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Él llamaba a aquello entrar en el túnel, una expresión propia, personal, para su uso exclusivo, que no utilizaba al hablar con los demás y, con mayor motivo, tampoco con su esposa. Sabía con exactitud lo que significaba, en qué consistía ese estar en el túnel, pero, curiosamente, cuando se encontraba en él se negaba a reconocerlo, salvo de vez en cuando, durante algunos segundos, y siempre cuando ya era demasiado tarde. Y aunque había intentado a menudo determinar después el momento preciso en que penetraba en él, nunca lo había logrado.

Hoy, por ejemplo, había iniciado el fin de semana del Labor Day con un excelente estado de ánimo. Ya le había ocurrido otras veces. Y también había sucedido que, aun así, el fin de semana acabase de forma lamentable. Pero no había ninguna razón para que fuera inevitable.

Había salido de su despacho, situado en la Madison Avenue, a las cinco de la tarde. Tres minutos después se reunía con su mujer en su pequeño bar de la Calle 45. Ella había llegado antes que él y no le había esperado para pedir un Martini. Había escasos clientes en el bar apenas iluminado. A decir verdad, no vio ningún rostro conocido. Precisamente ese viernes, con mayor precipitación aunque los restantes viernes, la gente corría hacia los trenes y los automóviles que les llevarían al mar o al campo. Dentro de una hora Nueva York estaría vacía, con la única presencia en sus barrios tranquilos de hombres sin chaqueta y mujeres con las piernas desnudas sentados en el umbral de sus casas.

Aún no había empezado a llover. Desde las primeras horas de la mañana —desde hacía tres días en realidad— el cielo estaba cubierto y el aire contenía tanta humedad que se podía mirar de frente al sol, de color amarillo pálido, como visto a través de un cristal esmerilado. Pero el servicio meteorológico anunciaba tormentas locales y prometía una noche más fresca.

—¿Estás cansado?

—No mucho.

En verano, cuando sus hijos se encontraban en el campamento, se reunían allí todas las tardes, a la misma hora, ocupando siempre los mismos taburetes, con Louis que se limitaba a dirigirles un guiño y les servía sin esperar a que ellos dijeran nada. No sentían ninguna necesidad de empezar a hablar de inmediato. Uno de ellos le tendía un cigarrillo al otro. A veces Nancy empujaba hacia él el platito de los cacahuetes; otras veces era él quien le ofrecía las aceitunas, y ambos miraban sin demasiado interés el pequeño rectángulo pálido de la televisión, situado a buena altura en la esquina derecha del bar. Imágenes que se movían. Una voz que comentaba un partido de béisbol, o bien una mujer que cantaba. Daba lo mismo.

—Podrás ducharte antes de irnos.

Esta era la forma que tenía de ocuparse de él. Nancy no olvidaba jamás preguntarle si estaba cansado, mirándole del mismo modo en que se contempla a un niño que está incubando una enfermedad o que tiene una salud muy delicada. Eso le molestaba. Sabía perfectamente que no tenía muy buen aspecto a aquella hora, con la camisa que se le pegaba al cuerpo, y la barba que empezaba a crecer y parecía más oscura sobre la piel ajada por el calor. Con toda seguridad, ella se había fijado ya en los cercos de sudor de sus axilas.

Y resultaba aún más molesto debido a que ella parecía tan pimpante como al salir de casa por la mañana, sin una sola arruga en su traje sastre ligeramente rígido. Nadie sospecharía al verla que hubiera pasado toda la jornada en un despacho; se hubiera podido confundirla con una de esas mujeres que se levantan a las cuatro de la tarde y hacen su primera aparición en público a la hora del aperitivo.

Louis preguntó:

—¿Van a buscar a sus hijos?

Steve asintió con la cabeza.

—¿A New Hampshire?

—No, al Maine.

¿Cuántos padres, tanto en Nueva York como en la periferia, se lanzarían a la carretera aquella tarde para ir en busca de sus hijos a un campamento del Norte? ¿Cien mil? ¿Doscientos mil? Más, probablemente. Sin duda, en alguna parte del periódico figuraría el número total. Además, había que contar a los niños que pasaban el verano en casa de una abuela o una tía, en el campo o en el mar. Y era exactamente lo mismo en todas partes, de un océano a otro, desde la frontera canadiense hasta la de México.

En la pantalla del televisor, un hombre en mangas de camisa, con enormes gafas de montura de concha que parecían darle calor, anunciaba en un tono de taciturna convicción:

—El National Safety Council prevé para esta noche entre cuarenta y cuarenta y cinco millones de automovilistas en las carreteras y calcula en cuatrocientas treinta y cinco el número de personas que, de hoy hasta el lunes por la noche, perecerán a consecuencia de accidentes de tráfico.

Y concluyó lúgubremente, antes de ser sustituido por el anuncio de una marca de cerveza:

—Evite ser uno de ellos. Tenga prudencia.

¿Por qué cuatrocientos treinta y cinco y no cuatrocientos treinta o cuatrocientos cuarenta? Tales advertencias serían repetidas a lo largo de toda la noche, y también al día siguiente, y al otro, entre los programas normales. Al final, adquirirían el ritmo de un concurso. Steve recordaba la voz de un locutor, el año anterior, mientras regresaban con sus hijos del Maine el domingo por la noche:

Por el momento, el número de muertos se mantiene muy por debajo de los cálculos de los expertos, a pesar del choque de aviones sobre el aeropuerto de Washington, que ha causado treinta y dos víctimas. ¡Pero, atención! El fin de semana no ha acabado todavía…

—Pues mi mujer y mi hijo están en casa de mi suegra, cerca de Quebec —decía ahora Louis, que siempre hablaba a media voz, mientras traía más cacahuetes—. Regresan mañana en tren.

¿Tenía Steve la intención de pedir un segundo Martini? Normalmente, Nancy y él solo tomaban uno, excepto de vez en cuando, en el caso de que cenaran en la ciudad antes de ir al teatro.

Tal vez le apetecía, pero no forzosamente para recuperarse ni tampoco debido al calor. Le apetecía sin ninguna razón. O más bien porque no se trataba de un fin de semana normal. Cuando volvieran del Maine, se podría dar por terminado el verano y también las vacaciones. En seguida empezaría el invierno, con sus días cada vez más cortos y la presencia de sus hijos, que les obligaría a volver a casa de inmediato, una vez finalizado el trabajo en el despacho, lo cual implicaba una existencia más complicada, sin ningún esparcimiento.

¿Acaso eso no se merecía otra copa? No hizo ningún gesto, no dijo nada, no le dirigió ninguna seña a Louis. No obstante, Nancy adivinó su intención y se deslizó de su taburete.

—¡Paga! Tenemos que irnos.

No le irritó la reacción de su mujer. Quizá se sentía algo decepcionado, o molesto. Pero lo más fastidioso era que Louis había comprendido perfectamente lo que sucedía.

Tenían que recorrer dos calles para llegar hasta el aparcamiento en el que dejaban su coche durante toda la jornada y, una vez pasada la Tercera Avenida, daba la impresión de que era ya domingo.

—¿Quieres que conduzca yo? —propuso Nancy.

Él dijo que no, se instaló frente al volante y se dirigió hacia el Queensboro Bridge, donde los vehículos formaban caravana. Doscientos metros más adelante encontraron ya un coche volcado junto a la acera; a su lado una mujer sentada en el suelo, algunas personas a su alrededor y un policía que se esforzaba por descongestionar el tráfico mientras se esperaba la llegada de la ambulancia.

—Es inútil emprender la marcha demasiado pronto —dijo Nancy mientras buscaba un cigarrillo en el bolso—. Dentro de una o dos horas la mayor parte del tráfico habrá desaparecido.

Cayeron algunas gotas sobre el parabrisas mientras atravesaban Brooklyn, pero no se trataba aún de la lluvia anunciada.

En este momento, Steve se sentía de buen humor. Y se seguía sintiendo al llegar a su casa, en Scottville, una urbanización construida recientemente en el centro de Long Island.

—¿Te importa que cenemos algo frío?

—Lo prefiero.

También la casa iba a cambiar con el regreso de los niños. Durante el verano Steve sentía siempre una impresión de vacío, como si no existiera ninguna razón para que ambos vivieran allí, para permanecer en una habitación con preferencia a otra. Ambos se preguntaban qué podían hacer con el tiempo libre de que disponían.

—Mientras preparas los bocadillos, voy a comprar un cartón de tabaco.

—Hay cigarrillos en el armario.

—Ganaremos tiempo si lleno ahora el depósito y hago comprobar el aceite.

Ella no protestó, lo cual constituyó una sorpresa para él. Efectivamente, se detuvo en el garaje. Mientras le revisaban los neumáticos, entró a toda prisa en el restaurante italiano para tornarse un vaso de whisky en el bar.

—¿Escocés?

—No, rye.

En realidad, no le gustaba el rye. Había elegido el licor más fuerte porque, sin lugar a dudas, ya no tendría otra ocasión de beber durante la noche y tenían que circular durante bastantes horas por la autopista.

¿Podía decirse que había entrado en el túnel? En total no había tomado más que dos copas, lo mismo que cuando iban al teatro, y, en esas ocasiones, Nancy bebía igual que él. Al regresar a casa, su esposa le examinó con mirada furtiva.

—¿Has comprado los cigarrillos?

—¿No me habías dicho que quedaban en el armario? He llenado el depósito y me he ocupado de los neumáticos.

—Bueno, los compraremos por el camino.

No había cigarrillos en casa. O bien ella se había equivocado o le había dicho intencionadamente lo contrario.

Se detuvo cuando se dirigía hacia el cuarto de baño.

—Ya te ducharás después de cenar, mientras friego los platos.

Claro está que Nancy no formulaba órdenes, pero arreglaba la vida de ambos a su modo, como si fuera algo completamente natural. Él estaba equivocado. Y tenía conciencia de estarlo. Cada vez que tomaba una o dos copas la veía de otro modo y se impacientaba por algo que, normalmente, le hubiera parecido correcto.

—Será mejor que cojas la chaqueta de tweed y el impermeable.

Fuera empezaba a soplar la brisa, agitando las hojas de los árboles, aún débiles, que habían sido plantados en el momento en que se edificaron las casas y se trazaron las calles, cinco años atrás. Algunos de ellos no habían llegado a prender y fueron sustituidos sin ningún éxito dos o tres veces.

Frente a su casa, uno de sus vecinos se dedicaba a enganchar a su coche un remolque en el que estaba sujeta una canoa, mientras su esposa, situada al borde de la acera, toda roja debido a una reciente insolación, con sus gruesas piernas embutidas en unos shorts azul pálido, sujetaba las cañas de pescar.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Nancy.

En nada.

Tengo curiosidad por ver si Dan ha crecido aún más. El mes pasado tuve la impresión de que había dado un estirón y de que tenía las piernas más delgadas

—Son cosas de la edad.

No ocurrió nada interesante. Se duchó, se vistió. Después, su esposa le recordó que fuera a cerrar el contador de la luz al garaje, mientras ella se aseguraba de que las ventanas quedaban cerradas.

—¿Recojo las maletas?

—Comprueba que estén bien cerradas.

A pesar de la brisa y del cielo cubierto, su camisa limpia ya estaba impregnada de humedad cuando se instaló frente al volante.

¿Vamos por la misma carretera que la última vez?

Habíamos prometido no volverla a utilizar jamás.

Pero resulta la más práctica.

Menos de quince minutos después, se aglutinaban a los varios miles de automóviles que avanzaban en la misma dirección, con paradas inexplicables y momentos en los que, por el contrario, el movimiento se hacía casi frenético.

Cuando llegaron al Merrit Parkway, atravesaron la primera tormenta. La noche no había caído aún totalmente y los coches solo llevaban encendidas las luces de posición. Había tres hileras de automóviles entre las líneas blancas en dirección al norte y muchos menos, naturalmente, en sentido inverso, y se oía la lluvia crepitar contra el acero de los techos, el ruido monótono de las ruedas que arrojaban chorros de agua y el tictac irritante de los limpiaparabrisas.

—¿Seguro que no estás cansado?

—Seguro.

A veces una hilera adelantaba a las demás; otras, se tenía la impresión de retroceder.

Hubieras debido tomar el tercer carril.

Lo estoy intentando.

—No lo hagas ahora. Tenemos a un loco detrás.

Con cada relámpago, se descubrían los rostros en medio de las sombras de los demás coches. Todos mostraban la misma expresión tensa.

¿Un cigarrillo?

—Sí, gracias.

Su esposa se los daba encendidos cuando era él quien conducía.

—¿Ponemos la radio?

—Como quieras.

Tuvieron que apagarla inmediatamente debido a que la tormenta provocaba ruidos en el aparato.

Tampoco valía la pena hablar. El estrépito continuo obligaba a levantar la voz, y pronto resultaba fastidioso. A pesar de que Steve mantenía la mirada fija ante sí, podía entrever en la penumbra el pálido perfil de Nancy. Por dos o tres veces le preguntó:

—¿En qué estás pensando?

—En nada.

Una de las veces, añadió:

—¿Y tú?

Y él respondió:

—En los niños.

No era cierto. En realidad, tampoco él estaba pensando en nada concreto. Más exactamente, lamentaba haber logrado introducirse en el tercer carril, pues le resultaría difícil salirse de él sin que su mujer le preguntara por qué lo hacía. Y es que en seguida, tan pronto como saliesen de la autopista, empezarían a verse algunos bares junto a la carretera.

¿Habían ido alguna vez a llevar o a traer a sus hijos sin que él se detuviera varias veces para tomar una copa? En una sola ocasión, tres años antes. La víspera, había tenido una terrible discusión con Nancy. Después, atormentados ambos, convirtieron el fin de semana en una especie de nuevo viaje de novios.

—Parece que hemos dejado atrás la tormenta.

Nancy detuvo los limpiaparabrisas, pero tuvo que volverlos a poner en marcha durante algunos minutos. Gruesas gotas de agua, que parecían aisladas, seguían estrellándose aún contra el cristal.

—¿No tienes frío?

—No.

Había refrescado ligeramente. Steve, con un codo fuera de la ventanilla, sentía cómo se hinchaba la manga de su camisa debido al aire.

—¿Y tú?

—Aún no. Dentro de un rato me pondré el abrigo.

¿Por qué sentían de tarde en tarde la necesidad de intercambiar frases como las anteriores? ¿Acaso para tranquilizarse? Pero, en ese caso, ¿qué era lo que les causaba miedo?

—Ahora que ya ha pasado la tormenta, voy a intentar poner la radio de nuevo.

Encontraron música. Nancy le dio otro cigarrillo y se arrellanó en su asiento, fumando también y lanzando el humo por encima de su cabeza.

Boletín especial del Automóvil Club de Connecticut…

Se encontraban ya en Connecticut, a unos ochenta kilómetros de New-London.

—… El fin de semana del Labor Day ha provocado ya su primera víctima en Connecticut esta tarde a las ocho menos cuarto. En el cruce de la carretera 1 y de la 118, en Darrien, un coche conducido por un hombre llamado Mac Killian, de Nueva York, ha chocado con un camión conducido por Robert Ostling. Mac Killian y su pasajero, John Roe, han fallecido en el acto. El conductor del camión ha resultado ileso. Diez minutos después, a cincuenta kilómetros, un coche conducido por…

Steve cerró la radio. Su mujer abrió la boca para decir algo, pero permaneció callada. ¿Acaso había notado que, tal vez sin darse cuenta de ello, había disminuido la velocidad?

Nancy acabó por murmurar:

—Una vez hayamos pasado por Providente, habrá mucho menos, tráfico.

—Hasta que nos encontremos con los coches procedentes de Boston.

Steve no se sentía impresionado, no tenía miedo. Lo que le ponía nervioso era el ruido obsesivo de las ruedas por ambos lados y los faros que, cada cien metros, se precipitaban a su encuentro. Contribuía también a su nerviosismo la sensación de sentirse prisionero en la oleada, sin posibilidad de escapar por la izquierda o la derecha, ni siquiera de disminuir la velocidad, ya que el espejo retrovisor le mostraba a su espalda una triple hilera de luces que le seguían rozándose los parachoques.

Los letreros de luces fluorescentes habían empezado a aparecer a la derecha, donde, junto con las estaciones de gasolina, constituían las únicas señales de vida. Sin ellas, hubiera podido creerse que la autopista estaba colgada en el infinito y que más allá solo había noche y silencio. Las ciudades y los pueblos yacían agazapados, más lejos, invisibles. Únicamente un halo rojizo en el cielo permitía adivinar su existencia.

La única realidad próxima eran los restaurantes, los bares que urgían de la oscuridad cada ocho o nueve kilómetros, con sus letreros rojos, verdes o azules, y el nombre de una marca de cerveza o de whisky.

El coche se encontraba ya en el segundo carril. Había ido a parar a él insensiblemente, sin que su mujer se diera cuenta. De repente, aprovechando la ocasión, se introdujo en el primero.

¿Qué estás haciendo?

Estuvo a punto de pasar de largo y dejar atrás el bar cuyo letrero de neón anunciaba Little Cottage. Logró frenar a tiempo, de forma tan brusca que el coche que le seguía se vio obligado a pegar un bandazo para evitarle, lo que provocó una riada de insultos. El conductor le amagó incluso con el puño por la ventanilla.

Tengo que ir al lavabo —dijo con voz que intentaba ser lo más natural posible, al mismo tiempo que detenía el coche—. ¿Tú no tienes sed?

—No.

La escena se reproducía a menudo. Ella le esperaba en el coche. En otro automóvil aparcado frente al bar, se veía a una pareja tan estrechamente abrazada que, por un momento, se preguntó si había una o dos personas en su interior.

Inmediatamente después de haber abierto la puerta, se sintió otro hombre. Se detuvo para contemplar la sala sumergida en un claroscuro anaranjado. El bar se parecía a todos los restaurantes situados al borde de la carretera y no se distinguía en nada del bar de Louis en la Calle 45, con el mismo aparato de televisión en una esquina, los mismos olores y los mismos reflejos.

—Un Martini seco con una rodaja de limón —pidió cuando el camarero se volvió hacia él.

—¿Normal?

—No, doble.

Si el camarero no se lo hubiera preguntado, se habría contentado con un Martini normal, pero era preferible tomarlo doble.

Con toda probabilidad, su mujer no le dejaría detenerse otra vez.

Miró vacilante la puerta de los lavabos y se dirigió hacia allá para tranquilizar su conciencia, por una especie de honestidad. Pasó por delante de un hombre muy moreno, que llamaba por teléfono protegiendo con cuidado el micrófono. Su voz era ronca.

—Exacto. Repítele simplemente lo que acabo de decirte. Nada más. Ya lo entenderá. ¡Te he dicho que lo entenderá! ¡No te pongas pesado…!

A Steve le hubiera gustado seguir escuchando, pero el hombre, sin dejar de hablar, le lanzó una mirada nada tranquilizadora. ¿Qué significaba exactamente su mensaje? ¿Con quién estaría hablando?

Regresó al bar y apuró la copa en dos tragos, mientras buscaba el dinero en su bolsillo. ¿Se callaría Nancy? ¿Acaso no era suficiente que, por su culpa, no pudiera entretenerse unos instantes mirando a la gente y relajando sus nervios?

¿Acababa de entrar en el túnel? ¿O se encontraba en él desde su salida de Long Island? No era consciente de ello. En todo caso, se consideraba como el hombre más normal del mundo, y no era en absoluto la escasa cantidad de alcohol que había bebido lo que podía causarle dicho efecto.

¿Por qué se sentía incómodo, culpable, al dirigirse hacia el coche y abrir la puerta sin mirar a su mujer? Ella no le hacía ninguna pregunta ni le hablaba:

—¡Qué alivio! —murmuró como para sí mismo, mientras ponía el motor en marcha.

Le pareció que había menos coches, que el ritmo era más lento, hasta el extremo de que adelantó a tres o cuatro que circulaban en efecto a escasa velocidad. Una ambulancia que venía en sentido contrario no le impresionó en lo más mínimo, preocupado como estaba por la presencia de extrañas luces y, posteriormente, de unas barreras blancas que surgieron ante él.

—Hay que girar —anunció Nancy con voz tranquila, un poco mate.

—Ya lo he visto.

—A la izquierda.

Esto le hizo sonrojarse, pues había estado a punto de girar a la derecha.

Rezongó:

—No hemos pasado ni una sola vez por esta carretera sin que hayamos tenido que desviarnos en alguna parte. Parece como si no se pudieran arreglar las carreteras en invierno…

—¿Con la nieve? —preguntó su esposa, siempre en el mismo tono.

—Pues que las arreglen en otoño… En cualquier caso, en una época en la que no haya cuarenta millones de coches circulando.

—Te has dejado atrás el cruce.

—¿Qué cruce?

—El que estaba señalado con una flecha que indicaba la dirección de la autopista.

—¿Y todos los que están detrás de nosotros también se lo han dejado atrás? —preguntó, irónico.

Efectivamente, les seguían algunos coches, aunque en menor número que antes, cierto.

No todos se dirigen hacia el Maine.

—No te preocupes. Yo me encargo de llevarte hasta el Maine. Poco después se sintió triunfador, ya que fueron a desembocar en una carretera importante.

—Y esto, ¿qué es esto, dime? ¿Qué crees que significaba la flecha que has visto?

—Pero ahora no estamos en la carretera número 1.

—Ya lo veremos…

Lo que le revolvía el estómago era la seguridad de su mujer, la tranquilidad con que le respondía.

Insistió:

—Supongo que tú nunca puedes equivocarte, ¿no es así?

Ella permaneció callada, lo cual tuvo como resultado ponerle aún más nervioso.

—¡Contéstame! ¡Dime lo que piensas!

—¿Recuerdas aquella vez que dimos una vuelta de más de cien kilómetros?

—Sí, evitando de ese modo circular por las carreteras más frecuentadas.

Pero diste la vuelta sin esa intención…

Mira, Nancy, si tienes ganas de discutir, dilo de una vez…

No tengo ningunas ganas de discutir. Solo intento saber dónde estamos.

—Puesto que soy yo quien conduce, hazme el favor de no preocuparte.

Ella permaneció callada. Tampoco Steve lograba reconocer la carretera, menos ancha y en peor estado, sin ninguna estación de gasolina desde que habían entrado en ella. Además, una nueva tormenta se anunciaba en el cielo.

Con toda tranquilidad, Nancy cogió el mapa de la guantera y encendió la lamparilla situada bajo el tablero de mandos.

—Debemos estar entre la carretera 1 y la 82, en una cuyo número no logro ver y que se dirige hacia Norwich.

Nancy intentó, demasiado tarde, distinguir el nombre de un pueblo que había surgido en medio de la oscuridad y cuyas escasas luces ya habían dejado atrás. Una vez superado el pueblo, se encontraron en medio de los bosques.

—¿No crees que sería mejor dar la vuelta?

—No.

Con el mapa en las rodillas, Nancy encendió un cigarrillo sin ofrecerle a él.

—¿Estás enfadada? —preguntó Steve.

¿Quién, yo?

—Sí, tú. Confiesa que estás enfadada porque he cometido el error de apartarme de la autopista y he dado una vuelta de algunos kilómetros suplementarios… Me parece recordar que, hace poco, dijiste que no teníamos ninguna prisa…

¡Cuidado!

¿Qué pasa?

Has estado a punto de subirte al talud.

O sea que ya no sé conducir…

—No he dicho eso.

Y, entonces, algo explotó de improviso dentro de él, sin ninguna razón concreta.

Quizá no lo hayas dicho, pero yo, querida, sí que voy a decirte algo. Y te recomiendo que te acuerdes de ello de una vez por todas.

Lo más curioso era que ni él mismo sabía qué iba a decirle. Buscaba algo fuerte y definitivo, con objeto de infundirle a su esposa una buena dosis de humildad, que tanta falta le hacía.

Mira, Nancy, puede que seas la única en no saberlo, pero eres insoportable.

—Hazme el favor de mirar por dónde conduces…

—Claro, miraré por dónde voy, conduciré con mucho cuidado, con extrema prudencia, para no salirme de los carriles. ¿Comprendes a qué carriles me refiero?

Esto último le parecía muy sutil, como si se tratara de una verdad evidente. Tenía la impresión de que acababa de efectuar un descubrimiento. Lo malo de Nancy era que seguía siempre los carriles, sin permitirse jamás la menor fantasía.

—¿No me entiendes?

¿Crees que es necesario?

—¿Qué? ¿Que sepas lo que pienso? ¡Dios mío, podría ayudarte mucho hacer un esfuerzo por comprender a los demás y hacerles la vida más agradable! Particularmente a mí. Pero, realmente, dudo que eso te interese.

—¿Me dejas conducir un rato?

—De ningún modo. Supón por un instante que, en vez de pensar en ti misma y en vez de estar convencida de que siempre tienes la razón, te miras por una vez sinceramente al espejo y te preguntas…

Steve se esforzaba trabajosamente en expresar lo que sentía, lo que estaba persuadido de haber sentido cada día durante los once años que llevaban casados.

No era la primera vez que esto le ocurría, pero hoy estaba convencido de que había efectuado un descubrimiento que permitiría explicarlo todo. Su mujer tenía que comprenderlo algún día, ¿no? Y el día en que ella comprendiera quizás intentaría tratarle por fin como a un hombre…

—¿Conoces algo más estúpido que la vida de un tren que sigue siempre el mismo camino, a lo largo de los mismos raíles? Pues, mira, hace un momento, he tenido la impresión de ser un tren. Los demás coches se detenían aquí o allá; los conductores salían de ellos y no necesitaban el permiso de nadie para irse a tomar una cerveza.

¿Has bebido cerveza?

Steve dudó y prefirió mostrarse sincero.

No.

¿Martini?

—Sí.

¿Doble?

Verse obligado a responder le ponía furioso:

—Sí.

¿Y antes? —preguntó ella, con su habitual manía de insistir.

¿Antes de qué?

Antes de emprender el camino.

—No te entiendo.

¿Qué bebiste al ir a llenar el depósito?

Esta vez Steve mintió.

Nada.

—¡Ah!

¿No me crees?

Si lo que dices es cierto, el Martini doble te ha hecho más efecto que de costumbre.

¿Crees que estoy borracho?

—Por lo menos, hablas como si hubieras bebido demasiado.

—¿Acaso digo tonterías?

—No sé si se trata de tonterías, pero me detestas.

—¿Por qué no quieres comprender?

¿Qué es lo que debo comprender?

Que no te detesto. Al contrario, te quiero, y me sentiría muy feliz contigo si consintieras en tratarme como a un hombre.

¿Dejándote beber un trago en todos los bares que hay junto a la carretera?

¡Lo ves!

¿Qué es lo que debo ver?

—Siempre utilizas las frases más humillantes. Intencionadamente miras solo el lado negativo de las cosas. ¿Acaso soy un borracho?

Claro que no. Nunca me habría casado con un borracho.

—¿Es que bebo a menudo?

—No sueles hacerlo con frecuencia.

Ni siquiera una vez al mes. Puede que cada tres meses.

En ese caso, ¿qué es lo que te sucede?

—No me sucedería nada si tú no me miraras como al más infeliz de los infelices. Tan pronto como me entran ganas por una noche de salirme aunque sea un poco de la vida cotidiana.

—¿Te molesta llevar esta vida?

—No he dicho eso… Mira, por ejemplo, el caso de Dick… No se acuesta ni una sola noche sin estar, como mínimo, medio borracho… Y sin embargo, tú le sigues considerando como un personaje interesante. Incluso cuando ha bebido más de la cuenta, hablas con él con toda seriedad…

—En primer lugar, Dick no es mi marido.

—¿Y qué más?

Tenemos un camión delante de nosotros.

Ya lo he visto.

—Cállate un momento. Nos aproximamos a un cruce y me gustaría leer lo que dice el poste indicador.

¿Te molesta que hablemos de Dick?

—No.

—¿Acaso lamentas no haberte casado con él en lugar de haberlo hecho conmigo?

No.

Se encontraban de nuevo en la autopista, con dos hileras de vehículos que circulaban a mucha mayor velocidad que a la salida de Nueva York y que se adelantaban furiosamente. Quizá con la esperanza de hacerle callar, Nancy puso en marcha la radio, que en ese momento transmitía el noticiario de las once de la noche.

—… La policía cree saber que Sid Halligan, que se ha escapado la noche pasada de la cárcel de Sing-Sing y que hasta ahora ha logrado eludir a sus…

Nancy apagó la radio.

—¿Por qué la apagas?

—No pensé que te interesase lo que decían.

Realmente la noticia no le interesaba. No había oído hablar jamás del tal Sid Halligan e incluso ignoraba que el día anterior se hubiera escapado un preso de Sing-Sing. Pero, al oír la radio, había pensado en el hombre que llamaba por teléfono en el bar cubriendo el micrófono con la mano y que miraba con tan cruel fijeza. La cosa no tenía mayor importancia, excepto por el hecho de que su esposa hubiese apagado la radio sin pedirle su opinión. Eran precisamente estos detalles insignificantes los que…

¿De qué estaban hablando cuando Nancy interrumpió su disputa? Sí, ya se acordaba, hablaban de Dick Lowell, que se había casado con una amiga de Nancy y con quien a veces pasaban la velada.

¡Tonterías! ¿Para qué discutir? ¿Acaso Dick se preocupaba por la opinión de su esposa? Su propio error consistía en tener miedo de lo que Nancy pudiera pensar y en buscar siempre su aprobación.

—¿Qué haces?

—¿No lo ves? Me paro…

—Oye…

El bar frente al que se había detenido tenía más bien un aspecto cochambroso. A su alrededor solo había aparcados viejos automóviles medio destrozados. Pero por eso mismo sentía más ganas de entrar en él.

—Si te bajas del coche —dijo Nancy separando las sílabas—, te aviso que continuaré el viaje sola…

Steve recibió estas palabras como un golpe. Por un momento la miró incrédulo. Ella sostuvo su mirada. Estaba tan arreglada como al salir de Nueva York, fría como un pepino, pensó él.

Quizá no hubiera ocurrido nada y él habría cedido si Nancy no hubiera añadido:

—En cualquier caso, podrás llegar al campamento si coges el autobús…

Steve sintió que una extraña sonrisa le torcía los labios. También con toda tranquilidad, tendió la mano hacia la llave de contacto y se la metió en el bolsillo.

Nunca les había sucedido nada semejante. Pero ya no podía echarse atrás. Estaba convencido de que su esposa necesitaba una lección.

Salió del coche, cerró la puerta, evitando mirar a su mujer, y se esforzó por andar con paso firme hacia la puerta del bar. Cuando, al llegar al umbral, se dio la vuelta, Nancy no se había movido y él pudo ver su perfil lechoso a través del cristal.

Entró. Algunos rostros se volvieron hacia él, rostros que el humo deformaba como espejos de feria. Cuando apoyó la mano en la barra, sintió que esta se encontraba pegajosa de alcohol.