Yvonne de Souza se sentó ante el silencioso Brian Jefford, éste alzó su cabeza de la taza de café que estaba tomando. Ni siquiera probaba las tostadas con mermelada y mantequilla que completaban su desayuno.
—Buenos días —saludó tímidamente la pelirroja muchacha ocupando el asiento frente a él—. ¿Le molesto aquí, Brian?
—No, claro que no —negó él distraído, contemplando ahora el lívido amanecer que convertía en azulado el blanco manto de la nieve allá fuera. El coche-restaurante había recuperado en parte su confort habitual, gracias a que la calefacción ya funcionaba. El maharajá de Kamalpur, excepcionalmente, ocupaba una mesa con dos de sus mujeres y un sirviente, desayunando en silencio, con gesto huraño.
—No encontraron a esa horrible mujer, ¿verdad? —preguntó ella con suavidad.
—¿A Oriana Vetri? No, no la encontramos —suspiró Brian moviendo la cabeza de un lado a otro—. Debió escapar de alguna forma. Tal vez un cómplice la esperaba con un vehículo ahí fuera, no sé… El tren y los alrededores han sido minuciosamente registrados sin hallar rastro de ella. Sólo Dios sabe dónde estará ahora…
—¿Cree que acabarán por encontrarla?
—No lo sé. Es astuta, muy astuta. Todos los locos lo son. Dentro de dos o tres horas llegará un tren especial para llevarnos de regreso a Viena, y allí tomar otro Orient Express, mientras reparan las vías dinamitadas. Tal vez la policía austrohúngara en movilización de con su rastro. Confiemos en ello, Yvonne.
Ella asintió, tomando su café con lentitud. Fuera, la luz matinal se iba intensificando lentamente sobre el duro paisaje blanco y hostil. El calor en el coche-restaurante aumentaba confortablemente por momentos.
—Tengo algo que decirle, Brian —habló Yvonne de repente, dejando caer su cucharilla en el plato.
—¿Sí? —Jefford enarcó las cejas, mirándola con fijeza—, ¿qué es ello?
—Max dejó algo para mí antes… antes de morir —susurró la joven con su timidez habitual. Y respiró tan hondo, que sus pechos poderosos vibraron inquietos bajo su blusa.
—¿Ah, sí? —el tono de Brian era tenso—. ¿Por qué me lo dice ahora?
—Yo misma lo ignoraba. Lo encontré en mi neceser, al arreglarme esta mañana. Es un sobre escrito de su puño y letra. Debió dejarlo allí por si algo le ocurría. Se lo he traído a usted.
—¿Por qué, Yvonne? ¿Por qué a mí y no a la policía?
—Porque Max confiaba en usted, no hay duda —sonrió la joven. Y buscó en su ropa, extrayendo un sobre que puso en manos de Brian con rapidez, tras una furtiva mirada en torno suyo—. Va dirigido a mí, pero para que se lo entregase a usted, si algo le ocurría a él.
—Entiendo —Brian lo guardó rápido en su chaqueta—. Gracias, Yvonne. Espero que sea algo interesante de veras.
—¿No va a abrirlo?
—No, no aquí. Lo haré en cuanto salga, en lugar discreto. No diga a nadie nada de esto.
—Desde luego que no —aseguró ella, volviendo la atención a su desayuno.
Brian se excusó minutos después, abandonando el coche-restaurante. Se metió en el lavabo inmediato y cerró tras de sí. Extrajo el sobre; como dijera Yvonne, Max lo había escrito de su puño y letra: «A Yvonne. Para entregar a Brian Jefford si algo me ocurre».
Lo rasgó. Había dentro un papel escrito y una cartulina brillante, amarillenta. Leyó el texto:
«He recordado, amigo Jefford. Es terrible, pero creo que es la verdad. Es una vieja historia de un error judicial, allá por 1897 en Nueva York. No le costará encontrar detalles de ella. Ya le dije que nunca olvidó una cara, ni siquiera la de una niña. Vea esta fotografía. Creo que ella sospecha ya de mí y me vigila. Es muy lista. Y si estoy en lo cierto, está loca. Peligrosamente loca. Si aún vivo cuando vea esto, venga a verme. Si no… haga lo que crea oportuno, amigo mío. Max».
Brian miró la cartulina. Era una vieja fotografía. Había visto antes a aquella misma niña: en un barco, frente a la Estatua de la Libertad, en compañía del Gran Maxwell. Pero esta fotografía era mejor. Más nítida. Y la niña no llevaba gorrito. Estaba abrazada a una mujer. Max había escrito con su propia mano sobre la foto: «Odile Vetri y su hija, en 1897, en Nueva York».
Brian contempló aquella vieja imagen captada por el objetivo fotográfico.
Y supo por qué habían asesinado al Gran Maxwell. Supo todo lo que ignoraba hasta entonces. El último eslabón de la cadena estaba allí, ante sus ojos.
* * *
—No se preocupe por nada, Jefford. Todo está en orden. ¿Viene usted a relevarme?
—Sí, comisario Heinzel —sonrió Brian—, puede irse. Yo me quedaré vigilando a la señorita Renant. Es hora de desayunar.
—Gracias, Jefford —resopló el policía prusiano—. Estoy deseando que termine todo este endiablado asunto… Creo que el tren de socorro ya no tardará mucho…
—En efecto, espero que no —dijo, entrando en la cabina.
Nanette estaba muy recuperada. Sentada en la litera, le sonrió con alivio al verle aparecer. Estaba tapada con una toquilla y hojeaba una revista de modas francesa.
—Oh, Brian, querido… —musitó tendiéndole los brazos—, al fin llegas…
—Sí, Nanette —se sentó en la litera y apretó sus manos, pálidas y frías—. El comisario tenía apetito ya. Se ha sentido muy feliz del relevo.
—Os estáis tomando demasiadas molestias por mí —murmuró ella apagadamente—. ¿De veras crees que corro algún peligro?
—Nunca se sabe. Esa mujer sigue sin aparecer.
—¿Cómo puede haberse desvanecido en el aire? —musitó Nanette, con gesto de infantil perplejidad.
—Es un misterio. Parece imposible evadirse de este lugar, pero ella lo hizo.
—¿De verdad está loca?
—Sí, Nanette. Como lo estuvo su madre.
—¿Su madre? —pestañeó Nanette.
—Así es. Odile Vetri fue condenada a muerte por algo que no hizo. Pero sí era una enferma mental. Y ese mal se hereda muchas veces. La locura y el afán de venganza unidos hacen una mala mezcla. Muy peligrosa. Oriana Vetri lo ha demostrado sobradamente.
—No comprendo nada, Brian. Ella parecía furiosa, pero asegurar que esté loca…
—Ella quiso vengarse de quienes creía responsables de la muerte de su madre, asesinándoles del mismo modo que ellos atribuyeron a la difunta Odile Vetri. Ese es otro rasgo de demencia. Nadie degüella así a sus víctimas y vacía luego sus ojos, Nanette. A menos que esté rematadamente loco.
—Pero Brian, entonces, ¿qué tiene que ver todo ese horror con mis visiones de una cabeza colgando, con las órbitas ensangrentadas?
—Un especialista en esas cosas diría que hubo cierta telepatía o transmisión de pensamiento entre Oriana Vetri y tú, Nanette… O que tus tíos de Reims te drogaban de alguna forma para hacerte ver lo que no existía. El comisario Heinzel se ocupa ya del asunto, no temas. En colaboración con la policía francesa, ha solicitado por telégrafo la detención de tus tíos de Reims para ver si tienen parte en lo que te sucede.
—¿Mis tíos? —demudada, ella se irguió en el lecho—. Cielos, Brian, no. ¿Por qué molestarles a ellos, pobre gente?
—¿Qué te pasa? ¿Temes algo si arrestan a tus tíos? —preguntó Brian.
—No, pero… no puedo creer que ellos tengan relación alguna con mis visiones.
—Nanette, ¿es que te preocupa que descubran que ellos no son tus tíos?
—¿Qué dices? —boqueó ella, estupefacta, clavando en él sus azules ojos.
—Cuando una persona inventa una personalidad, puede inventar también una familia que no sea sino gente asalariada para representar un papel. Eso es lo que hubiera hecho en tu lugar Oriana Vetri, la asesina.
—Por Dios, Brian, no hagas bromas horribles. Ella es una criminal. Y yo…
—Tú eres la dulce y frágil Nanette Renant, la bailarina Lydia Ophuls, lo sé —sonrió Brian sin pestañear—. Es curioso, pero ¿no fue la primera vez que, en todo este viaje, viste a Oriana Vetri frente a ti? Me refiero a cuando te atacó…
—Pues sí, creo recordar que sí… Ella no salió mucho de su cabina…
—Y cuando ella salía a cenar conmigo o a charlar, tú estabas encerrada en tu propia cabina. Curioso, ¿no? La verdad es que NUNCA OS VI JUNTAS A LAS DOS. Ni creo que nadie lo hiciera, Nanette.
—Eso sí que tiene gracia. Creo que dices la verdad. Brian.
—Claro que la digo. Dos mujeres tan distintas… Vecinas una de otra, vecinas ambas de mí. Y nunca coincidisteis, ni un solo instante. Morena, pasional, ardiente y sofisticada Oriana Vetri. Rubia, pálida, suave y frágil Nanette Renant. Nadie podría nunca imaginar ni remotamente que fuesen UNA MISMA PERSONA, ¿verdad, Nanette?
—Qué bromas más espantosas, Brian —se quejó ella, estremeciéndose con sus azules ojos muy abiertos—. ¿Por qué no dejas de decir cosas atroces? Casi llegaste a convencerme de que hablabas en serio.
—Nunca hablé más en serio en mi vida, Nanette… ¿O prefieres que te llame Oriana? Tus supuestas pesadillas y alucinaciones eran un buen truco para crear ya un clima de tensión y zozobra en este tren desde el principio… Debiste inquietar bastante a tus futuras víctimas. Eso es lo que querías, ¿no? Torturarles moralmente, asustarles, preocuparles poco a poco, hasta llevarles a un clima de exasperación e incertidumbre, que terminaría con la muerte violenta, espantosamente sanguinaria…
—Brian, empiezas a asustarme… ¿Qué pretendes decir con todos esos disparates?
—No son disparates, Nanette. He estado ciego. Ciego por ti, por tu aparente dulzura e ingenuidad. No podía comprender que si la exótica Oriana era una representación teatral, también lo era en otro sentido tu propio papel de desvalida. No estabas casualmente en este viaje. Tú lo planeaste todo. Habías creado tu falsa personalidad de Nanette Renant-Lydia Ophuls, pero jamás pudiste engañar a alguien que te conocía ya desde niña, en Nueva York: El Gran Maxwell. Él recordó que la hija de Odile Vetri era rubia y pálida, no morena y exuberante. Maquillaje oscuro, peluca negra, unas gafas siempre oscuras para ocultar tu color de ojos, guantes trucados, con malla y debajo un segundo guante como piel, en color broncíneo, te daban un aire distinto. Pero tú representabas los dos papeles, por eso necesitabas cabinas contiguas. Y una coartada: yo. Siendo amigas ambas de mí, ¿quién sospecha que las dos eran una sola? En tu equipaje, el único no registrado porque no eres sospechosa, debes llevar todos los falsos atributos de Oriana Vetri: sus ropas, maquillajes, postizos de cuerpo, pelucas y demás, ¿no es cierto? Eres muy buena actriz: una voz grave para Oriana, una voz difusa para ti… Pero yo vi algo familiar en Oriana la primera vez que la vi. ¿Por qué, si yo jamás conocí a su madre? Porque me recordaba a ti. Creo que Max sospechaba hace tiempo tu juego. Guardaba fotos de entonces. Una, tuya con tu madre, hecha en el Circo de Invierno de Nueva York, durante una representación de su número. Allí se veía una niña rubia, de ojos claros… Tú, Nanette —mostró la foto de Max bruscamente—. Ahí es fácil reconocerte. Pero registrar tu equipaje será mejor prueba de que Odile Vetri jamás abandonó este tren… Me engañaste, Nanette. Me hiciste creer en ti, enamorarme de ti, incluso… Y ahora descubro que eres una pobre enferma homicida…
—¡No estoy loca! —rugió la frágil danzarina de repente, con una voz harto parecida a la de Oriana Vetri—, ¡juro que no estoy loca, maldito seas! ¡Sólo deseo ser Nanette Renant, sólo ella, y olvidar para siempre a Oriana Vetri y su maldito lastre de odios!
—Dios mío, es eso… Doble personalidad… Esquizofrenia criminal. Nanette…, querida. Lo siento. Tengo que informar a la policía. Éste sí es el fin de la historia…
—¡Noooo! —chilló agudamente Nanette pegando un repentino salto en su lecho—. ¡No lo harás! ¡Serás de Nanette Renant o de nadie! ¡Ni siquiera Oriana Vetri te pudo apartar de mí, tú lo dijiste!
Y de entre las sábanas, Nanette extrajo un largo, afiladísimo cuchillo, delgado como un estilete, sutil como un bisturí, y se precipitó sobre Brian Jefford con la furia y la fuerza de una demente en el paroxismo de su locura…
Brian la logró reducir violenta, duramente, doblando su brazo a la espalda, porque estaba en guardia esperando algo así. Ella chilló de dolor, pero siguió doblando hasta que el arma chocó sordamente en la alfombra de la cabina. Nanette tenía sus ojos llameantes de odio y cólera. La arrojó contra el lecho. Y tiró de la alarma de la cabina. El timbre estruendoso retumbó en todo el tren.
El conductor apareció de inmediato, con ojos desorbitados. Contempló asombrado la escena. Nanette, la dulce Nanette, blasfemaba furibunda, con el rostro congestionado y la boca espumeante, tratando de atacar de nuevo a Brian Jefford.
Éste la retuvo, con la ayuda del conductor, hasta que la policía acudió. Incluso esposada, siguió forcejeando, insultando, pronunciando obscenidades. El doctor Villiers pudo inyectarle y poco a poco cedió, hasta desplomarse inconsciente.
—Dios mío, pensar que esa jovencita era la asesina… —jadeó el comandante Klein tras comprobar que el equipaje de Nanette contenía todas las ropas y postizos de Oriana Vetri—, ¿quién es ella, realmente?
—Siempre fue Oriana Vetri, simplemente, hija natural de una mujer ajusticiada en Nueva York hace trece años —suspiró Brian lentamente—, pero al tener dos personalidades, la de Nanette cobró tal fuerza que se odiaban entre sí ambas, siendo una misma. Es algo frecuente en los esquizofrénicos, según el doctor Freud, un admirado del difunto Maxence Van Eyssen. Cuando se atacó a sí misma para fingir la fuga de Oriana Vetri, se hizo más daño del normal porque en su locura nacía el odio entre ambas como si fuesen mujeres distintas. Ahora, sólo Dios sabe lo que será, una vez en un manicomio… Pero eso ya no es cosa nuestra, comandante… Para mí, al menos, la pesadilla ha terminado. Dolorosamente, porque sentía algo especial por esa muchacha…, pero ha terminado. Es mejor que haya sido ahora que no más tarde, cuando no tuviera remedio…
—Y ahora…, ¿qué va a hacer?
—Volver al coche-restaurante y tomarme un par de copas —suspiró Brian, encogiéndose de hombros—. Y si sigue allí una pelirroja bastante atractiva llamada Yvonne…, pues no sé… Tal vez empezar de nuevo para olvidar antes. Este viaje es largo todavía. Y tendré una nueva compañera en él… Creo que eso será lo mejor.
Se alejó, pasillo adelante. Pensativo, abstraído. También abatido, triste.
Tenía motivos para ello. No era un final feliz. Pero era un final.
Y cuando algo termina, siempre hay algo que puede empezar…
FIN