4

Antes de abrir los ojos, se sorprendió de su inmovilidad. Aún no recordaba su largo paseo en coche, ni el sitio en el que podía encontrarse, pero un oscuro instinto le decía que esta inmovilidad tenía algo de anormal, incluso de amenazador.

Tal vez efectuó un ligero movimiento, porque sintió un fuerte dolor en la nuca, miles de agujas que se clavaban en la carne. Creyó que estaba herido, lo cual explicaba también la pesadez de su mente.

Al mismo tiempo, percibía el resplandor del sol a través de sus párpados cerrados.

Habría jurado que no había dormido y le costaba mucho comprender ese bache en su memoria, puesto que no había perdido la consciencia del movimiento monótono del coche.

Ahora el movimiento había cesado. Él estaba herido o enfermo y tenía miedo a saber la verdad, que solo podía ser desagradable. Por ello aplazaba el momento de hacerle frente, esforzándose por sumergirse en su torpor.

Estaba a punto de lograrlo, se hundía de nuevo cuando sonó un claxon muy cerca de él, con un sonido tan agudo que no recordaba haber oído jamás uno parecido. Un auto pasó desgarrando el aire. Casi inmediatamente después, pasó un camión, del cual colgaba una cadena que golpeaba la carretera con un ruido parecido al de unas campanillas.

Steve creyó incluso oír auténticas campanas, muy lejos, más lejos que los gorjeos de los pájaros y el canto del mirlo, pero debía tratarse de una ilusión, como también lo era, sin lugar a dudas, imaginarse un cielo de un azul irreal en el que flotaban dos nubecitas brillantes.

El olor a mar y pinos, ¿era también una ilusión? ¿Y esos movimientos en la hierba, que parecían los de una ardilla?

Su mano, que avanzaba a tientas, esperaba encontrar la hierba lisa. Lo que halló fue el paño desgastado que recubría los asientos del coche.

Abrió los ojos bruscamente, como un desafío, y quedó cegado por la luz de la mañana más resplandeciente que nunca había contemplado.

Entre el paso de los coches, que provocaba cada vez una corriente de aire fresco, solo se percibía el canto de los pájaros. Casi le emocionó comprobar que la ardilla se hallaba realmente allí, manteniéndose a media altura del tronco oscuro de un pino y mirándole con sus diminutos ojos, vivarachos y redondos.

El calor de una jornada de verano subía desde el suelo formando un vaho que hacía temblar la luz, y esta le entraba tanto por los ojos que sintió vértigo y reconoció en su boca, por un momento, el regusto nauseabundo del whisky…

Estaba solo en el interior del coche, aunque no se hallaba en el sitio que había ocupado cuando se instaló en él la última vez, sino sentado frente al volante. La autopista era ancha, satinada, espléndida, creada como para una apoteosis, con sus líneas blancas que trazaban tres calzadas en cada dirección y, a ambos lados, bosques de pinos que se extendían hasta donde abarcaba la visión, con el cielo de un azul más anacarado a la derecha, donde, sin lugar a dudas, no muy lejos, la espuma blanca del mar iba a derramarse sobre la playa.

Cuando intentó enderezar su cuerpo doblado, el mismo dolor le atenazó la nuca por el lado de la portezuela abierta. No necesitaba pasarse la mano por el cuerpo para saber que no estaba herido. Se había enfriado. Su camisa estaba empapada por la humedad de la noche. Buscó un cigarrillo en los bolsillos y lo encendió_ Tenía tan mal sabor que dudó en seguir fumándolo. Y si siguió haciéndolo fue porque el mero hecho de mantenerlo entre sus labios, tragarse el humo y expulsarlo con un movimiento familiar, le daba la impresión de haber vuelto a la vida.

Esperó para salir del coche a que se produjera un hueco entre los vehículos que circulaban siguiendo un ritmo regular, distinto al de la víspera, cuando salió de Nueva York, y también al de la noche. Esos coches tenían en su mayoría matrículas de Massachusetts y la gente que iba en ellos llevaban ropas de color claro, los hombres con camisas abigarradas y las mujeres con pantaloncillos cortos, algunas incluso en traje de baño. También divisó los palos de golf y canoas sobre las bacas.

Verosímilmente, todos aquellos vehículos provenían de Boston y se dirigían hacía las playas cercanas. La radio debía anunciar triunfalmente un fin de semana ideal y prever que, como cada año, un millón y medio de habitantes de Nueva York se amontonarían por la tarde en la playa de Coney lsland.

A pesar de lo apacible de la temperatura, sentía frío en el interior del coche. Buscó en vano su chaqueta o su gabardina. Llevaba otra chaqueta, menos gruesa, en la maleta. Dando la vuelta al coche, se dirigió hacia la parte trasera, abrió el portaequipajes y su rostro expresó decepción y estupor.

Esta mañana se sentía triste, con una tristeza inmensa, casi cósmica. Su maleta había desaparecido del portaequipajes y, antes de llevársela, habían sacado de la misma las cosas de Nancy: ropa interior, sandalias, un traje de baño, entremezclados ahora con las herramientas.

La bolsa de aseo, que, entre otras cosas, contenía su peine, su cepillo de dientes y su máquina de afeitar, también había desaparecido.

No intentaba reflexionar. Solo estaba triste y hubiera dado un ojo de la cara por que las cosas no adquirieran un cariz tan sórdido.

Una vez cerrado el portaequipajes, vio que el neumático trasero del lado derecho estaba totalmente deshinchado. Hasta ese momento no se había preguntado por qué el coche estaba parado en el arcén.

Habían tenido un pinchazo, en la misma rueda que la primera vez, lo cual no era nada sorprendente puesto que la rueda de recambio estaba muy gastada y él nunca recordaba que debía hincharla.

No había oído nada. Halligan ni siquiera se había molestado en despertarle o, en el caso de que lo hubiera intentado, no le había conseguido. ¿Por qué iba a despertarle? Se había llevado la maleta, después de tener buen cuidado de aligerarla de su contenido en ropas femeninas, y había tomado la precaución, para da: un aspecto más natural al coche detenido al borde de la carretera, de sentar a Steve frente al volante.

¿Habría encontrado algún garaje en los alrededores? Era posible que hubiera hecho auto-stop. Con una maleta en la mano daría una impresión más tranquilizadora.

Al final de la carretera, en el horizonte, se percibía un techo rojo. Lo que brillaba bajo el mismo debido a los rayos del sol debía de ser una hilera de postes de gasolina. El lugar estaba lejos, a uno/ ochocientos metros, quizá más. No se vio con fuerzas para ir andando hasta allí. Se instaló cerca del coche averiado, vuelto hacia la izquierda, levantando el brazo cada vez que pasaba un coche.

Cinco o seis pasaron sin detenerse. Pero un camión-cisterna rojo disminuyó la velocidad y el conductor le indicó con un gesto que saltara sobre el estribo, a la vez que abría la portezuela sin detenerse por completo.

—¿Un pinchazo?

—Sí. Eso que se ve a lo lejos, ¿es un garaje?

—Lo parece.

Steve se sintió palidecer. La trepidación del camión le daba náuseas y la cabeza le dolía tanto como si le hubieran golpeado con un martillo.

—¿Estamos lejos de Boston? —preguntó.

El coloso pelirrojo que conducía el camión le miró con una mezcla de sorpresa y sospecha.

—¿Se dirige usted a Boston?

—Bueno, en realidad me dirijo hacia el Maine…

—Boston se encuentra a unos ochenta kilómetros a nuestra espalda. Por el momento, atravesamos New Hampshire.

Se aproximaban ya al edificio que, en efecto, era un garaje. Muy cerca de él se encontraba una cafetería.

—Creo que necesita usted urgentemente una taza de café.

Debía de notarse mucho que tenía resaca. Todos los que ahora pasaban circulando en sus coches habían dormido en sus camas, estaban recién afeitados y llevaban ropa limpia.

Se sentía sucio, incluso por dentro. Sus movimientos aún no habían recuperado la debida precisión y, cuando abrió la portezuela del camión para descender, se avergonzó al descubrir que sus manos temblaban.

—¡Buena suerte!

—Gracias.

Ni siquiera le había invitado a un cigarrillo. Tal vez todo resultara menos penoso si continuara lloviendo, si el tiempo fuera gris, con viento. Hasta el garaje, que era nuevo, de una limpieza meticulosa.

Sus empleados llevaban un mono de color blanco. Se acercó a uno de ellos, desocupado en ese momento.

—Tengo el coche averiado, cerca de aquí —dijo, con una voz tan carente de relieve que debía de dar la impresión de pertenecer a un mendigo.

—Vaya a ver al jefe, en su despacho.

Para ello tuvo que pasar por delante de un coche descapotable dentro del cual tres muchachos y tres chicas en pantalón corto, se tomaban ya a esa hora unos helados. Le miraron; iba muy arrugado y sucio. Le había crecido la barba. Cuando entró en el despacho, en un rincón del cual se amontonaban varios neumáticos nuevos, el dueño, en mangas de camisa, fumando un puro, esperó a que hablara.

—Tengo el coche averiado a un kilómetro de aquí en dirección a Boston, Un pinchazo.

—¿No lleva usted rueda de recambio?

Prefirió decir que no antes de confesar que la había dejado abandonada en la carretera.

—Voy a enviar a alguien. Tardaremos como mínimo una hora. Steve vio una cabina telefónica, pero prefirió esperar hasta haberse tomado un café.

No le reprochaba a Sid Halligan que se hubiera ido. Se daba cuenta de que no cabía otra solución. Pero había algo que le hacía sentir rencor contra él, la decepción que le había causado.

Considerándolo más a fondo, era de sí mismo de quien se avergonzaba, sobre todo de los retazos de recuerdos que acudían a su mente y que le habría gustado olvidar para siempre.

—¿Tiene usted las llaves?

—Están en el coche.

Al decir esto último, se dio cuenta de que, realmente, no sabía nada, que no era él quien había conducido durante el último tramo. ¿Y si Halligan se había llevado las llaves o las había arrojado entre los matorrales?

—Supongo que esperará ahí al lado…

—Sí. He conducido toda la noche.

—¿Nueva York?

—Exacto.

¿La mueca del hombre no significaba que toda una noche era mucho para venir desde Nueva York y que Steve se había detenido bastantes veces en el camino?

Prefirió alejarse.

—¡Tú sí que eres un auténtico hermano!

Eran esas palabras, que había repetido constantemente, como un leit motiv, las que más le humillaban. Entonces estaba hundido en su rincón, rodeado de sombra. Sin duda, sonreía tontamente, mientras afirmaba a su compañero que se sentía tan feliz como nunca lo había sido en su vida.

Aunque quizá hubiese hablado menos de lo que se imaginaba. En cualquier caso, creía hacerlo, con voz lenta, pastosa, con la lengua embotada y sin ninguna agilidad en la boca.

¡Un hermano! ¡Tú no puedes entenderlo!

¿Por qué, cuando bebía, se imaginaba invariablemente que nadie le comprendía? ¿Era porque entonces las cosas ocultas en el fondo de sí mismo, que incluso él ignoraba o que se empeñaba en ignorar en el curso de su vida cotidiana, salían a la superficie, causándole sorpresa y temor?

Prefería pensar que no. No era posible. Había hablado de Nancy. Pensó en ella, no como un marido o un hombre que ama, sino como un ser superior al que nada le resulta desconocido de los más insignificantes resortes humanos.

Ella tiene la vida que ha querido, la vida que ha decidido tener. Poco importa si yo…

Dudaba en entrar en la cafetería, donde de nuevo iban a mirarle de pies a cabeza. En el interior había una gran barra metálica en forma de herradura, con taburetes fijos y aparatos de metal cromado para el café y la cocina. Dos familias estaban sentadas en mesas cerca del ventanal, ambas con niños, entre ellos una niña de la edad de Bonnie. El aire estaba impregnado de olor a huevos con tocino.

—¿Va usted a desayunar?

Se había sentado en la barra. Las camareras llevaban uniforme y cofia blancos. Las tres eran atractivas.

—Primero sírvame un café.

Tenía que llamar por teléfono al campamento, pero no se atrevía a hacerlo de inmediato. Al levantar la cabeza, se sorprendió al ver que el reloj eléctrico señalaba las ocho de la mañana.

¿Funciona? —preguntó.

Y la muchacha, que estaba de buen humor, le respondió:

—¿Qué hora cree que es? ¿Acaso piensa que aún estamos en la noche de ayer?

¡Todo el mundo tenía un aspecto tan limpio! Debido al olor de los huevos y del tocino mezclado con el del café, recordaba ahora su casa de Scottville, cuando, por la mañana, el sol entraba por la ventana. En la casa no había comedor. Un tabique separaba la cocina por la mitad. Así resultaba más íntimo. Los niños bajaban a desayunar en pijama, con los ojos hinchados de sueño, y el chico tenía a esa hora una cara extraña, como si sus rasgos se hubieran borrado en el curso de la noche. Su hermana le decía:

—Pareces un chino.

—¿Y tú…? Tú… pues tú… —empezaba a decir el hombrecillo, mientras buscaba una respuesta contundente que nunca encontraba.

Su casa también era limpia y soleada. Era alegre. ¿De dónde había podido sacar todo lo que le había contado, o creído contar, a Halligan?

Durante todo aquel tiempo, solo había percibido de este un perfil, un cigarrillo que colgaba de sus labios y que sustituía en cuanto se consumía, como si temiera dormirse.

¡Tú sí que eres un hombre!

Ese perfil le había llegado a parecer el más prestigioso del mundo.

Hace un rato hubieras podido matarme.

Lo más terrible era que creía recordar que, en varias ocasiones, una voz desdeñosa había exclamado:

¡Cierra el pico!

Lo cual significaba que él podía hablar, por muy trabajosa e indistintamente que fuera.

Hubieras podido dejarme al borde de la carretera. Si no lo has hecho por temor a que te denunciara a la policía le has equivocado. Me juzgas mal. Me duele que me juzgues mal.

Ahora se veía obligado a apretar los dientes, para no gritar de rabia y enojo. ¡Todo esto lo había dicho él! Solo había salido de su boca…

Sé perfectamente que no lo parezco, pero, en el fondo, yo también soy un hombre.

¡Un hombre! ¡Un hombre! ¡Un hombre! Había sido como una obsesión. ¿Tanto miedo tenía a no serlo? Al hablar, mezclaba las referencias a los carriles, a la autopista y a su mujer que se había marchado en autobús.

Le he dado una buena lección.

Hacía girar maquinalmente la cucharilla en el café, demasiado caliente.

Cuando salí del bar y vi la nota que me había dejado en el coche…

Sid le había mirado entonces, y Steve estaba casi seguro de haberle visto sonreír. Si era cierto, esa fue su única sonrisa en el curso de la noche.

No tenía que pensar más en todo eso, de lo contrario sería incapaz de llamar por teléfono a Nancy. Aún no había decidido qué le diría. ¿Le creería si le confesaba la verdad, suponiendo que tuviera el suficiente valor para hacerlo? Lo que haría seguramente, tal como podía suponer por conocer a fondo su carácter, sería llamar por teléfono a la policía, aun cuando solo fuera con la intención de recuperar las cosas que Halligan se había llevado. A Nancy le horrorizaba perder algo, sentirse frustrada de una u otra forma. Una vez, le había hecho recorrer más de cinco kilómetros para ir a reclamar en una tienda veinticinco centavos que le habían devuelto de menos.

Tal vez le había contado a Sid la historia de los veinticinco centavos. No lo sabía con exactitud, ni deseaba saberlo. Mojó los labios en el café. El líquido caliente tenía en su estómago un sabor atroz y le hacía subir un regusto ácido hasta la boca. Bebió agua fría por miedo a vomitar y tomó la precaución de fijarse en dónde estaban los lavabos, para el caso de que se viera obligado a ir allí apresuradamente.

Sabía perfectamente lo que necesitaba, pero ese remedio le daba miedo. Un vaso de whisky le reanimaría instantáneamente. Lo malo de esa solución era que una hora después tendría que beberse otro, y así sucesivamente.

—¿Ha decidido ya si tiene hambre o no?

Steve se esforzó por devolverle la sonrisa a la camarera.

—No, no tengo.

La muchacha había comprendido. Y la mirada que le lanzó era burlona.

—¿Le cuesta beberse el café?

—Sí, un poco.

—Si necesita algo distinto, a cien metros de aquí hay una tienda de licores, justo detrás del garaje. Es la cuarta vez que doy la dirección esta mañana, y no recibo ningún porcentaje por ello, no crea.

Él no era el único que se encontraba en ese estado a lo largo de las carreteras, evidentemente. Debía de haber miles, decenas de miles de hombres que, esa mañana, se sentían incómodos.

Dejó unas monedas sobre la barra, salió y buscó el camino que, pasando entre dos hileras de pinos, conducía a un grupo de casas. Habría preferido tomar una copa en un bar, con la seguridad de que se hubiera limitado a eso, pero no había posibilidad de hacerlo en las cercanías y se veía obligado a comprar una botella.

—Whisky. Un cuarto de litro —pidió.

—¿Escocés?

El rye le provocaba demasiados malos recuerdos como para que le apeteciera beberlo hoy.

—Un dólar setenta y cinco centavos.

Se llevó la mano al bolsillo izquierdo del pantalón. La mano se inmovilizó, así como su mirada. La cartera no estaba allí. Su rostro debió de cambiar de color, si es que ello aún era posible. El vendedor preguntó:

—¿Algún problema?

—No, nada, no tiene importancia. He olvidado algo en el coche.

—¿El dinero?

Su otra mano se hundió en el bolsillo de la derecha. Se tranquilizó un poco. Tenía por costumbre meter allí los billetes de un dólar, que conservaba formando un rollo. Halligan no había buscado en ese bolsillo y Steve contó, en total, seis billetes. Necesitaría dinero para pagar el garaje. Tal vez le aceptaran un cheque.

Para beber, creyó más adecuado internarse en el bosque. Solo bebió dos sorbos, lo suficiente para recuperar el aplomo. De inmediato el licor le hizo sentirse bien. Deslizó la botella en un bolsillo e intentó de nuevo fumar un cigarrillo, que esta vez no le provocó náuseas. Al regresar, advirtió que antes no se había equivocado cuando creyó respirar la brisa del mar: allí estaba el mar, tranquilo y resplandeciente, entre los árboles de un tono verde oscuro. En medio de la arena amarilla estallaba el rojo de una sombrilla de playa.

Si le preguntaban, ¿qué respondería a la policía?

Las gaviotas volaban por encima de él, con su blanco vientre brillando en el azul del cielo. Prefirió no mirarlas. Le recordaban que Bonnie y Dan le aguardaban en otra playa situada a menos de cien kilómetros de allí. ¿Cómo les habría explicado Nancy su ausencia?

Con la cabeza gacha, se dirigió lentamente hacia el garaje. No tenía que preocuparse por la policía, ya que existían muy pocas posibilidades de que se enterase de que había transportado a Sid Halligan en su coche.

Su error consistía siempre en crearse problemas. La explicación en cuanto a la maleta y los efectos robados era fácil. De todos modos, se vería obligado a admitir que había bebido. Nancy ya lo sabía. En dos o tres bares situados junto a la carretera; no diría exactamente en cuáles. Al salir de uno de ellos, se había dado cuenta de la desaparición de la rueda de recambio y de la maleta.

Eso era todo. No resultaba demasiado brillante, y no se sentía muy orgulloso de sí mismo. Pero, a fin de cuentas, no se emborrachaba a diario como su amigo Dick, y Nancy le consideraba sin embargo un hombre interesante, incluso un hombre superior.

En cuanto al hecho de llamar por teléfono tan tarde lo justificaría diciendo que, en el sitio donde se había visto inmovilizado por una avería, la línea telefónica estaba estropeada por culpa de la tormenta y que las comunicaciones acababan de restablecerse pocos minutos antes. Eso es algo que suele suceder a menudo.

Casi se sentía alegre por todo lo que acababa de maquinar. Debía enfrentarse cara a cara con los hechos. Todo el mundo, prácticamente a diario, se ve obligado a aceptar mínimos compromisos. Y ver su coche en el garaje, montado sobre el gato hidráulico, también le tranquilizaba. Uno de los mecánicos estaba ocupado en ese momento introduciendo una cámara en el neumático.

—¿Es el suyo? —preguntó el hombre al ver que Steve contemplaba su trabajo.

Sí.

Ha circulado usted un buen trecho después del pinchazo. Steve prefirió seguir callado.

—El patrón quiere verle.

Steve fue hasta el despacho.

Hemos reparado el neumático lo mejor que hemos podido. El coche estará a punto dentro de algunos minutos, si así lo desea. Sin embargo, en el caso de que tenga que circular mucho le aconsejo que no se vaya así. El tejido del neumático ha reventado casi veinte centímetros. Hemos tenido que cambiar la cámara.

Estaba a punto de pedir que le pusieran un neumático nuevo, con la idea de firmar un cheque, cuando se dio cuenta de otra consecuencia provocada por la desaparición de su cartera. Nadie, a lo largo de la carretera, aceptaría un cheque sin asegurarse antes de su identidad. Y tanto su permiso de conducir como los restantes papeles estaban en la cartera. Tampoco podía hacer que llamaran por teléfono a su banco, porque era sábado. Hasta ese momento había tenido la impresión, quizá debido al tiempo reinante, de que era domingo.

—No voy muy lejos —murmuró.

Al entrar en el garaje se había prometido, después de dar una ojeada al coche, ir a comer algo. Ahora que el alcohol le había devuelto el estómago a su sitio, sentía hambre. Le haría bien comer un poco. Intentó calcular cuánto dinero le quedaría, cuánto costaría la reparación y la cámara nueva.

¿Y si no tenía suficiente? ¿Y si le impedían llevarse el coche?

—Vuelvo en seguida.

—Como usted quiera.

Prefería llamar por teléfono desde la ferretería, puesto que, sin saber exactamente por qué, el dueño le intimidaba.

—¿Huevos con tocino esta vez?

—Aún no. Un café.

Llevaba aún algunas monedas en el bolsillo. Una vez en la cabina, llamó a la telefonista y pidió el 7 de Popham Beach, el número de los Keane. Requirió bastante tiempo. Steve oía su llamada irse transmitiendo de central en central, y todas las voces se mostraban alegres, como si todos los que trabajaban sintieran también que se trataba de una jornada excepcional.

Si su mujer estaba inquieta por su causa, sin duda se mantendría cerca del despacho de Gertrurd Keane. Quizá fuese ella misma quien cogiese el aparato_ Poniéndose de cara a la pared, se llevó la botella a los labios para beber un solo trago de whisky, lo justo para aclararse la voz, que tenía más ronca que de costumbre.

—El campamento Walla Walla al habla.

Era la señora Keane. Su voz era tan idéntica a la que tenía al natural que Steve creyó verla al otro lado de la línea telefónica. —Le habla Steve Hogan, señora Keane.

—¿Cómo está usted? ¿Dónde se encuentra? Les esperábamos esta noche, tal como nos habían anunciado, y yo me había preocupado de dejar la llave puesta en el bungalow.

Steve tardó algún tiempo en darse cuenta de lo que implicaba esta frase. A pesar de ello, preguntó, conteniendo un sentimiento de terror que empezaba a nacer en su interior:

¿Está ahí mi esposa?

—¿No está con usted? No, señor Steve, su esposa no ha llegado. Esta mañana han venido tres familias, todas ellas procedentes de Boston. ¡Mire! Estoy viendo a su hija Bonnie, que está muy morena, con sus trenzas más rubias que nunca.

Oiga, señora Keane, ¿está usted segura de que mi mujer no se encuentra en el campamento? ¿No se habrá detenido en el campamento de los muchachos?

—Mi marido ha venido aquí hace poco y me lo habría dicho. ¿Dónde está usted?

No se atrevió a confesar que lo ignoraba. No se le había ocurrido preguntar el nombre del pueblo más próximo.

—En la carretera, a unos cien kilómetros. ¿Sabe usted a qué hora llega el autobús a Hampton?

—¿El autobús nocturno?

—Exacto.

Llega a las cuatro de la madrugada. ¿Quiere usted decir que su esposa…?

—Un momento, por favor. En el caso de que hubiera llegado Hampton a las cuatro, ¿habría encontrado a esa hora un medio de transporte para dirigirse hasta su campamento?

—Con toda seguridad. Hay un autobús local que asegura el enlace y que pasa por aquí a las cinco y media.

Steve ni siquiera se dio cuenta de que sacaba un pañuelo sucio del bolsillo para secarse el sudor del rostro y la frente.

¿Conoce usted los hoteles de Hampton?

—Solo hay dos: el Hotel del Maine y el Embajador. Espero que no le haya ocurrido nada. ¿Quiere que llame a Bonnie?

No, por el momento.

—¿Qué debo decirle? Me está mirando a través de la ventana. Supongo que adivina que es usted quien llama…

Dígale que hemos tenido una avería y que llegaremos con retraso.

—¿Y si llega su esposa entretanto?

—Dígale que he llamado, que todo va bien y que volveré a llamar dentro de un rato.

Le temblaban las manos, y también las rodillas. De nuevo llamó a la operadora.

—Póngame con el Hotel del Maine, en Hampton, si es tan amable.

Al cabo de unos instantes, una voz dijo:

—Introduzca treinta centavos en el aparato.

Steve oyó caer las monedas.

—El Hotel del Maine al habla.

Desearía saber si la señora Nancy Hogan se ha hospedado en su hotel esta noche.

Tuvo que repetir el nombre y esperar un tiempo que le pareció interminable.

La persona a la que usted se refiere, ¿llegó ayer por la noche?

No, esta noche a las cuatro, en el autobús nocturno.

—Perdone, pero no tenemos a ningún viajero que haya llegado en el autobús.

¡El muy imbécil! Como si su hotel fuera de tal categoría para…

Sacrificó otros treinta centavos para llamar al Embajador, donde no había inscrita ninguna persona con el nombre de Hogan y donde, además, le dijeron que el último viajero había llegado al filo de la medianoche.

—¿No sabe usted si el autobús nocturno ha tenido algún accidente?

—No, no ha ocurrido nada. De lo contrario el periódico de esta mañana hablaría de ello. Precisamente acabo de leerlo… Además, la parada está frente al hotel y…

Sintió necesidad de salir de la cabina, en la que se asfixiaba. E incluso la sonrisa que le dirigía la camarera le hacía daño. Ella no podía saber… Se burlaba amablemente de él…

—¿Ya se ha decidido por fin?

¿Cómo podía enterarse de lo que le había ocurrido a Nancy? Miró con fijeza, de un modo inconsciente, su taza de café. En ese instante, amaba a su mujer como nunca la había amado. Habría dado un brazo, una pierna, diez años de su vida porque Nancy estuviera allí, para pedirle perdón, suplicarle que sonriera, que fuera feliz, para prometerle que a partir de ahora siempre sería feliz.

Nancy se había marchado sola, de noche, únicamente con su bolso, hacia las luces del cruce. Creía recordar que en aquel momento llovía y se la imaginaba chapoteando en el fango y recibiendo las salpicaduras de los autos que pasaban a toda velocidad por la carretera.

¿Había llorado? El hecho de que él hubiera sentido la necesidad de tomar un trago, ¿le hacía sentirse tan desgraciada? Él no tenía ninguna mala intención al llevarse las llaves del auto. No lo había hecho más que como una réplica en los mismos términos, como si se tratara casi de una broma, solo porque ella le había amenazado con llevarse el coche.

¿Hubiera cumplido Nancy su amenaza?

Sabía que su esposa era sensible, a pesar de las apariencias, pero él no siempre quería admitirlo, sobre todo cuando había tomado una copa.

—En esos momentos me detestas, ¿no es cierto?

Él le había jurado que no, que no era más que una especie de rebelión pasajera, infantil.

¡No! ¡Lo sé! Me basta con mirarte a los ojos. Me miras como si lamentaras haber unido tu vida a la mía.

Eso era falso. Tenía que encontrarla a toda costa, saber qué le había ocurrido. Se preguntaba ansiosamente adónde podría dirigirse, siempre con la idea en su mente, sin una razón precisa, de que Nancy había llegado ya a Hampton. ¿Qué le importaba que la camarera le mirara sorprendida?

Deme cambio de un dólar.

A pesar de todo, le explicó:

—Es para llamar por teléfono.

Y la muchacha, como si poseyera dotes adivinatorias, le preguntó bromeando:

—¿Ha perdido usted a alguien?

Ante estas palabras estuvo a punto de echarse a llorar estúpidamente.

Ella debió de darse cuenta, pues se apresuró a decir, con otro tono de voz:

—¡Perdóneme!

La telefonista reconocía ya su voz.

—¿Qué número desea esta vez?

—La policía de Hampton, en el Maine.

—¿La policía del condado o la de la ciudad?

—De la ciudad.

—Treinta centavos.

Steve recordaría durante mucho tiempo el ruido de las monedas cayendo una tras otra en el interior del aparato.

—Aquí la policía.

—Querría saber si no le ha sucedido nada a mi esposa, que debía llegar esta noche a Hampton en el autobús nocturno.

—¿Cómo se llama su esposa?

—Hogan. Nancy Hogan.

—¿Edad?

—Treinta y cuatro años.

Siempre le sorprendía pensar que su esposa era dos años mayor que él.

¿Puede darme su descripción?

Tuvo la convicción de que había ocurrido una desgracia. Si le preguntaban la edad y la descripción de Nancy, era porque habían recogido algún cuerpo y querían saber con toda certeza, antes de decírselo, que se trataba de ella.

—Talla mediana, pelo castaño claro, vestida con un traje de chaqueta verde claro y…

No tenemos nada por el estilo.

¿Está usted seguro?

Todo lo que hay aquí es una mujer anciana, tan borracha que, no puede siquiera mantenerse en pie y que pretende que un desconocido la ha golpeado y…

—¿No han llevado a nadie al hospital?

—Un momento.

Resistió la tentación de beber un trago de alcohol. Estúpidamente, el hecho de hablar con la policía le contuvo.

—Un accidente de— circulación, marido y mujer. El hombre ha muerto. Pero no es el mismo nombre…

—¿Nada más?

—Solo un caso urgente de apendicitis. Una chiquilla. Y es alguien de aquí. Si ha ocurrido fuera de la ciudad, creo que sería mejor que hablara usted con el sheriff.

—Muchas gracias.

—De nada.

La telefonista no se molestó en ocultar que había escuchado la conversación.

—¿Quiere hablar con el sheriff?

Y mientras él murmuraba un impreciso «Sí», añadió:

—¡Treinta centavos!

El sheriff tampoco había oído hablar de Nancy. El autobús nocturno había llegado sin incidentes a su hora y había reanudado su periplo diez minutos después.

Cuando llamó a continuación a la parada de autobuses supo que ninguna mujer se había bajado en Hampton aquella noche. Y si esta vez bebió un trago, vuelto hacia el fondo de la cabina telefónica, después de asegurarse de que la camarera no le miraba, fue con la intención de detener el temblor de sus manos y rodillas. Incluso llamó a su esposa en voz baja antes de salir de la cabina, con la certeza de que nadie podría oírle:

—¡Nancy!

Ya no sabía qué hacer. Si al menos hubiera conocido el nombre del lugar en que su mujer le había abandonado. Veía de nuevo mentalmente el bar y, sobre todo, al borracho rubio que se le parecía y al que él había llamado hermano. ¡No era correcto recordar esas cosas en un momento como este…! Recordaba también el trozo de carretera que conducía hasta el cruce, con un solar en el cual había creído distinguir la masa de una fábrica y, con mayor nitidez, cerca de la cafetería, en una especie de Main Street[2] de pueblo, una cama recubierta de satén azul en medio de un escaparate.

El lugar estaba situado en alguna parte antes de llegar a Providence, pero, a causa de las vueltas que había dado a continuación, le resultaba totalmente imposible saber si distaba de esa ciudad treinta u ochenta kilómetros. ¡En aquel momento él solo se preocupaba por las señales indicadoras! El universo no era más que una interminable autopista, en la que cuarenta y cinco millones de automovilistas circulaban a toda velocidad frente a las luces rojas y azules de los bares. ¡Era su noche!, gritaba con toda convicción.

—¿Malas noticias?

Se sentó de nuevo en su sitio de antes y levantó hacia la camarera una mirada de niño perdido. La muchacha ya no sonreía. Y él adivinó que se compadecía de su situación. Por ello murmuró, a pesar de sentirse avergonzado de confesarse a una chicuela a la que no conocía:

—Mi mujer.

—¿Un accidente?

—No lo sé. Estoy intentando averiguarlo. Nadie ha podido informarme.

—¿Dónde ha ocurrido?

Tampoco lo sé. Ni siquiera sé qué ha ocurrido. Salimos de Nueva York ayer por la noche, alegres, para ir en busca de nuestros dos hijos al Maine. En alguna parte, por una u otra razón, mi mujer decidió seguir el viaje en autobús.

Como había mantenido la cabeza agachada mientras hablaba, no se dio cuenta de que la muchacha le miraba con mayor atención.

—¿La vio usted subir al autobús?

—No. Yo estaba en un bar, a unos quinientos metros de un cruce.

Ya no le quedaba ningún respeto humano. Necesitaba hablar con alguien.

¿Recuerda usted el nombre de ese lugar?

—No.

Ella comprendía por qué no lo recordaba, pero no le importaba. Se habría confesado públicamente en medio de la carretera si alguien le hubiera pedido que lo hiciera.

—¿Era en Connecticut?

—Por lo menos, antes de llegar a Providence. Creo que odiaré esa ciudad el resto de mi vida. Me he pasado horas y horas circulando a su alrededor.

¿Hacia qué momento de la noche?

Steve hizo un gesto de impotencia.

¿Su esposa tiene el pelo castaño claro y lleva un traje de chaqueta verde con zapatos de ante haciendo juego?

Levantó tan rápido la cabeza que sintió dolor en la nuca.

—¿Cómo lo sabe?

Detrás de la barra, la camarera cogió el periódico local. Cuando él tendió el brazo para recogerlo, tiró en su precipitación la taza de café, que se rompió al caer al suelo.

—No es nada, no tiene importancia —dijo ella.

Y de inmediato, para tranquilizarle:

—No está muerta. Si se trata de ella, si es la persona de la que habla el periódico, está fuera de peligro.

Lo más sorprendente de todo era que cuando, un cuarto de hora antes, frente al garaje, vio la camioneta que traía los periódicos de Boston, estuvo a punto de comprar uno. Después, lo había dejado correr.

—En la última página —dijo la camarera, inclinada hacia él—. Ahí es donde incluyen las últimas noticias de la noche.

Solo había algunas líneas bajo el titular:

Una desconocida asaltada en la autopista.