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Mientras atravesaba el espacio que separaba la puerta de la barra, las conversaciones cesaron y el rumor que llenaba la habitación en el instante de efectuar su entrada se apagó con la misma precisión que una orquesta. Todas las personas presentes permanecieron mudas en su sitio, siguiéndole con la mirada, sin hostilidad, sin curiosidad, según le pareció, aunque resultara imposible adivinar una expresión cualquiera en los rostros de los presentes.

Pero, en cuanto apoyó la mano en la barra y el camarero tendió su peludo brazo para limpiarla con un trapo sucio, la vida se reanudó a su alrededor y nadie pareció preocuparse más de él.

Lo que acababa de suceder le impresionó. Este bar era muy distinto a los habituales junto a la carretera. Debía de existir algún pueblo en las cercanías, o una aldea, probablemente una fábrica, pues los presentes hablaban con distintos acentos y dos negros se hallaban acodados cerca de él.

—¿Qué va a tomar, forastero? —preguntó el hombre de detrás de la barra.

No le llamaba así por bromear. Su voz era cordial.

—Un rye —murmuró Steve.

No lo pidió esta vez porque fuera el alcohol más fuerte, sino porque se habría puesto en evidencia pidiendo un whisky escocés. Y no quería hacer esperar mucho a Nancy. Sin embargo, tampoco debía regresar demasiado pronto al coche, pues entonces todo lo que había hecho hasta ahora perdería su efecto.

Le molestaba haberse mostrado tan categórico. Casi empezaba a sentirse avergonzado, a pesar de que estaba convencido en el fondo de que tenía todo el derecho a actuar así y que su mujer se merecía una lección…

Por culpa de ella, apenas si conocía lugares como este. Respiraba su olor con avidez, miraba las paredes pintadas de verde oscuro, adornadas con antiguos cromos, la desordenada cocina que se percibía a través de una puerta abierta y donde una mujer de pelo canoso que le caía sobre el rostro bebía con otras dos mujeres y un hombre.

Encima de la barra colgaba un enorme aparato de televisión, muy anticuado; las imágenes, vacilantes, hacían pensar en las películas muy antiguas. Nadie les prestaba atención y casi todos los presentes hablaban en voz alta. A su lado, uno de los negros chocaba continuamente contra él al retroceder para gesticular, y cada vez se excusaba por ello con una risotada. En una mesa situada en la esquina, dos enamorados de cierta edad permanecían cogidos por la cintura, mejilla contra mejilla, tan inmóviles como una fotografía, mudos, con la mirada perdida en el vacío.

Nancy nunca comprendería todo esto. Y él mismo tendría muchas dificultades para explicarle lo que debía comprender. Ella pensaba que se había detenido para beber. No era exacto; era precisamente el tipo de verdad característico de ella, que le daba siempre el aspecto de tener la razón.

No se lo reprochaba. Se preguntó si no estaría llorando en ese momento, sola en el coche. Sacó un billete de dólar del bolsillo y lo puso sobre la barra. Debía irse. Había permanecido en el bar unos cinco minutos. En la pantalla del televisor apareció la foto inmóvil de una chiquilla de unos cuatro años, agazapada dentro de un armario, rodeada de escobas y cubos. No se fijó en el comentario, y la imagen fue sustituida por la del escaparate de una tienda con el cristal roto.

Recogió el cambio. Estaba a punto de darse la vuelta cuando sintió que un dedo se posaba sobre su hombro y oyó una voz que articulaba lentamente:

—¡Le invito a otra, compañero!

Quien hablaba era su vecino de la derecha, al que no había prestado ninguna atención. Estaba solo, apoyado en la barra y, cuando Steve le miró, le contempló a su vez con una firmeza que le molestó. Sin duda había bebido mucho. Tenía la lengua pastosa y sus gestos eran prudentes, como si supiera que su equilibrio era más bien inestable.

Steve sintió la tentación de irse explicándole que su mujer le estaba esperando. El hombre, adivinando su pensamiento, se dirigió al dueño y le señaló los dos vasos vacíos. El dueño hizo un gesto a Steve que significaba: «Puede aceptar su propuesta». O quizá significase realmente: «Será mejor que acepte».

No se trataba de un borracho ruidoso. Tal vez ni siquiera se trataba de un borracho. Su camisa blanca estaba tan limpia como la de Steve, su pelo rubio había sido cortado recientemente y su tez bronceada hacía resaltar el color azul de sus ojos.

Con la mirada fija en su compañero tendió hacia él su vaso, y Steve hizo otro tanto con el suyo. Luego, lo apuró de un trago. —Muchas gracias, mi mujer…

No se atrevió a continuar a causa de la sonrisa que empezó a perfilarse en el rostro de su interlocutor. Daba la impresión de que el hombre, que le seguía mirando de frente y no decía ni una palabra, lo sabía todo, le conocía como un hermano, leía sus pensamientos en sus ojos.

El hombre estaba borracho, cierto, pero en su embriaguez había la serenidad amarga y sonriente de un ser que ha alcanzado algún tipo de sabiduría superior.

Steve tenía prisa por reunirse con Nancy. Al mismo tiempo, temía decepcionar a ese hombre al que no conocía y que debía tener aproximadamente la misma edad que él.

Y entonces dijo, volviéndose hacia la barra:

—¡Lo mismo!

Le habría gustado hablar, pero no encontraba ninguna frase adecuada. No obstante, el silencio no parecía incomodar a su vecino, que seguía mirándole fijamente con satisfacción, como si hubieran sido amigos de siempre y ya no tuvieran necesidad de decirse nada. Solo cuando el otro intentó encender un cigarrillo con su mano temblorosa, Steve pudo medir el grado de su intoxicación. Se dio cuenta de que su mirada, el rictus de su boca, querían decirle: «Sí, he bebido. Estoy borracho. Bueno, ¿y qué?».

Esa mirada expresaba tantas cosas que Steve se sentía más incómodo que si le hubieran desnudado frente a todos los presentes.

«Ya lo sé. Tu mujer te espera en el coche. Te va a echar una bronca. Bueno, ¿y qué?».

Quizá también hubiese adivinado que sus hijos se encontraban en un campamento del Maine. E incluso que poseía una casa de quince mil dólares, que tardaría doce años en pagar, en una urbanización de Long Island…

Debían de existir afinidades entre ambos, unos gustos en común que a Steve le habría agradado descubrir. Pero el saber que su mujer le estaba esperando desde hacía más de diez minutos, tal vez un cuarto de hora, provocaba en él una especie de pánico.

Pagó su ronda y tendió torpemente la mano, que el otro apretó hundiendo su mirada en la suya con tanta insistencia que daba la impresión de intentar transmitirle un misterioso mensaje.

El mismo silencio que se había producido en el momento de efectuar su entrada le acompañó ahora cuando se dirigió hacia la salida. No se atrevió a darse la vuelta. Abrió la puerta y comprobó que llovía de nuevo. Observó que varios de los coches aparcados eran camionetas, se dirigió hacia su coche y se detuvo en seco al descubrir que Nancy su esposa no se encontraba en él.

Primero, creyendo que se había ido a dar una vuelta, dirigió una mirada a su alrededor. El agua que caía no era ya de tormenta, sino una lluvia fina y acariciadora, de un reconfortante frescor.

—¡Nancy! —llamó a media voz.

Hasta donde podía ver a ambos lados de la carretera no se percibía la presencia de ningún peatón. Estaba a punto de volver al bar para explicar lo que ocurría y tal vez llamar a la policía, cuando, al inclinarse para contemplar más de cerca el interior del vehículo, vio un papel colocado sobre el asiento. Nancy lo había arrancado de su cuaderno y había escrito lo siguiente: Sigo en el autobús. ¡Buen viaje!

Por segunda vez sintió la tentación de regresar al bar, ahora para beber todo lo que le apeteciera en compañía del desconocido. Un grupo de luces situado a unos quinientos metros le hizo cambiar de idea. Había allí un cruce en el que, sin lugar a dudas, se detenían los autobuses. Seguramente su mujer se había ido en aquella dirección. Tal vez podría aún alcanzarla.

Puso el motor en marcha y, mientras se dirigía hacia el cruce, examinó ambos lados del camino, que, a juzgar por lo que permitía adivinar la luz reinante, estaba bordeado por campos o solares.

No vio a nadie. Llegó al cruce y se detuvo frente a una cafetería. Desde el exterior pudo percibir sus paredes de un color blanco resplandeciente, la barra de metal y dos o tres clientes que comían.

Entró en ella rápidamente y preguntó:

—¿Paran aquí los autobuses?

La dueña, morena, tranquila, ocupada en preparar unos perritos calientes, respondió:

—Si pregunta por el de Providence, se le ha escapado. Acaba de irse hace unos cinco minutos.

—¿No ha visto usted a una mujer bastante joven, que llevaba un traje sastre claro? Bueno, puede que llevase una gabardina…

Acababa de recordar que no había visto la gabardina de su mujer en el coche.

—Pues no, aquí no ha entrado.

No se detuvo a reflexionar. Salió, muy excitado, dándose cuenta de que debía de parecer un loco. A la derecha se divisaba una calle, la avenida principal de un pueblo, con el escaparate iluminado de una tienda de muebles en el que se veía una cama recubierta de raso azul. No se tomó siquiera la molestia de preguntar dónde estaba, ni de consultar el mapa. Se metió a toda prisa en el coche, lo puso en marcha ruidosamente y se lanzó a toda velocidad, siguiendo la mojada carretera que se desarrollaba ante él.

Por regla general, los autobuses no iban a más de ochenta kilómetros por hora y había pensado alcanzarlo, seguirlo hasta la siguiente parada. Una vez allí, le pediría a Nancy que ocupara de nuevo su lugar en el coche, aunque para ello tuviera que cederle el volante, si ese era su deseo.

No había actuado bien. Ella tampoco, pero no lo admitiría jamás y, como de costumbre, sería él quien acabaría pidiendo perdón. Hizo funcionar los limpiaparabrisas, pisó más a fondo el acelerador y, como las dos ventanillas permanecían abiertas, sintió que el viento hacía revolotear sus cabellos, se deslizaba a través de estos y casi le helaba la nuca.

Quizá durante esos minutos habló solo, mientras miraba frente a él en busca de las luces traseras del autobús. Adelantó a unos diez o quince vehículos, de los cuales dos, como mínimo, se apartaron bruscamente cuando él pasó a su lado. El hecho de ver el cuentakilómetros señalar los cien le daba una cierta fiebre. Casi deseaba que un policía motorizado emprendiera su persecución. Se explicó a sí mismo una historia a este respecto, en la que aparecía su esposa, a quien era preciso que alcanzara a toda costa, y sus hijos, que esperaban en el Maine. ¿Acaso, en condiciones como estas, no tenía derecho a infligir las normas de circulación?

Atravesó otro cruce iluminado, rodeado de estaciones de gasolina y en el que se bifurcaba la carretera. A primera vista ambos ramales tenían la misma importancia. No redujo la velocidad para elegir entre ellas y, después de haber recorrido apenas unos veinticinco kilómetros, se dio cuenta de que había vuelto a equivocarse.

Un momento antes habría jurado que se encontraba en Rhode Island. ¿Cómo y en qué momento había dado media vuelta? No lo entendía, pero era evidente que había vuelto hacia atrás y que los paneles anunciaban la ciudad de Putman, en Connecticut.

Ya no valía la pena seguir luchando para alcanzar el autobús. A partir de ahora, disponía de todo el tiempo que quisiera. Peor para Nancy si se ponía furiosa. Peor para él también. ¡Peor para ambos…!

Sintió la tentación de buscar el bar en el que había estado anteriormente, pero era casi imposible. Ya encontraría otros más adelante, tantos como quisiera. Ahora que, en cierto modo, estaba soltero, podría detenerse en ellos sin tener que dar ningún tipo de explicación.

Lo que lamentaba era no haber podido entablar conversación con el tipo que había colocado el dedo sobre su hombro y le había invitado a una copa. Seguía convencido de que ambos se habrían comprendido perfectamente. No solo tenían la misma edad, sino que incluso se parecían físicamente: el mismo tono claro de piel, el mismo pelo rubio e incluso los mismos dedos largos y huesudos, con las puntas cuadradas.

Le hubiera agradado saber si el hombre, al igual que él, se había criado en una ciudad o si provenía del campo.

El otro tenía más experiencia que él, eso lo admitía sin reparos. Sin duda no estaba casado o, en el caso de estarlo, no se preocupaba por su mujer. ¿Quién sabe? Steve no se hubiera sorprendido de saber que también tenía hijos, pero que los había dejado plantados junto con su madre.

Debía de poseer una experiencia de ese tipo. En cualquier caso, no se preocupaba de llegar a las nueve en punto al despacho, ni, por la noche, de regresar a tiempo para que la niñera por horas pudiera marchar a su casa.

En efecto, cuando Bonnie y Dan no estaban en el campamento, o sea, durante la mayor parte del año, no era Nancy quien regresaba la primera a casa para ocuparse de ellos. Era él. Y eso porque ella ocupaba en su oficina un cargo de confianza. Era el brazo derecho del señor Schwartz, de la empresa Schwartz & Taylor. Por la mañana, llegaba al trabajo a las diez o las once y tenía casi a diario una comida de negocios, después de la cual se dedicaba plenamente a su trabajo hasta las seis o las siete de la tarde.

¿El hombre del bar lo había adivinado? ¿Se reflejaba en su cara? No le habría extrañado que así fuera. Después de tantos años de llevar esa vida, debía de llevarlo marcado en el rostro.

¿Y el coche? Estaba matriculado a su nombre, lo cual era un detalle, pero, por la noche, era Nancy quien lo utilizaba para dirigirse a Scottville. ¡Y siempre por buenas razones! Principalmente debido a su importante situación respecto al señor Schwartz, tan importante que, cuando él le pidió después del nacimiento de sus hijos que se quedara en casa, el señor Schwartz se había molestado en venir personalmente para convencer a Nancy de que ocupara de nuevo su puesto.

Steve salía de su trabajo a las cinco en punto. Por tanto, podía correr apresuradamente hacia la estación de metro de Lexington Avenue, hacerse un hueco mayor o menor en medio de la masa, salir corriendo en Brooklyn para atrapar en el último momento el autobús que se detenía a la entrada de su urbanización.

En total, representaba tan solo unos cuarenta y cinco minutos hasta su casa, donde encontraba a Ida, la mujer de color que se ocupaba de los niños cuando volvían del colegio, con el sombrero ya puesto. El tiempo de Ida también parecía ser muy valioso. El tiempo de todo el mundo era valioso. Solo el suyo no tenía ningún valor.

¡Oye! ¿Eres tú? Esta tarde llegaré con retraso. No me esperes antes de las siete, tal vez las siete y media. ¿Quieres darle la cena a los niños y acostarlos?

Iba ahora por la carretera número 6, apenas a unos quince kilómetros de Providence. Tuvo que disminuir la velocidad porque ante él se extendía una larga fila de automóviles. ¿En qué estarían pensando todos los hombres instalados ante el volante de sus coches? La mayoría llevaba una mujer a su lado. Otros tenían a sus hijos durmiendo en el asiento trasero. Le parecía sentir por todas partes la sombría fatiga que reina normalmente en las salas de espera. Y, de cuando en cuando, le llegaba una ráfaga de música o la voz imponente de un locutor.

Hacía ya rato que sus limpiaparabrisas seguían funcionando sin motivo. A ambos lados de la carretera se multiplicaban las gasolineras y los restaurantes, cada vez más próximos, formando una especie de guirnalda casi continua de luces, con solo zonas de sombra de uno o dos kilómetros.

Tenía ganas de beber un vaso de cerveza bien fría, pero, precisamente porque nada le retenía ya, deseaba elegir con toda tranquilidad el lugar en el que se pararía. El último bar en el que entró le había dejado una especie de nostalgia y le hubiera gustado encontrar algo del mismo estilo. Por ello pasaba sin detenerse por delante de los edificios demasiado nuevos, con sus letreros excesivamente elegantes.

Un coche de la policía le adelantó con la sirena en marcha, después una ambulancia, y luego otra. Algo más lejos, tuvo que reducir la velocidad al mínimo y seguir a una fila de vehículos para rodear dos coches que, literalmente, se habían empotrado el uno en el otro.

Apenas si tuvo tiempo de divisar a un hombre en mangas de camisa, de color blanco como la suya y como la de su amigo del bar, con el pelo en desorden y el rostro cubierto de sangre, que explicaba algo a los policías, señalando con el brazo un lugar impreciso. ¿Cuántos muertos habían predicho los expertos para el fin de semana? Cuatrocientos treinta y cinco. Lo recordaba. Por lo tanto, no estaba borracho. La prueba de ello es que había conducido a cien kilómetros por hora sin el menor accidente.

Nancy, en la semioscuridad asfixiante del autobús en el que los pasajeros dormían agotados, debía de lamentar su decisión. Su mujer sentía una ligera repugnancia a mezclarse con la masa. Con toda seguridad, el olor a humanidad que reinaba en el autobús la molestaría, así como las familiaridades de sus vecinos. En el último bar, se habría sentido muy a disgusto. ¿No era quizá algo esnob?

Steve prefirió circular durante uno o dos kilómetros después de la aglomeración provocada por el accidente. Cuando disminuyó la velocidad al borde de la carretera, vio dos locales casi juntos, una hostelería de aspecto rebuscado, con un letrero fluorescente de color malva y, después de un vacío oscuro que servía de aparcamiento, un edificio de madera, de una sola planta, con aspecto de log cabin[1]. Eligió este último. Otra prueba de que no estaba borracho fue que tuvo buen cuidado de coger las llaves del coche y apagar las luces.

A primera vista, el bar no era tan cochambroso como el precedente y su interior correspondía, en efecto, al de una log cabin, con sus paredes de madera ennegrecida por el paso de los años, gruesas vigas en el techo, jarros de estaño y loza en las estanterías y algunos fusiles del tiempo de la Revolución que formaban una panoplia.

El dueño, bajito y rechoncho, con un delantal blanco, calvo, conservaba un ligero acento alemán. Había cerveza de barril que era servida en enormes jarras.

Tardó un poco en encontrar un sitio libre en la barra. Señaló el barril de cerveza sin decir palabra, mientras su mirada recorría a todos los presentes, como si buscase a alguien.

Y quizás era cierto que buscaba a alguien, sin ni siquiera saberlo. No había televisión, pero sí un tocadiscos automático, luminoso, amarillo y rojo, cuyos relucientes mecanismos manejaban los discos con fascinante lentitud. Al mismo tiempo que se oía su música, una pequeña radio de color oscuro funcionaba detrás de la barra, para distraer únicamente al dueño, que se inclinaba hacia ella para oírla apenas tenía un momento de tranquilidad.

Steve bebió su cerveza a grandes tragos, como un hombre sediento, se limpió los labios con el dorso de la mano y, de inmediato, sin dudar ni un instante, dijo:

—Un rye!

La cerveza carecía de sabor. Por ello deseaba sentir de nuevo en el paladar el gusto aceitoso del whisky irlandés, que siempre le provocaba una especie de náuseas. Se sentó a medias en un taburete, colocó ambos codos en la barra y se encontró adoptando exactamente la misma postura que el desconocido del último bar.

Sus ojos también eran azules, de un azul un poco menos claro; sus hombros eran ciertamente tan anchos, con el mismo abultamiento de la camisa a la altura de los bíceps.

Ahora, ya no bebía apresuradamente. Escuchaba distraído lo que decían los dos hombres situados a su derecha. Estaban borrachos. Todo el mundo estaba más o menos borracho y, de vez en cuando, una risotada brotaba de algún lado, o bien se oía un vaso romperse contra el suelo.

—Le dije que a doce dólares la tonelada era tomarme por un imbécil y, cuando comprendió que no estaba bromeando, me miró a los ojos, así, y…

¿La tonelada de qué? Steve no lo sabría nunca. Nada en la conversación permitía adivinarlo. Tampoco el que escuchaba parecía preocuparse por ello, ansioso como estaba por captar algunos fragmentos de lo que contaba la radio. Otro boletín informativo. El locutor narraba distintos accidentes, uno de ellos provocado por un rayo que había derribado un árbol sobre el techo de un coche.

Después se habló de política, pero Steve no se enteró. De repente, sintió deseos de tocar el hombro de su vecino de la izquierda y decir, tal como había hecho su compañero en el otro bar, a ser posible con la misma voz y el mismo rostro imperturbable: «¡Te invito a otra, compañero!».

Porque su vecino era también un solitario. Solo que, contrariamente al otro, no parecía borracho y tenía frente a sí una jarra de cerveza llena en sus tres cuartas partes.

Su tipo era distinto. Era moreno, con el rostro alargado, la piel mate, ojos oscuros, dedos delgados y ágilmente articulados que utilizaba de vez en cuando para retirar el cigarrillo de sus labios.

Apenas le había echado una ojeada a Steve cuando este entró. De inmediato, se había dedicado a mirar a otra parte. Cuando quiso encender otro cigarrillo, se dio cuenta de que el paquete que sacó del bolsillo estaba vacío y se alejó por un instante del bar para dirigirse hacia el distribuidor automático.

Fue entonces cuando Steve se fijó en sus zapatos demasiado grandes, llenos de barro, unos enormes zapatos de granjero que no armonizaban con su silueta. No llevaba chaqueta ni corbata, solo una camisa de algodón azul y unos pantalones oscuros sujetos por un amplio cinturón.

A pesar del peso de sus pies, caminaba como un gato y logró ir y venir sin rozar a nadie. Recuperó su sitio en el taburete, con un cigarrillo en los labios; después, lanzó una breve mirada a Steve, que abrió la boca para dirigirle la palabra.

Necesitaba hablar con alguien. Ya que Nancy así lo había querido, esta era su noche, una ocasión que tal vez no volvería a presentarse otra vez. En lo referente a Nancy, debía recordar, dado que aún tenía la mente despejada, efectuar una llamada telefónica a los Keane hacia las cinco o las seis de la mañana. A esa hora, su mujer ya habría llegado al campamento. Al igual que en los dos últimos años, los Keane les habrían reservado una habitación, o como mínimo una cama, en uno de los bungalows. Durante el fin de semana del Labor Day sería inútil tratar de encontrar alojamiento en los alrededores. Ni en los alrededores ni en ninguna otra parte. En todos lados sucedía lo mismo, a todo lo largo del mapa de Estados Unidos.

—¡Cuarenta y cinco millones de automovilistas! —se burló a media voz.

Lo había hecho intencionadamente, para atraer la atención de su vecino.

—¡Cuarenta y cinco millones de hombres y mujeres sueltos a lo largo de las carreteras!

Ese hecho adquiría de pronto a sus ojos la importancia de un descubrimiento. Pensó en ello seriamente mientras observaba al muchacho moreno situado a su izquierda.

—¡Es un espectáculo que no puede contemplarse en ningún otro país del mundo! ¡Cuatrocientos treinta y cinco muertos el lunes por noche!

Por fin hizo el gesto que tanto deseaba hacer y tocó discretamente el hombro de su compañero.

—¿Le apetece tomar una copa conmigo?

El otro se volvió hacia él sin preocuparse siquiera en responderle, pero Steve hizo caso omiso de su actitud. Llamó al dueño, que continuaba escuchando su pequeño receptor.

—¡Dos! —dijo, mostrando dos dedos.

—¿Dos qué?

—Pregúntele qué quiere tomar.

El joven movió la cabeza negativamente.

—¡Dos ryes! —se obstinó Steve.

No estaba ofendido. Poco antes, él tampoco había respondido a las iniciativas del desconocido.

—¿Casado?

Su vecino no llevaba ninguna alianza, pero eso no significaba nada.

—Yo estoy casado y tengo dos hijos, una niña de diez años y un chico de ocho. Están los dos en un campamento.

Su compañero era demasiado joven para tener hijos de esa edad. No tenía más de veintitrés o veinticuatro años. Seguramente ni siquiera estaba casado.

—¿Nueva York?

Ahora obtuvo algún resultado, puesto que el otro hizo un gesto denegatorio con la cabeza.

—¿Eres de por aquí? ¿Providence? ¿Boston?

Un gesto más impreciso, que tampoco parecía ser afirmativo.

—Lo peor es que, en el fondo, no me gusta el rye. ¿A ti te gusta? A veces me pregunto si hay alguien a quien le guste realmente.

Acababa de vaciar su copa y señalaba la que su vecino ni siquiera había tocado:

—¿No te apetece? No importa. ¡Estamos en un país libre! No me molesta en absoluto que no te lo bebas. Otra noche a lo mejor no me lo bebería ni por todo el oro del mundo. Pero esta noche me ha dado por hacerlo. Las cosas son así. En el fondo, la culpa es de mi mujer.

En cualquier otra ocasión, sin lugar a dudas se habría alejado de un hombre que hubiera hablado tal como él lo estaba haciendo en ese momento. Se daba cuenta de ello por momentos y se sentía humillado.

Pero, un momento después, se persuadía de nuevo de que estaba viviendo la noche de su vida y que era totalmente preciso que se lo explicara a su vecino de rasgos cansados.

¿Quizás el hecho de que este no bebiera se debía a que estaba enfermo? El color de su piel era gris, su labio inferior se veía agitado constantemente por una especie de tic que, de vez en cuando, daba una sacudida al cigarrillo. Steve se preguntó incluso si el hombre no se drogaría.

Eso le habría decepcionado. Las drogas, ya fuera la marihuana o la heroína, le daban miedo, y observaba siempre con un sentimiento mezcla de incomodidad y de terror a una cliente que iba por el bar de Louis, una hermosa mujer, muy joven, que trabajaba como modelo y pasaba por ser drogadicta.

—Si no estás casado, quizá nunca te hayas planteado la cuestión. Y, no obstante, es una cuestión de capital importancia. Se habla de cosas que se consideraban importantes y nadie se atreve a hablar de esta. Mira, por ejemplo, el caso de mi mujer. ¿Tengo razón o estoy equivocado…?

Había empezado mal y no conseguía encontrar el hilo de su vida. Por lo demás, tampoco era esa la idea esencial. Era algo relacionado con las mujeres, sí, pero de una forma indirecta. Lo que intentaba explicar era complicado, resultaba tan impenetrable que no esperaba lograrlo. Algunas veces le brotaban en los labios diez frases al mismo tiempo, diez pensamientos que tenían todos ellos su lugar preciso en su razonamiento, pero, a partir del momento en que pronunciaba algunas palabras, se daba cuenta de la casi imposibilidad de llevar a buen término su intento. Y eso le desanimaba.

—¡Lo mismo, jefe!

Estuvo a punto de enfurecerse cuando vio que el dueño dudaba en servirle.

—¿Acaso parezco un borracho? ¿Acaso doy la impresión de ser alguien capaz de provocar una pelea? Estoy hablando tranquilamente con este joven, sin levantar la voz…

Le sirvieron la bebida, y en su rostro se dibujó una sonrisa de satisfacción.

—¡Así está mejor! ¿Qué te iba diciendo? Te hablaba de las mujeres y de la autopista. Ese es el quid. Recuérdalo. Las mujeres contra la autopista, ¿comprendes? Las mujeres siguen siempre los carriles. ¡Está bien! Saben siempre adónde van. Ya de chiquillas saben adónde quieren ir a parar y, cuando se las besa al acompañarlas a su casa, ya están pensando en el traje de novia. ¿No es cierto?

»En realidad, no digo nada malo. Me limito a reconocer una verdad de la naturaleza.

»Las mujeres y los carriles.

»Los hombres y la autopista.

»Porque los hombres, hagan lo que hagan, lo que tienen aquí…

Se golpeaba el pecho con convicción y, debido a ello, se perdía en los meandros de su razonamiento. Las palabras, sobre todo, no acudían a sus labios.

—Los hombres… —repitió, haciendo un esfuerzo.

Le habría gustado explicar qué es lo que los hombres necesitaban, de qué se les priva por no saber exactamente lo que quieren. Pero eso era, precisamente, lo difícil. No se trataba en absoluto de beber un cierto número de ryes, tal como habría dicho Nancy irónicamente. El rye no tenía ninguna importancia. Lo que importaba era una noche como esta, por ejemplo, una noche memorable, en la que cuarenta y cinco millones de automovilistas eran soltados a lo largo de las carreteras, era comprender y, para comprender, resultaba indispensable salirse de los carriles. Como cuando había entrado en el otro bar… ¿Dónde habría encontrado, a no ser allí, a un hombre como el que había conocido y al que no había ninguna necesidad de decir nada? Seguro que no en su oficina, en la World Travellers, donde vendía kilómetros, kilómetros-avión, viajes en avión de lujo, billetes para París, Londres, Roma y El Cairo. Para cualquier lugar del mundo. Todos los clientes tenían prisa. Y para cada uno de ellos era indispensable, de vital importancia, emprender la marcha de inmediato. Tampoco lo habría encontrado en Schwartz & Taylor, que vendían publicidad, páginas de revistas, minutos en la radio o en la televisión o carteles a lo largo de las carreteras. Ni siquiera en el bar de Louis, donde, a las cinco de la tarde, otros clientes semejantes a él acudían al abrevadero para entonarse con un Martini seco. De repente, sintió deseos de tomarse un Martini, pero estaba seguro de que el dueño del bar se negaría a servírselo y no quería verse ridiculizado frente a su nuevo amigo.

—Mira, hay los que se salen de ellos y los que no. Eso es todo…

Se refirió aún a los carriles. Pero ya no hablaba con precisión. Incluso a veces escamoteaba las palabras inútiles, tal vez porque resultaban difíciles de pronunciar.

—Yo, esta noche, me he salido.

Su anterior compañero, sin duda, se había salido de ellos definitivamente. Tal vez también lo hubiera hecho el hombre que enviaba por teléfono un misterioso mensaje, con la mano cubriendo el micrófono, en el primer bar.

¿Y este? Steve se moría de ganas de hacerle la pregunta y le dirigía guiños para alentarle a que hablara de sí mismo. Este hombre no trabajaba ni en un despacho ni en una granja, era algo que se veía, a pesar de sus enormes zapatos. ¿Quizá deambulaba a lo largo de las carreteras, con los bolsillos vacíos, haciendo autostop? ¿Se daba cuenta de que eso no era ninguna vergüenza? ¡Al contrario! ¡Estaba muy bien!…

Mañana me reuniré con mis hijos.

Esto suscitó en él una oleada de sentimentalismo que le puso un nudo en la garganta y, de repente, le pareció que estaba a punto de traicionar a Bonnie y a Dan. Se esforzó por verlos en su mente, solo obtuvo una imagen turbia y sacó de su cartera las fotos que siempre llevaba encima.

Eso no era lo que había deseado decir. Quería a sus hijos, no lamentaba lo que hacía por ellos, pero tenía que explicar a toda costa que él era un hombre y que…

Deslizaba los dedos bajo el permiso de conducir para coger las fotos y mantenía la cabeza baja cuando su compañero colocó algunas monedas sobre la barra y se dirigió hacia la puerta. Fue algo tan rápido, como un deslizarse, que por un momento no se dio cuenta siquiera de lo que había ocurrido.

—¿Se ha ido? —preguntó dirigiéndose al dueño del bar.

¡Buen viaje!

¿Le conoce?

—No tengo ningún interés en conocerle.

Le sorprendió mucho que el propietario de un bar como este también marchara sobre los carriles. Era él quien había bebido, no el otro —ni siquiera se había acabado su cerveza—, pero era a Steve a quien, a pesar de ello, se trataba con una cierta consideración, sin duda porque el dueño leía en su rostro que se trataba de un hombre formal, bien educado.

¿Son sus hijos? —preguntó el dueño.

Mi hijo y mi hija.

—¿Va a buscarlos al campo?

—Sí, al campamento Walla-Walla, en el Maine. Hay dos campamentos muy cerca, uno para chicos y otro para chicas. La señora Keane se ocupa del de las chicas y su esposo, Héctor, que parece un antiguo boy-scout…

El propietario del bar no le estaba escuchando. Prestaba atención, frunciendo sus gruesas cejas, a su radio, girando los botones con la esperanza de obtener una audición más clara, a la vez que lanzaba furiosas miradas al tocadiscos automático, cuya música ahogaba los demás sonidos.

ha escapado sucesivamente, no se sabe exactamente cómo, a tres barreras de la policía y, hacia las once de la noche, se ha señalado su presencia en la carretera número 2, dirigiéndose hacia el Norte en un coche robado…

—¿De quién están hablando? —preguntó Steve.

La radio continuaba:

¡Atención, va armado!

Y después:

Nuestro próximo boletín de noticias será transmitido a las dos.

Sonó la música.

¿De quién hablaban?

Insistía en su pregunta, sin ninguna razón para ello.

Del tío que se ha escapado de Sing-Sing y que ha encerrado a la chiquilla en un armario, con una tableta de chocolate.

—¿Qué chiquilla?

—La hija de los granjeros de Croton Lake.

El dueño, visiblemente inquieto, ya no se ocupaba de él. Buscaba con los ojos a alguien más sobrio con quien hablar. Con esa intención se dirigió hacia el rincón en el que dos hombres y dos mujeres estaban sentados en una mesa frente a varios vasos de cerveza, personas ya de edad, con aspecto de empresarios de la construcción.

Steve no lograba oír su conversación a causa de la música. Ahora señalaban al asiento vacío a su lado, y una de las mujeres, la que estaba sentada cerca del aparato distribuidor de cigarrillos, pareció recordar algo de repente. El dueño escuchaba sus explicaciones asintiendo con la cabeza. Miró vacilante al teléfono de pared y se acercó por fin a Steve Hogan.

¿No ha notado usted nada?

—¿Qué es lo que tenía que notar?

—¿No ha visto si llevaba un tatuaje en una de las muñecas?

Steve no entendía lo que le decían, aunque se esforzaba por comprender qué querían de él.

¿De quién me habla?

—Del tipo al que usted ha invitado a una copa.

No ha querido bebérsela. No me he ofendido por ello.

El dueño se encogió de hombros y le miró de una forma que no le gustó nada. Ahora que ya no le servirían más bebida y, además, no tenía con quién hablar, sería mejor irse.

Dejó un billete de cinco dólares sobre la barra, precisamente donde esta estaba más mojada. Se levantó vacilando y dijo:

—¡Cóbrese!

Al mismo tiempo, se aseguró de que nadie le miraba de través. No lo habría tolerado.