Steve no se había dado cuenta, cuando subió para hablar con la enfermera jefe, de que la primera puerta a la izquierda en el pasillo llevaba el letrero «Dirección». Esa puerta estaba abierta al igual que todas las demás. En el interior del despacho trabajaba un hombre calvo, sin chaqueta, al que el teniente lanzó como alguien habituado al lugar:
—¿Puedo utilizar por unos instantes la sala de juntas?
El director reconoció la voz y, sin siquiera darse la vuelta, se contentó con asentir con la cabeza. La sala de juntas era la habitación contigua, en la que reinaba una penumbra dorada, pues las bajadas persianas solo dejaban filtrar entre sus listones delgados rayos de luz. En las paredes de un tono pastel colgaban fotografías de señores ancianos y solemnes, probablemente los fundadores del hospital. Una larga mesa, tan pulimentada que uno podía verse reflejado perfectamente en ella, ocupaba el centro, rodeada por diez sillas con asiento de cuero claro.
También la puerta de esta habitación se abría al pasillo, por el que de cuando en cuando pasaba una enfermera o un enfermo. El teniente se sentó en el extremo de la mesa, dando la espalda a la ventana, sacó una libreta de su bolsillo, la abrió por una página en blanco y desenfundó el bolígrafo.
—Siéntese.
En el vestíbulo, apenas había mirado a Steve, contentándose con hacerle una señal para que le siguiera. Ahora no mostraba mayor curiosidad; escribió algunas palabras con una letra menuda al principio de la página, miró la hora que marcaba su reloj y la anotó, como si eso tuviera alguna importancia.
Era un hombre de unos cuarenta años, de tipo atlético, con una ligera tendencia a echar barriga. Cuando se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa, a Steve le pareció que era más joven de lo que había creído, menos impresionante, debido a su pelo corto, de un rubio rojizo, tan rizado como el vellón de un cordero.
Hogan, ¿no es así?
—Sí. Stephen Walter Hogan. Pero todo el mundo me llama Steve.
—¿Nacido?
En Groveton, Vermont. Mi padre era representante de productos químicos.
Era ridículo añadir esto último Pero cada vez que decía que provenía de Vermont, la gente murmuraba:
Granjero, ¿eh?
Sin embargo, su padre no era granjero, ni tampoco su abuelo, que había sido subgobernador. El padre de Nancy si que era realmente granjero en Kansas y descendía de inmigrantes irlandeses.
¿Dirección? —siguió preguntando el policía con voz neutra y con la cabeza inclinada sobre su libreta.
—Scottville, Long Island.
La ventana estaba abierta y un poco de aire circulaba por la habitación. Los dos hombres solo ocupaban una ínfima porción de la monumental mesa, a cuyo alrededor seguían desocupadas ocho sillas. A pesar del frescor que proporcionaba la corriente de aire, Steve hubiera preferido que la puerta estuviera cerrada, pero no era él quien debía proponerlo. A él le distraía ver las idas y venidas de la gente por el pasillo.
—¿Edad?
Treinta y dos años. Treinta y tres en diciembre.
—¿Profesión?
—Empleado en la World Travellers, Madison Avenue.
—¿Desde cuándo?
—Doce años.
No veía la utilidad de hacer constar todas esas informaciones en la libreta.
—¿Entró usted a trabajar en la empresa cuando tenía diecinueve años?
—Así es, inmediatamente después de mi segundo año de college.
¿Supongo que estará usted seguro de que es su mujer la persona que ha resultado herida? ¿La ha visto?
—Aún no me han dejado verla. Pero, de todos modos, estoy seguro de que se trata de ella.
—¿Gracias a la descripción que han publicado los periódicos? —Y también del lugar en el que ha ocurrido el hecho.
¿Estaba usted allí?
Esta vez el teniente levantó la cabeza, pero la mirada que posó sobre Steve, como sin intención, por descuido, seguía siendo indiferente. No por ello dejó Steve de sonrojarse, dudó y tragó saliva antes de balbucear:
Bueno, en realidad, yo había salido del coche un momento frente a un bar y…
El teniente le detuvo con un gesto.
—Creo que será mejor que empecemos por el principio. ¿Cuánto tiempo llevan casados?
Once años.
¿Qué edad tiene su esposa?
Treinta y cuatro años.
—¿También trabaja?
Si, para la firma Schwartz & Taylor, en el 625 de la Quinta Avenida.
Se aplicaba a responder correctamente, dejando poco a poco a un lado la idea de que esas preguntas no tenían ninguna importancia. El teniente no era mucho mayor que él. Llevaba una alianza y probablemente tenía hijos. Por lo que él podía calcular, ganaban aproximadamente lo mismo, tenían el mismo tipo de casa y de vida familiar. En ese caso, ¿por qué no se sentía más a gusto frente a él? Desde hacía cinco minutos volvía a experimentar su timidez de colegial ante sus maestros, la misma que había sentido durante mucho tiempo en presencia de su jefe y que nunca había perdido con respecto al señor Schwartz.
—¿Hijos?
—Dos, un chico y una chica.
No esperó la siguiente pregunta.
La chica tiene diez años y el chico ocho. Los dos han pasado el verano en el campamento Walla Walla, en el Maine, en la propiedad de los señores Keane, y ayer habíamos emprendido viaje para ir a buscarlos.
Steve habría apreciado una sonrisa, una señal de ánimo, pero el teniente se conformaba con escribir, y Steve no sabía lo que escribía. Había intentado en vano leerlo al revés. El teniente no era un hombre huraño, arisco o amenazador. Cabía la posibilidad de que también estuviera cansado, ya que se había pasado la noche patrullando y sin dormir. Pero al menos había podido afeitarse y bañarse.
—¿A qué hora salieron de Nueva York?
A las cinco y algunos minutos, digamos a las cinco y veinte lo más tarde.
—¿Fue usted a buscar a su esposa a su oficina?
—No, nos reunimos como de costumbre en un bar de la calle 45.
—¿Qué bebió usted?
—Un Martini. Después pasamos por nuestra casa para comer algo y recoger el equipaje.
—¿Bebió algo una vez en su casa?
—No.
Dudó antes de mentir. Y se vio obligado, para tranquilizarse, a decirse que no estaba declarando bajo juramento. No comprendía por qué le interrogaban tan minuciosamente cuando, realmente, se encontraba allí para reconocer a su mujer que había sido asaltada en la carretera.
Y aún se sintió más incómodo cuando vio aparecer en el marco de la puerta al anciano de la silla de ruedas, que le miraba y que, debido a su labio colgante y a su rostro paralizado, parecía burlarse de él en silencio.
El teniente no prestó ninguna atención al viejo.
—Sin duda se llevaron ustedes efectos personales para pasar dos días fuera. ¿Es eso lo que usted denomina el equipaje?
—Sí.
Su entrevista había apenas empezado cuando ya una pregunta muy sencilla en apariencia le situaba en una situación sumamente delicada.
—¿A qué hora salieron de Long Island?
—Hacía las siete o las siete y media. Al principio tuvimos que circular muy lentamente, debido a los embotellamientos.
—¿Cuáles son sus relaciones con su esposa?
—Excelentes.
No se había atrevido a responder, debido a la libreta en que el teniente parecía anotar todas sus respuestas, que se amaban. No obstante, esa era la verdad.
¿Dónde se detuvo por primera vez?
Ni siquiera intentó disimular.
—No lo sé con exactitud. Fue casi inmediatamente después del Merrit Parkway. No recuerdo el nombre del lugar.
—¿Su mujer le acompañó?
—No, ella se quedó en el coche.
Exceptuando el asunto de Sid Halligan, no tenía nada que ocultar, lo que había ocurrido con Sid no tenía nada que ver con su esposa, puesto que se había encontrado con él mucho después de haber tenido lugar la agresión.
—¿Qué bebió?
—Un rye.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—¿Doble?
—Sí.
—¿En qué momento empezaron á discutir?
—Realmente no discutimos. Pero yo sabía que Nancy no estaba nada contenta de que me hubiera detenido para tomar una copa.
Todo lo que les rodeada era tan silencioso y tranquilo que ambos parecían vivir en un mundo irreal, en el que nada tenía importancia salvo los actos y los gestos de un tal Steve Hogan. La sala de juntas, con su larga mesa, se convertía en un extraño tribunal en el que no había fiscal, ni juez, sino solo un funcionario que tomaba nota de sus palabras y, en las paredes, siete señores muertos desde hacía mucho tiempo que representaban la eternidad.
Steve no se rebelaba. Ni por un momento sintió la tentación de levantarse y declarar que todo eso no le importaba a nadie, que era un ciudadano libre y que era más bien él quien tenía que pedir cuentas á la policía por haber dejado que un desconocido atacara a su mujer en la carretera.
Y, no obstante, se esforzaba por dar explicaciones:
En estos casos yo también me siento fácilmente de mal humor y suelo formularle reproches. Supongo que lo mismo sucede en todos los matrimonios.
Murray no sonreía, no aprobaba. Seguía escribiendo, indiferente, como si no le correspondiera a él formular una opinión.
Una enfermera, a la que Steve aún no había visto, se detuvo ante la puerta y dio unos golpecitos en el marco para atraer su atención.
—¿Vendrá usted pronto a ver al herido, teniente?
¿Cómo está?
—Le están poniendo una transfusión. Ha recuperado el conocimiento y pretende que puede describir el coche que le ha atropellado.
—Dígale al sacerdote, que está en el coche, que tome nota de su declaración y que haga lo necesario. Iré a verle en seguida. Y reanudó el interrogatorio.
En ese bar en el que se detuvo…
—¿En cuál?
Había hablado demasiado aprisa, pero no tenía demasiada importancia. De todos modos tendrían que llegar a ello.
—El primero. ¿No estableció u usted contacto amistoso con uno de sus vecinos de la barra?
—No, en ese bar no.
Se sentía humillado de antemano por lo que seguiría fatalmente. Todo lo que había hecho, todo eso que parecía tan trivial e inocente la víspera, cuando tal vez había uno o dos millones de norteamericanos bebiendo a lo largo de las carreteras, adquiriría ahora un carácter distinto, incluso a sus propios ojos. Se pasó la mano por las mejillas, como si la barba que las invadía fuera la huella de la falta cometida.
¿Su mujer le amenazó con dejarle plantado allí?
No comprendió de inmediato el alcance de esta pregunta. ¿Se daba cuenta el teniente de que no se había acostado y que estaba llegando a un grado de cansancio que le obligaba a efectuar un gran esfuerzo para comprender el sentido de las palabras?
Solo lo hizo cuando quise detenerme la segunda vez —respondió.
¿Le había hecho alguna otra vez esa amenaza?
—No lo recuerdo.
¿Habló de divorcio?
Steve miró a su interlocutor con una repentina indignación, frunció las cejas y golpeó con el puño sobre la mesa.
—¡Ni por un momento se habló de eso! ¿Adónde quiere ir usted a parar? Me tomé una copa de más. Y quería tomar otra. Intercambiamos algunas frases más o menos duras. Mi mujer me previno de que, si volvía a salir del coche para entrar en un bar, continuaría el viaje sin mí…
Su ira se transformaba paulatinamente en un doloroso estupor.
—¿Ha creído usted realmente que ella pensaba abandonarme para siempre? Pero, en ese caso…
Eso le hacía enfocar las cosas de un modo tal que le faltaban palabras para expresar lo que sentía con exactitud. Era peor de lo que había creído. Si el teniente tomaba nota con tanto cuidado de sus respuestas, si mostraba un rostro impasible, sin concederle la consideración que se muestra hacia cualquier hombre cuya esposa sido herida gravemente, era porque creía que había sido él quien…
Se olvidó de la puerta abierta y elevó el tono de su voz, sin indignación, no obstante, porque se sentía demasiado aplastado por el estupor como para poder indignarse:
—¡Realmente ha pensado usted eso! Pero, teniente, míreme, se lo ruego, míreme de frente, y dígame si tengo el aspecto de…
Precisamente, en esos momentos tenía el aspecto de cualquier cosa, incluida la que pensaba el teniente, con los ojos casi líquidos, los párpados hinchados, la barba de dos días y la camisa sucia. Su aliento apestaba a whisky y sus dedos, en cuanto dejaban de apoyarse en la mesa, empezaban a temblar.
Pregúnteselo a Nancy. Ella le dirá que nunca…
Tuvo que interrumpirse para repetir algo que le quemaba entre los labios:
¡Realmente ha pensado usted eso!
Después de lo cual se dejó caer sobre la silla, resignado, sin más energías ni deseos de defenderse. ¡Que hicieran con él lo que quisieran! De todos modos, dentro de un rato Nancy les explicaría.
Y de repente, otro pensamiento invadió su mente, horrible, angustioso, un pensamiento que crecía y que llegó a eclipsar todos los demás. ¿Y si Nancy no recuperaba nunca el conocimiento?
Casi despavorido, miró al teniente, que manipulaba su bolígrafo y que le decía ahora tranquilamente:
—Por una razón que conocerá en seguida, sabemos desde las diez de esta mañana que no fue usted quien atacó a su esposa.
¿Y hasta las diez de la mañana?
—Nuestro oficio consiste en examinar todas las posibilidades sin descartar ninguna a priori. Cálmese, señor Hogan. No he tenido en ningún momento la intención de inquietarle con preguntas insidiosas. Es usted mismo quien llega a conclusiones totalmente personales. Pero no deja de ser posible que, si las disputas como la que tuvieron esta noche pasada hubieran sido frecuentes, su esposa se hubiera planteado la posibilidad de pedir el divorcio. Eso es todo lo que he querido decir.
—Eso no nos sucede ni una vez al año. Yo no soy un borracho, ni siquiera se me puede calificar de bebedor. Yo…
Un chiquillo se había detenido ante la puerta y les escuchaba atentamente. Esta vez el teniente la cerró. Cuando retornó a su sitio, Steve, que pensaba en lo que había podido ocurrir a las diez de la mañana, preguntó:
—¿Han detenido al agresor?
—Ya hablaremos de ello dentro de un momento. ¿Por qué, cuando usted se paró frente al segundo bar, su esposa no siguió adelante con el coche, tal como le había amenazado con hacer?
—Porque yo me había metido las llaves en el bolsillo.
¿Comprenderían por fin la simplicidad de todo lo ocurrido?
—Quería darle una lección, persuadido de que se la merecía porque a menudo se muestra demasiado arrogante. Después de tomar un par de copas, sobre todo de rye, que no me sienta nada bien, se ven las cosas de otro modo.
Se defendía sin ninguna convicción, no creyendo ya en lo que decía. ¿Qué más le iban a preguntar? Se había figurado que el único punto embarazoso sería el referente a Halligan y, hasta ahora, no se había hablado para nada de él.
—¿Sabe usted qué hora era cuando salió del coche?
—No. El reloj del coche hace mucho tiempo que no funciona.
—¿Su mujer no le dijo entonces que, a pesar de todo, seguiría adelante sola?
Tuvo que hacer un esfuerzo. Ya no sabía por dónde iba.
—No. No lo creo.
—¿No está usted seguro?
—No. Espere un momento. Creo que, si ella me hubiera hablado del autobús, la habría creído capaz de cogerlo y no la hubiera dejado actuar. Ahora estoy seguro. Fue más tarde, al ver las luces del cruce, cuando pensé en la posibilidad del autobús. ¡Exacto! Ahora recuerdo que, al no verla dentro del coche, empecé a buscarla por los alrededores del aparcamiento y a llamarla para que viniera.
—¿Vio si había otros coches?
—Un momento.
Quería mostrar su buena voluntad, ayudar a la policía en la medida de sus posibilidades.
—Me pareció que había sobre todo coches viejos y algunas camionetas. A menos que no fuera en ese bar.
—¿El bar se llama Armandos?
Es posible. Ese nombre me suena.
—¿Lo reconocería?
—Probablemente. Había un aparato de televisión a la derecha de la barra.
Prefirió no hablar de la chiquilla encerrada en un armario con una pastilla de chocolate.
Siga.
Había mucha gente, hombres y mujeres. Recuerdo ahora a una pareja que permanecía inmóvil sin decirse nada.
—¿No observó la presencia de nadie en particular?
—… No.
—¿Habló usted con alguien?
—Un vecino de la barra me invitó a una copa. La iba a rechazar cuando el dueño me hizo un gesto para que la aceptara, sin duda porque el hombre, que ya iba muy lanzado, habría insistido y tal vez provocado un escándalo. Ya sabe usted cómo son estas cosas.
—¿Le devolvió usted la invitación?
—Creo que sí. Es probable que así lo hiciera.
—¿Le habló usted de su esposa?
—Tal vez. Más bien de las mujeres en general.
—¿No le contó usted la historia de la llave?
Se sentía agotado. Ya no sabía nada. Con la mejor voluntad del mundo, empezaba a embrollarlo todo, confundiendo su conversación con el rubio de los ojos azules y sus parrafadas con Halligan. Incluso los bares se superponían en su mente. Le dolía la cabeza, le dolían los arcos superciliares. La camisa se le pegaba a la piel y tenía consciencia de su mal olor.
—¿No observó si ese hombre salía antes que usted?
—Estoy seguro de que no. Yo salí primero.
—¿No tiene la menor duda al respecto?
Había llegado a un extremo en el que ya no estaba seguro de nada.
—Juraría que fui el primero en salir. Recuerdo que pagué, me dirigí hacia la puerta y, al llegar a ella, me di la vuelta. Sí. Él seguía allí.
—¿Y su esposa ya no estaba en el coche?
—Exacto.
Llamaron a la puerta. Era un sargento uniformado, que le hizo comprender a su jefe que deseaba hablarle. Solo mostraba una mano, como si en la otra llevara algo que no quería enseñar a Steve.
El teniente se levantó para ir junto al sargento y ambos intercambiaron algunas palabras en voz baja detrás de la puerta. Cuando Murray regresó, solo, arrojó sobre la mesa un puñado de ropa, sin decir nada.
Eran los efectos de Nancy, que habían encontrado en el interior del portaequipajes del coche.
Así pues, sospechaban de él, puesto que habían registrado el coche aparcado en el patio del hospital.
El policía volvió a sentarse en su sitio, evitando hacer cualquier alusión a lo que acababa de suceder.
Estábamos hablando —dijo con la misma indiferencia— del momento en que usted salió del Armandos y descubrió que su esposa había desaparecido.
—La llamé, convencido de que había ido a dar una vuelta para estirar las piernas.
—¿Llovía?
—No… Sí…
—¿No vio usted a nadie en las proximidades del aparcamiento?
—No, a nadie.
—¿Se marchó usted de inmediato?
Cuando me di cuenta de que no muy lejos había un cruce y recordé las amenazas de Nancy, pensé de inmediato en el autobús. Habíamos adelantado a uno de ellos al caer la noche. Sin duda fue eso lo que me dio la idea. Conducí* el coche lentamente, mirando al lado derecho de la carretera, creyendo que la alcanzaría.
—¿Y no la vio?
No vi nada.
—¿Cuánto tiempo permaneció usted en el Armandos?
Tengo la impresión de haber estado allí unos diez minutos, un cuarto de hora como máximo.
—¿Pero podría ser más tiempo?
Steve dirigió una lastimosa sonrisa a su torturador.
—Tal como están las cosas… —murmuró con amargura.
Apenas si recordaba aún que había encontrado a Nancy, que ella estaba a dos pasos, que no tardaría en verla, en hablarle, quizás en abrazarla. ¿Era totalmente seguro que se lo permitirían?
Lo más curioso era que no les guardaba rencor, que ya no se rebelaba, que se sentía realmente culpable.
Por una cruel ironía recordaba ahora algunas frases de la conversación que, con voz pastosa, había mantenido con Sid Halligan. La cosa había empezado con los carriles, evidentemente, con los carriles y la autopista, y había acabado hablando de las personas que tienen miedo a la vida porque no son unos auténticos hombres.
Entonces, ¿entiendes?, crean reglas a las que llaman leves, y llaman pecado a todo lo que les asusta en los demás. Esta es la verdad, amigo… Si no temblaran, si fueran auténticos hombres, no necesitarían a la policía ni a los tribunales, a los pastores y las iglesias, tampoco los bancos, los seguros de vida, las escuelas dominicales ni los semáforos en las esquinas de las calles. ¿Acaso un tipo como tú no se burla de todo eso? Sin embargo, estás aquí, burlándote de ellos. Y hay cientos que te buscan a lo largo de las carreteras, balando tu nombre en cada emisión de radio. ¿Y tú? ¿Qué haces tú? Conduces tranquilamente mi coche fumándote un pitillo y mandándoles a la mierda.
La cosa había sido más larga, confusa. Recordaba que había buscado la aprobación de su compañero, una simple palabra, un gesto, y que Halligan no parecía escucharle. Tal vez le hubiera dicho, una vez más, con el cigarrillo pegado a los labios:
—¡Cierra el pico!
Steve se había prometido esta mañana pedirle perdón a Nancy. Pero no solo debía arreglar sus cuentas con ella, sino con todo un mundo, representado por el teniente de cabellos rojizos y rizados, que tenía derechos sobre él.
—Cuando llegué al cruce, me dirigí a la cafetería que hace esquina. La mujer de la barra podrá confirmarlo. Primero le pregunté si había visto a mi esposa.
—Ya lo sé.
¿Se lo ha dicho ella?
Así es.
Nunca había imaginado que algún día sus actos y sus gestos adquirirían tal importancia.
—¿Y también le ha dicho que fue a través de ella como me enteré de que el autobús acababa de irse?
—Exacto. Usted volvió a subir al coche y, según sus propias palabras, se marchó como un loco.
Fue el único momento en que apareció una leve sonrisa en el rostro del teniente.
Pensaba atrapar el autobús y suplicarle que continuara conmigo.
—¿Y lo atrapó?
No.
¿A qué velocidad iba?
Por momentos fui a más de ciento veinte. Es sorprendente que no me pusieran ninguna multa.
—Lo realmente milagroso es que no tuviera usted ningún accidente.
—Es cierto —admitió Steve, con la cabeza gacha.
¿Cómo se explica usted que, circulando a tal velocidad, no pudiera alcanzar un autobús que no podía ir a más de ochenta por hora?
—Me equivoqué de camino.
—¿Sabe usted por dónde fue?
—No. Esa misma noche, cuando mi mujer aún iba conmigo, me equivoque una vez de carretera, pero de inmediato fuimos a parar a la correcta. Ya solo, empecé a dar vueltas.
—¿Sin detenerse?
¿Qué iba a hacer? Había llegado el momento que temía desde que había abierto los ojos, solo en el coche, junto a un bosque de pinos. Esta mañana había decidido no decir nada, sin saber exactamente por qué. Evidentemente, le humillaba confesar a Nancy sus relaciones con Halligan. Pero en su decisión también tenía su importancia el deseo de evitar un largo interrogatorio de la policía.
Y de buen o mal grado, estaba siendo sometido desde hacía cerca de una hora, a ese interrogatorio y se preguntaba cómo había sido atrapado en el engranaje. Se veía a sí mismo entrando detrás del teniente en la sala con la larga mesa, con la mente suficientemente despejada y clara como para mirar las fotos de los ancianos señores.
Esperaba que se trataría* de un mero trámite. Al principio, decía más de lo que le preguntaban. Ahora, le parecía ser una especie de bestia acorralada. Ya no se trataba de Nancy, ni de Halligan, sino de él, y apenas se habría sorprendido si le hubieran declarado que era su propia vida lo que estaba en juego.
Durante treinta y dos años, pronto treinta y tres, había sido un hombre honesto; había seguido los carriles, tal como proclamaba con tanta vehemencia la noche anterior, buen hijo, alumno honorable, empleado, esposo, padre de familia, propietario de una casa en Long Island; nunca había violado una ley, jamás había comparecido ante un tribunal de justicia y todos los domingos por la mañana iba a la iglesia con su familia. Era un hombre feliz. No le faltaba nada.
¿De dónde salía entonces todo lo que declamaba cuando había bebido una copa de más y empezaba a atacar a Nancy antes de emprenderla contra toda la sociedad? Todo eso tenía que venir de alguna parte. El mismo fenómeno se producía cada vez y, cada vez, su rebelión seguía exactamente el mismo curso.
Si pensase realmente lo que decía, si ello formase parte de su personalidad, de su carácter, ¿no seguiría pensándolo al día siguiente al despertarse?
Sin embargo, al día siguiente su primer sentimiento era invariablemente de vergüenza, acompañado de un vago temor, como si se diera cuenta de que había faltado a alguien o algo, a Nancy en primer lugar, a la que pedía perdón, pero también a la comunidad, a una potencia más inconcreta que podría pedirle cuentas por su actuación.
Y ahora, precisamente, le estaban pidiendo esas cuentas. Aún no le acusaban. El teniente no había formulado ningún reproche y se contentaba con hacer preguntas y anotar las respuestas, lo cual le parecía a Steve aún más amenazador. Además, el teniente había arrojado las ropas de Nancy sobre la mesa, sin aludir para nada a ellas.
¿Qué era lo que le impedía a Steve confesarlo todo sin esperar a verse acorralado?
No se atrevía a responder a esta pregunta. Por otra parte, todo resultaba confuso. ¿Es que, después de lo que había sucedido entre ellos la noche anterior, no sería un gesto sucio, una cobardía, traicionar a Halligan?
Cada vez se convencía más de que se había convertido en su cómplice, y así era cierto de acuerdo con la ley. No solo no había intentado impedir su huida, sino que le había ayudado, y no por culpa del revólver que le apuntaba.
¡Era preciso no perder de vista que, en aquel momento, él estaba viviendo su noche!
Por la mañana, había llamado por teléfono a los hoteles, los hospitales y la policía. ¿Había mencionado al fugitivo de Sing-Sing?
Le quedaban algunos segundos para escoger. El teniente no le presionaba, sino que esperaba con gran paciencia.
¿Cuál ha sido su última pregunta?
—¿Sin detenerse?
—Me detuve una vez —dijo al fin.
—¿Recuerda dónde?
Se quedó callado, con la mirada fija en los reflejos dorados de la mesa y la certeza de que el policía tomaba en consideración ese silencio.
—En una log cabin.
El otro insistió:
—¿Dónde?
—Un poco antes de llegar a Providente. Hay un hostal al lado.
¿Por qué notaba una distensión en la atmósfera? ¿En qué podía aliviar esta respuesta al teniente que, de repente, le miraba no con los ojos de un funcionario que sigue la rutina de su trabajo, sino, según le parecía a Steve, con ojos humanos?
Eso le emocionó. Aquella mañana le habían mirado con los mismos ojos. Pero la camarera de la cafetería, por ejemplo, al igual que la telefonista que se interesaba por lo que le sucedía, solo veían en él a un hombre que acababa de enterarse de una mala noticia. Ambas lo ignoraban todo acerca de la noche que acababa de pasar. Solo el dueño del garaje mostró algunas sospechas.
¿No se habría decidido el hombre del puro a comunicárselas a la policía? Era plausible. Steve no le había dado ninguna explicación válida acerca del estado del portaequipajes, donde es muy poco habitual encontrar ropas de mujer mezcladas con las herramientas. Tampoco le había dicho ni cómo ni cuándo había perdido la cartera y toda su documentación.
Todo era posible, y Steve estaba convencido de que, mucho antes de que ambos se sentaran junto a la larga mesa en la que ocho sillas permanecían vacías, el teniente Murray ya lo sabía.
El policía también parecía sensible a los matices y le era suficiente mirar a su interlocutor para comprender que este tenía grandes deseos de confesarlo todo.
—¿Le dijo cómo se llamaba? —preguntó el teniente, como si tuviera la seguridad de ser entendido.
—No sé si se trata de él. Espere…
Steve sonreía ahora y casi se burlaba de su turbación anterior.
—Tengo la cabeza muy confusa… Fui yo… Sí, estoy casi completamente seguro de que fui yo quien adivinó cuando lo encontré en el coche… Acababan de hablar de él por la radio…
Remontaba a la superficie. Tragó una gran bocanada de aire y miró despechado a la puerta, a la que alguien estaba llamando.
—¡Pase!
La enfermera jefe del primer piso no se dirigió a él, sino al policía, al que parecía conocer bien.
El doctor dice que el señor Hogan puede subir.
La enfermera se acercó al teniente, se inclinó y le habló al oído. Su interlocutor denegó con la cabeza y ella le habló de nuevo.
Oiga, Hogan —dijo finalmente el policía—. Hasta ahora no he tenido ocasión de ponerle al corriente de ciertos hechos. En parte, tiene usted la culpa. Primero necesitaba…
Steve hizo un signo dando a entender que comprendía. Si hubiera hablado de inmediato, haría rato que ambos habrían acabado. Empezaba a considerar su propia obstinación como ridícula.
—Su esposa está fuera de peligro. A este respecto, el médico se muestra categórico. De todos modos, sigue en estado de shock. Sea cual sea su actitud, diga lo que diga, es muy importante que usted permanezca tranquilo.
No entendió exactamente qué significaba todo eso, pero, con la garganta seca, dijo dócilmente:
—Lo prometo.
Todo lo que sabía es que iba a verla, y eso le hacía sentir como una especie de corriente de aire en la espalda. Siguió a la enfermera por el pasillo, mientras el teniente andaba detrás suyo sin hacer el menor ruido con sus botas.
No utilizaron el ascensor, sino que fueron por la escalera hasta alcanzar el cruce de los pasillos. Habria sido incapaz de decir si habían girado a la derecha o a la izquierda. Pasaron por delante de tres puertas abiertas y él evitó mirar al interior; un médico salió de una cuarta sala, le hizo una seña a la enfermera indicando que todo iba bien, dirigió una larga mirada a Steve y estrechó la mano del teniente.
—¿Cómo estás, Bill?
Esas palabras se grabaron en su memoria como si hubieran tenido una importancia trascendental. Sus piernas flaqueaban. Vio a su izquierda, a lo largo de la pared, tres camas, no seis como se había imaginado por la mañana, una anciana que leía sentada en la suya, situada cerca de la ventana, otra, con el pelo peinado formando dos trenzas, sentada en una silla y una tercera que parecía dormir y respiraba con dificultad. Ninguna de ellas era Nancy. Esta se encontraba al otro lado, donde había otras tres camas, en la que había quedado oculta por la puerta.
Al verla, pronunció su nombre, primero como un suspiro; después lo repitió más fuerte, intentando adoptar un tono alegre, por ella, para que no se asustara. No comprendía por qué le miraba con una especie de espanto, hasta tal punto que la enfermera creyó necesario ir a acariciarle un hombro mientras murmuraba:
—Ya ha venido, ¿no lo ve? Está muy contento por haberla encontrado. ¡Todo irá bien!
—¡Nancy! —llamó él, sin poder ocultar más su angustia.
No podía reconocer su mirada. Quizá las vendas que le envolvían la cabeza hasta las pestañas y le tapaban las orejas modificaban el aspecto de su rostro. Este tenía un color tan blanco que parecía sin vida, y los labios, debido a su palidez, le parecían distintos. Nunca los había visto tan delgados, tan apretados, como los labios de una anciana. Esperaba ver todo esto, pero no esperaba esos ojos que tenían el miedo de él y que se apartaron de repente.
Dio algunos pasos y cogió una de las manos posadas sobre la sábana.
—Nancy, cariño, perdóname…
Se vio obligado a inclinarse para oír lo que ella respondía.
—¡Cállate!
—Nancy, estoy aquí, te curarás en seguida, el doctor está seguro de ello. Todo va bien. Nosotros…
¿Por qué se seguía negando a mirarle de frente y se obstinaba en volver la cara hacia la pared?
—Mañana iré a buscar a los niños al campamento. Están muy bien. Ya los verás…
—¡Steve!
Creyó comprender que deseaba que se inclinase aún más.
—Sí. Te oigo. ¡Me siento tan contento por haberte encontrado! ¡Me he arrepentido tanto de mi estupidez!
—¡Chis…!
Era ella quien deseaba hablar, pero primero tenía que recuperar las fuerzas.
—¿Te lo han dicho? —inquirió Nancy, mientras él veía brotar algunas lágrimas de sus ojos y sus dientes se apretaban hasta tal extremo que los oyó rechinar.
La enfermera le tocó en el brazo como para transmitirle un mensaje y él murmuró:
—Claro, me lo han dicho.
—¿Podrás perdonarme algún día?
—Pero si soy yo, Nancy, quien te pide perdón, soy yo quien…
—¡Chis! —repitió ella.
Lentamente Nancy volvió el rostro para mirarle, pero, cuando él se inclinó algo más para rozar sus labios, le rechazó de repente con sus débiles brazos, gritando:
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No puedo!
Steve se enderezó, asombrado. El médico entró en la sala y se dirigió hacia la cabecera de la cama, mientras la enfermera susurraba:
—Venga conmigo. Es mejor dejarla sola.