Cuando se dirigió hacia la puerta, con paso tranquilo, como a cámara lenta, tenía en los labios la sonrisa condescendiente y protectora de un hombre fuerte perdido entre hombres débiles. Se sentía un gigante. Ante él, dos hombres que le daban la espalda y se hablaban al oído le impedían el paso. Al llegar frente a ellos, les separó con un amplio gesto y, aunque ambos eran tan altos como él, tuvo la impresión de que les llevaba la cabeza, Por lo demás, los dos hombres no protestaron. Steve no buscaba pelea con ellos, no buscaba pelea con nadie y si, una vez fuera del bar, se dio la vuelta y permaneció inmóvil mirando al interior, no lo hizo como un desafío.
Encendió tranquilamente un cigarrillo y se sintió muy a gusto. El aire del exterior era fresco y agradable, y el pretencioso restaurante de al lado, con la guirnalda de luces que dibujaba su aguilón, resultaba ridículo. Los coches pasaban por la lisa carretera haciendo todos el mismo ruido. Se acercó a su coche, que había dejado en la parte oscura del aparcamiento, y abrió la portezuela. Todos sus gestos, que tenían una sorprendente amplitud, todo lo que veía, todo lo que hacía, le procuraba una intima satisfacción.
Descubrió al hombre al deslizarse en su asiento, sentado en el sitio que Nancy debería ocupar. A pesar de la oscuridad, reconoció de inmediato el óvalo alargado del rostro, los ojos oscuros, y no se sorprendió al encontrarlo allí, ni de todo lo que daba a entender su presencia en el coche.
En vez de retroceder, dudar o adoptar una actitud defensiva, se instaló con calma, levantando ligeramente las perneras de su pantalón, como tenía por costumbre, tendió el brazo para cerrar de un golpe la portezuela y apretó el seguro de la misma.
No esperó a que el desconocido hablara para decirle, en tono de conversación más bien que en el de pregunta:
—¿Eres tú?
Esas palabras no tenían su sentido habitual. Estaba viviendo varios puntos por encima de la realidad cotidiana, en una especie de superrealidad, y se expresaba de un modo abreviado, seguro de sí mismo y de ser entendido.
Al decir «¿Eres tú?», no le preguntaba a su compañero si era la persona a quien acababa de invitar a una copa en el bar, y el otro, a su vez, sabía perfectamente qué significaba la pregunta: «¿Eres tú el tipo al que están buscando?».
En su mente, la pregunta aún era más completa. No habría podido expresarlo, pero reunía en dos palabras las imágenes dispersas recogidas casi sin quererlo durante toda la velada, convirtiéndolas en un todo coherente, luminoso de simplicidad.
Estaba orgulloso de su sutileza, al igual que lo estaba de su tranquilidad, de la forma en que introducía la llave de contacto sin que su mano temblara, esperando, para emprender la marcha, la respuesta de su compañero.
Nada de humildad. No quería mostrarse humilde. Ni tampoco indignación, como habría mostrado el dueño del bar o una mujer del estilo de Nancy. Ni tampoco pánico. No tenía miedo. Comprendía. Y la demostración de que el otro también comprendía y le respetaba a su vez fue que le dijo simplemente, sin protestar, sin negar, sin hacer trampa:
—¿Me ha reconocido?
Así es como él había imaginado siempre un diálogo entre dos hombres, auténticos hombres, que se encuentran en la autopista.
Ninguna palabra inútil. Cada frase equivalía a un largo discurso. La mayoría de las personas hablan demasiado. ¿Acaso él había tenido que formular muchas frases hacía un rato para que su vecino del primer bar comprendiera que no era el anodino empleado que podía suponerse?
Y ahora, otro desconocido elegía su coche. Iba armado, la radio acababa de decirlo. ¿Sentía la necesidad de apuntarle con su arma? ¿Se mostraba amenazador?
—Creo que el dueño sospecha —explicó Steve.
Era curioso cómo recordaba detalles en los que no creía haberse fijado antes. Sabía perfectamente que se trataba de alguien que había escapado de Sing-Sing. Había olvidado el nombre, pero nunca tuvo buena memoria para los nombres, solo para las cifras, sobre todo para los números de teléfono. De todos modos, sabía que su nombre acababa en gan, igual que el suyo.
Había una historia sobre una granjera cerca de un lago y de una chiquilla encerrada en un armario con una pastilla de chocolate. Ahora se acordaba perfectamente de la chiquilla y, si no le fallaba la memoria, era la primera vez que veía una fotografía inmóvil proyectada en la pantalla de un televisor.
Habían mostrado también el escaparate roto de una tienda y se habló de la carretera número 2. ¿No era así?
Si estuviera borracho, ¿recordaría todos estos detalles con tanta precisión?
—¿Qué descripción han dado?
Han hablado de un tatuaje.
Steve seguía esperando, sin impaciencia, la señal para poner el motor en marcha. Era como si hubiera previsto toda su vida que llegaría ese momento. Estaba satisfecho no solo de la confianza que se le otorgaba, sino también del modo en que se comportaba.
¿Acaso no había dicho un rato antes que esta era su noche?
—¿Puedes conducir?
Por toda respuesta, puso en marcha el coche a la vez que inquiría:
¿Dejo a un lado Providence pasando por caminos rurales?
—Sigue por la autopista.
—Y si la policía…
El hombre se inclinó hacia la parte trasera del coche y cogió la chaqueta a cuadros marrones que Steve había llevado consigo, así como el sombrero de paja que había dejado sobre el asiento. La chaqueta era demasiado ancha de hombros, pero el hombre se apoyó en su rincón, como un viajero adormilado, con el sombrero echado sobre el rostro.
No corras más de lo permitido.
—Vale.
—Y sobre todo, evita saltarte los semáforos en rojo.
Para que no les persiguieran, evidentemente.
Ahora fue Steve quien preguntó:
¿Cómo te llamas?
Sid Halligan. Han repetido mi nombre en todas las emisiones.
—Oye, Sid, ¿y si nos encontramos con una barrera…?
Iban a unos sesenta kilómetros por hora, al igual que las familias que veían pasar con equipaje hasta la baca.
Limítate a seguir a los otros coches.
Nunca se había visto metido en una situación parecida. Sin embargo, no necesitaba explicaciones. Sentía en su interior la misma lucidez que poseía su primer compañero de bar, el de los ojos azules que se le parecía físicamente.
En primer lugar, en una noche como esta, no podían detener todos los coches que circulaban a través de las numerosas carreteras de Nueva Inglaterra y examinar a los pasajeros uno por uno sin provocar con ello un embotellamiento espantoso. Sin lugar a dudas, todo lo que hacían era echar un vistazo al interior de los coches, sobre todo de aquellos en los que iba un hombre solo.
Y en su coche había dos ocupantes.
—¡Perfecto! —afirmó.
Más tarde, una vez dejada atrás Providence, ya reanudaría la conversación. Había hecho bien al no ofenderse con el silencio obstinado de su compañero en el bar. ¿No se comportaba ahora este de un modo perfectamente natural y le trataba como a un camarada?
Debía prestar atención a la carretera. Los coches que venían en sentido contrario eran cada vez más numerosos. Empezaba a haber cruces á ambos lados y se podían percibir a lo lejos las luces de una gran ciudad.
¿Conoces el camino? —preguntó la voz sumida en la sombra.
Lo he hecho como mínimo diez veces…
En el caso de encontrarnos con una barrera…
Ya lo sé. Me lo has dicho antes.
—Supongo que adivinas lo que te ocurriría si se te pasara por la cabeza la idea de…
¿Por qué insistir? Tampoco valía la pena de que siguiera con la mano metida en el bolsillo, sin duda apretada alrededor de la culata del revólver.
—No diré nada.
Está bien.
Le habría decepcionado no encontrar ninguna barrera. Cada vez que divisaba luces inmóviles pensaba que por fin habían llegado a ella. Pero las cosas ocurrieron de forma totalmente distinta a como había previsto. Los coches empezaron a acercarse unos a otros, hasta acabar tocándose y deteniéndose por completo. Tan lejos como alcanzaba su vista solo podía ver coches inmóviles y, como en cualquier otro embotellamiento, de vez en cuando avanzaban algunos metros para detenerse de nuevo.
—Ya está ahí.
—Exacto.
¿Nervioso?
Lamentó haber hecho esta pregunta, que no obtuvo respuesta. Poco después, al quedarse parados frente a un bar, sintió la tentación de ir a tomarse una copa a toda prisa, pero no se atrevió a sugerirlo. A pesar del frescor reinante, empezaba a sentirse empapado en un sudor desagradable, y sus dedos golpeaban nerviosamente el volante. A veces Halligan permanecía en la sombra. Otras, sin embargo, quedaba violentamente iluminado por las luces de una gasolinera o de un bar. El hombre permanecía inmóvil en su rincón, con el aspecto de alguien que duerme. A pesar de su rostro alargado, su cráneo era más voluminoso de lo que parecía, pues el sombrero de Steve, que creía tener una cabeza grande, no resultaba demasiado ancho para él.
—¿Un cigarrillo?
—No.
Steve encendió uno. Su mano temblaba como la del hombre del primer bar cuando este encendió el suyo, aunque en su caso, estaba seguro de ello, no se debía a los nervios, a la impaciencia más exactamente. No tenía miedo. Solo prisa de que todo quedara atrás.
Ya se podía divisar cómo habían instalado la barrera. Unas vallas blancas colocadas a través de la carretera solo dejaban pasar una hilera de coches en cada dirección, lo cual provocaba el embotellamiento. En realidad, cuando los coches llegaban a la altura de las vallas, ni siquiera se detenían, sino que circulaban lentamente, mientras los policías uniformados echaban una ojeada por las ventanillas.
Una vez superada Providence, todo habría acabado. Con toda seguridad, no buscarían tan lejos.
—¿Qué es esa historia de la chiquilla?
En el coche que les precedía funcionaba la radio, y una mujer apoyaba la cabeza en el hombro del conductor.
Halligan no contestó. No era el momento. Steve decidió que ya insistiría más tarde. Y también lo haría respecto a las explicaciones que había empezado a darle en el bar. Si un hombre como Sid no lo comprendía, es que nadie podía hacerlo.
¿Sid había sido siempre así? ¿Había llegado a ser lo que era de un modo natural, sin esfuerzo? Sin duda había sido muy pobre. Cuando se ha pasado toda la infancia en un barrio humilde y muy poblado, en una casa en la que toda la familia vive amontonada en una sola habitación y donde un chiquillo de diez años ya forma parte de una banda, debe resultar más fácil.
Quizá ni él mismo se daba cuenta.
—Avanza. Después, al detenerse de nuevo:
¿Cuánta gasolina hay en el depósito?
—Está mediado.
Y eso, ¿cuántos kilómetros quiere decir?
Unos doscientos cincuenta.
Ahora era cuando habría necesitado beberse un rye, para mantenerse en el nivel que había alcanzado. Por momentos, su bienestar y su seguridad amenazaban con disiparse, y a su mente acudían pensamientos más crudos, desagradables. Así, por ejemplo, había pensado que, en el caso de que les detuvieran a ambos, no creerían en su inocencia y que los detectives se relevarían durante horas para formularle preguntas, sin permitirle beber un vaso de agua o fumarse un cigarrillo. También le quitarían la corbata y los cordones de los zapatos. Y harían acudir a Nancy para identificarle.
Cuando solo les separaban tres coches de la barrera, sus piernas flaquearon hasta el extremo de que por un momento no encontró el acelerador para avanzar a su vez.
Procura no echarles el aliento en la cara.
Halligan había dicho esto sin moverse, con la comisura de la boca, fingiendo siempre dormir.
El coche llegó junto a la barrera. Steve iba a detenerlo cuando un policía le indicó con la mano que siguiera adelante y fuera más rápido, contentándose con una rápida ojeada a su interior. Ya estaba. La carretera aparecía libre de obstáculos frente a ellos, más bien la calle que descendía hacia la ciudad que debían atravesar.
¡Ya está! —exclamó Steve, aliviado, aumentando la velocidad hasta sesenta.
¿Qué es lo que está?
¡Ya hemos pasado!
—La señal dice a cuarenta. Dirección Boston. ¿Conoces el camino? —replicó su compañero.
Es la carretera por la que voy siempre.
Pasaron por delante de una sala de fiestas iluminada en rojo y eso le hizo sentir sed. De nuevo evitó referirse a ello y se conformó con encender un cigarrillo.
¿Qué te pasa?
—¿Qué?
—Estás conduciendo, ¿no? ¿Ni siquiera eres capaz de circular por la derecha?
Tienes razón.
Era cierto que, de repente, había empezado a conducir mal, sin saber exactamente por qué. Cuando aún no habían atravesado la barrera, se sentía firme, tan fuerte y seguro de sí mismo como en el momento de abandonar la cabaña de troncos. Ahora, su cuerpo tendía a aplastarse y las calles que veía frente a él carecían de consistencia. Al dar una curva, estuvo a punto de subirse a la acera.
Las cosas también empezaban a hacerse confusas en su mente y se prometió a sí mismo que, en cuanto volvieran a circular por la carretera principal, le pediría a Sid permiso para ir a tomar una copa. Cabía en lo posible que Sid desconfiara de él. ¿Acaso no le había dado ya suficientes pruebas de su buena fe?
—¿Estás seguro de que no nos hemos equivocado de carretera?
He visto hace poco una señal en la que estaba indicada la dirección de Boston.
Y con repentina inquietud:
—¿Adónde vas?
—Más lejos. No te preocupes.
—Pues yo voy al Maine. Allí me espera mi mujer con los niños.
—Sigue adelante.
Ya habían dejado atrás los arrabales, y a ambos lados de la carretera solo se extendía la noche. Los escasos coches que circulaban en ambas direcciones iban cada vez a mayor velocidad.
—Tendremos que llenar el depósito antes de que cierren las gasolineras.
Steve asintió con la cabeza. Tenía muchas ganas de hacerle una pregunta a su compañero, una sola pregunta: «¿Tienes confianza en mí?».
Le habría gustado que Sid confiara en él, que supiera que no iba a traicionarle.
En vez de esto, dijo:
—La mayoría de los hombres tienen miedo.
—¿De qué? —inquirió indiferente su compañero, que se había quitado el sombrero y encendía ahora un cigarrillo.
Buscó la respuesta. Habría tenido que encontrar una, en una sola palabra, porque esas son las únicas respuestas auténticas. Eso le parecía tan evidente que se irritaba al advertir su impotencia para explicarse.
No lo sé —acabó confesando.
Y después, de repente, con la íntima impresión de que acababa de ocurrírsele algo genial:
—Ellos tampoco lo saben.
Sid Halligan no tenía miedo. Tal vez nunca había tenido miedo. Por eso Steve le trataba con consideración.
Ese hombre, que ni siquiera valía mucho desde el punto de vista físico, estaba solo en la autopista, sin duda sin un céntimo en el bolsillo y con la policía de tres Estados detrás de él desde hacía cuarenta y ocho horas. No tenía esposa, ni hijos, ni casa; probablemente también carecía de amigos. Sin embargo, seguía su camino en la noche; cuando necesitaba un revólver, rompía el escaparate de una tienda para apoderarse de él.
¿Pensaría a veces en la opinión que los demás tenían de él? En el bar, había permanecido sentado ante un vaso de cerveza sin bebérsela, aguardando una ocasión para ir más lejos, dispuesto a marcharse apresuradamente en cuanto la radio diera de nuevo noticias sobre él y su descripción y sus vecinos del bar empezaran a mirarle sospechosamente.
¿Cuánto tiempo tenías que tirarte en Sing-Sing?
Halligan se sobresaltó, no por la pregunta, sino porque estaba a punto de adormilarse y la voz de Steve se lo había impedido. —Diez años.
—¿Cuánto llevabas?
Cuatro.
—Debiste entrar muy joven.
—A los diecinueve.
¿Y antes?
—Tres en un reformatorio.
—¿Por qué?
—Coches.
¿Y los diez años de cárcel?
Coche y atraco a mano armada.
—¿En Nueva York?
En la carretera.
—¿De dónde venías?
Missouri.
—¿Utilizaste tu revólver?
Si hubiera disparado, me habrían enviado a la silla eléctrica.
Una vez, un año antes, Steve casi había presenciado un atraco a mano armada, en pleno día, en Madison Avenue. Más concretamente, había visto el epílogo. Frente a su oficina, se encontraba situado un banco con una entrada monumental. Algunos minutos después de las nueve de la mañana, cuando empezaba a efectuar las primeras llamadas telefónicas a los aeropuertos, un vibrante timbrazo había resonado en el exterior. Se trataba de la sirena de alarma del banco y, en la calle, los transeúntes se quedaron inmovilizados, la mayoría de automóviles se detuvieron; un policía uniformado había corrido apresuradamente hacia la entrada, a la vez que empuñaba su revólver.
Después de transcurrido un tiempo ridículamente breve, el policía salió de nuevo acompañado por un guarda en uniforme del banco. Empujaban ante sí a dos hombres tan jóvenes que casi parecían chiquillos, con esposas en las muñecas y las manos colocadas ante el rostro. Alguien había salido de una tienda de material fotográfico y sacaba fotografías del grupo, mientras que, como si la escena hubiera sido preparada de antemano, un coche de la policía se detenía junto a la acera haciendo sonar ruidosamente la sirena.
Durante unos dos minutos, los jóvenes permanecieron allí; aislados de la masa, solos en medio de un gran espacio, inmóviles, en la misma postura, teniendo como decorado de fondo la solemne entrada del banco y, cuando por fin se los llevaron, Steve pensó que al menos transcurrirían diez años antes de que pudieran volver a ver una calle y pisar una acera. Ahora recordaba que lo que más le había afectado fue el hecho de pensar que, durante esos diez años, no tendrían ningún contacto con una mujer.
La imagen de la chiquilla encerrada en el armario le preocupaba, porqué le hacía pensar en su hija Bonnie, a pesar de que esta tuviera ya diez años.
—¿Por qué la encerraste?
—Porque gritaba y hubiera alertado a los vecinos. Tenía que disponer de tiempo para alejarme del pueblo. Y no quería atarla, como a su madre, por temor a hacerle daño. Encontré una pastilla de chocolate en el armario y se la di, después la empujé dentro del mueble, diciéndole que no tuviera miedo y lo cerré con llave. No le causé ningún daño ni le pegué. Hice todo lo que pude para no asustarla.
¿Y la madre?
—Aquí hay un garaje abierto. Será mejor que nos paremos para llenar el depósito.
Con un gesto completamente automático, metió la mano en el bolsillo, antes de volverse a colocar el sombrero y de arrellanarse en el rincón del asiento.
¿Tienes dinero?
Sí.
—No te entretengas.
El empleado, sin siquiera mirarles, destapó de forma maquinal el depósito.
¿Cuánto?
Lleno.
Permanecieron callados e inmóviles. Luego, Steve tendió al hombre un billete de diez dólares.
¿No tendrás por casualidad una botella de cerveza fría? En su rincón, Sid no se atrevió a protestar.
—No tengo cerveza. Pero tal vez encuentre por ahí un cuarto de litro de aguardiente…
Cuando Steve tuvo en la mano la botella plana, tuvo tanto miedo de que su compañero le impidiera beber que la abrió de inmediato, la pegó a su boca directamente y bebió todo el líquido que pudo de una vez.
—Gracias, amigo. Quédate con el cambio.
—¿Van ustedes lejos?
Al Maine.
A estas horas, la cosa empieza a calmarse.
Emprendieron de nuevo la marcha. Al cabo de un momento,
Steve preguntó:
—¿Quieres?
Y mientras hacía esta pregunta, su voz era la misma que hubiera utilizado en el caso de hacérsela a Nancy. Era como si se sintiera culpable o como si creyera necesario disculparse. Halligan no respondió. Seguramente no bebía. En primer lugar, emborracharse habría supuesto un peligro para él. Además, no lo necesitaba.
¿Por qué no explicárselo? Steve no tenía ningún respeto humano. Disponían de todo el tiempo que quisieran. El camino era aún largo y, a juzgar por lo que se lograba ver, estaba bordeado de bosques.
—¿Nunca te has emborrachado?
—No.
¿Te hace daño?
—No me apetece.
—Porque tú no necesitas para nada el alcohol —afirmó Steve.
Miró a su compañero y vio que este no entendía sus palabras. Debía de estar muy cansado, agotado. Dentro del coche parecía aún más pálido que en el bar y, sin lugar a dudas, hacía todo lo posible por no dormirse.
¿Había podido cerrar los ojos desde que se había escapado de la cárcel?
—¿Has dormido?
—No.
—¿Tienes sueño?
Ya dormiré después.
Normalmente yo tampoco suelo beber. Solo una copa hacia el final de la tarde, con mi mujer, los días que regresamos juntos a casa. Los demás días no tengo tiempo para ello, debido a los niños.
Le parecía que ya había contado la historia de sus hijos que le esperaban y de Ida, la negra, a la que la mayoría de las veces encontraba a la puerta de su casa con el sombrero puesto y que parecía acusarle de llegar con retraso intencionadamente. Quizá solo se lo hubiese imaginado.
Pero ahora que tenía una buena botella al alcance de la mano, todo iba de perillas.
Buscó la bebida con la mano en el asiento, no para beber, sino para asegurarse de que seguía allí. La voz de su compañero dijo bruscamente desde la sombra.
No.
Sid se mostraba aún más categórico que Nancy.
—Mira hacia la carretera que tienes frente a ti.
—La estoy mirando.
Estás conduciendo mal.
—¿Quieres que vaya más rápido?
—Lo que quiero es que conduzcas en línea recta.
¿No confías en mí? Cuando he bebido una copa es cuando mejor conduzco.
Con una, tal vez.
No estoy borracho.
Sid se encogió de hombros y suspiró como haría alguien que no tiene ganas de seguir hablando. Steve se contuvo. Esa actitud le humillaba y empezaba a preguntarse si su compañero era realmente inteligente.
¿Por qué le dejaba conducir en vez de coger el volante, si es que no tenía confianza en él? Encontró la respuesta de inmediato, lo cual demostraba que el trago de whisky que había bebido en el garaje no había afectado en absoluto su lucidez.
Aun cuando no tropezaran con ninguna otra barrera de la policía, siempre cabía la posibilidad de que una patrulla les detuviera para verificar su documentación. Y, precisamente, los policías siempre se dirigían de forma automática hacia el lado del conductor. Igual que había sucedido en Providence, no se les ocurriría examinar al pasajero dormido.
Empezaba a hacer frío: El aire era húmedo. El reloj del coche había dejado de funcionar meses atrás y, sin tener una razón concreta, Steve no se atrevía a sacar el reloj del bolsillo. No tenía idea de qué hora podía, ser. Cuando intentó calcular el tiempo que había transcurrido se embarulló, abrió la boca para decir algo y la cerró de nuevo.
No sabía qué quería decir. Si pudiera detenerse un momento, cogería la gabardina, que debía de estar en el asiento posterior o quizá en el portaequipajes.
Se estremecía de vez en cuanto bajo su camisa, pero no creía correcto reclamarle su chaqueta a Sid.
—¿Adónde piensas ir?
Quizá no hubiera debido plantear esta cuestión, que podía provocar la desconfianza de Halligan. Por suerte este no le oyó pues, a pesar de toda su voluntad, había acabado por dormirse. A través de su boca entreabierta, se escapaba una respiración regular, con un ligero silbido.
Steve tanteó con la mano sobre el asiento hasta encontrar la botella y, con todo cuidado, la destapó con los dientes. Como estaba casi convencido de que ya no le dejaría beber más, vació el frasco hasta la última gota, en tres tragos, reteniendo la respiración, mientras un violento calor le subía hasta las sienes y empañaba su visión.
Colocó de nuevo con todo cuidado el tapón y volvió a poner la botella donde estaba. Retiraba la mano del asiento cuando el coche dio un bandazo y se desvió violentamente. Steve lo enderezó a tiempo, soltando el acelerador y pisando progresivamente el freno y, después de algunas nuevas sacudidas, el coche se detuvo al borde del camino.
Se había sorprendido tanto, todo había sido tan inesperado y ocurrido con tanta rapidez que no le prestó atención a Sid Halligan y se sintió aterrorizado cuando vio que este le apuntaba con su revólver. Su rostro no dejaba traslucir ninguna expresión. Solo la de un animal que se repliega en si mismo para afrontar el peligro.
Un neumático… —balbuceó Steve, cuya frente estaba cubierta de sudor.
No se debía al revólver sino a que apenas podía hablar. Su lengua estaba tan pastosa que la palabra neumático había salido totalmente deformada de sus labios. Intentó pronunciar otra palabra:
Un pinchazo… no lo he hecho intencionadamente…
Sin decir nada, sin soltar el arma, el otro encendió las luces del tablero de mandos, cogió la botella, la miró al trasluz con un rictus de desprecio y la arrojó por la ventanilla.
Baja.
De acuerdo.
Nunca hubiera creído que aquel licor le produjera un efecto tan fulminante. Abrió la portezuela y tuvo que agarrarse a ella para salir.
¿Llevas rueda de recambio?
—Sí, en el portaequipajes.
Date prisa.
Steve se dirigió, con las piernas pesadas y vacilantes, hacia la parte posterior del coche. Tenía la certeza de que, si se obstinaba en permanecer de pie, acabaría por caerse al suelo. Para él era muy peligroso inclinarse, debido al vértigo. Incluso la manija del portaequipajes le pareció demasiado dura, excesivamente complicada y tuvo que ser su compañero el que la abrió finalmente.
¿Tienes un gato?
—Creo que sí.
—¿Dónde?
No lo sabía. Ya no sabía nada. Algo acababa de romperse dentro de él. Sentía deseos de sentarse en la hierba al borde de la carretera y de echarse a llorar.
—¿Qué ocurre?
Tenía que hacerlo costara lo que costara. Si no mostraba buena voluntad, Halligan era capaz de matarle. Por la carretera pasaba un coche cada dos o tres minutos; el tiempo restante estaban solos en el espacio, con las hojas de los árboles moviéndose suavemente sobre sus cabezas.
Los automóviles que pasaban, casi todos ellos a toda velocidad, no se preocupaban por la presencia de un coche parado junto a la carretera, como tampoco de las dos siluetas que percibían como un relámpago sumergidas en las luces de sus faros.
Halligan podía abatirle sin peligro si así lo deseaba, arrastrar su cuerpo hasta el bosque, donde tardarían varios días en descubrirlo, sobre todo si se encontraban lejos de un lugar habitado. ¿Vacilaría Sid ante el hecho de matar a alguien? Seguramente no. Poco antes, al hablar de la chiquilla, dijo que no le había hecho daño y que no quería asustarla. Pero ¿qué le había hecho a la madre? Ahora ya no se atrevería a preguntárselo, ni tampoco a hacerle ninguna otra pregunta.
Tenía el gato en la mano. El neumático que se había pinchado era el situado en la parte trasera, a la derecha. Sid permanecía junto a él, sin soltar el arma.
—¿Te estás preguntando dónde meterlo?
—Ya sé dónde tengo que ponerlo.
Para no tener que inclinarse, se arrodilló, se puso a gatas, se esforzó por colocar el gato en el lugar adecuado. De repente, se sintió desfallecer y cayó blandamente al suelo, con los brazos por delante, balbuceando:
—Perdón.
No perdió el conocimiento. E incluso, de no ser por la presencia de Halligan con el revólver, eso no hubiera tenido nada de desagradable. Todo había sucedido de pronto. Era como si su cuerpo y su mente se hubieran vaciado y no tuviera ya que efectuar ningún esfuerzo. Era inútil, solo podía permanecer así y esperar.
¿Es que iba a dormirse? No tenía ninguna importancia. Una sola vez se había sentido así, en su casa, una noche en que recibieron la visita de algunos amigos y él se dedicó a vaciar las copas de todo el mundo. Cuando se quedaron solos Nancy y él, se había dejado caer en un sofá, con las piernas estiradas ante él, y había suspirado con un profundo alivio y una sonrisa bobalicona en los labios:
—«¡Ter-mi-na-do!».
Y si bien sabía sobre todo lo que había sucedido a continuación por lo que su mujer le había contado, no por ello dejaba de tener la impresión de que una cierta cantidad de imágenes había quedado grabada en su mente. Nancy le había obligado a tomar un café, que él derramó en gran parte, y después a respirar amoníaco. Luego le había ayudado a ponerse en pie, hablándole con dureza, con voz de mando y, como él volvía a caerse constantemente, había acabado por tirar de él, con los dos brazos de Steve colocados sobre sus hombros y las piernas arrastrándose por la alfombra.
—No quería que los niños te encontraran hundido en un sofá del cuarto de estar al levantarse por la mañana.
Nancy había logrado desnudarle y ponerle un pijama.
—Levántate, Steve, ¿no me oyes? Debes levantar los riñones y no los hombros…
Halligan le arrastraba ahora por un brazo hasta d borde del talud, donde le dejó hundirse entre altas hierbas. Steve no tenía los ojos cerrados. No dormía. Sabía lo que sucedía, oía las palabrotas que su compañero profería mientras manipulaba el gato, que chirriaba.
No valía la pena preocuparse ni inquietarse. De todos modos, estaba indefenso. Indefenso como un niño recién nacido. La palabra le divirtió. Y la repitió dos o tres veces mentalmente. ¡Indefenso! Apenas si logró incorporarse un poco al darse cuenta de que tenía la cabeza metida entre ortigas.
—¡No te muevas!
Ni siquiera intentó responder. Sabía que no podía hablar y eso le irritaba. Movía aún los labios, no sin esfuerzo, pero de su boca no salía más sonido que el que podría salir de un silbato taponado.
¿No había anunciado varias veces que esta era su noche? ¡Qué lástima que Nancy no estuviera allí para verle! También es cierto que su mujer no habría entendido nada. Por lo demás, si ella hubiera estado allí, no habría ocurrido nada. Ya habrían llegado hacía rato al campamento.
No sabía qué hora era. Y no tenía ninguna necesidad de saberlo. Nancy hubiera dudado acerca de si debían despertar a la señora Keane. Su nombre era Gertrud. Se oía a lo lejos, a través del campamento, la voz del señor Keane que llamaba:
—¡Gertrud!
El nombre del señor Keane era Héctor. No tenían hijos. Y era imposible, aunque no supiera muy bien por qué, imaginarlos a ambos a punto de hacer un hijo.
Héctor Keane usaba pantalones cortos de color caqui que le daban el aspecto de un niño demasiado alto para su edad y llevaba siempre una trompetita atada al cuello para reunir a los niños del campamento. El señor Keane jugaba a todos los juegos con ellos y se subía a los árboles. Se notaba que no era por ganarse la vida, o por deber profesional, sino porque le divertía enormemente.
Sid seguía dedicado a cambiar la rueda y eso parecía ponerle de mal humor, hasta el extremo de que no dejaba ni un momento de farfullar palabrotas.
¿Tenía deseos de matar a Steve? En primer lugar, no le serviría de nada, a no ser, según la expresión que había empleado poco antes, para enviarle un día u otro a la silla eléctrica.
Tal vez le abandonaría aquí. Steve lamentaba ahora no haberse puesto antes el impermeable. Empezaba a tiritar.
Si lograba no dormirse, tal vez recobrase las energías. A pesar de que se notaba la cabeza muy pesada, se negaba a cerrar los ojos y no perdía el conocimiento. Si no hubiera sido por su lengua pastosa y como paralizada, habría sido capaz de repetir todo lo que había contado a lo largo de la noche. Tal vez no en el mismo orden. Pero, bueno, eso no importaba…
Estaba seguro de no haber dicho tonterías. A primera vista, podría creerse lo contrario, porque no siempre se había preocupado de formular las frases habituales. Había abreviado, resumido. Y aparentemente, mezclaba los temas de conversación.
En el fondo, todo se armonizaba y no lamentaba nada. Solo echaba a faltar su impermeable. Y también no haber preguntado en su momento qué le había ocurrido a la madre de la chiquilla. Estaba convencido de que Sid le hubiera respondido. Dado el contacto que habían mantenido, no existía ninguna razón para ocultarle nada. Por otra parte, todas las emisoras de radio habían hablado del asunto.
Quizá Nancy siguiese aún en el autobús. ¿Qué haría una vez llegara a Hampton? Quedaban unos treinta kilómetros de mala carretera a lo largo de la costa hasta llegar al campamento. Si no encontraba un taxi y si, como era presumible, todos los hoteles de Hampton estaban completos, ¿qué haría?
Para trabajar más cómodo, Sid se había quitado la chaqueta y estaba apretando los tornillos de la rueda de recambio. Cuando acabó, cerró el portaequipajes, sin preocuparse de meter en él la rueda pinchada. ¡A fin de cuentas, no era su coche!
Steve sentía curiosidad por saber qué iba a hacer ahora su compañero. Parecía inquieto, nervioso. Se volvió a poner la chaqueta y se aproximó a Steve. Una vez frente a él, le miró fijamente un momento, de arriba a abajo; después, agachándose, le abofeteó ambas mejillas, sin cólera, como para tranquilizar su conciencia.
¿Puedes levantarte ahora?
Steve no tenía ninguna gana de hacerlo. Los bofetones apenas habían turbado su profundo torpor y contemplaba a su compañero con indiferencia.
¡Inténtalo!
Lentamente, negó con la cabeza. Cuando levantó el brazo para protegerse, ya era demasiado tarde. Otros dos bofetones azotaron su rostro.
¿Y ahora?
Primero se puso a gatas, después de rodillas. Mientras, movía los labios sin que se pudiera comprender qué decía:
No me pegues más.
¿Por qué pensaba en la chiquilla y sonreía?
Era para morirse de risa. Con la ayuda de Halligan, que le sostenía, llegó hasta el coche y se hundió en el asiento, pero esta vez no iba frente al volante.