7

Todo aquello hubiera podido ocurrir perfectamente en otro planeta. Ni siquiera se le pasaba por la cabeza la idea de hacer alguna pregunta, ni la de decidir nada en absoluto, de tomar la menor iniciativa. Probablemente no se habría sorprendido en absoluto si alguien hubiera pasado a través de él como si fuera un fantasma. Con una mano apoyada en su hombro, el teniente le condujo hacia una ventana situada al final del pasillo. Para ello tuvieron que abrirse paso a través de una oleada de personas que, como respondiendo a una señal, habían invadido el piso, mujeres, hombres, niños endomingados, muchos de ellos llevando flores o frutas en las manos, o una caja de bombones. Un hombre de su edad, con un diminuto bigote moreno y sombrero de paja, se esforzaba por alcanzar quién sabe qué lugar con un cucurucho de helado en cada mano. Steve no se preguntaba qué estaba sucediendo ni por medio de qué truco de prestidigitación los dos niños negros que había visto antes en alguna parte, sin recordar exactamente dónde, formaban ahora de nuevo parte de su universo y se cogían de la mano por miedo a perderse.

—Es inútil que intente interrogarla ahora, con todas estas visitas —explicaba el teniente, que se dirigía de pronto a él, como si tuviera que darle cuenta de algo o como si necesitara su aprobación—. De todos modos, es mejor dejar que se recupere. Le he pedido al doctor que le haga la única pregunta que tiene real importancia ahora.

La enfermera jefe, a la que todo el mundo intentaba hablar, ya no se ocupaba de ellos ni tampoco de Nancy.

El teniente le tendió a Steve su paquete de cigarrillos y una cerilla encendida.

—Si no le molesta esperarme aquí, voy a echar un vistazo a mi herido. Así ganaremos tiempo.

Para Steve tres minutos o una hora no tenían ninguna importancia en estos momentos. Apoyado en la ventana dejaba deambular su mirada frente a él, sin mayor interés que el que hubiera mostrado contemplando unos peces agitarse en medio de un agua transparente y no advertía que los signos de ánimo que la enfermera dirigía a veces en su dirección le estaban destinados.

El médico salió de la habitación, lanzó una ojeada a cada lado del pasillo, pareció sorprendido y se dirigió hacia la enfermera, que le dijo algunas palabras y le señaló la escalera, por la que desapareció de inmediato.

Una mujer joven con la ropa propia del hospital se paseaba por el pasillo lentamente, desde una determinada puerta hasta otra determinada puerta, sostenida por un lado por su esposo y llevando cogida de la otra mano a una chiquilla. Sonreía extasiada, como si oyera una música celestial. Había gente por todos lados, hablando, entrando y saliendo, gesticulando sin motivo aparente. Cuando por fin reapareció el teniente cerca de la puerta acristalada situada encima de la escalera y le hizo una seña para que se reuniera con él, se puso en marcha a su vez, liberado de la preocupación por sí mismo.

—El doctor piensa, igual que yo, que es preferible que no la vuelva a ver antes de esta noche, tal vez mañana por la mañana. Ya se lo dirá después de la visita que le hará a las siete. Si quiere usted acompañarme, es preciso que vaya a mi despacho. Pero, antes, tengo que hacer una llamada telefónica.

El teniente se acercó al teléfono de la enfermera y pidió su comunicación. Steve seguía esperando, sin pensar en escuchar lo que decía el policía. Solo percibía palabras, que no relacionaba con nada:

—… tal como hemos pensado, sí… Totalmente seguro… Voy de inmediato…

Steve le siguió por la escalera, por el pasillo de la planta baja, después por el vestíbulo de entrada y, finalmente, por el jardín del hospital, cuyos paseos estaban repletos de vehículos.

El sol, los ruidos y el movimiento de la gente le aturdían. El mundo entero estaba en efervescencia. Subió maquinalmente a la parte trasera del coche de la policía, mientras el teniente se sentaba a su lado y cerraba la puerta, a la vez que ordenaba al sargento situado frente al volante:

—¡A la oficina!

De pasada, Steve percibió su coche, que ya no tenía su aspecto familiar, que ya no parecía pertenecerle.

Por todas las calles que atravesaban la muchedumbre se agitaba, sobre todo personas en shorts, hombres con el torso desnudo, niños con trajes de baño de colores; por todas partes se comía, se tomaban helados; los automovilistas hacían sonar sus cláxones, las muchachas reían echando la cabeza hacia atrás o colgándose del brazo de su compañero y los altavoces transmitían una especie de fondo musical.

—Quizá quiera usted comprar una o dos camisas… —insinuó el teniente.

El coche se detuvo frente a una tienda en la que los artículos playeros colgaban alrededor de la puerta.

Steve fue lo suficientemente lúcido como para pedir dos camisas blancas de manga corta, decir su talla, recoger el cambio y volver a subir al coche, donde le esperaban los dos hombres.

—Tengo una maquinilla de afeitar y todo lo necesario en el despacho. Se podrá asear un poco una vez allí. Si no regreso con usted, haré que le lleve uno de nuestros coches. Lo que me temo es que no le resulte fácil encontrar una habitación.

Salían ya de la ciudad y, a lo largo del camino, seguía habiendo una especie de tenderetes en los que se servía comida y helados.

El teniente esperó hasta que la carretera fuera realmente una carretera, con árboles a ambos lados.

¿Lo ha entendido usted? —preguntó cuando creyó que era el momento más adecuado.

Steve oyó las palabras, pero tuvo que transcurrir un cierto tiempo hasta que estas adquirieron un sentido para él.

—¿Entendido qué? —preguntó entonces.

—Lo que le ocurrió a su esposa.

Steve reflexionó haciendo un gran esfuerzo, movió la cabeza de un lado a otro y confesó:

—No.

Y añadió en voz más baja:

—Parece como si yo le diera miedo.

—Fui yo quien la recogió al borde de la carretera la noche pasada —siguió su compañero con voz más apagada—. Su esposa tuvo la suerte de que unas personas de White Plain tuvieran una avería cerca del lugar en el que ella estaba caída. Esas personas oyeron sus gemidos. Yo me encontraba a algunos kilómetros de allí cuando me avisaron por radio y llegué antes que la ambulancia.

¿Por qué no hablaba de forma natural? Parecía como si estuviera contando todo eso solo para ganar tiempo. Había un tono falso en su conversación. Tampoco Steve pensaba en lo que decía cuando le preguntó:

—¿Sufría mucho?

Estaba sin conocimiento. Ha perdido mucha sangre, lo cual explica que la haya visto usted tan pálida. Se le administraron los primeros cuidados en el mismo lugar del hecho.

—¿Le pusieron una inyección?

—Creo recordar que el enfermero le puso una. Después, tuvimos que encontrar un hospital que tuviera una cama disponible y fuimos a cuatro antes de…

—Lo sé.

—Me habría gustado que su esposa dispusiera de una habitación para ella sola. Pero resultó totalmente imposible. Ya lo ha visto usted mismo. Es muy desagradable interrogarla frente a los demás enfermos.

—Es cierto.

Veía continuamente ante él los ojos asustados de Nancy y, a pesar de ello, seguía sin atreverse a formular la pregunta. El coche circulaba de prisa. Los demás vehículos disminuían repentinamente la velocidad al divisar la placa de la policía, formando una especie de cortejo. Cuando pasaron frente a un restaurante, el teniente propuso:

—¿Le apetece tomar un poco de café?

Respondió que no. No se sentía con fuerzas suficientes para salir del coche.

—Bueno. Podremos tomarlo en la oficina. Mire, Hogan, si ha visto usted a su mujer tan asustada al verle es porque se cree responsable de lo que ha ocurrido.

—Fui yo quien se llevó las llaves. Ella lo sabe perfectamente.

—Pero de todos modos decidió irse sola, en medio de la oscuridad, a lo largo de la carretera…

Steve no sabía exactamente por qué su compañero le había llevado con él. No se lo había planteado. Simplemente, se sentía sorprendido ante el hecho de que un hombre como Murray le colocara una mano sobre la rodilla y, evitando mirarle, dijera con una voz aún más neutra:

—El hombre que la atacó no lo hizo con el único objeto de robarle el bolso…

Steve se volvió hacia el teniente, con la frente fruncida, la mirada fija. Las palabras parecieron provenir de muy lejos.

—¿Quiere usted decir que…?

Que su esposa ha sido violada. Esto es lo que el médico nos ha confirmado esta mañana a las diez.

No se movió ni dijo nada, inmóvil, sin que se moviera un solo músculo, con la imagen patética de Nancy ante sus ojos. Poco importaban las palabras que el teniente decía ahora. Tenía razón al hablar. Era preciso impedir que ambos se sumergieran en el silencio.

—Ella se defendió valerosamente, tal como lo demuestra el estado de sus ropas y los golpes que tiene en el cuerpo. Entonces el hombre la golpeó en la cabeza con un objeto contundente, un tubo de plomo, una llave inglesa o la culata de un revólver, y ella perdió el conocimiento,

Llegaron a una carretera de primer orden que Steve había visto en un pasado próximo o lejano, recorrieron algunos kilómetros y el coche se detuvo frente al edificio de ladrillos de la policía estatal.

—He pensado que sería más fácil hablar por el camino. Ahora vayamos a mi despacho.

Steve no habría podido articular ni una palabra. Caminaba como un sonámbulo. Atravesó una habitación en la que había varios hombres uniformados y franqueó la puerta que le indicaron.

¿Me permite un momento?

Le dejaron solo, tal vez porque el teniente tenía que dar algunas órdenes, tal vez por discreción, pero él no lloraba, si es que era eso lo que habían creído que haría ahora. Tampoco se sentó, ni dio un solo paso. Solo abrió la boca para decir:

¡Nancy!

Ningún sonido salió de su boca. Nancy había tenido miedo de él cuando se le acercó. ¡Era ella quien sentía vergüenza y había querido pedirle perdón!

La puerta se abrió y entró el teniente con dos vasos de cartón llenos de café en las manos.

—Ya tiene azúcar. Lo toma usted con azúcar, ¿no es así? Bebieron juntos.

—Si todo va bien, dentro de una o dos horas le habremos atrapado.

El teniente salió de nuevo, dejando esta vez la puerta abierta, y regresó de inmediato con un mapa de un modelo que Steve no había visto nunca y que extendió sobre la mesa del despacho. Algunos cruces, ciertos puntos estratégicos en el Maine y en Nem., Hampshire, no lejos de la frontera canadiense, estaban subrayados en rojo.

—Aproximadamente a unos dos kilómetros del lugar en el que se vio obligado a abandonar su coche y dejarle al lado de la carretera, un conductor le dejó subir a su camión y le llevó hasta Exeter. Desde allí…

Steve recuperó de repente la voz y preguntó con dureza:

—¿Qué está usted diciendo?

Casi había gritado, y parecía desafiar a su interlocutor a que repitiera lo que acababa de decir.

Digo que en Exeter encontró…

—¿Quién?

—Halligan. Por el momento se encuentra en un perímetro de…

El teniente tendía el brazo para señalar con el dedo una porción del mapa y Steve se lo apartó a un lado con un brusco gesto.

No le pregunto dónde está. Lo que quiero saber es si fue él quien…

—Creía que lo había usted comprendido desde el principio.

¿Está usted seguro?

Sí. Desde esta mañana, cuando le enseñé su foto al camarero del Armandos. Lo ha reconocido formalmente. Halligan salió del bar más o menos mientras usted estaba en él.

Steve, con los puños apretados, las mandíbulas duras, seguía mirando fijamente al policía, como si esperara que este le diera pruebas concretas.

—Encontramos su pista en la log cabin en que bebieron juntos y donde nos dieron una descripción de usted así como de su coche.

¡Halligan! —repitió Steve.

Hace un momento, en el hospital, mientras usted esperaba en el pasillo y yo iba a ver a mi herido, el doctor, a petición mía, le ha enseñado a su esposa una foto, que ella también ha reconocido.

Y el teniente añadió, después de una pausa:

¿Lo entiende ahora?

¿Entender qué? Había demasiadas cosas que entender para un solo hombre.

—Esta mañana, a las nueve, el dueño de un garaje ha llamado por teléfono a la policía de un pequeño rincón de New Hampshire y ha dado la matricula de su coche, que nosotros ya conocíamos gracias al propietario de la log cabin.

¿También le habían seguido a él la pista señalando su camino con trazos rojos, tal como estaban haciendo ahora con Halligan?

—¿Quiere afeitarse? —preguntó el teniente, a la vez que abría la puerta de un lavabo—. Algo es seguro. Por su evasión, solo se arriesgaba a que le aumentasen la pena en unos cinco o diez años. ¡Ahora irá a la silla eléctrica!

Steve se encerró a toda prisa en el lavabo y vomitó. Un acre olor a alcohol subió de la taza del water. La garganta le ardía. Se apretaba el vientre con ambas manos, con —los ojos empañados y el cuerpo sacudido por las arcadas.

Ola al lado al teniente hablando por teléfono; después, los pasos de dos o tres hombres, el rumor de una especie de conferencia que se celebraba en el despacho.

Transcurrió mucho tiempo antes de que fuera capaz de lavarse la cara con agua fresca, enjabonársela y afeitarse, mientras miraba tan duramente su propia imagen como había mirado antes al policía. Una terrible ira rugía en su interior, como una tormenta que puede oírse simultáneamente en los cuatro puntos cardinales, un odio doloroso que se traducía mediante la palabra «matar», no matar con un arma, sino matar con sus propias manos, lenta, ferozmente, con pleno conocimiento de causa, sin perderse ni una sola mirada de terror, ni un espasmo de la agonía.

El teniente había dicho:

¡Ahora irá a la silla eléctrica!

Y eso le recordaba una voz que, la noche anterior, también había hablado de esa silla, la voz de Halligan que decía:

—No tengo ganas de sentarme en la silla.

No. No era eso. La escena le volvía a la memoria. Steve le preguntó si había disparado. Le hizo la pregunta con voz tranquila, sin indignación, solo con un estremecimiento de curiosidad. Y Sid le contestó indolentemente:

—Si hubiera disparado, me hubieran llevado a la silla eléctrica.

¿No fue más o menos en aquel momento cuando pensó en aquellos dos jóvenes que habían cometido un atraco a mano armada en Madison Avenue, meditando sobre el hecho de que durante diez años no tendrían contacto con ninguna mujer?

Halligan acababa de pasar cuatro años en Sing-Sing. No le había querido hacer daño a la chiquilla que encerró en un armario con una pastilla de chocolate para impedir que gritara. Había amordazado y atado a la madre para buscar con tranquilidad los ahorros de la pareja en los cajones. Aún no tenía el revólver. También necesitaba las ropas del marido, pues en ese momento aún vestía el uniforme de prisionero. Más tarde, había robado el arma en el escaparate de una tienda. Y finalmente…

Con el torso desnudo y el pelo aún mojado, abrió la puerta.

—Me he dejado las camisas en el coche.

¡Aquí están! —dijo el teniente, señalando el paquete colocado sobre la mesa.

Al mismo tiempo lanzó una ojeada en dirección a Steve para apreciar su estado de ánimo.

—Puede ponerse aquí la camisa. No tenernos que discutir ningún secreto.

Un sargento le daba cuenta de la llamada telefónica que acaba de recibir.

Se ha encontrado, entre Woodville y Littleton, en la 302, el coche robado en Exeter. El depósito estaba vacío. O bien creía disponer de más gasolina y esperaba alcanzar la frontera canadiense, o bien no se ha atrevido a aparecer en un garaje.

Ambos policías examinaban atentamente el mapa.

La policía de New Hampshire nos mantiene al corriente. Ya ha avisado al F.B.I. Se han establecido controles en toda la región. Debido a los bosques, que dificultan la búsqueda, han pedido unos perros, que esperaban de un momento a otro.

¿Lo oye, Hogan?

Sí.

Espero que le atraparán antes de que se haga de noche y que no tendrá tiempo de hacer alguna otra mala pasada en una granja aislada. Tal como están las cosas, no creo que dude en matar. Sabe que se juega el todo por el todo. Puedes irte, compañero.

El sargento salió.

El teniente permanecía sentado frente al mapa. Se había quitado la chaqueta del uniforme y llevaba las mangas de la camisa arremangadas por encima de los codos. Fumaba una pipa que solo debía utilizar en el despacho y en su casa.

Siéntese. Hoy tenemos un día algo más tranquilo. La mayoría de la gente ya ha llegado adonde quería ir. Mañana no habrá más que un poco de tráfico local, algunos ahogados, peleas en los bailes. Las cosas empezarán a ponerse de nuevo feas el lunes. Todo el mundo se precipitará entonces hacia Nueva York y las grandes ciudades.

Cuarenta y cinco millones de…

Steve rechazaba horrorizado esas palabras que le recordaban el movimiento del coche, el sonido de succión de todos los neumáticos sobre el asfalto, los faros, los kilómetros recorridos en medio de la oscuridad de una especie de tierra de nadie y los letreros de neón que aparecían de repente.

¿Le amenazó con su revólver?

Steve miró a los ojos del hombre que, retrepado en su silla, extraía pequeñas bocanadas de humo de su pipa.

Cuando entré en el coche, él ya estaba sentado allí y me apuntaba con su arma —explicó, eligiendo cuidadosamente sus palabras. Y después, separando las sílabas, añadió como un desafío:

No era necesario.

El teniente no se sobresaltó ni pareció sorprenderse. Hizo otra pregunta:

—En la log cabin… Bueno; el lugar se llama Blue Moon… ¿Le reconoció usted ya en el Blue Moon?

Steve denegó con la cabeza.

—Sabía que era un vagabundo, sospeché que estaba ocultándose. Eso me excitaba.

—¿Fue usted quien condujo todo el rato?

En alguna parte nos detuvimos en un garaje para poner gasolina y logré que el empleado me vendiera un cuarto de litro de whisky. Creo que vacié la botella en pocos minutos.

Y añadió un detalle que no le habían pedido:

—Halligan se había dormido.

—¡Ah!

Poco después tuvimos un reventón, y fue él quien tuvo que cambiar la rueda porque yo ya no valía para nada. Permanecí tumbado al lado del coche. Después, ya no sé nada. Hubiera podido abandonarme o meterme una bala en la cabeza para impedir que le denunciara,

—¿Usted le dijo que sabía quién era él?

—Al salir del Blue Moon.

¿Cómo se encuentra?

—He vomitado todo lo que tenía en el estómago. ¿Qué va a sucederme?

—Voy a hacer que le lleven de nuevo a Hayward. Son las cinco. A las siete, el doctor examinará de nuevo a su esposa y le dirá si puede verla esta noche. Supongo que tiene usted la intención de alojarse allí, ¿no?

No lo había pensado. No había reflexionado sobre la cuestión. Era la primera vez que se encontraba sin una cama para dormir, con su casa vacía en Long Island, sus dos hijos que le aguardaban en un campamento, y su esposa, rodeada de otras cinco enfermas, en un lecho de hospital.

—Perderá usted el tiempo buscando una habitación en los hoteles o albergues. Todo está lleno hasta los topes. Pero hay algunos particulares que, durante el verano, alquilan habitaciones por una noche. Quizá tenga suerte.

El teniente no insistía acerca de sus relaciones con Halligan, ya no aludía a ellas, y eso le contrariaba. Tenía ganas de hablar de ello, de confesar todo lo que había pasado por su cabeza durante la noche. Estaba convencido de que eso le haría bien y que después se sentiría aliviado.

¿Acaso su compañero adivinaba su intención? ¿Es que tal vez, por un motivo personal, quería evitar esa confesión? En cualquier caso, se levantó para despedirle.

Será mejor que se vaya ahora mismo si no desea dormir en la playa. Llámeme por teléfono cuando tenga una dirección. Le diré cómo marcha nuestra investigación.

Le llamó en el momento en que llegaba junto a la puerta.

¡Olvida usted su segunda camisa!

Steve, que no recordaba haber comprado dos, recogió el paquete.

He tirado la sucia a la papelera —explicó.

En la oficina principal, con los auriculares sobre la cabeza, el sargento que había entrado poco antes, anunció a su jefe:

Ya han llegado los perros y, después de oler el asiento del coche abandonado, han empezado a rastrear la pista.

Steve no tenía ganas de esperar y no se atrevió a tender la mano.

—Le agradezco mucho la forma en que me ha tratado, teniente. Y todo lo demás.

Le señalaron un coche ante cuyo volante se encontraba un hombre uniformado. Steve se sentó a su lado.

—A Hayward. Llévale hasta el patio del hospital. Ha dejado allí su coche.

El movimiento del vehículo le hizo cerrar poco a poco los ojos. Se resistió durante un rato, pero su cabeza acabó por colgar sobre su pecho y dormitó, sin perder del todo la conciencia del lugar en el que se encontraba. Solo se borró la noción del tiempo. Los acontecimientos se presentaban en su memoria desordenadamente, las imágenes aisladas se mezclaban, uniéndose y desuniéndose entre ellas.

Por ejemplo, llegó hasta el extremo de identificar a Halligan, no con el hombre de rostro delgado y nervioso, sino con el rubio del primer bar, e imaginó a Nancy con él, tomando una copa en la barra, una barra que no se parecía a la del local situado junto a la carretera, sino a la barra de Louis en la calle 45.

Entonces Steve protestó, agitándose:

¡No! ¡No es él! ¡Ese es falso!

El auténtico Halligan era moreno, con aspecto enfermizo, y su palidez no tenía nada de sorprendente puesto que acababa de pasarse cuatro años en la cárcel. Halligan conducía el coche con una misteriosa sonrisa en los labios cuando Steve exclamó de repente:

¡Pero si es mi mujer! ¡Usted no me ha dicho que era mi mujer!

Y gritando cada vez más fuerte las palabras «mi mujer», apretó el cuello del hombre con las dos manos, mientras uno de los neumáticos del coche explotaba y este se detenía entre los pinos.

¡Eh, señor…!

El policía le daba golpecitos en el hombro, sonriendo.

—Ya hemos llegado.

Discúlpeme. Creo que me he dormido un rato. Muchas gracias.

La mayoría de los coches habían desaparecido del patio del hospital y el suyo se encontraba solo en medio de un gran vacío. No lo necesitaba. ¿Adónde podía ir en coche? Miró hacia las ventanas, incapaz de reconocer la de Nancy. No valía la pena quedarse allí mirando al vacío. Tenía que hacer lo que le habían dicho que hiciera.

El teniente le había recomendado que buscara una habitación antes que nada. Cerca se veían algunas casas, la mayoría de madera, pintadas de blanco, con una veranda a su alrededor, y en esas ventanas diversas personas, sobre todo ancianos, que tomaban el fresco balanceándose en sus mecedoras.

—Perdone que la moleste, señora. ¿No sabría usted por casualidad dónde puedo encontrar una habitación?

—Es usted la tercera persona que me hace esta pregunta en media hora. Pregunte usted por si acaso en la casa de la esquina. No les queda nada libre, pero tal vez sepan algo.

Steve vio el mar, no muy lejos, al final de una calle. El sol aún no había desaparecido por completo en la dirección opuesta, detrás de las casas y los árboles, pero la superficie del agua presentaba ya una tonalidad de un verde escarchado.

—Perdone, señora, ¿por casualidad…?

—¿Quiere usted una habitación?

Mi esposa está en el hospital y…

Le enviaron a otra parte, y después a otra parte, a calles que se alejaban cada vez más del centro de la ciudad y en las que los habitantes estaban ante las entradas de sus casas.

¿Para una sola persona?

—Sí, mi mujer está en el hospital…

—¿Han tenido ustedes un accidente?

Les parecía raro que no fuera en coche.

—He dejado el auto allí. Lo iré a buscar en cuanto encuentre dónde alojarme.

Todo lo que podemos ofrecerle es una cama plegable en la veranda, detrás de la casa. Tiene mosquitero, pero le prevengo que no hará calor. Le daré dos mantas.

—Me arreglaré muy bien con eso.

—Me veo obligada a cobrarle cuatro dólares.

Steve pagó por adelantado. Casi inmediatamente después de haberle dado ese dinero, el hombre del garaje, con su puro en la boca, se había creído en la obligación de avisar a la policía. A Steve no le había pasado por la cabeza, mientras se dirigía hacia Hayward, que esta sabía con exactitud dónde se encontraba.

Ese pensamiento, en vez de contrariarle, más bien le tranquilizó. Era tranquilizador comprobar que el mundo estaba tan perfectamente organizado, que la sociedad era tan sólida.

Pero la sociedad no podía impedirlo todo. Nancy tampoco había logrado impedirle que bebiera la noche pasada. Lo intentó con todas sus fuerzas y, a fin de cuentas, ella había pagado las consecuencias.

—¿A qué hora piensa usted venir?

No lo sé. Es preciso que vaya a ver a mi esposa al hospital. Volveré pronto.

Yo me acuesto a las diez y después ya no abriré la puerta. Se lo advierto. Hágame el favor de rellenar la ficha de control.

Escribir su nombre le recordó la noticia del periódico. Se hablaría otra vez del atentado en el periódico de la noche, era inevitable. Con toda seguridad, la radio habría anunciado ya que la victima de la agresión había sido identificada. Él mismo había leído a menudo noticias de ese tipo, sin conceder ninguna importancia a la mención: «Ha habido violación».

Todo el mundo lo sabría. Pensó en el señor Schwartz, en la telefonista que le respondía con una secreta satisfacción que su mujer estaba en una reunión, en Louis y en sus clientes de las cinco. Y entonces, a su desánimo, tan visible que incluso la mujer que había aceptado albergarle le miraba con una cierta desconfianza, se sumó una piedad de un tipo especial. Ya no pensaba en Nancy como marido. Pensaba en ella como en una mujer de la calle, en la vida, una mujer a la que la gente seguía con la mirada a la vez que murmuraba, con aire desolado: «¿Es esa la mujer que fue violada?».

Eso planteaba nuevos problemas. Tal vez Nancy, sola en su lecho del hospital, ya los había evocado. Sabiendo perfectamente cómo era, Steve pensaba que no aceptaría jamás volver a ver a sus amistades y reanudar su existencia cotidiana.

—Si se dirige usted hacia el hospital y no quiere dar un rodeo demasiado largo, gire en seguida a la derecha y camine hasta que encuentre un restaurante con la fachada pintada de azul. Desde allí verá el hospital.

Lo que habría sido maravilloso sería vivir los cuatro juntos, los niños y ellos; sin ver a nadie, ni siquiera a Dick y su esposa, que, por lo demás, siempre mostraba una sonrisa falsa y estaba celosa de Nancy. Esta se quedaría en casa. Él seguiría yendo al trabajo, puesto que tenía que ganarse la vida, pero volvería de inmediato, sin pasar por el bar de Louis, sin necesitar para nada tornar una copa. Nadie les haría preguntas ni formularía comentarios.

El rumor y las músicas del centro de la ciudad llegaban apagados hasta sus oídos y la radio funcionaba en muchas casas. En otras, se adivinaba la presencia de siluetas inmóviles en la penumbra, frente a la pantalla de un televisor.

Llegó ante el restaurante con la fachada azul y entró en él, no para beber, sino para comer, pues sentía retortijones en el estómago. Por otra parte, el restaurante carecía de bar. No se servían bebidas alcohólicas. De todos modos, no hubiera caído en la tentación. Tenía la intención, dentro de un rato, si le permitían hablarle y ella no estaba demasiado agotada, de jurarle a Nancy que no volvería a beber una gota en el resto de su vida, totalmente decidido a cumplir su promesa, no solo por ella sino también por sí mismo.

Una muchacha que olía a sudor limpió la mesa con un trapo sucio y le puso un menú delante, esperando con el lápiz en la mano a que pidiera algo.

—Sírvame cualquier cosa. Un bocadillo.

¿No desea usted una ensalada de bogavante? Es el plato del día.

¿Tardará mucho?

Ya está preparada. ¿Café?

—Sí, gracias.

Había un periódico de la tarde sobre una mesa cercana, pero prefirió no tocarlo. El reloj de pared marcaba las seis y diez. El día anterior, a esa hora, su mujer y él estaban en casa. Con objeto de ir más rápido, no se habían sentado para comerse los bocadillos y él oía aún el ruido de la nevera cuando Nancy la abrió para sacar una Coca-Cola.

¿Quieres?

No podía confesarle que acababa de tomarse un rye. Todo había empezado ahí. Ella llevaba su traje sastre verde de verano, que había comprado en la Quinta Avenida, sin imaginar por un momento que hablarían de él en los periódicos de Boston al día siguiente.

—¿Salsa de tomate?

Tenía prisa por regresar al hospital. Aun cuando no le permitieran subir de inmediato, se sentiría más cerca de ella. Además, en el hospital no sentía la tentación de pensar. No quería pensar más por aquel día. Su cansancio había alcanzado tal intensidad que le provocaba dolores en todo el cuerpo, incluso en el interior de los huesos. Le había sucedido a menudo pasarse una noche en blanco, e incluso pasarla bebiendo, y al día siguiente se había encontrado mal, pero casi siempre había logrado superar el cansancio mediante el alcohol. También funcionaría esta noche, probablemente. Por la mañana, el whisky le había permitido afrontar la situación y conducir su coche hasta aquí, incluso le había proporcionado la suficiente sangre fría como para llamar a todos lados hasta localizar a Nancy.

Lamentaba no tener a su lado a la camarera de la cafetería para que le ayudara moralmente. Aquí todo el mundo tenía prisa. Se oía el ruido de los platos, las camareras iban de un lado a otro sin lograr contentar a todos los clientes y siempre había alguien al que le gustaba tanto el ruido que llegaba hasta el extremo de introducir una moneda en el tocadiscos automático.

—¿Postre? Tenemos tarta de manzana y tarta de limón.

Prefirió pagar e irse. Todas las ventanas del hospital estaban ahora iluminadas y, si Nancy no hubiera ocupado el lugar junto a la puerta, tal vez hubiera visto su cama. No todas las cortinas estaban echadas. Aquí y allá se divisaba la cofia blanca de una enfermera, la silueta de un enfermo inclinado sobre una revista.

Al pasar delante de su coche, volvió la mirada, incómodo por todo lo que le recordaba, y se prometió cambiarlo por otro, aunque fuera más viejo, si tenía la oportunidad.

Se había olvidado de llamar por teléfono al teniente, que le había pedido que lo hiciera. Recordó haber visto antes una cabina en el vestíbulo del hospital. En cuanto tuviera noticias, tendría que llamar también a los Keane. No debía olvidar a los niños. Pero primero necesitaba tener una idea más concreta de lo que harían.

—¿Sabe usted si puedo ver a mi esposa?

La recepcionista le reconoció e hizo una llamada.

Es el marido de la señora del 22. ¿Sabe usted a quién me refiero? ¿Diga? ¿Cómo? ¿Que el médico no vendrá antes de las siete? Está bien, se lo diré.

Y repitió:

—El médico no vendrá antes de las siete.

¿Puedo utilizar el teléfono?

—La cabina es pública.

Steve llamó a la oficina de la policía.

—Al habla Steve Hogan. Desearía hablar con el teniente Murray:

—Yo estoy al corriente del asunto, señor Hogan. Estaba con el teniente en el hospital. El teniente ha salido para cenar.

Me dijo que le llamara por teléfono para darle mi dirección aquí.

¿Ha logrado encontrar una habitación?

Steve leyó la dirección que la mujer había apuntado en un papel.

—¿No hay novedades?

Tenemos algunas desde hace una media hora.

Su voz tenía una tonalidad alegre.

—Todo ha acabado. Los perros siguieron primero una falsa pista, lo que hizo que se perdiera más de una hora. Después les llevaron de nuevo junto al coche, y esta vez no se equivocaron.

¿Ofreció resistencia?

—Cuando se vio rodeado arrojó su revólver y levantó los brazos. Estaba verde de miedo y suplicaba que no le hicieran daño. El F.B.I. se ocupa de él. Mañana por la mañana pasarán por aquí al llevarle a Sing-Sing.

—Le agradezco su información.

—Buenas noches. Ya puede darle la buena noticia a su esposa. Supongo que se sentirá contenta.

Salió de la cabina y fue a sentarse en una silla del vestíbulo. Estaba solo. Detrás del cristal de la oficina, divisaba la parte superior del rostro de la recepcionista, que escribía a máquina y que, de vez en cuando, le lanzaba una ojeada curiosa.

No reconoció de inmediato al médico que llegaba del exterior y al que aún no había visto sin su bata blanca, pero el doctor sí que le reconoció. Estuvo a punto de pasar por su lado sin decirle nada, pero, al fin, decidió dirigirse hacia él.

Steve se levanto.

—Siéntese, por favor.

El médico se sentó a su lado y colocó los codos sobre las rodillas, como si se dispusiera a mantener una amable charla de hombre a hombre.

—¿,Le ha explicado todo el teniente?

Steve hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Supongo que se da usted cuenta de que la cosa resulta mucho más trágica para ella. Aún no la he visto esta tarde. La herida de la cabeza es de cierta consideración, pero se curará con rapidez. A propósito, es mejor que usted sepa, con objeto de no abrumarla aún más mostrando su sorpresa, que nos hemos visto obligados a cortarle el pelo y afeitarle la cabeza.

Lo entiendo, doctor.

—No podemos mantenerla internada aquí por mucho tiempo. Durante todo el día hemos tenido que negarnos a admitir el ingreso de nuevas urgencias. ¿Tienen ustedes un buen médico? ¿Dónde viven?

En Long Island.

—¿Hay algún hospital cerca de su casa?

Sí, hay uno a unos cinco kilómetros.

—Voy a ver cómo se encuentra y si puede emprender pronto el viaje sin correr ningún riesgo. Lo más importante en su caso, y eso es algo que le atañe a usted personalmente, es su estado moral. ¡Espere! No pongo en duda en absoluto que esté usted dispuesto a rodearla de todos los cuidados imaginables. Desgraciadamente, no es el primer caso de este tipo que tengo la oportunidad de tratar. La reacción es siempre violenta. Hará falta mucho tiempo para que su esposa se considere de nuevo como una persona normal, para que reaccione como una persona normal, sobre todo después de la publicidad que se hará en torno a ella y que nadie podrá impedir. Si atrapan a su asaltante, se celebrará un juicio.

Ya lo han detenido.

—Tendrá usted que mostrarse muy paciente, ingenioso y, tal vez, si su esposa tarda en efectuar progresos, deberá usted solicitar los servicios de un especialista.

El médico se levantó.

Puede usted subir conmigo y esperar en el pasillo. A no ser que ocurra algo imprevisto, no tardaré demasiado. Creo recordar que su esposa me ha dicho que tienen ustedes hijos…

—Si, dos. Nos dirigíamos hacia el Maine, donde esperan que les vayamos a buscar para llevarles a casa.

—Dentro de un momento hablaremos de eso.

Ambos subieron. La enfermera ya no era la que Steve conocía, y el médico intercambió algunas palabras con ella.

Si quiere usted sentarse…

—Muchas gracias.

Prefería permanecer de pie. Los pasillos estaban vacíos, bañados en una luz amarilla y dulce. El doctor entró en la habitación de Nancy.

¿Ha dormido?

—No lo sé. He tomado el relevo a las seis.

La enfermera dio una ojeada a una ficha.

Puedo decirle que ha tomado un caldo, carne y verduras. Esas palabras tenían un tono tranquilizador.

—¿La ha visto usted?

—Sí, la noche pasada, cuando la trajeron.

Steve no insistió, prefiriendo ignorar los detalles. Desde la primera puerta llegaba hasta ellos el monótono murmullo de una conversación entre dos mujeres.

Poco después apareció el doctor y llamó:

—¿Tendría usted la amabilidad de venir un momento, señorita? Le dijo algunas palabras y la enfermera entró en la habitación, mientras el doctor se acercaba a Steve.

—Ahora podrá verla. La enfermera ya le avisará cuando ella esté a punto. A no ser que se presenten algunas complicaciones, cosa que no espero, no hay ninguna razón para que no salga el martes. El fin de semana habrá acabado y las carreteras estarán menos embotelladas.

—¿Necesitará una ambulancia?

—Si tiene usted un buen coche y si conduce usted sin demasiadas brusquedades, creo que no hará falta. Yo la veré antes. Le hablo de ello ahora con objeto de que tome usted las disposiciones necesarias. En cuanto al asunto de sus hijos, si tiene usted alguien que pueda ocuparse de ellos en su casa…

Tenemos a una niñera por horas una parte de la jornada. Puedo pedirle que se quede más tiempo…

—Eso facilitaría el restablecimiento de su esposa, pues es preferible que de inmediato la vida que la rodee sea lo más normal posible. No se quede con ella más de veinte o treinta minutos y evite que se canse hablando.

—Se lo prometo, doctor.

En ese momento salió la enfermera, pero no le dijo aún nada. Solo había venido a buscar en su bolso, que se encontraba dentro de un armario, un objeto que Steve no pudo distinguir. Entró de nuevo en la habitación.

Tanscurrieron aún unos buenos diez minutos y, finalmente, le indicaron que podía entrar.

—Le está esperando —le dijo la enfermera dejándole paso. Habían colocado un biombo alrededor de la cama para aislarla del resto de la sala, con una silla a la cabecera de la cama. Nancy tenía los ojos cerrados, pero no dormía, y Steve podía percibir los ligeros temblores que agitaban su rostro. Observó que sus labios tenían un color más rojo y descubrió huellas de polvos cerca del vendaje que rodeaba su cabeza, a la altura de la oreja.

Sin decir una sola palabra, se sentó y tendió su mano hacia la mano colocada sobre la sábana.