Sin abrir los ojos, Nancy susurró:
—No digas nada…
Y ella misma calló, permaneciendo inmóvil, moviendo únicamente su mano para mejor acomodarla dentro de la de Steve. Ambos estaban ahora en un oasis de paz y silencio, al que solo llegaba la respiración agitada de la enferma que tenía fiebre. Steve evitaba hacer el menor movimiento y fue Nancy quien dijo con voz siempre apagada, después de transcurrido un cierto tiempo: —Primero quiero que sepas que no he sido yo quien ha pedido el maquillaje ni el lápiz de labios. Ha sido la enfermera. Ha insistido en ello, pues temía que mi aspecto te diera miedo. Steve abrió la boca, no dijo nada y acabó por cerrar también los párpados. De ese modo ambos estaban más cerca el uno del otro, sin verse, solo manteniendo el contacto de sus dedos entrelazados.
—¿No estás muy cansado?
—No… Mira, Nancy…
—¡Calla! No te muevas. Siento la sangre latir en tus venas.
Esta vez Nancy permaneció tanto rato en silencio que Steve creyó que se había adormilado. Terminó, sin embargo, por continuar:
—Me siento muy vieja. Ya era dos años mayor que tú. Desde esta noche, me he convertido en una anciana. No protestes. Déjame hablar. He reflexionado mucho esta tarde. Me han puesto otra inyección, pero he logrado no dormirme y he podido pensar.
Nunca se había sentido tan cerca de ella. Era como si un círculo de luz y calor les rodeara, poniéndoles a resguardo del mundo y, en sus manos enlazadas, los pulsos latían con la misma cadencia.
—En algunas horas he envejecido al menos diez años. No te impacientes. Tienes que dejarme hablar hasta el final.
Oír hablar a su esposa era algo simultáneamente agradable y desgarrador. Nancy seguía pronunciando las palabras como en un susurro, para que todo fuera más secreto, más exclusivo de ambos, y su voz carecía de tono. Entre frase y frase, dejaba transcurrir largos momentos.
—Steve, es preciso que sepas, si es que tú mismo no lo has pensado aún, que lo que va a cambiar a partir de ahora es toda nuestra vida y que ya nada podrá ser jamás como antes. Nunca seré una mujer como las demás, jamás volveré a ser tu mujer.
Y como notara que él se disponía a protestar, se apresuró a impedirlo:
—¡Chis!… Quiero que me oigas y me comprendas. Hay cosas que no podrán volver a existir jamás, porque, cada vez, el recuerdo de lo ocurrido…
Steve había abierto los ojos y la veía con los párpados siempre cerrados, con el labio inferior temblando y sobresaliendo ligeramente, como cuando estaba a punto de llorar.
—¡No, Steve! Tú tampoco podrías. Sé lo que me digo. Tú también lo sabes, pero intentas hacerte ilusiones. Para mí, se ha acabado. Hay una especie de vida que no volveré a conocer nunca más.
Con la garganta hinchada, tragó la saliva, y Steve creyó vislumbrar, por espacio de un segundo, el resplandor de sus pupilas entre las pestañas que aleteaban.
—No te pediré que sigas conmigo. Tú continuarás llevando una existencia normal. Nos arreglaremos lo mejor posible para que nos resulte fácil.
—¡Nancy!
¡Calla!… Déjame acabar, Steve. Un día u otro, te darías cuenta por ti mismo de lo que te estoy diciendo esta noche, y entonces todo resultaría mucho más penoso para ambos. Por eso he querido que supieras a qué atenerte de inmediato. Te estaba esperando.
Steve no se daba cuenta de que apretaba la mano de su mujer con todas sus fuerzas. Ella gimió;
—Me haces daño.
—Perdona.
—Qué estupidez, ¿no? Solo se comprende cuando ya es demasiado tarde. Cuando se es feliz, no se le da importancia, se cometen imprudencias. Incluso a veces nos rebelamos. Los cuatro hemos sido felices.
De repente, Steve olvidó los consejos del médico. No reflexionó, no pensó en la herida que Nancy tenía en la cabeza ni en la sala del hospital en la que se encontraban. Una oleada de calor invadió su pecho, y las palabras se amontonaron en su mente, palabras que necesitaba decirle, palabras que nunca le había dicho, que tal vez ni siquiera jamás había pensado.
—¡No es cierto! —protestó cuando ella acabó de referirse a su pasada felicidad.
—¡Steve!
—Creo que yo también he reflexionado, sin darme cuenta de que lo hacia. Y lo que acabas de decir es falso. No es cierto que ayer fuéramos felices.
—¡Cállate!
Su voz era tan apagada como la de su esposa y, a pesar de ello, lograba darle tanta vehemencia contenida que resultaba totalmente elocuente.
No era así como él había previsto su entrevista y no se había imaginado que algún día le diría lo que iba a decirle ahora. Se sentía sumergido en un estado de sinceridad total, y era como si estuviera desnudo, tan sensible como si le hubieran arrancado toda la piel.
—No me mires. Mantén los ojos cerrados. Limítate a escucharme. La prueba de que no éramos felices es que, a partir del momento en que nos apartábamos de nuestra rutina cotidiana, del círculo de nuestras insignificantes costumbres, yo me sentía tan desamparado que sentía fuertes deseos de beber. Y tú, por tu parte, necesitabas ir diariamente al despacho de Madison Avenue para convencerte de que tenías una vida interesante. ¿Cuántas veces hemos podido permanecer frente a frente, en casa, sin vernos obligados al cabo de unos minutos a coger una revista o encender la radio?
Los párpados de Nancy estaban húmedos en los bordes, sus labios sobresalían cada vez más. Steve estuvo a punto de soltar su mano, y ella se la apretó nerviosamente.
—¿Sabes en qué momento empecé a traicionarte ayer? Aún estabas en casa. Aún no habíamos emprendido el viaje. Te dije que iba a llenar el depósito.
Ella murmuró:
—Primero hablaste de cigarrillos.
Su rostro se había aclarado un poco.
—Salí para tomarme un rye. Y seguí bebiendo rye toda la noche. Tenía deseos de sentirme fuerte y sin trabas.
—Me detestabas.
—Tú a mí también.
Una sonrisa apareció furtivamente en el rostro de ella cuando murmuró:
—Sí.
—Después, ya solo, continué rebelándome, hasta que esta mañana me desperté al borde de una carretera en la que no recordaba haberme detenido.
—¿Tuviste un accidente?
Steve tenía la impresión de que, por primera vez desde que se conocían, no se hacían trampa, que nada, ni siquiera del espesor de una gasa, les impedía ser ellos mismos, el uno frente al otro.
—No, no un accidente. Ahora me toca a mí decirte lo que debes saber y que es mejor que sepas ahora mismo. Conocí a un hombre en el que, durante varias horas, quise verme a mí mismo, un hombre que no era cobarde, un hombre al que yo lamentaba no parecerme, y le dije todo lo que llevaba guardado en el corazón, todo lo malo que fermentaba en mí. Le hablé de ti, tal vez también de los niños, y no estoy seguro de no haber pretendido que no les quería. No obstante, yo sabía quién era ese hombre y de dónde venía. Steve había cerrado de nuevo los ojos.
—Me obstiné como un borracho en ensuciarlo todo. Es… Apenas oyó que su esposa repetía:
—Calla.
Steve había acabado. Ahora lloraba silenciosamente y lo que brotaba de sus ojos no eran lágrimas amargas. La mano de Nancy, cogida a la suya, permanecía inerte.
—¿Comprendes ahora…?
Tuvo que dejar transcurrir algún tiempo para lograr que su garganta pudiera emitir nuevas palabras.
—¿Comprendes que es hoy precisamente cuando empezamos realmente a vivir?
Y se sintió sorprendido, al abrir los ojos, al ver que ella le miraba.
¿Le había estado mirando durante todo el rato que él había hablado?
—¡Eso es todo! ¿Ves? Tenías toda la razón al pretender que hemos recorrido un largo camino desde ayer.
Creyó leer un resto de incredulidad en los ojos de ella.
—Será una vida completamente distinta. Ignoro cómo será, pero estoy seguro de que la viviremos juntos.
Ella intentaba aún debatirse.
—¿Es cierto? —incurrió con un candor que él no le conocía.
La enfermera pasó detrás de Steve para prodigar sus cuidados a la enferma que tenía fiebre y que seguramente la había llamado. Mientras permaneció en la sala, ellos evitaron hablar.
Ahora ya no tenía ninguna importancia. Tal vez cuando hubieran reanudado su existencia cotidiana, Steve se sentiría algo incómodo al recordar su actual efusión. Pero ¿acaso no sentía más Vergüenza las mañanas en que se despertaba después de haber pronunciado sus discursos de hombre que ha bebido una copa de más?
Ambos se miraban sin respeto humano, sintiendo tanto uno como otro que ese momento tal vez no volvería jamás a producirse. En cada uno de ellos había como una especie de impulso hacia el otro, pero solo se reflejaba en sus ojos, que ya no dejaban de mirarse y que, paulatinamente, expresaban un sereno arrobo.
—¡Eh, ustedes! ¿Todo va bien? —les lanzó la enfermera al salir.
La vulgaridad de las palabras no les afectó en absoluto.
—Solo cinco minutos más —anunció la enfermera al franquear el umbral con una jofaina cubierta con una toalla en la mano.
Ya habían transcurrido tres de los cinco minutos cuando Nancy dijo con voz más firme que antes:
—¿Estás seguro, Steve?
—¿Y tú? —replicó él, sonriendo.
—Tal vez podamos intentarlo.
Lo importante no era lo que ocurriría después, sino que hubiera existido ese minuto. Él se esforzaba ya por no perder su calor. Tenía prisa por irse, porque todo lo que pudieran decir ahora no haría más que debilitar su emoción.
—¿Puedo besarte?
Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y él se levantó, se inclinó sobre ella, posó los labios sobre los suyos con precaución y los oprimió suavemente. Permanecieron así varios segundos y, cuando él se enderezó, la mano de Nancy seguía aún aferrada a la suya. Steve tuvo que desligar sus dedos uno por uno antes de dirigirse apresuradamente hacia la puerta sin volverse.
Estuvo a punto de no oír la voz de la enfermera llamándole. No la había visto al pasar a su lado.
—¡Señor Hogan!
Se detuvo y la vio sonreír.
—Discúlpeme por haberle llamado de este modo. Lo he hecho para recordarle que, a partir de ahora, solo podrá venir en las horas de visita, que están indicadas abajo. Hoy le hemos dejado porque se trataba del primer día.
Y al darse cuenta de que Steve miraba hacia la habitación de
Nancy, añadió:
—No se preocupe. Me ocuparé de que duerma. Además, el doctor me ha dado esto para usted. Tómese una pastilla antes de acostarse y dormirá toda la noche de un tirón. A su esposa le daremos el mismo medicamento.
Eran dos comprimidos en un sobrecito blanco. Él se lo metió en el bolsillo.
—Muchas gracias.
La noche era clara, las piedras de los paseos brillaban bajo la luz de la luna. Subió a su coche maquinalmente y se dirigió, no hacia la casa en la que tenía alquilada una habitación, sino hacia el mar. Necesitaba aún vivir un momento con lo que sentía en su interior y sobre lo cual las luces de la ciudad, las músicas, los ruidos, no tenían ninguna influencia. Todo lo que le rodeaba carecía de consistencia, de realidad.
Se adentró por una calle que se volvía cada vez menos brillante y al final de la cual encontró una roca que el mar lamía con un rumor apenas perceptible.
Un aire fresco llegaba desde alta mar, trayendo consigo un fuerte olor que llenaba los pulmones. Sin cerrar la puerta del coche tras de sí, caminó hasta el borde extremo de la piedra y solo se detuvo cuando una ola lamió la punta de sus zapatos. Entonces, furtivamente, como si se avergonzara de ello, repitió el gesto que había hecho cuando, siendo un niño, le habían llevado por primera vez a ver el océano: se agachó, mojó su mano en el agua y la dejó sumergida largo rato para saborear su vivo frescor.
Ya no se entretuvo más. Buscó la fachada azul del restaurante que le servía como punto de referencia y encontró de nuevo el camino que había recorrido a pie y la casa en la que iba a dormir.
La mujer que le había alquilado la habitación estaba sentada con su esposo en la oscuridad de la veranda y Steve solo descubrió su presencia cuando subió los escalones.
—Llega usted temprano, señor Hogan. Realmente no debe usted de tener demasiadas ganas de divertirse. ¿No tiene equipaje? Espere un momento, voy a encender la luz en el interior.
Una bombilla de luz muy blanquecina iluminó de repente el papel floreado del vestíbulo.
No voy a permitir que duerma vestido después de todo lo que le ha pasado.
Ya se había enterado y hablaba a Steve como a alguien a quien le ha ocurrido una desgracia.
—¿Cómo está su pobre mujer?
Va mejor.
¡Qué dura debe de haber sido la experiencia para ella! A hombres como ese habría que matarlos sin tomarse siquiera la pena de juzgarlos. Si alguien le hiciera algo parecido a mi hija, creo que sería capaz de…
Era preciso que se acostumbrara. Y también Nancy. Formaba parte de su nueva vida, al menos durante un cierto tiempo. Aguardó sin ninguna impaciencia a que la mujer acabase su perorata y fuera a buscar en una habitación un pijama de los que usaba su marido.
Le irá un poco corto, pero más vale esto que nada. Si quiere acompañarme, le indicaré dónde se encuentra el lavabo.
Fue encendiendo sucesivamente las luces, sacando una por una las habitaciones de su oscuridad.
—Le he puesto una tercera manta. Es de algodón, pero de todos modos de algo le servirá. Ya verá cómo la utiliza por la mañana cuando la brisa traiga hasta aquí la humedad del mar.
Steve tenía prisa por acostarse, por replegarse en sí mismo. No obstante, volvió a levantarse al recordar las pastillas que le había dado el médico y se tomó una con ayuda de un vaso de agua. Las voces apagadas de la pareja llegaban amortiguadas hasta él desde la parte delantera de la casa, pero no les prestó ninguna atención.
Buenas noches, Nancy —dijo en un susurro que le recordó el tono que habían utilizado ambos en su charla en el hospital.
En el jardín había grillos. Más tarde, oyó cómo se abrían y cerraban algunas puertas, y unos pasos pesados subieron por la escalera hasta el primer piso. Alguien se entretuvo largo rato abriendo o cerrando una ventana que, al parecer, estaba atrancada, y el único recuerdo que él conservó de la noche fue una sensación de frío que le penetraba por todo el cuerpo y contra la cual las mantas resultaron impotentes.
No soñó. Solo se despertó cuando el sol ya le rodeaba por entero y sintió que el rostro casi le ardía. La ciudad ya estaba llena de ruidos y voces, numerosos coches circulaban por las calles, unos gallos cantaban en algún lugar y dentro de la casa se percibía el ruido de platos.
Había dejado su ropa colgada detrás de la puerta del lavabo, con el reloj dentro de un bolsillo.
Cuando entró en el vestíbulo, la mujer le gritó desde el interior de la cocina:
—¡Usted sí que ha dormido realmente bien! ¡Puede decirse que el aire libre le ha sentado a las mil maravillas!
—¿Qué hora es?
—Las nueve y media. ¿Le apetece tomar una taza de café? Precisamente lo tengo preparado. A propósito, el teniente de la policía ha pasado a verle.
¿A qué hora?
—A las ocho, poco más o menos. Tenía prisa, pues se dirigía al hospital con alguien. Le he dicho que estaba usted durmiendo y me ha prohibido que le despertara. Ha añadido que estaría en su oficina toda la Mañana y que puede ir allí en cualquier momento.
—¿Ha visto usted a la persona que iba con él en el coche?
—No me he atrevido a mirar demasiado. En la parte posterior del coche había tres hombres, todos ellos de paisano, y podría jurar que el que estaba situado en medio llevaba esposas en las muñecas. No me sorprendería en absoluto que se tratara del individuo que detuvieron ayer en el New Hampshire y del que habla el periódico esta mañana, ese hombre que se escapó de la cárcel hace dos días y que, en tan poco tiempo, se las ha arreglado para hacer tanto daño. Ya sabe usted a qué me refiero. ¿Quiere echarle un vistazo al periódico?
La mujer se sorprendió sin duda al ver que rechazaba su oferta. Debía de encontrarle frío, pero su tranquilidad no tenía nada de fría. Entró en la cocina para beber la taza de café que la mujer le sirvió, se duchó y se afeitó. Cuando apareció en la veranda, algunas vecinas esperaban en sus ventanas o en el rellano de sus casas para verle.
—¿Puedo pasar en su casa también la próxima noche?
Tantas noches como desee. Lo único que lamento es que carezca usted de muchas comodidades aquí.
Condujo el coche hacia la ciudad y se detuvo para tomar el desayuno en el mismo restaurante en el que había cenado el día anterior. Una vez hubo comido y tomado otras dos tazas de café, se encerró en la cabina telefónica y pidió hablar con el campamento Walla-Walla. Tuvo que aguardar cerca de cinco minutos, mirando a través del cristal el mostrador, tras el cual se freían huevos por docenas.
¿Es usted, señora Kean? Al habla Steve Hogan.
—¡Pobre señor Hogan! Estuvimos muy inquietos todo el día de ayer a pesar de su llamada telefónica. Nos preguntábamos qué le habría ocurrido. Por la noche tuvimos conocimiento de la desgracia ocurrida a su esposa. ¿Cómo está la pobre? ¿Está usted a su lado? ¿Ha podido verla?
—Ya se encuentra mejor, señora Keane, le agradezco mucho su interés. Estoy en Hayward. Pienso ir mañana ahí para recoger a mis hijos. ¿No les habrán dicho ustedes nada?
—No, únicamente que su mamá y su papá llegarían con retraso. Imagínese que Bonnie dijo ayer por la noche que ustedes debían de estarse divirtiendo mucho por el camino. ¿Quiere hablar con ella?
—No. Prefiero no decirles nada por teléfono. Dígales solamente que mañana estaré ahí.
—¿Qué piensan ustedes hacer?
Tampoco se impacientó.
—Regresaremos a casa el martes, cuando las carreteras estén más despejadas.
—¿Y cree usted que su esposa podrá soportar el viaje?
—El médico está convencido de ello.
¡Quién se hubiera imaginado que una cosa así podía sucederle a ella! Todos los padres que vienen nos hablan de ello. Si supiera usted cómo les compadecen a ambos… La cosa aún hubiera podido acabar peor.
Se sorprendió a sí mismo al responder indiferente:
—En efecto.
No podía ir hasta el Maine, regresar y recoger a Nancy al pasar para retornar a Long Island en una sola jornada, a menos que condujera como un loco. Por tanto, era necesario que sus hijos pasaran la noche en Hayward. Afortunadamente, el lunes por la noche todo el mundo se habría ido ya y se encontrarían sin ninguna dificultad habitaciones en los hoteles.
Pensaba en todo, por ejemplo en que no había ninguna necesidad de avisar al señor Schwartz para decirle que Nancy no iría a trabajar el martes por la mañana, puesto que, en el momento presente, ya estaría al corriente de lo ocurrido a través de los periódicos. Lo mismo ocurría con su propio jefe. Por ello se contentaría con enviarle un telegrama al día siguiente por la noche, que sería entregado el martes por la mañana en Madison Avenue, con el siguiente contenido: «Estaré oficina jueves».
Se concedía el miércoles para organizar la casa. No podía aún llegar a ningún arreglo con Ida, la negra, porque esta les había advertido que pensaba pasar el fin de semana en casa de unos parientes suyos en Baltimore.
Poco a poco, iba despejando el terreno, esforzándose por preverlo todo, incluida la historia que les contaría a sus dos hijos procurando no alejarse de la verdad más que lo indispensable, puesto que sus hijos oirían hablar del asunto a sus compañeros de escuela.
Se alegraba de volver a verlos. No de la misma forma que las otras veces. Ahora había algo más íntimo entre ellos y él. Bonnie y Dan también iban a formar parte de su nueva vida.
Después de la visita de las dos al hospital, se ocuparía de cambiar de coche. Con toda seguridad habría en alguna parte un mercado de coches de ocasión, y esos negocios funcionaban incluso con mayor intensidad durante los fines de semana que el resto de los días. Tampoco tenía que olvidar pedirle al teniente que le diera un papel provisional, un certificado cualquiera para sustituir su permiso de conducir, a menos que hubieran recuperado su cartera.
Aún le quedaba otra cosa por hacer, mucho más importante que todo lo demás y que ya no podía dejar para más tarde. Permanecía tranquilo. Era indispensable que dispusiera de toda su sangre fría. Condujo hasta la carretera principal sin tener la curiosidad de encender la radio. Eran las diez y media cuando se detuvo ante el puesto de policía. Uno de los coches situados frente a la puerta, el que llevaba matrícula de New Hampshire sin ninguna otra señal distintiva, debía de ser el de los inspectores del F.B.I. que habían conducido hasta allí a Sid Halligan.
También era preciso que se habituara a oír ese nombre, a pronunciarlo en su mente. El tiempo era tan espléndido como el día anterior, algo más caluroso, con una ligera neblina en el aire que podía dar origen a una tormenta al final de la jornada.
Aplastó el cigarrillo con la suela del zapato antes de subir los escalones de piedra de la escalinata; entró en una gran habitación en la que unos policías estaban ocupados haciendo preguntas a una pareja. La mujer, con el maquillaje corrido, tenía el aspecto y la voz de una cabaretera.
¿Está el teniente en su despacho?
—Puede entrar, señor Hogan, ahora mismo le anuncio que usted ha llegado.
Mientras se dirigía hacia la puerta que ya conocía, el policía anunció su presencia por medio del teléfono interior, de tal modo que una mano abrió la puerta al mismo tiempo que él la empujaba. El teniente Murray le acogió y pareció sorprendido por su actitud.
Pase, Hogan. Ya me suponía que vendría. No le pregunto si ha pasado usted una buena noche. Siéntese, hágame el favor.
Steve movió la cabeza mirando a su alrededor y dijo con voz más apagada que de costumbre:
—¿Está aquí?
El policía asintió con la cabeza, mostrándose aún sorprendido, sin duda por el hecho de verle tan dueño de sí mismo.
—¿Puedo verle?
El teniente, a su vez, se mostró más serio.
Ya le verá dentro de un rato, Hogan. Antes de ello, insisto para que se siente un momento.
Steve se sentó dócilmente y escuchó, tal como había escuchado a la mujer que le había alquilado la habitación y las condolencias de la señora Keane. Su interlocutor lo advirtió también y habló sin ninguna convicción, mientras llenaba su pipa.
—Ha llegado esta noche. Esta misma mañana le hemos llevado a Hayward. Ayer no quise hablarle de esto y espero que no le sepa mal. Era mejor obtener lo más pronto posible un reconocimiento formal. Dentro de una hora, los inspectores emprenden camino con él hacia Sing-Sing. Si no lo hubiéramos hecho esta mañana, su mujer habría tenido que molestarse posteriormente y…
¿Cómo estaba?
La hemos encontrado sorprendentemente tranquila.
Steve fue incapaz de reprimir completamente la sonrisa que apareció en su rostro a pesar suyo y que pareció desconcertar al policía.
Esta mañana, a las seis, ha quedado libre una habitación individual y he dado instrucciones para que trasladaran allí a su esposa.
—¿Alguien que ha muerto en el curso de la noche?
La transformación que se había producido en él tenía que ser muy importante para que, apenas abría la boca, el teniente pareciese casi perder totalmente el control.
Sin responder a la pregunta, el policía interrogó a su vez:
¿Tuvo usted una conversación con su esposa ayer por la noche?
—Nos dimos mutuamente algunas explicaciones —respondió simplemente.
—Ya he creído adivinarlo esta mañana. Su esposa parecía tranquila, calmada. Primero entré yo solo en la habitación para preguntarle si se sentía lo bastante fuerte como para soportar el careo. Como medida de precaución, el médico permaneció todo el rato en el pasillo, dispuesto a intervenir en caso necesario. Contrariamente a lo que me esperaba, su mujer no se ha mostrado nada nerviosa ni temerosa. Dijo con tanta naturalidad como la que usted muestra esta mañana:
»—Supongo que es indispensable, ¿no es cierto, teniente?
»Le respondí que sí. Y entonces me preguntó dónde estaba usted. Le dije que durmiendo, lo cual pareció agradarle. Después dijo:
»—Dense prisa.
»Les indiqué a los inspectores que trajeran al prisionero.
»Desde que lo detuvieron, el hombre niega la agresión, pretende que hay un error. Admite todo lo demás, que no es tan grave. Ya me lo esperaba.
»En el momento de entrar en la habitación, levantó la cabeza y empezó a sonreír de una forma insolente. De pie en medio de la habitación, miraba a su esposa burlonamente.
»Ella no se movió. Sus rasgos no se modificaron en absoluto. Poco después, frunció las cejas, como para ver mejor.
»—¿Le reconoce usted? —preguntó uno de los inspectores del F.B.I., mientras su compañero tomaba notas en taquigrafía—. Y su mujer se contentó con responder:
»—Es él.
»El hombre la seguía mirando con la misma expresión desafiante. El inspector continuó con toda una serie de preguntas, a las cuales su mujer respondió con la misma voz tranquila y firme:
»—Sí.
»Eso es todo, Hogan. En total, la cosa duró unos diez minutos. Los periodistas y los fotógrafos esperaban en el pasillo. Cuando Halligan abandonó la habitación, le pregunté a su esposa si podía dejarles entrar, haciéndole ver que nunca es aconsejable tener a la prensa en contra de uno. Y me respondió:
»—Si el doctor no ve ningún inconveniente en ello, que pasen—.
»El médico solo dejó entrar a los fotógrafos, durante unos instantes, prohibiendo a los periodistas que le hicieran preguntas.
»Su mujer se ha mostrado muy valiente, esa es la verdad. Le confieso que, antes de salir de la habitación, no he podido resistir la tentación de estrecharle la mano.
Steve miraba frente a sí sin decir nada.
—No sé si se verá obligada a comparecer personalmente criando tenga lugar el juicio frente a un jurado. De todos modos, los cargos en contra de su asaltante son bastante numerosos y complicados. Por ello no creo que se celebre el juicio hasta dentro de varias semanas. Para entonces, ya estará restablecido. Tal vez el tribunal se conforme con un affidávit[3].
El teniente parecía sentirse cada vez más incómodo. Observaba atentamente a Steve, pero no entendía nada. Se hubiera dicho que la cosa le sobrepasaba.
—¿Sigue queriendo verle?
Sí.
¿Ahora?
—Lo antes posible.
Murray le dejó solo, y Steve se levantó y se mantuvo de pie, mirando a través de la ventana, con aspecto de estar concentrándose.
Oyó las idas y venidas por los pasillos, los ruidos de las puertas, los pasos de varias personas. Transcurrió bastante tiempo. Luego, el teniente entró el primero, dejando la puerta abierta, y se sentó ante la mesa de su despacho.
El primero que entró a continuación fue Sid Halligan, con las muñecas unidas por esposas. Detrás de él, hicieron su aparición los inspectores del F.B.I.
Todos los presentes, salvo el teniente, permanecieron de pie. Alguien había vuelto a cerrar la puerta.
Steve seguía mirando a través de la ventana, con la cabeza baja, los puños apretados al final de sus brazos, que colgaban a ambos lados del cuerpo. La sangre se había retirado de su rostro. Un ligero vaho perlaba su frente y la parte superior del labio.
Le vieron cerrar los ojos, ponerse en tensión como si necesitara de toda su energía hasta que, lentamente, dio un cuarto de vuelta sobre sí mismo y se encontró frente a frente con Halligan.
El teniente, que les observaba a ambos, siguió la progresiva desaparición de la sonrisa en el rostro del prisionero.
Por un momento temió que tendría que intervenir, incluso se levantó un poco en su asiento porque Steve, cuyos ojos parecían no poder despegarse de los del agresor de su esposa, había empezado a ponerse rígido. Su cuerpo se había endurecido y sus mandíbulas estaban fuertemente apretadas.
El puño derecho se movió algunos centímetros y Halligan, consciente del movimiento, levantó rápidamente ambos brazos unidos por las esposas, lanzando una mirada atemorizada a sus guardianes como para pedirles ayuda.
Ni Steve ni Halligan habían dicho una sola palabra. No se había oído ningún ruido. Steve volvió a relajarse, sus líneas se hicieron más redondeadas, sus hombros descendieron lentamente y su rostro se enturbió.
—Perdón… —balbuceó.
Y los presentes no supieron si pedía disculpas por el gesto que acababa de evitar por muy poco.
Ahora ya podía mirar a Halligan de frente, con la expresión que mostraba poco antes mientras el teniente le hablaba, con esa expresión que era la suya desde la víspera por la noche.
Le miró detenidamente, como si se hubiera impuesto la obligación de hacerlo porque le parecía indispensable antes de intentar vivir su nueva vida.
Nadie sospechó que había estado a punto de golpearse a si mismo cuando levantó el puño, ni que era una parte de su pasado lo que afrontaba en los ojos del prisionero.
Había visto el final del camino. Y podía mirar hacia otra parte, regresar a su vida cotidiana. Miró a su alrededor y se sorprendió al ver a todos los presentes tan tensos. Después dijo, con voz totalmente natural:
—Esto es todo.
Y añadió:
—Le agradezco todas sus atenciones, teniente.
Si tenían algunas preguntas que hacerle, estaba dispuesto. Ya no tenía ninguna importancia.
Nancy también se había mostrado valiente.
14 de julio de 1953