… Una mujer joven, de unos treinta años, cuya identidad no ha sido establecida, ha sido encontrada sin conocimiento, esta noche hacia la una, al borde de la carretera número 3, cerca del cruce de Pennichuck.
La herida que presenta en la cabeza y el estado de sus ropas hacen suponer que ha sido víctima de una agresión. Trasladada al hospital de Waterly, aún no ha podido ser interrogada, Su estado es satisfactorio.
Señas de identidad: 1,65 de estatura, piel clara, cabellos castaños. Su traje de chaqueta verde pálido y sus zapatos de ante de un verde algo más oscuro provienen de un gran almacén de la Quinta Avenida, en Nueva York. No se ha localizado el bolso en los alrededores.
La camarera había tenido que abandonar la barra para atender a una pareja de ancianos que acababa de descender de un Cadillac descapotable. El hombre, que debía tener unos setenta años, se mantenía muy derecho. De piel tostada por el aire libre, llevaba un traje de franela blanca, con una corbata de color azul claro, y su pelo tenía el mismo color blanco sedoso que el de su esposa. Ambos, tranquilos, sonrientes, se comportaban en la cafetería con tanta distinción como si estuviera salón y mostraban una exquisita cortesía en sus relaciones con la camarera, intercambiando con ella frases amables. Resultaba fácil imaginarles en una amplia mansión rodeada de céspedes impecables, que acababan de abandonar para ir a visitar a sus nietos. Los paquetes, visibles sobre los asientos de cuero rojo del coche, contenían con toda seguridad diversos juguetes. Ambos continuaban, después de treinta o treinta y cinco años de vida en común, sonriéndose con arrobo, rivalizando en atenciones.
Steve, con el periódico sobre las rodillas, no se daba cuenta de que les miraba atentamente mientras esperaba que la camarera, ocupada ahora en anotar en su libreta lo que le pedía la pareja, regresara junto a él. No tenía nada especial que decirle. No tenía nada que decirle a nadie, excepto a Nancy. Solo necesitaba que se ocuparan de él, aunque no fuera más que mirándole amistosamente. Su excusa para esperar a la muchacha era que no tenía monedas para llamar por teléfono.
Una vez que ella hubo depositado el tocino sobre la placa, él murmuró:
—Es mi mujer.
—Ya me lo había figurado…
—¿Puede darme más monedas?
Le tendió dos dólares y ella eligió monedas de diez centavos.
Bébase primero el café. ¿Quiere usted otro caliente?
—Gracias.
Se lo bebió para complacerla, como por agradecimiento, se dirigió a la cabina telefónica y se encerró en ella.
La telefonista aún no sabía nada de lo ocurrido y, al reconocer su voz, le dijo bromeando:
—¿Otra vez usted? Se va a arruinar…
Póngame con el hospital de Waterly, en Rhode Island.
¿Alguien enfermo?
—Mi esposa.
—Discúlpeme.
—No tiene importancia.
Después oyó que decían:
¿Oiga, Providence? Póngame con el hospital de Waterly y dese prisa. Es muy urgente.
Mientras esperaba que le pusieran en comunicación, la telefonista se dirigió de nuevo a él:
—¿Ha tenido su esposa un accidente? ¿Era ella la persona que esperaba encontrar en el Maine?
—Sí.
—¿Oiga, es el hospital? Un momento.
Steve no había preparado su frase. Todo era nuevo para él y se sentía incómodo.
Querría hablar con la señora Hogan, señorita, con la señora Nancy Hogan.
Deletreó el nombre, que ella repitió a alguien, a la vez que añadía:
—¿La conoces? No la veo en la lista.
—Mira en la maternidad.
Él intervino.
—No, señorita. Mi esposa ha sido herida esta noche en la carretera y la han trasladado a ese hospital.
—Un momento, debe de haber algún error.
Steve no comprendía que resultara tan difícil establecer contacto con Nancy ahora que ya la había localizado.
—Seguramente se trata de un error —le confirmaron después de que hubiera transcurrido un cierto tiempo—. Desde las once el hospital está completo y no hemos podido aceptar a nadie más. Incluso hemos tenido que instalar provisionalmente algunas camas en los pasillos.
—El periódico dice que…
Espere un momento. Es posible que haya recibido los primeros cuidados en la enfermería y que después la hayan enviado a otro centro. En un fin de semana como este hacemos todo lo que podemos, pero…
Al otro lado del hilo telefónico, sin duda en el patio del hospital, oyó la sirena de una ambulancia.
Le aconsejo que llame al New London. Es allí adonde los enviamos por regla general…
Una voz de hombre llamó a la muchacha, que dejó la frase a medias. Con la seguridad de que la telefonista estaba escuchando, Steve le dijo:
—¿Ha oído usted?
Sí. Están desbordados de trabajo. ¿Le pongo con el New London?
Sí, por favor. ¿Tardará mucho?
—No lo creo. ¿Tendrá la amabilidad de introducir cuarenta centavos en el aparato?
De repente se sintió tan fatigado que, si se hubiera atrevido, le habría rogado a la camarera que pidiera las comunicaciones en su lugar. La noche anterior había visto pasar algunas ambulancias, había visto heridos que esperaban los primeros auxilios al borde de la carretera y no había pensado en los parientes que, al igual que le sucedía ahora a él, deberían enfrentarse para tener noticias a tan ridículas dificultades.
—El hospital New London al habla.
Repitió su parrafada y deletreó el nombre de su esposa por dos veces.
¿No sabe usted si está en la sección de cirugía?
Lo ignoro, señorita. Se trata de mi esposa. Ha sido asaltada en la carretera.
De pronto, se dio cuenta de la estupidez que estaba cometiendo. Nancy no podía estar inscrita a su nombre ya que el periódico decía que no había sido identificada.
—¡Espere! Su nombre no consta en sus listas.
—¿Con qué nombre está, pues, inscrita?
—Con ninguno. Me acabo de enterar hace un momento por el periódico de lo que ha sucedido.
—¿Qué edad tiene?
Treinta y cuatro años, pero aparenta unos treinta. Y el periódico dice treinta.
Tenía que llamar de nuevo a Waterly. La habían buscado con el nombre de Hogan. Cierto que añadieron que no se había admitido a nadie después de las once de la noche, pero la recepcionista podía equivocarse.
—Lo lamento. No tenemos a nadie que corresponda a esas señas. La pasada noche varias ambulancias han tenido que dirigirse hacia otros hospitales.
Steve esperó hasta conectar de nuevo con la telefonista:
—Póngame otra vez con Waterly.
La operadora parecía sentirse incómoda cada vez que le decía las monedas que debía introducir en el aparato. Steve bebió otro sorbo. No lo hacía por placer ni tampoco por vicio. La cabeza empezaba a darle vueltas en la cabina sin aire y, por pudor, para no aburrir a todos los presentes con sus desgracias, no se atrevía a dejar abierta la puerta. La pareja de ancianos comía lentamente, sin dejar de hablar, y él se preguntó qué podían decirse después de tantos años de vida en común. —Perdone que la vuelva a molestar, señorita, pero acabo de darme cuenta de que mi esposa no ha podido ser inscrita con su nombre. Y de nuevo se esforzó por explicar el caso lo más claramente posible. Su frente estaba cubierta de sudor. Su camisa olía a sudado.
¿Se presentaría ante Nancy tal como iba, sin ni siquiera afeitarse?
—No, señor, lo he comprobado cuidadosamente. ¿Ha intentado usted en el New London?
Colgó el aparato totalmente desanimado. Y fue la camarera, después de que le hubiera explicado el resultado de sus gestiones, quien le sugirió:
—¿Por qué no llama usted a la policía?
Le quedaban dos billetes de un dólar. Tendría que pagar al garaje con un cheque. Dadas las circunstancias, no se atreverían a rechazárselo.
—Vuelvo a necesitar monedas. Lo lamento.
Se sentía humilde, caminaba con los hombros hundidos y la cabeza gacha.
—¿Es la policía de Pennichuck?
La sonora voz que respondió llenó toda la cabina.
—¿Qué desea?
Volvió a explicarse. Era la enésima vez.
—Lo siento de veras, pero no es asunto nuestro. Estoy solo aquí. He oído hablar de algo por el estilo, pero ha ocurrido fuera de los límites de nuestra jurisdicción. Llame al sheriff o a la policía estatal. En mi opinión, es preferible que hable con la policía estatal. Han patrullado toda la noche. Llame el número 337 de Limestone.
Desde que había establecido contacto con la policía, no dejaba por un instante de recordar el perfil de Sid Halligan, con su cigarrillo colgándole de los labios.
—Sí… Sí… Estoy vagamente al corriente… El teniente que se ocupa del asunto no está aquí… Volverá dentro de una hora… ¿Cómo?… ¿Es usted su esposo?… Deme de todos modos su nombre, tomaré nota… H como Horacio, O como… sí… ¿Está usted cerca de aquí?… ¿No?… ¿No lo sabe?… Supongo que habrá sido trasladada al hospital de Waterly… ¿No está allí?… ¿Está seguro?… ¿Ha intentado hablar con el hospital Lakefield?… Han tenido tanto trabajo esta noche pasada que han colocado a la gente donde han podido…
Después de Lakefield, que no sabía nada, estuvo a punto de abandonar, pero decidió intentarlo una vez más. Acababan de hablarle de otro hospital, en Hayward, situado más o menos en el mismo sector.
Apenas se atrevía a repetir su perorata, que le parecía ridícula.
¿Ha sido ingresada por casualidad en su establecimiento, esta noche, una mujer que ha sido atacada en la carretera?
—¿Quién está al aparato?
Su marido. He leído el periódico de esta mañana y estoy seguro de que se trata de mi mujer.
—¿Dónde está usted?
En el New Hampshire. ¿Está mi mujer en su hospital?
Si se trata de la persona que ha sido herida en la cabeza, sí, está aquí.
—¿Puedo hablar con ella?
—Lo siento, pero solo hay teléfono en las habitaciones privadas.
Supongo que su estado no le permitirá venir hasta la centralita para hablar conmigo…
Espere un momento. Preguntaré a la enfermera de su piso. Pero no lo creo…
¡Por fin la había encontrado! Aún les separaban unos doscientos kilómetros aproximadamente, pero al menos ya sabía dónde estaba. Si estuviera muerta ya se lo habrían dicho. En todo caso la telefonista se hubiera mostrado incómoda. Lo que le decepcionaba era saber que Nancy no disponía de una habitación privada. Y en su mente aparecía la imagen de seis o siete camas alineadas a lo largo de una pared, con enfermas que gemían.
—¿Oiga? ¿Sigue usted ahí?
—Sí.
—Su esposa no puede hablar con usted por teléfono y el médico ha ordenado que no se la moleste para nada.
—¿Cómo está?
—Supongo que bien.
—¿Ha recuperado el conocimiento?
—Si tiene la amabilidad de esperar un momento, le pondré con la enfermera jefe, que quiere hablar con usted.
La nueva voz era la de una mujer ya de edad, con un tono mucho más seco que el de la recepcionista.
—Me han dicho que usted es el marido de la mujer herida…
—Sí, así es. ¿Cómo se encuentra?
—Todo lo bien que cabe, dadas las circunstancias. El médico la ha vuelto a examinar hace una hora y ha confirmado que no hay fractura de cráneo.
—¿Es grave su herida?
—Lo peor ha sido el shock.
—¿Aún no ha recuperado el conocimiento?
Al otro lado se produjo un silencio, una vacilación.
—El doctor quiere que su esposa repose y ha prohibido que se la interrogue. Antes de marcharse, le ha recetado un medicamento que la hará dormir durante algunas horas. ¿Tendría la amabilidad de darme su nombre?
¿Sería la última vez que tendría que deletrearlo por este día?
—Dirección, número de teléfono… La policía, que ha venido esta mañana a primera hora, nos ha pedido que tomáramos nota de todos los datos si alguien se presentaba a reconocerla… El teniente ha dicho que volverá a pasar durante el día…
—Voy hacia ahí de inmediato. En el caso de que mi mujer se despertara, tendría la amabilidad de decirle que…
¿Qué podía decirle? Que él llegaba. No había otra cosa que decir.
Pienso estar ahí dentro de tres o cuatro horas. Pero no lo sé con exactitud. Aún no he mirado el mapa…
Y adoptó un tono de voz casi suplicante para añadir:
—¿Supongo que no podrán proporcionarle una habitación privada? Evidentemente, pagaré lo necesario…
Estimado señor, puede estar usted contento de que hayamos podido darle una cama…
Steve sintió las lágrimas correr por sus mejillas, de repente, sin una razón concreta, y dijo con una efusión que no correspondía a nada en concreto:
—Le estoy muy agradecido, señora. Cuídela bien.
Cuando regresó a la barra, la camarera, sin decir una palabra, colocó un plato de huevos con tocino frente a él. Steve la miró, sorprendido e indeciso.
Tiene usted que comer algo, es necesario…
—Mi mujer está en Hayward.
—Ya lo sé. Le he oído.
No creía haber hablado tan fuerte. Quizás otras personas también le habían escuchado y le miraban ahora con simpática curiosidad.
Me pregunto si primero no debería ir a buscar a mis hijos…
Comía, sorprendido al verse con el tenedor en la mano.
—No. Eso me haría perder como mínimo tres horas y no quiero llevarles al hospital. Una vez allí, no sabría qué hacer con ellos.
Tenía que conseguir dinero, pues solo le quedaba el suficiente para pagar el desayuno y necesitaría reponer gasolina.
¿No le importa si vengo a pagarle dentro de unos minutos? Tengo que cambiar un cheque en el garaje donde he dejado el coche.
Se veía ahora a sí mismo como una especie de aprovechado. Todo el mundo se mostraba amable con él debido a que su esposa había sido atacada en la carretera y estaba en un hospital. Le hablaban con amabilidad y, gracias también al accidente de Nancy, ya no dudaba ante el hecho de tener que hablar del cheque. El hombre del puro, en el interior del despacho en el que los neumáticos formaban una oscura columna, le miraba cada vez con mayor interés a medida que él hablaba.
—Necesito forzosamente ir a Hayward. He perdido la cartera y no llevo ninguna documentación encima. Pero podrá ver mi nombre y dirección en el coche.
—¿Cuánto necesita?
No lo sé. ¿Veinte dólares? ¿Cuarenta?
—Creo que le resultará más conveniente llevarse una rueda de recambio y un neumático nuevo.
¿Tardará mucho?
—Diez minutos. ¿Dónde me ha dicho que están sus hijos?
—En el campamento Walla Walla, en el Maine, al cuidado del matrimonio Keane.
—¿Por qué no les llama por teléfono?
Estuvo a punto de decir que no, pero comprendió que el hombre había encontrado esa forma de asegurarse al menos sobre su identidad. Entró en la cabina telefónica, dejando la puerta abierta.
—¡Ha cambiado usted de aparato! —se sorprendió la telefonista.
Esta vez fue el marido quien respondió desde el campamento:
—Le habla Steve Hogan.
Tuvo que oír todo cuanto el antiguo boy-scout tuvo ganas de contarle, esperando el momento apropiado para cortarle la palabra.
—Señor Keane, quería decirle que… Mi esposa ha sido herida en la carretera. He logrado localizarla. Dentro de un momento me voy a Hayward… ¡No! No quiero hablar ahora con mis hijos. No les diga nada. Solo que iremos a buscarles dentro de uno o dos días… ¿No le causará eso demasiadas molestias?… ¿Cómo dice?… No lo sé… No sé nada, señor Keane… Que no sospechen que su madre ha resultado herida.
Mientras acababa de hablar, el hombre del puro había sacado algunos billetes de un cajón y los había colocado encima de la mesa, después de contarlos.
—Hágalo por cuarenta dólares —dijo.
Le miró insistentemente mientras firmaba el cheque y Steve, incómodo, se preguntaba si el hombre seguía teniendo sus dudas respecto a su honradez. Solo al llegar a la puerta el dueño del garaje apoyó la mano en el hombro de Steve.
—Confíe en mí. Dentro de diez minutos tendrá a punto el coche. Los dedos, duros como herramientas, no se movían del hombro de Steve.
La noche pasada, ¿no viajaba usted con su esposa en el coche?
Para evitar tener que dar una larga explicación, Steve dijo que no.
Mi mecánico se ha sorprendido al encontrar ropa interior femenina mezclada con las herramientas.
Así pues, desde que habían abierto el portaequipajes, le miraban sospechosamente. ¿Qué habían pensado? ¿Qué habían creído que había hecho? Si la policía hubiera pasado por allí en aquellos momentos, ¿no le habrían hablado del asunto?
—Es ropa de mi mujer —murmuró Steve, sin encontrar otra explicación.
En la carretera, la circulación automovilística era cada vez más densa, y entre los vehículos empezaban a mezclarse algunos procedentes de Nueva York. Era la segunda oleada. La de las personas a las que no les gusta viajar de noche y salen el sábado por la mañana muy temprano. Después seguiría una tercera oleada, los vendedores y vendedoras de las tiendas que aún trabajaban aquella mañana y cuyo fin de semana no empezaba hasta el mediodía del sábado. Cuarenta y cinco millones de automovilistas…
La camarera que le había tomado bajo su protección cometió un error en el momento en que él se despedía de ella dándole las gracias por todo.
—No conduzca demasiado rápido. Sea prudente —le recomendó—. Y pase a saludarme con su esposa cuando vayan en busca de sus hijos…
Precisamente a causa de estas recomendaciones, del extremo cansancio que sentía, la carretera, con su ruido obsesivo provocado por los miles de neumáticos sobre el asfalto, le daba miedo. Se sentó ante el volante y tuvo que esperar bastante hasta que un hueco en el cortejo le permitió dar un viraje e introducirse en la hilera de vehículos que se dirigían hacia Boston.
El asiento situado junto al suyo estaba vacío. Normalmente, ese era el sitio que ocupaba Nancy. Era raro que condujera sin que ella estuviera allí. Contrariamente a la anciana pareja del Cadillac, ellos hablaban poco. Recordaba el gesto de su mujer al poner en marcha la radio en cuanto habían recorrido algunos kilómetros. Los domingos de primavera y otoño, cuando iban a dar una vuelta, niños viajaban detrás, pocas veces sentados, pues preferían apoyarse en el respaldo de los asientos delanteros. Su hija era la que se mantenía detrás suyo y él podía notar su aliento en la nuca. La niña hablaba por los codos, de todo y de nada, sobre los coches que pasaban y acerca del paisaje, afirmativa, segura de sí misma, encogiéndose de hombros con condescendencia cuando su hermano se permitía formular una opinión.
—¡Que llegue pronto el campamento! —suspiraban a veces Nancy y él cuando regresaban, aturdidos, de una de estas excursiones.
Y cuando llegaba por fin el verano, no sabían aprovechar su soledad.
Le parecía tan extraño viajar solo que incluso sentía vergüenza. Al mirar el asiento vacío, recordó también a Halligan, que le había ocupado una parte de la noche, y sus dedos empezaron a temblar de impaciencia. Necesitaba un trago si quería conducir más o menos adecuadamente. Incluso era aconsejable para su seguridad. Se notaba tan inquieto que temía sin cesar hacer girar bruscamente el volante y chocar contra los coches de otra hilera.
Esperó hasta que nadie pudo verle y entonces se llevó la botella a los labios. Incluso Nancy habría comprendido y aprobado. Aquella noche en que había tenido que desnudarle y meterle en la cama, fue ella misma quien, por la mañana, mientras él estaba en el baño, con el aspecto de un fantasma más bien que el de un hombre, le llevó una copa.
—En cuanto te hayas bebido esto, te sentirás más sólido.
Se juró a sí mismo que no entraría en ningún bar, sucediera lo que sucediera, y que tampoco se detendría para comprar otra botella.
A pesar de su prisa por llegar, no dejaba que el cuentakilómetros superara los ochenta por hora y se detenía en cuanto un semáforo se ponía en amarillo. Tenía miedo a perderse mientras atravesaba Boston, donde, normalmente, era su mujer quien le dirigía, pero por fin atravesó la ciudad y, como por un milagro, se encontró en la carretera adecuada, por la que había pasado la noche anterior sin saberlo.
Resultaba totalmente imposible evitar Providence. Y le sorprendió ver una ciudad tan clara y alegre. Después solo tenía que tomar la carretera de la víspera y volver a divisar los bares en los que se había detenido, puesto que ahora descendía directamente hacia la entrada de la bahía.
¿Querría interrogarle el teniente del que le había hablado la enfermera jefe? ¿Le pediría cuentas de lo que había hecho durante la noche? Tendría que decirle por qué no estaba con su mujer en el momento en que esta fue asaltada. Lo más fácil era decir la verdad, al menos en parte, y hablar de su discusión. ¿Es que existe alguna pareja entre la que nunca se producen discusiones de ese tipo? ¿Podrían encontrarse muchos hombres que no bebieran un trago de más de vez en cuando?
Lo más extraordinario era que, cuando Nancy abandonó el coche, él no estaba borracho. Según su expresión, quizás estuviera en el túnel. Había bebido lo preciso para mostrarse impaciente con Nancy, pero, si su mujer no se hubiera ido, probablemente no habría ocurrido nada. Se habrían peleado a lo largo del camino. Él se habría quejado de que ella no le trataba como a un hombre, quizá le hubiera reprochado, como solía hacer en esos casos, preferir la oficina de Schwartz & Taylor a su propia casa.
Eso era injusto. Si ella no hubiera reanudado su trabajo después del nacimiento de sus hijos, no habrían podido comprarse la casa, ni siquiera pagándola en doce años. Tampoco tendrían coche. Se habrían visto obligados a vivir en un barrio alejado del centro, pues no podían seguir viviendo indefinidamente en una vivienda de tres habitaciones, tal como habían hecho en la primera época.
Todo esto se lo decía ella con voz tranquila, algo más apagada que de costumbre, con un cierto encogimiento de las aletas de la nariz que solo se producía cuando decía algo desagradable.
Pero también era cierto que ella se sentía feliz en su oficina, donde ocupaba un cargo importante y gozaba de una gran consideración. Por ejemplo, cuando Steve la llamaba por teléfono, la telefonista respondía invariablemente:
—Un momento, señor Hogan, voy a ver si la señora Hogan puede ponerse al aparato.
Y a veces, después de haber manipulado sus clavijas, añadía:
—¿Tendría usted la amabilidad de llamar algo más tarde? La señora Hogan está en una reunión.
Con el señor Schwartz, sin lugar a dudas. Puede que este no le hiciese la corte. Estaba casado con una de las mujeres más hermosas de Nueva York, una antigua modelo, cuyo nombre aparecía cada semana en los ecos de sociedad de los periódicos. A pesar del cuidado exagerado que Schwartz mostraba respecto a su aspecto exterior, Steve, que le había visto varias veces, lo encontraba repugnante.
Estaba convencido de que no había nada entre ellos. Pero no por ello dejaba de sentir como si le abofetearan cada vez que Nancy le decía:
—Max me hablaba hace un rato de… Si se trataba del teatro, ella zanjaba:
—La obra no vale nada. Max fue a verla ayer.
¿Iba a empezar de nuevo con sus jeremiadas? ¿Acaso olvidaba que Nancy estaba herida en la cama de un hospital? No se había atrevido a preguntarle a la enfermera en qué lugar de la cabeza la habían golpeado, ni, sobre todo, si estaba desfigurada.
Encendió la radio con la esperanza de que eso le evitaría pensar. No le prestó atención y siguió circulando un rato antes de decirse que quizá fuera indecente escuchar cancioncillas mientras se dirigía a la cabecera de su mujer. Lamentaba profundamente haber dejado a sus hijos en el campamento. No podía prever cuándo iría a buscarlos. Los Keane cerraban el campamento durante el invierno, que pasaban en Florida. Se decía que eran muy ricos y tal vez fuese cierto.
La primera señal anunciando Hayward le hizo sentirse nuevamente febril. Solo le quedaban por recorrer unos veinticinco kilómetros, sobre una carretera repleta de vehículos que iban a embarcarse en el ferry con destino a las islas. Aprovechó un momento en que los coches se detuvieron, se inclinó sobre el tablero de mandos y acabó el contenido de la botella, que arrojó a la cuneta.
Más tarde ya tendría tiempo de ocuparse de su barba y de comprarse alguna ropa. En el momento en que llegó a la ciudad, un reloj señalaba las doce del mediodía. Tardó un cierto tiempo en escapar de la hilera de coches que le empujaba hacia el ferry.
—¿Tendría la amabilidad de decirme dónde se encuentra el hospital?
Le indicaron el camino, pero tuvo que informarse por segunda vez. Se trataba de una construcción de ladrillos rosa, cuadrada, con tres pisos. Detrás de las ventanas se percibían algunas camas. Cinco coches, en el patio, llevaban la matrícula especial de los médicos y, en esos momentos, se estaba sacando con sumo cuidado una camilla del interior de una ambulancia.
Localizó la entrada de los enfermos y de las visitas y se inclinó ante la ventanilla.
—Steve Hogan —anunció—. He llamado por teléfono hace un rato desde New Hampshire con respecto a mi esposa.
Había allí dos enfermeras vestidas de blanco, una de las cuales llamaba por teléfono mientras le lanzaba una mirada llena de curiosidad. La otra, rechoncha y pelirroja, murmuró:
—No creo que pueda usted subir ahora. Las visitas son a las dos y a las siete.
—Pero…
¿Es que, en una situación como la suya, se preocupa uno de las horas de visita?
—La enfermera jefe me ha dicho…
—Un momento, por favor. Tenga la amabilidad de sentarse.
En el vestíbulo había seis personas sentadas, entre ellas dos negritos que llevaban sus mejores ropas y no se movían. Nadie se ocupaba de él. Desde la ventanilla se oían voces. Buscaban en todos los pisos a un médico cuyo nombre no logró distinguir y, en cuanto se puso al teléfono, le pidieron que bajara de inmediato a la sala de urgencias, sin duda para atender a la persona que la ambulancia acababa de traer.
Todo era tan blanco, tan claro y tan limpio como en la cafetería, con el sol que penetraba por todos los ventanales, flores en un rincón, tal vez unos diez ramos y canastillas, que esperaban ser llevados a las habitaciones.
Los dos negritos, con su gorra sobre las rodillas, mostraban la misma expresión que debían de adoptar en la iglesia. Una mujer de mediana edad, situada cerca de ellos, miraba fijamente por la ventana, un hombre leía una revista con tanta tranquilidad que parecía que tuviera que esperar varias horas y otro encendía un cigarrillo, mientras miraba la hora que marcaba su reloj.
Steve se sorprendió de estar más tranquilo que un cuarto de hora antes en el coche. Todo el mundo se mostraba tranquilo a su alrededor. Un anciano que llevaba las ropas blancas de los enfermos, con su cuerpo retorcido metido en una sillita de ruedas de goma que maniobraba con sus delgadas manos, recorrió todo el pasillo para ir a mirarles. Le colgaba el labio inferior y mostraba una expresión simultáneamente astuta e infantil. Una vez les hubo examinado uno por uno, dio media vuelta y regresó a su habitación.
¿Era de él de quien hablaban ahora por teléfono? No se atrevía a preguntarlo, sabiendo de antemano que todo lo que pudiera decir no serviría de nada.
—¿Baja usted? ¿No? ¿Le hago subir?
La enfermera que hablaba le lanzó una ojeada a través del cristal y dijo, respondiendo a una pregunta de su interlocutor:
Es difícil decirlo… Más o menos…
¿En qué era él más o menos? ¿Significaba esa expresión que no parecía muy excitado y que se le podía dejar subir?
La joven colgó el auricular y le hizo un gesto para que se acercara a la ventanilla.
—Si quiere usted subir al primer piso, podrá ver a la enfermera jefe.
—Muchas gracias.
—Al llegar al final del pasillo, gire a la derecha. Espere el ascensor.
A todo lo largo del camino, vio puertas abiertas, hombres y mujeres acostados o sentados en sus camas, algunos instalados en sillones, otros con una pierna enyesada que una polea mantenía en la posición adecuada.
Nadie parecía sufrir, ni mostrar contrariedad o impaciencia. Estuvo a punto de chocar con una mujer joven que solo llevaba sobre el cuerpo un camisón de gruesa tela y que salía de los lavabos.
Se dirigió a una enfermera que pasó por su lado.
Perdón, señorita… ¿Tendría la amabilidad de decirme dónde está el ascensor?
Es la segunda puerta. No tardará en bajar.
Y, en efecto, una señal a la que no había prestado atención, se iluminó en color rojo. Un médico, con bata y gorro blanco sobre la cabeza, con la mascarilla blanca colgándole sobre el pecho, miró también a Steve al pasar justo antes que él.
—Primer piso.
El anciano de pelo blanco que hacía funcionar el ascensor tenía aún un aspecto más indiferente que todos los demás. A medida que se adentraba cada vez más en el hospital, Steve perdía progresivamente su personalidad, su facultad de pensar y reaccionar. Ya se encontraba muy cerca de Nancy, bajo el mismo techo que ella. Dentro de unos instantes quizá la vería. No obstante, apenas si pensaba en ella. Insensiblemente, se hacía el vacío en su interior. Seguía las instrucciones que le daban, y nada más.
Los pasillos del primer piso formaban una cruz y, en el centro de la misma, vio un largo despacho, una enfermera con el pelo canoso y gafas, sentada frente a un registro —sobre la pared, ante ella, había un cuadro y fichas— y, finalmente, cerca del registro, frascos taponados con algodón en un soporte agujereado.
—¿Es usted el señor Hogan? —preguntó la mujer, después de haberle dejado un buen minuto de pie frente a ella sin levantar la mirada de sus papeles.
—Sí, señora. ¿Cómo está…?
Siéntese.
La mujer se levantó y se dirigió hacia uno de los pasillos. Por un momento, Steve tuvo la ilusión de que iba en busca de Nancy, pero iba a ver a otra enferma. Poco después regresó con un frasco que llevaba una etiqueta y lo introdujo en uno de los agujeros.
—Su mujer no está despierta. Es probable que aún duerma un cierto tiempo.
¿Por qué se creía obligado a asentir con la cabeza y a sonreír agradecido?
—Puede usted esperar abajo, si así lo desea. Yo le llamaré cuando sea posible verla.
—¿Ha sufrido mucho?
No lo creo. A partir del momento en que la encontraron, se ha hecho todo lo necesario. Parece tener una sólida constitución. —Mi mujer no ha estado nunca enferma.
—Ha tenido hijos, ¿no es cierto?
La pregunta le sorprendió, debido a la forma en que se la había planteado, pero se limitó a responder, como un alumno en la escuela:
—Sí, dos.
¿Recientemente?
—Nuestra hija tiene diez años y el chico ocho.
—¿No ha tenido ningún aborto?
—No.
Ni siquiera se atrevía a tomar la palabra. Por otra parte, ¿qué hubiera preguntado?
¿Pasó usted toda la jornada de ayer con ella?
—Toda la jornada, no. Nosotros trabajamos en Nueva York, cada uno por su cuenta.
¿Pero la vio usted por la noche?
—Hicimos una parte del camino juntos.
Cuando la vea, no olvide que ha sufrido una fuerte conmoción. Se encontrará aún bajo los efectos de los calmantes. Evite ponerse nervioso y hablarle de cualquier cosa que pueda intranquilizarla.
—Así lo haré, se lo prometo. ¿Es que acaso…?
¿Acaso qué?
—Quería preguntarle si es que ha recuperado ya el conocimiento.
Parcialmente, por dos veces.
—¿Y ha hablado?
Aún no. Creo que ya se lo he dicho antes por teléfono. —Discúlpeme.
—Y ahora, será mejor que baje. Acabo de llamar por teléfono al teniente Murray para decirle que ya está aquí. Supongo que querrá verle a usted.
Se levantó, y él se vio obligado a hacer lo mismo.
Puede usted bajar por la escalera. Por aquí.
Al igual que en el piso inferior, todas las puertas estaban abiertas. Posiblemente también lo estaría la de la sala en que se hallaba Nancy. Le habría gustado pedir permiso para verla un instante, aunque solo fuese echar una ojeada desde el pasillo.
No se atrevió. Empujó la puerta de vidrio que le habían señalado y se encontró en una escalera que una mujer limpiaba en aquel momento. Al llegar abajo, se volvió a perder, pero acabó por encontrar el vestíbulo de la entrada, de donde habían desaparecido los dos negritos.
Primero se dirigió hacia la ventanilla, para anunciar:
—Me han dicho que espere aquí.
—Ya lo sé. El teniente llegará dentro de unos minutos.
Se sentó. Era la única persona en el centro que llevaba una camisa sucia y arrugada y que iba sin afeitar. Lamentaba no haberse aseado antes de entrar en el hospital. Ahora, una vez en dicho lugar, ya no era dueño ni de sus actos ni de sus gestos. Hubiera podido comprar una maquinilla de afeitar, jabón, un cepillo de dientes y, por ejemplo, entrar en una estación de autobuses, en la que hubiera unos lavabos a disposición del público.
¿Qué pensaría de él el teniente Murray al contemplarle en ese estado?
A pesar de todo, tuvo la audacia de encender un cigarrillo, porque vio a otra persona fumando, después de ir a beber agua en el distribuidor. Se esforzó por prever las preguntas que le harían y por preparar las respuestas adecuadas, pero su mente no estaba muy clara. Al igual que la mujer situada cerca de él, miraba fijamente la ventana abierta sobre un árbol, que se destacaba contra el azul del cielo y cuya inmovilidad, en medio del aire paralizado del mediodía, daba una impresión de eternidad.
Necesitaba realizar un esfuerzo para tomar consciencia de lo que estaba haciendo en el hospital, de lo que había ocurrido desde la víspera, e incluso de su propia personalidad. ¿Era posible que tuviera dos hijos en un campamento del Maine, uno de los cuales era ya una mujercita, una casa de quince mil dólares en Long Island y que el martes por la mañana —¡pasado mañana!— volviera a sentarse en el despacho de la World Travellers para pasarse varias horas respondiendo a las preguntas de los clientes, a la vez que manejaba dos o tres teléfonos?
Visto desde donde se encontraba ahora, todo eso parecía increíble, estrafalario. Y como para hacer la atmósfera aún más irreal, una sirena de barco desgarró el silencio, desde muy cerca. Al mirar por el otro ventanal, descubrió una chimenea negra bordeada de rojo por encima de los techos y percibió claramente el chorro de vapor blanco.
Un barco se iba navegando por el mismo mar que había entrevisto por la mañana entre los pinos de New Hampshire, por el mar a cuya orilla jugaban en ese mismo momento Bonnie y Dan, mientras se preguntaban por qué sus padres no iban a buscarles.
La enfermera jefe no parecía inquieta con respecto al estado de Nancy. ¿Es que se hubiera inquietado aunque su esposa estuviera al borde de la muerte? ¿Cuántas personas fallecían cada semana en el hospital? ¿Acaso se hablaba de eso? ¿Se decían: «La señora del 7 ha muerto esta noche»?
Debían de sacar a los muertos por otra puerta y los enfermos no se enteraban. El viejo, sentado en su silla de ruedas, vino a dar una pequeña vuelta para ver si había nuevos rostros, y se mostró decepcionado al no descubrir ninguno.
Un coche se detuvo sobre la grava del paseo. Steve no se levantó para ir a ver de qué se trataba. No tenía ánimos para hacerlo. Tenía sueño y le escocían los ojos. Oyó pasos, y aunque seguro de que era algo relacionado con él, permaneció en su sitio.
Un teniente con uniforme de la policía estatal, con las botas brillantes, la piel de las mejillas tan lisa y coloreada como la del anciano del Cadillac, entró andando rápidamente y se inclinó ante la ventanilla, detrás de la cual la recepcionista se limitó a señalar a Steve con el dedo.