Brian Jefford no dudó lo más mínimo.
Se precipitó a la puerta de su cabina, tras comprobar que el cristal de la ventanilla no era practicable, y corrió pasillo adelante, lanzándose a la plataforma exterior del vagón. El conductor del coche le vio pasar, sin entender lo que sucedía.
Brian saltó a la nieve sin vacilar, en la oscura y gélida noche. Un viento ululante, glacial, llegaba de las montañas. Miró a ambos lados del convoy detenido. Vio de inmediato la sombra blanquecina, alejándose como una aparición en la noche.
Corrió tras ella sin perder momento, gritando con potente voz:
—¡Deténgase! ¡Vladia Podkov, deténgase, no voy a hacerle daño! ¡Nadie va a molestarla! —y añadió un eslavo, por si ella le entendía mejor—: Prikoditie! Prikoditie!, lia ayn máshi? Prikoditie![8]
Ella no parecía entender tampoco el ruso, y si lo entendía no hizo caso. Corría sobre la nieve como si tuviera alas, su blanca ropa larga flotaba en torno a su figura espectral, tan lívida como el endurecido suelo nevado.
Le llevaba dos vagones de ventaja y no lograba reducir esa diferencia. De repente, ella subió a uno de los vagones. Pero, sorprendentemente, no entró en él. Lo escaló y se aupó con asombrosa facilidad por la pared del mismo, alcanzando el techo. Corrió por encima de éste con una seguridad increíble. Brian juró, parándose un momento. Al resoplar, una gran vaharada escapó de su boca en el gélido ambiente.
—Ahora entiendo cómo salió del lavabo… —jadeó—. Esa ventanilla sí es practicable… Abandonó el vagón por ese hueco y se subió al techo. ¡Es una acróbata!
El techo curvo del vagón debía de ser sumamente resbaladizo para una carrera así, pero no podía hacer otra cosa que seguirla, aunque temía que pudiera caerse a la nieve y romperse el cráneo en cualquier momento.
Escaló con la mayor celeridad posible el vagón por su exterior, aunque no con tanta facilidad como lo había hecho su espectral perseguida. Cuando llegó arriba comprobó lo que ya temía. La humedad de la nieve derretida en el techo de los vagones se había congelado, formando una pátina cristalina y resbaladiza en sumo grado. Pese a ello, logró correr en pos de la mujer de blanco, cuyos pies, según comprobó con un escalofrío, estaban totalmente desnudos. Se estremeció, recordando que había surgido de un ataúd en pleno viaje hacia su tumba de Bulgaria.
Ella giró la cabeza en un momento dado, y le vio venir hacia su persona. Brian captó la mancha lívida de su blanca faz. Trató de ir más de prisa, en dirección a la locomotora, y en ese momento perdió el equilibrio. Rodó, con un grito, deslizándose hacia un borde del curvo techo. Brian temió que fuera a estrellarse contra la nieve helada, pero logró aferrar sus blancas manos al borde mismo, y colgó así por encima de una zanja profunda, formada a ambos lados de la vía. Brian resopló, casi agotado, apresurándose a cubrir los metros que le separaban de la misteriosa mujer, antes de que ésta se desplomase desde una altura tan considerable sobre la dura nieve. Desde abajo, la voz potente del comandante Hansi Klein sonó autoritaria en la noche:
—¿Qué diablos sucede ahí? ¿Quién está andando por el techo? ¡Responda o hago fuego!
—¡No dispare, comandante! —se apresuró a gritar Brian—, ¡soy yo, Jefford! ¡No haga nada por el momento, ya le explicaré!
Alcanzó en ese punto a la mujer, cuando sus manos resbalaban ya inevitablemente, dejándola caer afuera. La logró aferrar por las muñecas, arrojándose de bruces en el helado techo. Soportó su frágil peso con un esfuerzo para no seguirla en la caída. Así retenida la mujer, Brian trató de calmarla suavemente:
—No se mueva, no haga esfuerzos violentos, señora… No ocurre nada. Está a salvo. Soy su amigo…
Ella le miró con unos inmensos e inocentes ojos azules llenos de pavor. Se preguntó Brian si habían de ser ellos, los vivos, quienes temieran a los muertos, o al revés. No parecía entenderle.
La ayudó a subir a pulso, poco a poco, evitando cualquier resbalón funesto. Al fin logró, con un resoplido, tender el cuerpo femenino, delgado y frágil, sobre el vagón.
—Ah… —jadeó—. Gospojá… Kak pojivdietie?[9]
Ella, tendida a su lado, también jadeaba. Pero con voz rota, temblorosa, dio señales de ser algo más que un simple cadáver caminando:
—Ia nié zndiou… Spasíbo… Spasíbo…[10]
—Después de todo, es usted humana… y creo que vive como cualquiera de nosotros —suspiró Brian, agotado—. Lo del ataúd no lo entiendo aún…, pero espero entenderlo alguna vez, señora…
Minutos más tarde, con la ayuda del comandante Klein y del comisario Heinzel, lograba descender al vagón llevando consigo a la señora Podkov, temblando de pies a cabeza. La cubrieron con una manta, dominando su estupor y aprensión. El doctor Villiers y el propio Janos Podkov fueron llamados de inmediato. El médico fue el primero en acudir y atender a la misteriosa dama pese a su extrañeza y desconcierto.
Su veredicto, tras hablar con la mujer en breve tiempo y examinarla a fondo, fue concreto. Y revelador para todos:
—No hay nada que temer. Ni supersticiones ni historias de ultratumba, señores. Está totalmente viva y sana, aunque a punto de sufrir una congelación y, eso sí, muy desnutrida.
—Pero por todos los diablos, doctor, ¿cómo viajaba en un ataúd y salió de él? —se quejó el comisario Heinzel con perplejidad.
—Es muy simple, señores. La señora Podkov padece una rara y antigua enfermedad, ya casi en desuso: catalepsia.
—¡Catalepsia! —repitió Brian, sorprendido—. Era eso…
—Sí. Muerte aparente —corroboró el médico francés—. La creyeron muerta y la introdujeron en ese féretro. Fue una suerte para ella, porque de otro modo hubiera despertado de su letargo cataléptico bajo tierra… Al despertar aquí, con el ataúd no del todo ajustado, pudo salir, romper el embalaje y huir, aterrorizada. Sufre un tremendo shock emocional, lógico en tales circunstancias. Pero su salud es ahora buena. La historia del fantasma del Orient Express ha quedado despejada ya de un modo lógico, amigos míos…
Podkov llegó poco después, y enterado de todo, rompió a llorar, abrazándose a su esposa, que también sollozaba llena de emoción. Dejaron a ambos en la cabina del búlgaro, convertida ahora en compartimento para dos, tras la extraña y macabra aventura vivida por la pareja en el que parecía fúnebre viaje final para la señora Podkov.
—Si se resolviera tan fácilmente el otro misterio… —se quejó Heinzel, mientras los dos policías y Brian se encaminaban al coche-restaurante, cerrado ya al público, para tomar una copa reconfortante—. Pero eso es diferente. Muy diferente…
—Hemos encontrado el álbum fotográfico de ese artista asesinado, el Gran Maxwell —explicó el comandante Klein tras servirles unos brandis en el coche-comedor—. Ese hombre viajó mucho por todo el mundo, a lo que se ve. Tiene fotografías en Bangkok, en Singapur, en Ceilán, en Nueva York, en El Cairo, en Moscú, en Ottawa… ¿Quiere verlas, Jefford?
—Bueno, nunca viene mal echar una mirada al pasado. ¿Dónde tenía Maxwell ese álbum?
—Muy bien guardado, bajo el colchón de su litera. La señorita De Souza, su partenaire, dice que eso es muy raro, porque él lo guardaba en su maletín. Y por cierto que el maletín está muy revuelto, como si alguien hubiera buscado furiosamente en él, pero el álbum de fotografías se halló bajo el colchón al revisar la cabina trágica.
Trajeron el álbum, mientras Brian mostraba un renovado interés por ver aquellas fotografías. Como esperaba, la mayoría eran tomadas en carpas de circo y escenarios, durante actuaciones del Gran Maxwell. Había otras en lujosos hoteles o ante monumentos artísticos, como el Taj Mahal en la India, las ruinas y templos de Bangkok o la catedral de San Basilio en Moscú. No faltaban tampoco vistas de la Torre Eiffel, el Parlamento de Londres con su Big Ben o el Coliseo romano.
Brian revisó las fotografías minuciosamente. Buscaba algo en ellas, y ni siquiera sabía el qué. ¿Por qué las ocultó tan celosamente Maxence Van Eyssen antes de morir? ¿Por qué, al parecer, las buscó alguien en su maletín?
Vio a las distintas partenaires del artista, para terminar con la pelirroja y exuberante Yvonne de Souza. Y amigos, compañeros y colegas de asesinado domador.
Prestó especial atención a una fotografía en Nueva York. Arrugó el ceño. Se veía al fondo la Estatua de la Libertad. En un barco, en las cercanías de la ciudad, navegaba el Gran Maxwell, bastante más joven. A su lado, algunas personas sonrientes, en típica pose fotográfica. El domador tenía apoyadas sus dos manos sobre los hombros de una niña cubierta con un gorrito. Estudió aquella fotografía, pensativo. La niña tendría unos doce o trece años. Le resultó vagamente familiar, sin saber la razón. Cerró el álbum con un suspiro.
—No veo nada especial aquí —dijo—. Sólo la historia de una vida de artista.
—Pienso igual —refunfuñó Heinzel malhumorado—. Ni una pista. Nada en ninguna parte, Jefford. Y este maldito tren, cada vez más frío e incómodo. Esperan tener arreglada la calefacción antes del amanecer. Veremos si eso es cierto…
Brian asintió, apurando su copa y despidiéndose de ambos policías para retirarse a descansar. Regresó a su vagón y abrió la puerta de su cabina.
La luz, cuando menos, había sido reparada, porque todo el vagón se iluminó cuando Brian entraba en su compartimento. Su suspiro de alivio por ese hecho, se cortó a flor de labio. Demudado, contempló con horror la escena.
Había alguien en su cabina. Alguien que no tenía por qué estar allí.
Estaba allí, sentado en el suelo, junto a su litera, apoyada cabeza y espalda en el mueble que ocultaba el lavabo, junto a la ventanilla. Sólo que no podía verle a él ni a nadie.
Estaba muerto. Muerto de un tajo tremendo, de oreja a oreja, que casi le había desangrado totalmente, como a un cerdo en el matadero. Por si eso fuera poco, sus ojos habían sido vaciados brutalmente, y el líquido de sus córneas formaba un denso coágulo en cada pómulo y mejilla, mezclado con sangre negruzca.
—Dios mío… —jadeó Brian roncamente, apoyándose en la pared—. ¡Terence Boyd! Le han asesinado…
Giró la cabeza, atraída su atención por algo. Le sacudió un espasmo de terror. La puerta de comunicación con la cabina de Oriana Vetri estaba abierta. Eso no podía significar nada bueno.
Se precipitó hacia el compartimento vecino, lanzando un grito de alarma:
—¡Oriana! ¡Oriana! ¿Qué le ocurre, por el amor de Dios?
* * *
Oriana no respondió. Nadie lo hizo.
Estaba vacío. De la hermosa y sofisticada morena de piel broncínea y negros cabellos, ni el menor rastro. La cabina era demasiado reducida para necesitar buscar a nadie. Oriana Vetri no estaba allí. Los ojos de Brian, de inmediato, fueron atraídos por un detalle escalofriante.
¡El pestillo de la puerta que comunicaba a su vez con la cabina de Nanette Renant, estaba descorrido! Un sudor frío invadió su cuerpo al imaginar cosas terribles.
—¡Nanette! —su voz tembló de angustia—. ¡Nanette, Dios mío…!
Tiró de la puerta de comunicación, sólo practicable cuando viajaban familiares en dos cabinas contiguas. Como temía, ésta cedió. Su temor subió de grado. También estaba abierta por el lado opuesto…
Esta vez no halló un compartimento vacío. Su horror creció más aún al descubrir la mancha de cabellos dorados en el suelo, el cuerpo encogido sobre la alfombra, junto a la litera…
—¡Nanette! —aulló, precipitándose hacia ella y temiendo lo peor al volverle el rostro hacia él, esperando encararse con el pavoroso espectáculo de una garganta hendida, de unos ojos vaciados…
Por fortuna, no era así. Había sangre, ciertamente, sangre seca que brotaba de la sien y cuero cabelludo de la joven y corría por su rostro, pero en seguida advirtió que estaba viva. Inconscientemente, pero con vida. Respiraba lenta, pesadamente, y estaba muy pálida, eso sí.
Salió con ella en brazos al corredor y gritó a pleno pulmón:
—¡Conductor, pronto! ¡Busque ayuda, llame al doctor Villiers! ¡Hay una mujer malherida y un hombre muerto! ¡Vamos, apresúrese!
Somnoliento, abotonando su guerrera, el conductor del coche-cama salió al pasillo despavorido, contemplando con horror a Brian y su dulce carga. Rápido, desapareció pasillo adelante, mientras las puertas de otras cabinas se abrían apresuradamente.
Minutos más tarde, el doctor Villiers atendía a la joven en presencia de los dos policías europeos. Tras un examen minucioso, lavó y desinfectó las heridas, cubriéndolas con apósitos y acostó a la joven en su litera.
—No es nada serio —dijo—. Pero pudo serlo. Heridas, desgarros en la piel y cuero cabelludo, hechos con algo muy incisivo y cortante. Ha perdido bastante sangre la infortunada joven, pero de todo eso saldrá bien, no se preocupe. ¡Cielos, vaya nochecita! Y por si todo esto fuera poco, otro fiambre en su cabina, señor Jefford…
—Así es —afirmó Brian roncamente—. ¿Qué vino a hacer Boyd a mi compartimento? ¿Por qué le asesinaron allí?
—Y… ¿dónde está la señorita Vetri? —quiso saber el comisario Heinzel con sarcasmo—. Ese es el mayor enigma de todos. No aparece por parte alguna.
—Me temo que ella mató a Boyd —dijo calmosamente Brian.
—¿Qué? —el comisario le miró, estupefacto—, ¿esa dama?
—Sí. Oriana Vetri pudo haberlo hecho. Y atacar luego a Nanette. Lo que me pregunto es adónde ha podido huir después… La nieve nos rodea, el tren está inmovilizado en esta llanura… A menos que contase con un cómplice y un vehículo en alguna parte…
—Mire, ya vuelve en sí —dijo el comandante Klein señalando a Nanette Renant—. Tal vez esa joven pueda aclararnos algo de este misterio…
Brian se arrodilló junto a la litera de Nanette y la acarició la frente con suavidad. Ella suspiró, abriendo sus ojos, que fijó en él con repentino temor. Se aferró a su brazo, angustiada.
—¡No me dejes! —gimió—. ¡No me dejes, Brian! Esa mujer…, esa horrible mujer…
—Calma, querida. No te dejaré. Cuéntanos lo sucedido. ¿A qué mujer te refieres?
—A esa vecina de cabina… Oriana Vetri… Me pidió entrar con urgencia… Dijo que era cosa de vida o muerte. La abrí sin sospechar nada… Y me atacó. Llevaba un cuchillo ensangrentado en su mano. Parecía fuera de sí, los ojos desorbitados, temblorosos… Grité, alarmada. Me atacó entonces. Dijo cosas horribles, me golpeó… Y sentí cortes en mi cabeza… Perdí la noción de todo, las cosas empezaron a girar a mi alrededor, la sangre salpicó mis manos, y perdí el sentido. Antes la oí decir obscenidades, amenazas horribles, como «¡Mataré a todos! ¡Nadie va a descubrirme! ¡Acabaré con todos!». Creo que reía cuando perdí el sentido, Brian. Fue espantoso, espantoso…
—Te comprendo, querida —la acarició Brian los cabellos con dulzura y se incorporó—. Cálmate, no vamos a dejarte sola ya en todo el tiempo… De modo que Max tenía razón. El asesino está loco, él lo dijo… Debió saber, además, quién era ese demente… y le costó la vida.
—¿Adónde ha podido ir esa mujer ahora? —gruñó Klein—, es un peligro para todos…
—No sé. Habrá que buscarla por todas partes —suspiró Brian—, veamos ahora su equipaje. Tal vez en él hallemos la clave de todo este enigma, caballeros…
Entraron en el compartimento de la inquietante mujer. Brian revisó, con los dos policías, las maletas de la que fuera compañera suya de viaje. En un maletín aparecieron los primeros indicios esclarecedores: una copia de una carta dirigida al coronel Wessley Arlington a su domicilio de París, con el anuncio de un premio concedido por cierta entidad llamada European Travels en un concurso. El premio consistía en un viaje en el Orient Express para aquella fecha concreta. Junto con eso, copia de otra carta, en la que un desconocido gerente de la entidad «amigos de América», en París, obsequiaba a Terence Boyd con un viaje a Estambul de ida y vuelta en el mismo tren. Al parecer, se quería rendir un homenaje, en Estambul, «a los antiguos miembros de la abogacía y la justicia de los Estados Unidos».
—De modo que Terence Boyd fue juez antes que político… —meditó Brian en voz alta—. Su presencia en este tren, junto al coronel, no era casual. Ambos fueron invitados por Oriana Vetri. Pero ¿por qué?
—¿Y para qué? —indagó Heinzel.
—Eso está bien claro, comisario: para asesinarles. Veamos si aparece algo más por aquí…
Apareció. Y era la clave final de todo el macabro y horrible caso. Consistía en una serie de viejos recortes de periódicos. Eran ejemplares editados en Nueva York en 1897, trece años atrás. Los titulares eran reveladores:
EL JUEZ BOYD CONDENA A LA ACUSADA A LA PENA CAPITAL. ODILE VETRI, EJECUTADA EN LA SILLA ELÉCTRICA. LA ASESINA QUE VACIABA OJOS, MUERE AL FIN. SE HACE JUSTICIA CON UNA FEROZ CRIMINAL DEMENTE.
Esos recortes eran seguidos por otros muy distintos de encabezamiento:
SE DESCUBRE EL TRÁGICO ERROR JUDICIAL. ODILE VETRI FUE AJUSTICIADA POR ALGO QUE NO HIZO. EL JUEZ SE EQUIVOCO AL CONDENAR A UNA INOCENTE. ENFERMO MENTAL EN LA AGONÍA CONFIESA SER «EL VACIADOR», EL SÁDICO ASESINO DE NUEVA YORK QUE VACIABA LOS OJOS DE SUS VICTIMAS. DEMASIADO TARDE, SE CONOCE LA VERDAD. EL JUEZ BOYD DIMITE DE SU CARGO IRREVOCABLEMENTE.
—Una vieja y terrible historia, caballeros —susurró Brian, demudado—. Un asesino de hace trece años, confiesa unos crímenes que ya había pagado otra persona, una mujer inocente, a quien los psiquiatras americanos declararon enferma mental y un juez sentenció a la silla eléctrica. Pero ese juez, Terence Boyd, no soportó el peso de su tremendo error y abandonó el foro judicial para ser sólo político y olvidar. Alguien no olvidó: tal vez una hija de Odile Vetri, llamada Oriana. Ella, trece años más tarde, citó aquí a Terence Boyd para ajusticiarle a su modo.
—¿Y al coronel Arlington?
—Aquí se cita su nombre —Brian golpeó los recortes—. Fue testigo de cargo en el proceso. Él mismo nos lo dijo aquella primera noche en el tren, sin pensar que se lo decía a la hija de su propia víctima. Creyó identificar en el agresor de una de las personas muertas en Nueva York por entonces, a Odile Vetri. Otro error lamentable. Por eso ambos se encontraron aquí, astutamente citados por la hija de su víctima. Y ésta hizo justicia a su manera…
—Queda lo de El Gran Maxwell… —apuntó Klein.
—Oh, claro —Brian mostró uno de los recortes al comandante—. Vea lo que aparece impreso aquí, junto a las noticias del trágico suceso. Es casual, pero revelador…
Miraron los dos policías lo que señalaba Brian. Era un anuncio recuadrado, del Circo de Invierno de Nueva York. Aparecía claramente el nombre de una de sus atracciones: «El Gran Maxwell», con su espectáculo de ilusionismo y fieras salvajes.
—Él recordó el viejo asunto, al ver a la víctima con los ojos vaciados, sin duda alguna —murmuró Brian lentamente—, lo peor para él es que también recordó a una niña de entonces, hoy día mujer: Oriana Vetri. El nunca olvidaba una cara. Y cuando quiso revelarlo, ella lo sospechó y le eliminó como a los demás…
—Dios mío, qué trágica historia… Ahora esa mujer, tras acabar con Boyd, está en el paroxismo de su demencia criminal y puede ser capaz de cualquier cosa…
—Tal vez el único error fue atribuir los crímenes a su madre, pero Odile Vetri sí debía de estar loca… y su hija heredó esa tara. Trece años más tarde, ha cumplido su terrible venganza y, como una actriz en el acto final de la tragedia, ha hecho un mutis espectacular y violento. Suerte que Nanette salvó su vida de ese ataque feroz…
—Ahora, sólo queda algo por hacer —suspiró el comandante Klein—: Dar caza a esa asesina, esté donde esté. La cacería comienza ahora mismo, Jefford. ¿Va a ayudarnos en ella?
—Si —afirmó Brian rotundamente—. Vamos allá, caballeros. Cuanto antes demos con esa peligrosa mujer, tanto mejor.