El primer turno de almuerzos no estaba demasiado concurrido esta vez.
Habían logrado resolver el problema que significaba el Maharajá y su comitiva, disponiendo un tercer turno especial, en exclusiva para el magnate hindú y su gente, y así los dos turnos regulares de servicio estaban a disposición de los demás viajeros.
Brian se acomodaba en una mesa del confortable coche-restaurante de lustrosas paredes de caoba, lámparas en techo y muros, cortinajes de terciopelo verde oscuro y finas mantelerías de hilo con el bordado de Wagons-Lits y el distintivo especial del Orient Express. Le acompañaban en esta ocasión los propios Duques rusos y el comisario Heinzel. Ya antes de ir a almorzar, había comprobado que Nanette estaba bien y había pedido el almuerzo en su cabina. En cuanto a la otra hermosa vecina, la exótica y enigmática Oriana Vetri, había manifestado su deseo de acudir al segundo turno de almuerzo para recuperar algo del sueño perdido durante la agitada noche.
El cadáver del infortunado coronel Arlington había sido desembarcado en Stuttgart por orden de la policía alemana, y eso en cierto modo parecía haber contribuido a relajar un poco la atmósfera a bordo del convoy.
Pero todavía en la mente de todos estaba el extraño suceso reciente de aquella mañana, cuando Su Alteza real la princesa Rasnikoff había visto vagar por el corredor a una mujer extraordinariamente parecida al evaporado cadáver de Vladia Podkov, la difunta esposa del búlgaro.
De ello hablaban en esos momentos los cuatro comensales, mientras la nieve seguía siendo, cada vez más copiosamente, el elemento invariable del paisaje al otro lado de las ventanillas. Con la proximidad de Múnich, proliferaban los grandes bosques vecinos a Baviera, los pueblecillos alpinos y las dentadas montañas al fondo, con su festín blanco recortándose en el cielo nuboso, que presagiaba nuevas tormentas y nevadas.
—Las palabras de ese búlgaro son, en cierto modo, reveladoras de que o bien el pobre diablo es sumamente supersticioso y crédulo de leyendas de sus tierras… o que estamos realmente ante un caso de resurrección maléfica.
Era el Gran Duque quien había hablado, mientras desmenuzaba su pollo en salsa flanqueado de legumbres, tras tomar un sorbo de vino tinto. Su tono era serio, sin matiz burlón alguno. Brian le miró pensativo. También el comisario Heinzel, mientras la princesa se limitaba a juguetear con su cuchi lio en el plato, sin aparente entusiasmo por la comida.
—¿A qué se refiere, señor? —quiso saber el policía prusiano suavemente.
—A algo muy simple, comisario. Ese hombre usó palabras eslavas, algunas serbias y otras procedentes de Eslovaquia. Como ruso, creí entender lo que significan. Y no me gustó mucho, la verdad.
—Alteza, no soy un experto en lenguas eslavas ni creo que lo sea herr Jefford —sonrió afablemente el policía—. ¿Quiere aclararme eso?
—Muy gustoso. Ese hombre citó cuatro palabras bastante inquietantes por sí solas, pero que unidas adquieren un sentido aún más preocupante. Primero dijo vrolok, para terminar con vlkoslak, palabras que vienen a significar algo muy semejante, si bien la primera es puramente eslovaca y la segunda serbia. Ambas se refieren a cierto mito muy popular en los pueblos eslavos, un ser mítico y terrible, una especie de hombre lobo o vampiro.
—Cielos, ¿eso? —jadeó con escepticismo el comisario Heinzel, sonriendo burlón.
—Déjeme terminar. Después usó las palabras stregoica y Pokol, ambas eslavas. La primera alude a una «bruja» o mujer maléfica. La segunda, al propio infierno.
—Interesante —terció Brian frunciendo el ceño—: Hombre-lobo o vampiro, mujer maléfica… e infierno. ¿No son los vampiros esos seres que viven después de muertos?
—Algo así. En la noche de Walpurgis, según la leyenda, los vampiros y hombres-lobo salen a la luz de la luna y causan el terror, en busca de sangre humana —afirmó el Gran Duque con una leve sonrisa—. En nuestro país, esa clase de seres tienen el nombre de vurdalaks, sobre la misma raíz eslava. Unidos los términos a la palabra «bruja» podría describir muy bien a una mujer muerta que sale de la tumba para deambular entre los vivos como una de «los-que-no-descansan», como también se les conoce en las viejas tradiciones transilvanas.
—Vladia Podkov, una mujer búlgara, es cargada una vez muerta en este tren… y resucita durante el viaje, para deambular por ahí como muerta en vida… —suspiró el comisario Heinzel con evidente incredulidad—. Dios mío, Alteza, ¿eso es serio?
—No lo sé, comisario. Me refiero exclusivamente a lo que dijo el búlgaro antes de desmayarse y a lo que vio o creyó ver mi esposa.
—Insisto en que vi cuanto he dicho —habló Olga Rasnikoff con arrogancia—. Verdaderamente, parecía una muerta en vida, piense usted lo que piense, comisario.
—Y se desvaneció en el aire —suspiró Brian, pensativo, retirando su plato—. Como buen inglés, soy bastante crédulo en cosas del Más Allá, lo admito. Pero me resisto a darle al asesinato del pobre coronel Arlington un matiz sobrenatural. No vi que nadie tratara de succionar su sangre… y perdone esta horrible alusión en la mesa, Alteza.
—No se preocupe —se estremeció la princesa retirando asimismo su plato sin apenas probarlo—. No tengo el menor apetito, y no es por culpa de sus palabras, señor Jefford. La verdad es que me siento bastante mal desde que vi a esa mujer, sea una persona viva o no.
La conversación derivó hacia otros temas, tras interesarse Brian por el estado del eslavo. El comisario Heinzel le informó de que Janos Podkov reposaba en su litera, tras ser atendido por el doctor Villiers, bastante abatido y triste.
Luego, los primeros en ausentarse fueron la pareja de nobles rusos. Minutos más tarde se iba el comisario alemán, y Brian se quedaba solo tomando café. Le sorprendió notar que alguien en pie junto a él le sugería suavemente:
—¿Le importaría que tomase café en su propia mesa, señor?
Alzó la cabeza, mirando al hombre flaco, grandilocuente y afectado que se había incorporado de su asiento para venir a preguntarle. Estaba almorzando con su compañera en una mesa cercana, al lado opuesto del vagón hasta ese momento.
—Por supuesto que no —dijo—. Siéntese. ¿Es usted El Gran Maxwell?
—Sólo en las carteleras —sonrió el caballero sentándose frente a él—. Mi nombre verdadero es Maxence Van Eyssen, y nací en Austria. Gracias por no rechazarme.
—Supongo que por algún motivo habrá pedido tomar con migo el café —miró a la joven que se sentaba ahora sola en la otra mesa—. ¿Su compañera no viene?
—¿De veras no le importará que también Yvonne nos acompañe?
—En absoluto. Puede rogarle que venga también. ¿Desean alguna copa?
—No, gracias. Sólo café. Y charlar con usted, señor Jefford.
Hizo un gesto a la mujer, y ella, de mala gana en apariencia, se levantó para acudir a la mesa del inglés. Tras una vacilación, se sentó, mientras el Gran Maxwell hacía las presentaciones:
—Mi compañera Yvonne De Souza. Yvonne, el señor Brian Jefford, periodista británico. Él salvó la vida al Gran Duque y la princesa anoche, en París…
—Sí, lo recuerdo —asintió ella débilmente, sonriendo con desgana a Brian. Y se encogió en su asiento, llameándole los rojos cabellos al ser heridos por los reflejos en la nieve. Parecía como si la bella joven se sintiera algo cohibida por su vulgaridad y, sobre todo, por la abundancia casi exagerada de sus pechos.
—Se preguntará usted de qué quiero que hablemos dos perfectos desconocidos como usted y yo, señor Jefford —habló el domador e ilusionista, con sus saltones ojos fijos en él, mientras se atusaba sus bigotes de largas guías erguidas.
—Pues sí, pero creo que en un viaje como éste, todos acabamos siendo un poco amigos, después de todo. Incluso sin asesinato por medio —sonrió Brian afablemente.
—Del asesinato quería hablarle —dijo con repentino tono misterioso el Gran Maxwell, inclinándose hacia él con tono confidencial—, ¿sabía usted que el coronel Arlington estaba cargado de deudas y sus acreedores le perseguían por doquier?
—¿Es posible? —se asombró Brian—, ¿y en tal situación financiera se podía permitir el gasto de un viaje así al Oriente?
—Extraño, ¿no?, vi con mis propios ojos a cuatro hombres en la estación de París. Iban persiguiendo al coronel y estaban dispuestos a denunciarle a la policía francesa si intentaba tomar ese tren. No pude por menos de escuchar toda la discusión, cerca del puesto de periódicos. Al fin les convenció, diciendo que regresaba a París y que, a fin de cuentas, si hacía este viaje era sólo porque lo había ganado en un concurso.
—¿Un concurso? —se extrañó el joven inglés—. No podía ni imaginarlo.
—Yo tampoco. Les mostró algo que pareció tranquilizarles, y los hombres se fueron, quedando en reunirse con él dentro de quince días en París.
—¿Por qué me cuenta a mí todo eso y no al comisario Heinzel?
—Oh, no me gusta meterme en asuntos ajenos. Usted, sin embargo, me inspira confianza. Creo que ese policía prusiano no tiene ni idea.
—Sólo soy periodista, no detective —rió Brian de buen humor.
—No importa. Hay detectives aficionados mejores que los profesionales.
—Usted ha debido leer demasiado a Conan Doyle.
—Y a un compatriota mío llamado Freud también —soltó Maxwell la carcajada—. Es un médico austríaco de nuevas y revolucionarias ideas sobre la mente humana, señor Jefford. ¿Sabe una cosa? Creo que quien mató al coronel anoche, está rematadamente loco. Y tal vez ni él mismo lo sabe. Mi compatriota Freud habla de todo eso en sus obras[7].
—Su conversación es de lo más variada. Pasa de crímenes a psicología y medicina mental con suma facilidad. Sin olvidar sus chismes sobre las deudas del coronel…
—Admito ser un poco chismoso. Ya vi esa caja de ese búlgaro cuando la cargaban en el furgón, y me pareció demasiado semejante a un féretro para no serlo. Pero no creo en fantasmas. Dudo mucho que su esposa muerta camine por este tren como si tal cosa.
—Por favor, Max. no digas cosas horribles —gimió Yvonne, interviniendo por vez primera en la charla.
—Cielos, olvidaba lo impresionable que eres en cosas de espiritismos y todo eso —se mofó el austríaco—. Perdona, pero mucha gente en este tren sospecha que hay un fantasma a bordo. Yo, en cambio, sólo pienso que hay un asesino. Ni más ni menos. Y un asesino que está enfermo mental, casi podría jurarlo.
—Tú siempre has sido dado a deducir cosas como si fueras un policía —se quejó la rolliza Yvonne, que al rebullirse en su asiento, hizo que sus opulentos pechos bailotearan procazmente bajo la tela.
—Y muchas veces acerté, querida —sonrió El Gran Maxwell con aire de suficiencia, atusándose los bigotes en un gesto que debía ser en él habitual como prueba de su complejo de superioridad.
—Ya que tan buen detective se cree, señor Van Eyssen, ¿qué podría decirme de la aparición que ha presenciado en diversas ocasiones la señorita Nanette Renant, su compañera de trabajo?
—¿Se refiere a Lydia? Nosotros, los artistas, siempre nos llamamos por nuestros nombres profesionales, señor Jefford Y Nanette, para todos, es Lydia Ophuls, simplemente. Una gran chica y excelente compañera, sí, señor.
—Ha visto en ocasiones una cabeza decapitada… precisamente con los ojos vaciados. Dice que no sólo en este tren, sino también en París, en el teatro y en su pensión. E incluso en casa de sus tíos…
—Ah, sus tíos… —suspiró el domador e ilusionista con gesto sarcástico—. Sus tíos, amigo mío, son gente ruin y miserable. Los conocí en Reims. No aprecian a esa chica lo más mínimo. Yo diría que quieren su fortuna.
—¿Su fortuna? —repitió perplejo Brian—. Ignoraba que fuese rica…
—Lo es. No por lo que gana en la escena, aunque su sueldo sea bueno. Heredó dinero de sus padres y lo guarda celosamente, porque no lo necesita y se conforma con poco para vivir. Sus tíos no son pobres, pero son ambiciosos. Estando con ellos, sufrió un extraño accidente en su finca de las afueras de Reims. Estuvo a punto de matarse. Yo nunca pensé que fuera accidente. Tal vez esas alucinaciones tampoco sean tales.
—¿Sospecha que sus tíos están tras esas macabras apariciones?
—Es muy posible, sí.
—¿Incluso en este mismo tren, en la salida de París, cuando vio esa horrible cabeza al otro lado de la ventanilla? —el tono de Brian era preocupado.
—Ya le digo que no son pobres. Se gastarían lo que fuese, con tal de que su sobrinita sufriera un síncope y ellos se quedaran con todo. Sería un negocio rentable para esas ratas. Yo advertí ya a Lydia, pero ella es demasiado buena chica para aceptar una sospecha así de sus parientes. No se creyó una palabra.
—Tal vez deba yo advertirla también. Siempre pensé que ella no veía alucinaciones, que ese hecho extraño debía de tener una explicación lógica. Me alegra haber hablado con usted, señor Van Eyssen.
—No, no. Nada de eso —sonrió el artista—. Recuerde: nuestro nombre artístico. Para todos, yo soy El Gran Maxwell y nada más. Maxence Van Eyssen apenas existe… Yo también celebro haber hablado con usted, amigo mío. Si averiguo algo acerca de ese crimen, tenga por seguro que se lo diré antes a usted que a ese obtuso policía alemán. ¿Vamos, querida Yvonne?
—Sí, Max, vamos —aceptó ella dócilmente.
Se pusieron en pie. Brian estrechó las manos de ambos. Al hacerlo con la pelirroja muchacha de los pechos macizos, ella enrojeció vivamente y desvió la mirada, como si le turbara el contacto con su mano. Luego, se alejaron por el lujoso vagón-restaurante, como si la exuberante Yvonne fuese sólo un dócil lazarillo del altivo domador.
—Una curiosa pareja, sí señor —comentó Brian para sí, volviendo a sentarse y pidiendo una copa de coñac Napoleón.
Cleo de Montesco, su inseparable perrito y su no menos inseparable criada filipina, entraron en ese momento, ocupando una mesa para el segundo turno. Parecía más ajada que la noche antes y con profundas ojeras en torno a sus ojos relampagueantes. Tal vez, pensó Brian, no había dormido bien como casi todos. O estaba asustada. Se mostró menos locuaz y dicharachera que la noche anterior, mientras Tara, la filipina, se mantenía en un absoluto mutismo.
Cuando la deslumbrante ballena morena de Oriana Vetri apareció en el pasillo, despidiendo un dulce perfume penetrante, ataviada enteramente de carmesí y oro, con gafas extremadas, de montura en oro y jade, siempre de vidrios ahumados y de forma de alas de mariposa, Brian ya se retiraba, tras pagar su cuenta al carnerero italiano.
—Oh, mío caro —susurró ella, deteniéndose con gesto de fastidio y tendiéndole su mano enguantada de color rosado, que él besó respetuoso—. ¿Ya se marcha?
—Así es, señorita Vetri —asintió Brian—, deseo descansar un poco tras una noche tan fatigosa.
—Lo comprendo, Brian estimado —susurró ella con dulce familiaridad—, y por favor, no vuelva a usar tanta ceremonia conmigo. Sólo soy Oriana para usted, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, Oriana —sonrió Brian, retirándose—, ¿nos veremos en la cena?
—Es muy posible —asintió ella con su habitual volubilidad. Luego miró al exterior a través de las ventanillas del vagón y comentó con aire de fastidio—: ¡Otra vez nevando! ¿Es que no vamos a ver el sol en todo el viaje?
Cambiaron una mirada despectiva y hostil ella y Cleo de Montesco, mientras Brian se perdía, sonriente, camino de los coches-cama.
Se acostó y logró conciliar el sueño unas horas. Oscurecía ya, y estaba nevando intensamente allá fuera. Limpió el vaho que empañaba su ventanilla y contempló las montañas blancas y los umbríos bosques nevados. Reconoció el paisaje. Estaban ya en Austria, y Munich había quedado atrás, en las tierras bávaras fronterizas con el Imperio Austrohúngaro.
Al salir, llamó en la cabina de Nanette, preocupado por su estado de salud. Se llevó una grata sorpresa. Ella, en persona, le abrió. Su cabellera dorada aparecía desparramada en torno al óvalo nacarado de su rostro y a la longitud de cisne de su alabastrino cuello. Su esbeltez, ataviada con ropas de costosa lencería interior, apenas cubiertas por una bata de seda azul suave como sus ojos, era menor cuando sus carnes se marcaban en el tenue tejido interior. Una falsa delgadez que, en realidad, correspondía a unas bellas y suaves formas de mujer en plenitud, pensó Brian complacido.
—Oh, amigo mío, pase —invitó ella a Jefford, apartándose a un lado—. Me agrada tener su visita. Ya me encuentro totalmente bien. Creo que incluso iré a cenar.
—¡Excelente! —aprobó Brian—. ¿Puede permitirle que le invite a mi mesa?
—Si no le importa…
—Al contrario. Sería un placer para mí. Le confieso que he tenido ya la compañía de otra dama, bastante hermosa por cierto, pero su compañía me seduce mucho más.
—¿De veras? ¿Quién es esa dama? —se interesó Nanette risueña.
—Oh, nuestra común vecina del 9-E. Una dama exótica y llamativa, bastante agradable como compañera de viaje, pero nada más.
—Comprendo —sonrió la bailarina—. ¿Seducido por sus encantos tal vez?
—No, no, nada de eso —rechazó Jefford. La miró fija mente—. Sólo usted logra seducirme con su encanto, señorita Renant. ¿O prefiere que la llame señorita Ophuls? Su compañero de trabajo, el Gran Maxwell, me dijo que prefieren su nombre artístico.
Turbada, enrojeció la joven vivamente y sonrió con halago.
—Gracias por tan bello cumplido, señor Jefford. Prefiero que me llame sólo Nanette.
—Eso es maravilloso. Y usted a mí, Brian. Ah, no es cumplido. Sólo la pura verdad…
—Doble halago, entonces. Si me espera unos minutos, es taré lista en seguida.
—Falta aún para la cena, pero la aguardaré para ir a tomar el aperitivo al coche-restaurante antes de la cena, ¿le parece bien?
—Me parece excelente, sí —aprobó ella con entusiasmo casi infantil.
Brian salió al pasillo a esperarla. Se preguntó si debía hablar con ella durante la cena de lo que dijera el Gran Maxwell sobre sus tíos de Reims. ¿Debía mezclarse en asuntos familiares tan serios? Pero recordó una enigmática frase de Maxwell al respecto: «Se gastarían lo que fuese con tal de que a su sobrinita le diera un síncope y se quedaran ellos con todo…». ¿Serían capaces, pensó, incluso de pagar a un asesino para provocarle un terror pánico a bordo del Orient Express que pudiera conducir a Nanette a la locura o a la muerte?
Era una escalofriante posibilidad…, pero posibilidad a fin de cuentas.
No sabía cuánto llevaba allí, cuando vio llegar agitado al policía alemán, el inspector Heinzel, con un uniformado policía austrohúngaro de graduación elevada. Ambos estaban pálidos, hablaban agitadamente entre sí. Llegaron ante Brian y le miraron. El comisario prusiano presentó a Brian con cierta sequedad a su colega austríaco, y añadió luego:
—Le presento al comandante de policía Hansi Klein, de la Prefectura de Viena. Es mi colega y colaborador mientras estemos en suelo austríaco. Acaba de suceder algo terrible, señor Jefford.
—¿Qué? —se alarmó Brian—. ¿Qué pasa ahora, comisario?
—Será mejor que venga con nosotros y lo vea. Le hemos venido a buscar precisamente a usted por razones que pronto sabrá.
—Estaba esperando a la señorita Renant para el aperitivo…
—Ya podrá verla más tarde. Dejaré encargado al conductor del coche que espere ella a su regreso. Ahora prefiero que venga con nosotros un momento, si no le importa.
—No, claro que no —admitió Brian, perplejo, siguiendo a ambos policías, tras hablar brevemente el prusiano con el conductor del coche cama.
Llegaron mementos después a un compartimento, ante el que montaba guardia, pálido y nervioso, el conductor del coche vecino. Se apartó, dejándoles pasar a la cabina.
Brian sufrió un violento sobresalto ante lo que le esperaba allí dentro.
Tendido en su litera, yacía El Gran Maxwell, el domador e ilusionista. Como al coronel Arlington, le habían segado el cuello de oreja a oreja, seca y brutalmente. Yacía sobre un mar de sangre, coagulada y seca sobre las sábanas. Su cabeza casi pendía a un lado, medio separada por aquel tajo bestial. Pero lo más terrible eran sus ojos.
Alguien se los había vaciado concienzudamente, dejando las cuencas vacías, ennegrecidas y sangrantes, como un trágico Edipo en la escena final.
—Dios mío… —jadeó Brian, sintiendo vivas náuseas.
—¿Comprende por qué le hicimos venir, señor Jefford? —habló suavemente el comisario Heinzel—. Tenemos motivos para creer que usted fue la última persona con quien se le vio en vida esta tarde, en la sobremesa… Tal vez pueda aportar alguna luz a este nuevo y espeluznante suceso criminal…
En ese preciso momento, un formidable estruendo conmovió todo el tren, éste se agitó como bamboleado entre unas manos gigantescas, sonaron alaridos de terror, carreras, estruendo de vidrios rotos y bultos que rodaban, crujidos de madera… y una densa humareda, unida a una polvareda de nieve removida, golpeó los cristales de la trágica cabina del Gran Maxwell, cegando toda visión del exterior.