CAPÍTULO VI

La confusión a bordo del Orient Express fue terrible durante varios minutos, plazo en el que nadie entendía absolutamente nada de lo que estaba sucediendo, y cada viajero temía Io peor.

Brian se vio lanzado violentamente contra la litera trágica y el cuerpo del hombre asesinado se volteó grotescamente en ella, cayendo encima de él con todo su peso. Recibió en pleno rostro el choque de aquella horrenda faz sangrante, de ojos reventados e informes, y retiró el cadáver con horror, sintiendo un violento escalofrío en todo su ser. Medio caído en un rincón, vio golpear de un lado a otro a ambos policías, en tanto el tren se agitaba como si estuviera a punto de volcar.

Todo eso duró sólo segundos. El tren se estabilizó, mientras persistía la confusión en todos sus vagones y algunas ventanillas rotas dejaban pasar por entre sus destrozados cristales la nieve y el frío del exterior. Luego, el tren se detuvo.

—¿Qué ha sido eso? —rugió el policía austríaco, recomponiendo lo mejor posible su gorra de plato y desenfundando un voluminoso revólver de la pistolera de su cintura, como si pudiera emprenderla a tiros con la fuerza capaz de sacudir así todo un tren.

—Calma, herr Klein, no pierda los nervios —le aconsejó el comisario, aunque también había extraído de su gabán un revólver más pequeño y pavonado, con gesto de recelo—. Mucho me temo que ha sido la explosión de algún artefacto, tal vez una bomba…

—Infiernos, lo que nos faltaba —gruñó el comandante Klein furioso—. Asesinatos, bombas… Este tren está maldito, a lo que parece, herr Heinzel.

Brian pudo colocar el cadáver contra el muro, en el fondo de la cabina, y sobre la alfombra del lujoso compartimento. Se incorporó, mirándose las manchas de sangre coagulada en sus manos y camisa, con cierta sensación de horror.

—Lo que sea, ha estallado fuera —señaló Brian—. Tal vez en las vías… Comandante Klein, ¿tienen acaso problemas con los agitadores y anarquistas en el Imperio?

—Toda Europa los tiene —se quejó el policía austrohúngaro—. Entre bolcheviques que tratan de revolucionar Rusia y los demás países, nihilistas, anarquistas y locos, estamos todos sacudidos por una ola de demencia violenta sin precedentes. Sólo Dios sabe en qué puede terminar esto. Tal vez en una guerra…

Salieron de la cabina encontrándose con una multitud aterrorizada en los pasillos. El comandante Klein alzó un brazo, perentorio, dejando que todos vieran su otra mano armada.

—Calma, calma —rogó con voz potente, en francés, lengua que sabía dominada por la inmensa mayoría del heterogéneo pasaje de aquel tren cosmopolita—. Todo está bajo control, señoras y señores. Averiguaremos qué fue esa explosión de inmediato, no tienen nada que temer. Vuelvan a sus compartimentos todos, por favor, para evitar una mayor confusión.

De mala gana, cambiando comentarios excitados y protestas en cinco o seis idiomas diferentes, todos regresaron a sus cabinas respectivas. El jefe de tren, lívido, apareció momentos más tarde, acercándose a ellos.

—Hable —ordenó el comandante Klein con sequedad—. ¿Qué ha pasado?

—Ha sido en las vías. Están impracticables, no podemos seguir adelante. Han puesto un explosivo en ellas. Se levantaron de raíz, pero afortunadamente unos metros antes de que llegase el tren al lugar de la explosión. Unos segundos más tarde, y hubiéramos saltado por los aires…

—De modo que no podemos seguir viaje… —se quejó Brian.

—De momento, no. Sólo cuando un convoy de socorro pueda llegar desde Viena o Budapest y montar nuevas vías. El tren ha sufrido algunos daños, pero no excesivos. Lo que más me preocupa es la calefacción. Es posible que sufra algún desperfecto.

—Pues estamos arreglados si es así —gruñó Heinzel—, nos helaremos en este tren.

—¿No podemos dar marcha atrás y volver a Viena? —sugirió Klein.

—Se intentará, pero no hay nada seguro. Depende de los daños que pueda haber sufrido la locomotora. Recibió de lleno la metralla y la onda explosiva…

—Bien, ¿algo más?

—Sí —asintió el sueco gravemente—: Hemos logrado coger al terrorista.

—¿De veras? —los ojos del comandante Klein brillaron—. ¿Quién es, dónde está?

—Intentaba huir a campo través tras accionar la bomba. Le han capturado entre los fogoneros y dos mozos de los coches-cama. Parece que es un loco. Pero habla yugoslavo, estoy seguro de ello… Uno de esos fanáticos a quienes Marx y Lenin han comido el seso, señor…

Minutos más tarde, Brian veía con sus propios ojos al autor del atentado al ferrocarril. Era un hombre menudo, delgado, moreno, de pelo negro y grandes ojos inquietos, al parecer muy nervioso, farfullando sin cesar palabras encendidas en su lengua nativa. Le entendió en parte proclamas y gritos patrióticos y fanáticos alegatos contra el capital, las clases ricas y la injusticia social. Klein le pegó un bofetón, sin demasiadas ceremonias, y el tipo se puso a llorar, esposado entre el comisario Heinzel y el jefe de tren. Se lo llevaron sin que se decidiera a decir otra cosa que un motivo tan fútil como absurdo para dinamitar el Orient Express: su odio a un ferrocarril de gentes ricas y su fe en que la victoria de una revolución total obrera era irremisible. También dijo llamarse Dragan Sostic y ser montenegrino.

—Pobre diablo… —rezongó el jefe de tren moviendo la cabeza—. Está tan loco como todos esos nihilistas que andan por ahí tratando de cambiar el mundo.

—Yo no les compadecería —dijo gravemente el comandan te Klein—, más bien les temería. Son capaces de hacer saltar el mundo en pedazos cualquier día con sus malditas locuras. Demos gracias, cuando menos, que no ha sido este tren hoy, con todos nosotros dentro, el que ha saltado en mil fragmentos por culpa de esa bomba estúpida.

Brian asintió pensativo. Empezaba a notarse frío en el vagón, mientras trataban de taponar con mantas las ventanillas rotas y unos empleados intentaban reparar la calefacción. Parados en medio de la nieve, en tales condiciones, la vida iba a ser muy dura dentro del tren.

Entró Brian en la cabina inmediata a la ocupada por el difunto Maxence Van Eyssen encontrando allí en una crisis de llanto nervioso a Yvonne De Souza. Sabía lo ocurrido a su compañero de trabajo, y parecía afectarle mucho. Al ver a Brian se apoyó en él, sintiendo sin duda algo más de con fianza con el joven británico que con el severo policía austríaco, y Brian notó cómo los duros pechos de la joven se empotraban en su torso, reflejando no sólo su volumen sino también su firmeza sorprendente. El contacto no le disgustó lo más mínimo, aunque procuró que su caricia a los rojos cabellos de la muchacha llorosa no se dejase influir por ningún sentimiento pecaminoso.

—De veras lo siento, señorita De Souza —musitó Brian suavemente—. Ha sido terrible, realmente terrible. Me pregunto qué podía haber en común entre el Arlington, un militar retirado inglés, y su partenaire, el Gran Maxwell, un artista de circo y teatro…

—No sé, no sé… —sollozó ella, agitado su pecho por las convulsiones—. Tal vez lo que él dijo antes de acostarse a dormir esa siesta de la que nunca despertó…

—¿Dijo algo? —se interesó vivamente Brian, comprobando que estaba a solas con la joven en la cabina, y que el abrupto policía Klein no podía oírles desde el pasillo del vagón—. ¿Recuerda qué fue exactamente, amiga mía?

—Claro —musitó ella, alzando sus ojos cuajados de llanto hacia él—. Me dijo algo así como: «Creo que he descubierto algo relacionado con la muerte de ese coronel… Algo muy raro, querida…». Yo quise saber lo que era, sonrió enigmáticamente y añadió: «No es fácil contarlo. Hay que ser un buen fisonomista y haber actuado en muchos países para recordar ciertas cosas… Pero como ya sospechaba, el asesino está rematadamente loco. Y lo malo es que no se contentará sólo con matar al coronel. Tiene alguien más en su lista. Es necesario evitar que siga adelante con esto…».

—¿Es todo lo que dijo?

—Todo, sí. No pude sonsacarle nada más.

—¿Cree que se refería a sí mismo cuando citó el hecho de que el asesino tenía a alguien más en su lista?

—No, no lo creo. No aparentaba miedo ni inquietud, sólo preocupación…

—Si es así, quizá el asesino se dio cuenta de que él sabía demasiado y le silenció para siempre. Pero según eso… existiría aún alguien en este tren condenado a morir como los demás…

—Sí, eso me temo —los ojos de Yvonne reflejaron terror—. Dios mío, ¿qué podemos hacer, señor Jefford?

—Nada, me temo. No sabemos nada de nada. Sólo lo que dijo el Gran Maxwell, y no es demasiado. Sin embargo, parece deducirse de sus palabras que identificó a alguien en este tren. Alguien a quien había visto antes, en sus viajes profesionales. Me preguntó a quién y dónde le vio antes de ahora… Yvonne, ¿usted llevaba mucho tiempo con él?

—Sólo tres años. El Gran Maxwell trabajaba desde hace más de treinta por todo el mundo. Tuvo otra partenaire que murió atacada por uno de sus leones. Pero sé que estuvo en el mundo entero: Europa, Estados Unidos, América del Sur, Asia… Y era muy buen fisonomista, eso sí. Rara vez olvidaba un rostro. Sólo en este tren le he visto saludar a alguien y haberse equivocado, al parecer.

—¿De veras? —el interés asomó a la voz de Brian—, ¿a quién saludó?

—A ese americano, un tal Boyd… Dicen que es un político.

—Oh, sí, le recuerdo. Un tipo poco simpático.

—Así me lo pareció a mí también. Max le saludó, y él le dijo que no tenía por costumbre saludar a desconocidos. Max dijo que le conocía. El otro lo negó rotundamente, de un modo muy seco, y le dejó plantado.

—Vaya, es curioso en un hombre tan buen fisonomista como él… ¿Comentó algo al respecto luego?

—Muy poco. Dijo que aquel tipo mentía. Y que cuando le conoció no era político, sino algo muy distinto, aunque sin duda tuvo que renunciar a ello después de su terrible fracaso.

—¿Terrible fracaso? ¿No dijo en qué consistió ese fracaso?

—No, no lo dijo. Max acostumbraba a hacer comentarios y no terminarlos nunca ni aclararlos demasiado. Era como si hablara consigo mismo, no con los demás. Pobre Max, ¿qué voy a hacer yo ahora sin él?

—Estoy seguro de que sobrevivirá —sonrió Brian alentador—. Es una joven bonita, encantadora y, sin duda, sabrá trabajar sola en cualquier escenario, sin necesidad del Gran Maxwell, ya lo verá. Ahora cálmese y trate de descansar un poco. Use todas las mantas que tenga, dentro de poco este tren no va a ser un lugar acogedor como se supone que tendría que ser un medio de transporte tan caro…

La dejó más calmada y la joven se acostó, tapándose con varias mantas. Brian salió al pasillo. Casualmente, era el propio Terence Boyd quien en estos momentos hablaba en voz alta, con gesto irritado, a Oleg Nilstrom, el jefe de tren, y al comandante Klein:

—… Y no voy a soportar más esta situación. He hecho este viaje pensando en que sería un tren perfecto, pero veo que Europa es el lugar más incivilizado que existe. Ni los trenes de lujo son seguros, por culpa de chiflados terroristas, asesinos sanguinarios y demás gentuza. No me sorprendería que estuviéramos también rodeados de espías y de intrigantes. Apenas lleguemos a Budapest, presentaré mis quejas a la compañía Wagons-Lits. Y a las autoridades, naturalmente.

—Puede usted hacer lo que guste, señor —dijo secamente el policía austrohúngaro—. Ni la Wagons-Lits tiene culpa de que un fanático ponga una bomba, ni la policía de que haya asesinos sueltos por el mundo. Si no le gusta Europa, no vuelva más por ella.

—Ciertamente, jamás pienso volver. De no ser por una gentil invitación, no estaría ahora aquí, se lo aseguro. Y, desde luego, no repetiré jamás tal experiencia. Este es un continente de locos y de necios.

—Posiblemente, señor Boyd —terció fríamente Brian—, pero lo que no hacemos aquí es asesinar a razas indefensas, como ustedes hicieron con los pieles rojas para levantar su imperio de riquezas a costa de millones de vidas inocentes. Si a eso le llama civilización, para mí sus Estados Unidos siguen en la Edad de Piedra, señor.

—¿Cómo se atreve? —se revolvió ofendido Terence Boyd, muy pálido—, ¿quién se cree que es para enfrentarse nada menos que a un senador de los Estados Unidos de América?

—Un simple periodista británico que se siente orgulloso de la vieja Europa, señor Boyd —sonrió duro Brian—. ¿Qué es lo que le pone nervioso? ¿Esa bomba, el frío que padecemos ahora… o el hecho de que un viejo conocido suyo haya sido asesinado?

Klein arrugó el ceño y contempló a Boyd con hostilidad. El político americano pareció repentinamente incómodo y molesto. Miró a Brian casi agresivo, respiró hondo y dio media vuelta, alejándose de ellos con una tajante respuesta:

—No sé de qué me habla. Yo no conozco, por fortuna, a nadie de este tren.

Se quedaron solos Brian y el policía. Éste se volvió hacia el periodista.

—¿A qué se refería usted al hablarle así, señor Jefford? —inquirió.

—Sólo era una sospecha, comandante —rió Brian—. Ahora sé que es cierto. Ese hombre conocía al Gran Maxwell como éste conocía a él. Me pregunto por qué lo oculta…

En ese punto, el comisario Heinzel se acercó a ellos. Traía algo consigo, que mostró a ambos hombres.

—Vean —dijo—. Hemos hallado esto en la cabina del coronel Arlington, al registrarle más a fondo tras lo ocurrido al Gran Maxwell. Debió caerle del bolsillo y se quedó entre el lavabo y la cortina de la ventanilla…

Brian arqueó las cejas y recordó algo que mencionara El Gran Maxwell durante la charla en el coche-restaurante. Lo que el policía prusiano mostraba en sus dedos, era una especie de boleto, color azul, donde se leía impreso claramente:

GANADOR DEL CONCURSO VIAJERO DE LA EUROPEAN TRAVELS

El portador disfrutará de un viaje de ida y vuelta gratuito, con los gastos pagados, en el lujoso Orient Express, hasta Estambul, partiendo de París, en las fechas abajo indicadas.

—De modo que era cierto… El coronel ganó un concurso… ¿Qué saben de eso en el tren?

—Que es cierto. El jefe de tren se ocupó personalmente de acomodar al coronel. Todo el viaje estaba pagado por alguien, supone él que esa entidad citada aquí.

—Gana un concurso… y le asesinan en su viaje de ganador —recitó Brian, pensativo—. Extraño, ¿no les parece?

—Sí, mucho. ¿Por qué mataría nadie a un hombre que viaja gracias a un simple concurso?

—No lo sé. Lo sorprendente es que, si no hace este viaje, tal vez estaría ahora vivo y sin problemas —dijo Brian en voz alta, siguiendo el hilo de sus pensamientos.

El mozo del coche restaurante pasó con su campanilla, como si nada sucediera en el tren, aunque llevaba una bufanda bajo su chaquetilla blanca. Su anuncio sonó de parte a parte del vagón:

—Primer turno para la cena… Primer turno para la cena…

* * *

Era una cena fría. Muy fría.

No porque los alimentos no estuvieran cocinados y calientes, sino por la gélida temperatura que comenzaba a reinar en el Orient Express a causa de la ausencia de calefacción. Unas pequeñas estufas a petróleo trataban en vano de suavizar algo la temperatura. Los comensales cenaban con sus ropas de abrigo; incluso la espectacular y exhibicionista Cleo de Montesco se cubría con una capa de visón que deslumbraba.

El clima también era frío a causa de la tensión y la inquietud. Dos asesinatos, un cadáver desaparecido, que había sido visto deambulando por el tren, y una bomba en las vías, eran demasiadas emociones para unas pocas horas de viaje. Parecían semanas el tiempo transcurrido desde la partida de la Gare de L’Est en París. Y en cambio hacía solamente veinticuatro horas de eso.

No nevaba, pero con la llegada de la noche, el frío era más intenso, y la nieve empezaba a formar una costra de hielo en torno al inmovilizado tren. La policía y los empleados del ferrocarril habían logrado enviar un mensaje telegráfico urgente a Budapest y a Viena, subiéndose a un poste del tendido y usando desde allí el Morse mediante un medio rudimentario, ya que la zona elegida por el fanático Dragan Sostic para poner la bomba, era una llanura interminable de Austria, rodeada de montañas, y sin pueblo alguno ni lugar habitado en muchas millas a la redonda.

Lo peor sucedió cuando se servía el segundo plato, consistente en unas deliciosas rodajas de langosta con crepes de salmón, todo ello a dos salsas. Apenas puestos los platos en las mesas, se apagaron las luces. Sólo brillaba en la penumbra el fulgor rojizo de las estufas de petróleo.

—¡Lo que faltaba! —bramó Cleo de Montesco, pegando un golpe seco con su copa en la mesa—, ¡ahora las luces!

—Calma, por favor —pidió el camarero italiano. Brian sabía ya a estas alturas que su nombre era Cario Rosetti—. Parece que el generador se ha averiado a causa del frío y los daños sufridos en el atentado. Se traerán de inmediato lámparas de petróleo…

Así fue. Quinqués de emergencia comenzaron a ser depositados en las mesas, y el coche-restaurante adquirió el aspecto que debía ofrecer un tren de lujo en el siglo anterior, antes de la llegada de la luz eléctrica.

El ambiente se enrareció más aún con el olor a keroseno y con el fantasmal juego de luces y sombras en el vagón. En un momento dado, alguien se puso en pie con tal violencia, que derribó una copa y una botella, haciéndolas añicos en el suelo. Su voz tronó airada:

—¡Esto ya es demasiado, señores! ¡No soporto más! ¡Este infecto tren es indigno de su prestigio y de su fama! ¡Ni siquiera el peor ferrocarril de mi país podría compararse a esto!

Y salió dando un tremendo portazo al hacerlo. Era, desde luego, el irascible Terence Boyd, el político americano. Riendo, el Gran Duque Vladimiro hizo un acre comentario desde su mesa, embutido en un grueso abrigo de pieles, igual que la princesa, y con gorros de astracán ambos sobre sus cabezas:

—¿Qué quiere ahora ese piel roja? ¿Es que en su país nunca se apaga la luz?

Hubo risas contenidas y algo nerviosas. Brian sonrió. Frente a él, Nanette Renant, que parecía mucho más tranquila y calmada que antes, y había encajado bastante bien las últimas y siniestras noticias sobre el nuevo crimen, se limitó a sonreír, moviendo su rubia cabecita con resignación.

—La gente empieza a perder los estribos —comentó.

—Creo que ese americano nunca los llegó a dominar, aunque su país sea tierra de buenos jinetes —rió Brian—, pero tiene usted razón, Nanette. El ambiente está tenso, cargado. Aunque falle el generador, hay electricidad en la atmósfera.

—¿Cree que saldremos bien de ésta?

—Espero que sí. Desde Viena y Budapest enviarán auxilio en breve. Puede que esta misma noche podamos reanudar el viaje o, cuando menos, cambiar de tren y hacer el resto de nuestra ruta normalmente. Ya deben saber en muchos sitios lo que nos sucede.

—Ojalá sea así —suspiró la muchacha—. Empiezo a sentir miedo, Brian.

—¿Miedo? ¿A qué? ¿Al frío, a la oscuridad…?

—A todo. Y al asesino también —se estremeció ella—. ¿Cree que esa muerta en vida puede ser la autora de esos crímenes espantosos?

—¿Vladia Podkov? Puede ser. Su esposo teme que sea una muerta-en-vida, una especie de vampiro. En su país eso es parte de la leyenda. Dice que murió sin confesar, y eso puede haberle hecho morir maldita. Piensan así. Luego, al trasladar el cuerpo sin permiso, teme que haya desencadenado la maldición ancestral en su esposa, pese a la cruz que puso en su cuello… Yo no creo en los vampiros, Nanette.

—Yo tampoco creía, pero esto de ahora… —tembló ostensiblemente ella.

—Serénese —la calmó Brian, apoyando una mano sobre la de ella, encima del mantel—. No creo que los muertos resuciten ni que esos dos crímenes sean obra del Más Allá, si eso puede calmar sus temores.

—Pero, entonces…, ¿qué es lo que está sucediendo aquí, Brian?

—Eso, mi querida amiga, lo ignoro —confesó tristemente Brian, bajando la cabeza.

Tras un breve silencio, Nanette le preguntó suavemente:

—¿No sentirá celos su amiga por compartir yo ahora su mesa, Brian?

—¿Se refiere a Oriana Vetri? No, ¿por qué habría de sentir celos? Sólo somos compañeros de viaje, como usted y yo.

Además, ella es quien prefiere cenar en su cabina por miedo a deambular por el tren. Me lo dijo cuando la invité a venir. Y me siento feliz de que sea usted quien me acompañe ahora y no ella.

—¿Por qué motivo, Brian? Ella es hermosa, seductora, impresionante…

—Lo sé. Pero las mujeres demasiado sofisticadas me asustan un poco —apretó dulcemente la mano delicada de su compañera—. Usted es todo lo contrario, Nanette. La clase de muchacha que adoro. La mujer de quien podría llegar a enamorarme fácilmente…

Aún con las lámparas de petróleo, se notó el rubor en las mejillas de la bailarina. También ella apretó la mano de Brian. Se miraran largamente.

—Es tan bonito oír una cosa así… —susurró la joven.

—Es la verdad, Nanette. No tema nada. Confíe en mí.

—Ya lo hago —musitó, pestañeando—. Brian…, eres un gran chico.

—Y tú eres maravillosa…

Se miraron a los ojos. Las luces de las lámparas daban un tono irreal a la escena. Poco después, ambos abandonaban el coche-restaurante. Y se besaban en el pasillo, hundidos en la cómplice sombra…

—Brian, cariño… —susurró Nanette tiernamente, pegados sus labios a los de él, temblando de emoción su cuerpecito.

—Nanette… Vida mía —respondió él, apretándola entre sus brazos.

Cuando se separaron ante las respectivas cabinas, otro beso prolongado marcó su despedida momentánea. Brian la advirtió, apretándola aún la mano con calor:

—Nanette, cariño, cierra con el pestillo de seguridad. Y no abras a nadie. Absolutamente a nadie, ¿entendido?

—Sí, Brian, así lo haré —prometió ella dulcemente, mirándole hasta cerrar su puerta.

Brian sonrió, regresando a su propia cabina con renovadas ilusiones. Se acostó pensando en Nanette, aquella criatura dulce y delicada como pocas. Y sus pensamientos eran profundamente felices. Se dirigió a la ventanilla para correr las cortinas. Ahora ya no estaban empañadas, porque el frío del interior del tren era casi idéntico al del exterior.

Se quedó petrificado, con una mano en la cortinilla, a punto de correrla.

¡Desde el otro lado del vidrio, en la negra noche nevada, un rostro de mujer, gélido y marmóreo, orlado de rubia melena en desorden, le contemplaba con fríos ojos azules, pegada la faz a la ventanilla!

Bajo aquel rostro espectral flotaban unas blancas ropas de mortaja funeraria, con una cadena y una cruz colgando del pecho…

—¡Vladia Podkov! —gritó Brian, alucinado, echándose atrás—. ¡La muerte en vida!

El fantasma femenino, como una pesadilla, le contempló un segundo más desde detrás de los cristales. Luego, desapareció.