las dos mil brazas. El inaudible rayo sónico escrutaba en lenta rotación aquel mundo en que flotaba él, buscando a amigos y enemigos en la eterna oscuridad donde la luz jamás podía penetrar. La serie de silenciosos chillidos, demasiado agudos incluso para el oído del murciélago, que inventó el sonar millones de años antes que el hombre, penetraba en la acuática noche; los desmayados ecos volvían en un repiqueteo, y captados y amplificados se transformaban en flotantes manchas verdeazuladas sobre la pantalla.
Gracias a su mucha práctica, Don podía leer fácilmente su mensaje. A quinientos pies por debajo, fuera de los límites de su sumergido horizonte, estaba la Capa Desparramada: la sábana de vida que cubría la mitad del mundo. El sumergido prado del mar se balanceaba atravesado por el sol, fluctuando siempre en los límites de la oscuridad. Durante la noche había permanecido flotando casi junto a la superficie, pero la aurora había vuelto a empujarlo hacia las profundidades.
No era ningún obstáculo para su sonar. Don podía ver a través de su tenue sustancia hasta el limo del suelo del Pacífico, sobre el que corría a la altura de una nube sobre la tierra; de todos modos, las profundidades últimas no eran asunto suyo: los rebaños que él guardaba y los enemigos que podían amenazarlos pertenecían a las capas superiores del mar.
Don accionó la palanca del selector de profundidad, y su rayo sonar se centró en el plano horizontal. Los reverberantes ecos del abismo se desvanecieron, y pudo ver mejor lo que había a su alrededor, en las alturas estratosféricas del océano. Aquella nube resplandeciente a dos millas por delante de él era un banco de peces insólitamente grande; se preguntó si en la Base sabrían de aquello e hizo una anotación en su cuaderno de ruta. Aparecían señales mayores en los bordes exteriores del banco: los carnívoros perseguían al ganado, asegurando el girar constante de la gran rueda de la vida y la muerte. Pero aquel problema no era de la competencia de Don; él perseguía caza mayor.
El Sub 5 seguía navegando hacia el Oeste, acerada aguja más rápida y mortífera que cualquier otra criatura que surcase los mares. La pequeña cabina, iluminada ahora sólo por el parpadeo de las luces del cuadro de mandos, vibraba mientras las turbinas empujaban el agua hacia los lados. Don miró el mapa y advirtió que estaba ya a medio camino de la zona prevista. Se preguntó si debería salir a la superficie a echar una ojeada a la ballena muerta; las heridas de ésta quizás le permitiesen descubrir algo sobre sus atacantes. Pero se demoraría aún más, y en un caso como aquél el tiempo era vital.
El receptor de largo alcance gimió quejumbroso, y Don pulsó el botón de Trascripción. Nunca había aprendido a interpretar el código de oído, como muchos otros, pero la cinta de papel que surgió de la ranura le solucionó el problema.
PATRULLA AÉREA INFORMA BANCO DE BALLENAS 50-100 AVANZANDO NOVENTA GRADOS REFERENCIA X186593 Y432011 STOP NADANDO A GRAN VELOCIDAD TRAS CAMBIO DE RUMBO STOP NINGUNA SEÑAL DE ORCAS PERO QUIZÁS HAYA RORCUAL EN LAS PROXIMIDADES STOP.
Don consideró muy improbable esta última suposición. Si las orcas (las temibles ballenas asesinas) hubiesen sido las responsables, sin duda las habrían localizado ya, al salir a respirar a la superficie. Además, el avión de patrulleo no las habría asustado como para abandonar a su víctima, y habrían seguido dándose un banquete en el mismo sitio hasta quedar saciadas.
Tenía una cosa a su favor; el rebaño asustado se dirigía ahora casi en línea recta hacia él. Don comenzó a trazar las coordenadas sobre el plano, pero vio enseguida que no era necesario. En el borde extremo de su pantalla había aparecido una flotilla de desmayadas estrellas. Alteró levemente su curso, y enfiló hacia el banco que se aproximaba.
Una parte del mensaje era sin duda correcta: las ballenas avanzaban a una velocidad insólita. Con la rapidez con que se movían estaría entre ellas en cinco minutos. Apagó los motores y percibió la fuerza de la resistencia del agua que le inmovilizó rápidamente.
Don Burley, caballero en su armadura, sentado en su pequeña cabina difusamente iluminada, treinta metros por debajo de las luminosas ondas del Pacifico, preparaba sus armas para el combate que le esperaba. En aquellos momentos de ansiedad, antes de que comenzase la acción, le gustaba imaginarse así, aunque no lo hubiese admitido ante nadie. Se sentía también de la misma estirpe que todos los pastores que habían guardado rebaños desde la aurora de los tiempos. No sólo era Sir Lancelot, era también David, en los viejos montes palestinos, vigilando que los leones de la montaña no cayesen sobre las ovejas de su padre.
Sin embargo, mucho más próximos en el tiempo, y aún más en el espíritu, estaban los hombres que habían pastoreado grandes rebaños de ganado por las llanuras americanas, apenas tres generaciones atrás. Ellos habrían comprendido su trabajo, aunque los instrumentos de que Don se valía les habrían parecido, sin duda, mágicos. El sistema era el mismo; sólo se había alterado la escala de las cosas. El que los animales que Don pastoreaba pesasen un centenar de toneladas y pululasen por las sabanas interminables del mar no significaba ninguna diferencia básica.
El banco estaba ya a menos de dos millas de distancia, y Don comprobó el firme girar de su pantalla de observación para concentrarse en el sector que tenía frente a sí. La imagen de la pantalla se convirtió en una especie de seto en forma de abanico cuando el rayo sonar comenzó a parpadear de lado a lado; podía ahora contar todas las ballenas del banco, e incluso hacer un cálculo bastante exacto de su tamaño. Con ojos prácticos, comenzó a buscar a las rezagadas.
Don jamás podría explicar lo que le llevó inmediatamente hacia aquellos cuatro ecos del borde sur del banco. Es cierto que se hallaban un poco separados del resto, pero había otros por detrás de ellos. Hay una especie de sexto sentido que un hombre adquiere cuando ha trabajado el tiempo suficiente con una pantalla de sonar; es una especie de intuición que le permite extraer de las móviles manchas mucho más de lo que racionalmente debiera. Sin pensarlo de modo consciente, Don accionó los mandos e hizo girar de nuevo las turbinas.
El cuerpo principal del banco de ballenas pasaba ahora ante él hacia el este. No tenía miedo a una colisión. Aquellos animales, pese a su pánico, percibían su presencia con la misma facilidad con que podía detectarlos él, y por medios similares. Se preguntaba si debería lanzar su señal. Los animales reconocerían aquel sonido, y esto les tranquilizaría. Pero también podría reconocerlo el aún desconocido enemigo, al que pondría sobre aviso.
Los cuatro ecos que habían atraído su atención estaban casi en el centro de la pantalla. Se aproximó para una intercepción y se inclinó sobre el marcador de sonar como intentado extraer de él por pura fuerza de voluntad toda la información posible. Había dos ecos grandes, un poco separados, uno de los cuales iba acompañado de un par de satélites más pequeños. Don se preguntó si no sería ya demasiado tarde. Con los ojos de su mente podía imaginarse la lucha mortal que se desarrollaba en las aguas a menos de una milla de distancia. Aquellos dos sonidos más desmayados serían el enemigo, acosando a una ballena mientras su compañero permanecía al lado presa de un terror impotente, sin más armas defensivas que sus inmensas aletas caudales.
Ahora estaba ya casi lo bastante cerca para ver directamente. La cámara de televisión de la proa del Sub 5 taladraba la oscuridad, pero al principio sólo se veía la niebla del plancton. Luego apareció en el centro de la pantalla una forma difusa y vasta, con otras dos más pequeñas debajo. Don veía, con la mayor precisión, pero con un campo de luz angustiosamente limitado, lo que ya le habían dicho los instrumentos del sonar.
Casi inmediatamente comprendió su increíble error. Los dos satélites eran crías. Era la primera vez que encontraba a una ballena con gemelos, aunque no eran insólitos los partos múltiples. En circunstancias normales, el espectáculo le habría fascinado, pero ahora significaba que se había equivocado en sus conclusiones y había perdido unos minutos preciosos. Debía empezar a buscar de nuevo.
Por pura rutina, enfocó la cámara hacia el cuarto sonido de la pantalla de sonar: el eco que había supuesto, por su tamaño, otra ballena adulta. Es curioso hasta qué punto puede afectar una idea preconcebida a la imagen que un hombre ve; pasaron segundos antes de que Don pudiese interpretar lo que tenía ante sus ojos, antes de que supiese que, al final, había ido al lugar correcto.
«¡Dios mío!», exclamó suavemente. «¡No sabía que se hiciesen tan grandes!». Era un tiburón, el más grande que había visto en su vida. Aún no lo veía detalladamente, pero sólo podía pertenecer a un género. El tiburón ballena y el tiburón cesta podían alcanzar un tamaño similar, pero ambos eran inofensivos herbívoros. Aquél era el rey de todos los seláceos, el carcharodón: El Gran Tiburón Blanco. Don intentó recordar el tamaño del mayor ejemplar conocido. En 1990, más o menos, habían capturado uno de casi veinte metros junto a las costas de Nueva Zelanda, pero aquél era por lo menos la mitad mayor.
Estos pensamientos cruzaron por su mente en un instante, y en aquel mismo instante vio que el inmenso animal maniobraba ya disponiéndose a matar. Enfilaba hacia una de las crías, ignorando a la frenética madre. Quizás lo hiciese por cobardía o quizás por sentido común, pero no había modo de saberlo, y quizás tales distinciones careciesen de sentido para el cerebro diminuto y totalmente ajeno del tiburón.
Sólo podía hacer una cosa; tal vez con ello malograse la posibilidad de una caza rápida y segura, pero era más importante la vida del cachalote. Pulsó el botón de la sirena, y un chillido breve y metálico irrumpió en el agua, a su alrededor.
Tiburón y ballena se sintieron aterrados por igual ante el ruido ensordecedor. El tiburón giró en un viraje casi imposible, y Don estuvo a punto de salir despedido de su asiento cuando el piloto automático cambió el curso del Sub 5. Girando y maniobrando con una agilidad similar a la de cualquier otra criatura marina de su tamaño, el Sub 5 comenzó a aproximarse al tiburón; su cerebro electrónico seguía automáticamente el eco del sonar y dejaba así a Don en libertad para concentrarse en su armamento. Necesitaba aquella libertad; la operación siguiente sería difícil si no podía mantener el mismo rumbo durante al menos quince segundos. En último caso quedaba la posibilidad de acudir a los pequeños torpedos; si hubiese estado solo frente a un grupo de orcas, sin duda los habría utilizado. Pero era sucio y brutal, y había un procedimiento más limpio. Siempre había preferido la técnica del estilete a la de la bomba de mano.
Ahora ya estaba sólo a veinte metros de distancia, y se acercaba con gran rapidez. La oportunidad era inmejorable. Pulsó el botón de lanzamiento.
De la parte inferior del submarino salió disparado algo que parecía una raya marina. Don había reducido la velocidad de su nave; no tenía necesidad alguna de aproximarse más. El pequeño aparato en forma de flecha podía avanzar con mucha más rapidez que su nave y cubrir la distancia que le separaba del tiburón en segundos. Mientras avanzaba iba desenrollando el fino cable del alambre de control, como una araña submarina que soltase su hilo. Por aquel alambre pasaba la energía que alimentaba al aparato, y las señales que le conducían a su objetivo. Respondía de forma tan instantánea a sus órdenes que Don tuvo la sensación de estar controlando a un sensible caballo de pura raza.
El tiburón vio el peligro menos de un segundo antes de que hiciese blanco. El parecido del aparato con una raya marina le confundió, tal como habían previsto los diseñadores. Antes de que el pequeño cerebro pudiese percibir que ninguna raya actuaba de aquel modo, el proyectil le había alcanzado. La hipodérmica de acero, impulsada por la explosión de un cartucho, atravesó la coriácea piel del tiburón, y el gran pez se hundió en un frenesí de terror. Don retrocedió rápidamente, pues un coletazo del pez le habría zarandeado como a un guisante en una lata, e incluso podría dañar al submarino. Su misión había concluido, sólo tenía que esperar a que actuara el veneno.
El asesino ejecutado intentaba arquear su cuerpo para liberarse así del dardo emponzoñado. Don había recuperado ya el proyectil, muy complacido de que estuviese intacto. Contempló con asombro y desapasionada piedad cómo se iba hundiendo el gran animal en su parálisis.
Sus estertores eran cada vez más débiles. Nadaba ya sin objetivo, y en una ocasión Don tuvo que desviarse rápidamente para evitar una colisión. Cuando perdió el control de la flotación, el agonizante tiburón ascendió a la superficie. Don no se molestó en seguirle; podía hacerlo después de atender asuntos más importantes.
Encontró a la vaca y a los dos terneros a menos de una milla de distancia y los inspeccionó cuidadosamente. Estaban ilesos, con lo cual no había necesidad de llamar al veterinario para que acudiese con su submarino biplaza altamente especializado con el que podía resolver cualquier crisis cetológica, desde un dolor de estómago a una cesárea.
Las ballenas estaban ya totalmente tranquilas, y una comprobación con el sonar le indicó que todo el banco había abandonado su aterrada fuga. Se preguntó si sabrían ya lo que había sucedido; se sabía ya mucho sobre sus métodos de comunicación, pero se ignoraba aún mucho más.
«Espero que agradezcas lo que he hecho por ti, señora mía», murmuró. Luego, advirtiendo que cincuenta toneladas de amor maternal era una visión un tanto aterradora, vació sus tanques y subió a la superficie.
Todo estaba tranquilo, así que abrió la portezuela y sacó la cabeza. El agua quedaba sólo a unos centímetros de su barbilla, y de vez en cuando una ola intentaba decididamente cubrirle. El peligro de que esto sucediese era mínimo pues tenía tan ajustada la portezuela que era una protección de gran eficacia.
A unos veinte metros de distancia, rodaba sobre la superficie una gran masa gris, como un barco volcado. Don la contempló pensativo, preguntándose cuánto aire comprimido tendría que inyectar al cadáver para que no se hundiese antes que llegase allí uno de los encargados. En unos minutos radiaría su informe, pero de momento era agradable sorber aquella brisa fresca del Pacífico, sentir el cielo abierto sobre sí y ver cómo el sol iniciaba su larga ascensión hacia el mediodía.
Don Burley era un guerrero feliz que descansaba tras la única batalla que el hombre tendría que luchar siempre. Él estaba combatiendo al espectro del hambre, con el que se habían enfrentado todas las eras anteriores, pero que no volvería a amenazar al mundo mientras las grandes explotaciones de plancton continuasen produciendo sus millones de toneladas de proteínas, mientras los rebaños de ballenas obedeciesen a sus nuevos amos. El hombre había vuelto al mar, su antigua morada, después de eones de exilio; hasta que se helase el océano, no volvería a haber hambre…
Aun así, Don sabía que ésta era la última de sus satisfacciones. Aunque lo que estuviese haciendo no tuviese valor práctico alguno, lo habría hecho de todos modos. Ninguna otra cosa que la vida pudiese ofrecer se igualaba al placer y a la tranquila sensación de poder que le embargaban cuando realizaba una misión como aquélla. ¿Poder? Sí, ésa era la palabra justa. Pero no se trataba de un poder del que pudiese hacer mal uso; se sentía demasiado unido a todas las criaturas que compartían los mares con él, incluso a aquéllas que por deber había de destruir.
Don parecía totalmente relajado; sin embargo, si cualquiera de las luces e indicadores que llenaban su campo de visión reclamaba su atención, estaría instantáneamente alerta. Su mente había vuelto ya al Rorcual, y le resultaba cada vez más difícil apartar su pensamiento de su retrasado desayuno. Para que el tiempo pasase más deprisa, comenzó a elaborar mentalmente su informe. Estaba seguro de que algunos se sorprenderían. Los ingenieros que mantenían las invisibles barreras sónicas y eléctricas que dividían el poderoso Pacífico en sectores controlables, tendrían que empezar a buscar la brecha; los biólogos marinos que tan confiadamente afirmaban que los tiburones nunca atacaban a las ballenas tendrían que inventar excusas. Ambos lograrían su propósito, Don estaba seguro, y entonces todo quedaría de nuevo bajo control, hasta que el mar plantease la crisis siguiente.
Pero la crisis hacia la que volvía involuntariamente ahora Don era una crisis creada por el hombre, organizada sin ninguna malevolencia hacia él en los más altos niveles oficiales. Había comenzado con una sugerencia del Departamento del Espacio, reglamentariamente presentada ante el Secretariado Mundial. Y aún había seguido su curso más arriba, hasta llegar a la propia Asamblea Mundial, donde había llegado a los aprobatorios oídos de los senadores directamente interesados. Pasando así de sugerencia a orden, había descendido de nuevo a través del Secretariado a la Organización Mundial de Alimentos, y de allí al Departamento Marino, y de éste a la Sección de Ballenas. Todo este proceso se había realizado en el período increíblemente breve de cuatro semanas.
Don, claro está, nada sabía de eso. Para él, los complicados procesos de la burocracia global se concretaron en el saludo que le dirigió su jefe cuando entró en el comedor del Rorcual para tomar su retrasado desayuno.
—¿De qué trabajo se trata? —preguntó Don con suspicacia. Recordaba aquella desdichada ocasión en que hubo de actuar como guía de un subsecretario permanente que era, al parecer, un poco idiota, y al que había tratado como a tal. Resultó luego que el subsecretario permanente (como podría haberse supuesto dado su cargo) era en realidad un tipo muy listo y sabía muy bien lo que andaba haciendo Don.
—A mí no me lo dijeron —dijo el jefe—. No estoy seguro tampoco de que lo sepan ellos. Da recuerdos a Queensland, y no te acerques a los casinos de la Costa del Oro.
—No tengo más remedio, con lo que gano —se burló Don—. La última vez que fui a Surfer's Paradise, tuve suerte de poder conservar al menos la camisa.
—Pero en tu primera visita volviste con un par de miles.
—La suerte del principiante… nunca se repitió. Desde entonces siempre pierdo. Así que he decidido dejarlo. Para mí se acabó el juego.
—¿Quieres apostar a que no? ¿Te apuestas cinco billetes?
—De acuerdo.
—Entonces paga… has perdido al aceptar la apuesta.
La cucharada de plancton condimentado se detuvo un instante en el aire mientras Don intentaba salir de aquella trampa.
—A ver cómo me haces pagar —replicó—; no tienes ningún testigo y yo no soy un caballero.
Tomó deprisa el resto de su café y luego ladeó la silla y se levantó para irse.
—Supongo que es mejor que empiece a hacer la maleta. Hasta luego, patrón… ya nos veremos.
El capitán del Rorcual observó cómo su primer ayudante salía del camarote como un pequeño huracán. Durante unos instantes el rumor de los pasos de Don volvió como un eco por los pasillos del barco; luego se hizo otra vez un relativo silencio.
El capitán comenzó a caminar otra vez hacia el puente. «Mira, Brisbane», murmuró para sí. Luego comenzó a accionar los indicadores y a componer mentalmente un memorándum dirigido al Cuartel General preguntando cómo esperaban que dirigiese un barco en el que el treinta por ciento de la tripulación se hallaba permanentemente ausente, de permiso o en misiones especiales. Cuando llegó al puente, lo único que le había impedido renunciar era el hecho de que, por mucho que lo intentase, no podía dar con un trabajo mejor.