El doctor René Villiers se incorporó, con un suspiro de conformidad.
—Le mataron de un solo tajo en el cuello. Degollado en el acto —informó—. Un corte casi profesional, diría yo. Profundo, seco y preciso. Luego, el asesino se ensañó con él, vaciándole sin duda los ojos con la misma arma, ya fuese un cuchillo o un bisturí, caballeros. Ha sido un crimen realmente horrendo.
Reinó el silencio en el furgón, mientras varias personas rodeaban, demudadas, el cuerpo sin vida. Estaba allí el jefe de tren, Oleg Nilstrom, el empleado del furgón, el viajero que había resultado ser médico de profesión, y varios camareros y conductores de coches-cama de la Wagons-Lits.
—Supongo que ningún policía viajará en este tren… —señaló Nilstrom todavía impresionado.
Los conductores de coches-cama miraron entre sí, negando con la cabeza. Nilstrom tomó una rápida decisión inmediata.
—Haremos una breve parada de emergencia en cualquier estación —informó—. Telegrafiaremos desde allí a Estrasburgo para que un policía suba al tren y se haga cargo del caso lo antes posible. Ha sucedido en suelo francés, pero los franceses ya no pueden resolverlo[3].
Nadie objetó nada a esa medida prudente del jefe de tren. Luego, el doctor Villiers se frotó las manos como si las limpiara de una imaginaria suciedad, sin dejar de contemplar el cadáver.
—¿Saben quién es él? —indagó.
—No —negó el jefe de tren—. Ni sé cómo pudo venir a parar aquí, doctor. No está permitido a ningún viajero entrar en el furgón de equipajes.
—Tal vez el asesino lo arrastró hasta aquí.
—Tal vez —el jefe de tren se inclinó, revisando los bolsillos del difunto. Halló en su bolsillo del pantalón de inmediato un resguardo de su billete de tren. Leyó la cabina que le correspondía—: Compartimento 9-B. Coche nueve. Busquen al conductor del coche nueve y que nos diga quién viajaba allí… Este hombre no lleva documentación encima. Resulta lógico, puesto que va en mangas de camisa.
Minutos después, el conductor del coche número nueve estaba allí, identificando en el acto al viajero muerto.
—Cielos, claro que sé quién es —dijo muy pálido—. Se trata del coronel Wessley Arlington, un caballero inglés. Creo que era militar retirado. Le vi salir al pasillo a fumar un cigarrillo antes de que la señorita que ocupa el compartimento 9-F me pidiera un agua mineral. Cuando volví con ella, el hombre no estaba ya en el pasillo. Imaginé que habría entrado en su cabina de nuevo.
—¿Iba igual que ahora, en mangas de camisa? —indagó el jefe de tren.
—Así es. Llevaba su bastón negro, con puño de plata. Cojeaba bastante.
—No veo ahora ese bastón —dijo el sueco Nilstrom, mirando en derredor—. Bien, señores, será mejor dejar el cuerpo en el furgón por el momento, y esperar a que algún policía suba en Estrasburgo para saber lo que se puede hacer en este desagradable asunto. No alarmen inútilmente a los viajeros con sensacionalismos. A nuestra clientela no le gustan los escándalos, y menos aún los asesinatos.
—Sobre todo, tan brutales como éste —jadeó el doctor Villiers, asintiendo—. Me horroriza la idea de que haya alguien tan sádico como para vaciar los ojos de un muerto… Si me necesitan para algo más, estaré en mi compartimento… Ya me pareció a mí que, habiendo un muerto cuando salíamos de París, aquel desdichado agitador terrorista, nada bueno podía pasar en este viaje…
Nadie comentó nada. El médico se retiró a su cabina, y los empleados del Orient Express se dispusieron a pasar una mala noche hasta que la policía se ocupara del asunto.
El cadáver del coronel Arlington fue cubierto con una manta, y una falsa paz pareció reinar en el convoy de lujo mientras hendía la noche, imparable, rumbo al este de Europa, ya cubriendo las regiones más orientales de Francia, hacia la frontera prusiana. Telegrafiaron desde la estación fronteriza a Estrasburgo, para que un policía alemán se hiciera cargo provisionalmente de tan feo asunto.
Y así fue. En la capital alsaciana, un tal comisario Gert Heinzel subió a bordo del Orient Express para llevar las diligencias propias del caso.
* * *
Solamente tres personas en el tren fueron interrogadas en sus cabinas respectivas, por motivos diversos. Una fue el Maharajá de Kamalpur, que se negó altivamente a ser mezclado con los demás para un interrogatorio policial. Por deferencia a su condición, el comisario Heinzel le interrogó brevemente en su cabina de lujo, con ayuda de un intérprete. La segunda persona a interrogar en su compartimento fue la joven y frágil bailarina Nanette Renant, más conocida como Lydia Ophuls en el mundo del arte escénico. Y la tercera en gozar de tal deferencia, una vieja dama achacosa y gruñona, que viajaba con su doncella y secretaria personal en el coche número diez.
Ninguno de ellos aportó nada nuevo ni revelador al caso, como era de esperar. Sólo la joven Nanette, mortalmente pálida, estuvo a punto de sufrir otro desvanecimiento cuando el comisario alemán nombró el hecho de que el coronel Arlington hubiera sufrido el vaciado de sus ojos tras el degollamiento.
Brian Jefford, que estaba presente en el interrogatorio por cortesía del comisario Heinzel —y también porque el inglés y el francés del policía prusiano no era demasiado bueno, y en cambio Brian era buen conocedor del alemán, y le sirvió de intérprete en ocasiones—, le explicó la naturaleza de sus visiones, alucinaciones u obsesiones. El comisario asintió, ceñudo, mirando a la demudada joven.
—Entonces, mein freund, podría ser que tales visiones no fueran tan irreales como usted pensó —hizo notar el comisario frotándose el mentón.
—¿Qué quiere decir, comisario? —se sobresaltó Brian.
—Nichts, nichts —negó Heinzel secamente, con mirada ausente—. Pero ¿ha pensado usted en la posibilidad de que alguien esté tratando de aterrorizar a esta joven? Alguien que, tal vez, tenga directa relación con semejante crimen…
—Es una posibilidad, sí —admitió Brian Jefford, confuso.
El alemán se despidió cortésmente de la joven, tras averiguar que sus pretendidas alucinaciones las había tenido en casa de sus tíos en Reims, en la pensión parisina y en el teatro, así como la última habida en el propio expreso. Tras interrogar finalmente a la anciana enferma, citó a todos los demás en el vagón restaurante, mediante turnos rápidos y calculados.
La noche se estaba echando a perder, evidentemente. El comisario quería trabajar de prisa, porque cuando dejaran atrás Munich, entrarían en el Imperio Austro-húngaro, y dejaría de ser jurisdicción suya el suelo del convoy internacional.
Pero lo cierto es que cuando amaneció, sobre una Europa nevada, blanca y deslumbrante, surcada por gélidos vientos, ya se hallaban entre Stuttgart y Múnich, y nada se había aclarado respecto a la trágica muerte del coronel Arlington.
—Usted dice que cenó en compañía suya y de esa espectacular damita que me acaba de presentar durante el interrogatorio —comentó el comisario Heinzel, sentado frente a Brian Jefford, ojeroso y cansado ante una taza de café, en una mesa del vagón restaurante, vacío a la hora del desayuno a causa de la fatiga que sentían todos los viajeros tras la pesquisa nocturna.
—Así es —afirmó Brian—, el coronel era el típico militar retirado que evoca constantemente sus recuerdos de guerra. Nos habló de la India, de África Austral, de los rebeldes hindúes, de los bóers, de Kitchener y todo eso. Pero nada o casi relativo a sí mismo como persona o a sus posibles amistades o enemistades dentro o fuera de este tren. Había estado muchas veces en París, amaba la buena vida y sufría una herida en una pierna, recuerdo de su campaña en la India, cerca de Peshawar. Parecía detestar los asuntos judiciales, según contó, a causa de un viejo asunto en que tuvo que servir de testigo contra alguien, pero no se extendió en eso. Creo que fue todo lo que hablamos con él la señorita Vetri y yo.
—Oh, la señorita Vetri… —repitió con tono ponderativo el policía prusiano—. Una dama sehr schón[4], ¿verdad?
—Sí, así es, comisario —meditó Brian Jefford, extendiendo mantequilla sobre su tostada lentamente, mientras una luz tibia, de sol velado por nubes blanquecinas, se reflejaba con intensidad en la albura de las montañas germanas y en el espesor de los bosques que desfilaban al otro lado de la ventanilla. De vez en cuando, un pueblecillo de empinados tejados y puntiagudas torres, pasaba rápido, perdiéndose en la distancia.
—Y además de hermosa…, ¿cómo dirían ustedes? Es… inquietante. Sí, eso es: inquietante, señor Jefford.
—De acuerdo, comisario. Es inquietante, como lo puede ser esa artista, Cleo de Montesco.
—Oh, nein, nein —rechazó vivamente Gert Heinzel—, no es lo mismo. Esa artista es superficial, pura teatralidad estudiada. Su amiga, fraulein Vetri, es distinta. Fría, calculadora, siempre alerta… Exótica e impenetrable a la vez. Muy interesante dama, la verdad. Mucho… Ahora, discúlpeme. Debo poner en orden mis notas. Confieso que me siento confuso por completo respecto a este crimen… Y me temo que tendré que ponerlo en manos de un colega austrohúngaro en cuanto lleguemos a Viena…
Se puso en pie y se encaminó pensativo hacia la salida del coche restaurante. Antes de abandonarlo, agitó su mano hacia Brian y se despidió con un suave «auf wiedersehen» que Brian respondió con un movimiento de cabeza mientras mordía su tostada con mantequilla.
Tras él, sonaban palabras airadas en ese momento, cuando dos hombres entraron en el coche-restaurante:
—¡Tienen que resolver esto cuanto antes y no importunar a los viajeros! —tronaba una fuerte voz en inglés, con el gangoso acento americano que tan inconfundible resultaba para Brian—. ¡Estoy harto de que ese prusiano me haga preguntas estúpidas y me mire como a un sospechoso! ¡Yo soy Terence Boyd, un político importante en Nueva York, y he sido juez antes de ser lo que soy, de modo que estoy fuera de toda sospecha!
—Lo sé, señor, lo sé —dijo con humildad el jefe de tren, Oleg Nilstrom, capeando como podía el temporal—, pero yo no puedo dar órdenes al señor comisario. Este es un asunto criminal, y es él quien debe tomar sus medidas…
—Sé muy bien cuándo un asunto es criminal, no diga tonterías. Por algo fui juez en mi país durante años enteros. He condenado a varios asesinos en mi vida. Lo que no soporto son las molestias arbitrarias. Ni las torpezas que se cometen en este tren. Por ejemplo, ¿es cierto que ha desaparecido un cadáver que viajaba entre los equipajes?
—Pues… me temo que sí, señor —balbuceó el jefe de tren, cohibido.
—Eso creí oírle contar al comisario por parte de un empleado suyo —se había sentado a una mesa, al lado opuesto de Brian, y tomó su cucharilla de café, apuntando hacia el jefe de tren con ella, como si fuese un dardo a punto de ser arrojado—, ¿es que no saben que en un tren como éste resulta grotesco y lamentable que se introduzca un cadáver ilegalmente?
—Claro que lo sé, señor Boyd. Estamos consternados con ese hecho. El viajero que ha quebrantado las normas, embarcando sin permiso un cadáver que no declaró, es un pobre búlgaro apesadumbrado y torpe, un tal Janos Podkov que perdió a su esposa en París. La amaba mucho y quiere sepultarla en tierra búlgara. No quiso cubrir trámites legales y recurrió a una estratagema para introducir aquí el cadáver de su esposa, rumbo a su país natal.
—Cielos, ¿aún pretende usted justificarle? —tronó el americano irritado—. ¡Un cadáver en este tren, un cadáver que desaparece y anda perdido por ahí, mientras un ex coronel del Ejército británico es asesinado de forma horrible! ¿Y a esto le llaman ustedes en Europa un tren de placer y de lujo?
—El señor Podkov será castigado por la ley, se lo aseguro. La Wagons-Lits le va a presentar denuncia. Lo malo es que él también piensa demandarnos por la desaparición del cadáver de su esposa. Exige que sea hallado lo antes posible. Este es un problema delicado, señor Boyd.
—A mí sus problemas me tienen sin cuidado —cortó el americano—. Ahora déjeme en paz. Trataré de desayunar algo, si es que todo este repulsivo asunto no me ha estropeado el estómago.
—Sí, señor Boyd, lamento todas las molestias —dijo el jefe de tren, retirándose apuradamente.
Brian giró la cabeza mirando al altivo americano, que pedía su desayuno con aspereza al joven camarero italiano. En un momento dado, la mirada de ambos viajeros se encontró.
—Espantoso tren —comentó Terence Boyd—. ¿No le parece, caballero?
—Yo lo encuentro muy confortable —replicó Brian, seco—. Bastante más que cruzar el oeste de su país en el cansino Unión Pacífico, la verdad.
El político americano se sintió herido en su orgullo. Miró fríamente al inglés y, con dignidad, se dedicó a mirar por la ventanilla al nevado paisaje prusiano, sin dignarse responder. Brian sonrió, apurando su desayuno sin prisas.
De repente, en alguna parte del tren, volvió a oírse un grito de terror. Y nuevamente era de una garganta de mujer, no lejos del coche-restaurante.
Jefford se precipitó a la carrera hacia la puerta de donde procedía el grito, preguntándose qué podía suceder ahora…
* * *
La princesa Rasnikoff estaba como muerta. Sólo el hecho de hallarse en pie, pegada al muro del vagón, como si hubiera visto ante ella a todos los demonios del infierno, permitía descubrir que, pese al tono marmóreo de su piel y al vidrioso de sus ojos desorbitados, estaba viva y bien viva.
—Alteza… ¿Qué le ocurre? —preguntó con avidez Brian, tomándola por un brazo, en busca de alguna reacción por parte de la aristócrata real rusa.
—Dios mío, es increíble… —murmuró entrecortada la princesa, mirando al joven británico casi sin verle—. Esa mujer…
—¿Mujer? ¿Qué mujer? —quiso saber Brian, contemplando el largo y vacío pasillo, que empezaba a poblarse ya de gente que, alarmada por el grito, abría las puertas de sus cabinas para asomar en busca de la causa del mismo.
—Esa mujer extraña…, fantasmal… —jadeó la rusa—. Iba por ahí… como un espectro. Lívido, con una rigidez sorprendente, la mirada en el vacío… Vestía…, vestía un largo y blanco sudario… y una cruz colgaba de su pecho…
Brian tragó saliva. Recordó el misterioso suceso del furgón de equipajes, donde un cadáver femenino había desaparecido, el de una mujer búlgara fallecida en París. Sintió, un leve sudor húmedo en su frente y en las palmas de sus manos.
—¿Dónde la vio, Alteza? —fue su siguiente pregunta.
—Ahí mismo… —señaló vagamente el corredor—. Caminaba ante mí. Se volvió al oír mis pasos. Estaba tan blanca, tenía un rostro cadavérico… Era hermosa, sí; rubia, de ojos muy azules… pero no parecía de este mundo. Me contempló distante, Vacía, extraña… Grité, sí, grité entonces, me tapé los ojos despavorida, creyendo que iba a desmayarme… y cuando he vuelto a abrirlos, era usted quien venía hacia mí. No vi a nadie más.
Brian dirigió una mirada pensativa por el corredor. Ya el Gran Duque aparecía a todo correr, revólver en mano, con gesto alarmado. Voceó al ver a su esposa, en lengua rusa:
—Liocubóv, kak pojiváietie?[5] —y añadió en inglés—: ¿Qué pasa aquí?
—Nitchievó —respondió ella dulcemente—. Nada, querido… Ya nada…
—No se alarme —terció Brian dirigiéndose a Wladimiro Oliev—. Su esposa se encuentra bien, aunque un poco asustada. Cree haber visto a un fantasma, un muerto que anda.
—¡Un fantasma! —exclamó el Gran Duque—. Eto nievoz-mójno![6]
—Sí, parece imposible —aceptó Brian—, pero muchas cosas en este tren empiezan a parecerlo… y sin embargo están ocurriendo. Trate de recordar. Alteza, ¿dónde vio con exactitud a esa dama antes de tapar sus ojos?
—Ahí, justamente ahí… —y señaló un punto preciso del pasillo, a cosa de unas diez yardas de su posición.
Brian caminó hasta el lugar indicado. La princesa afirmó con la cabeza. Brian miró ante sí. La puerta de un lavabo se hallaba frente a él. Avanzó decidido y movió el tirador. La puerta cedió. Se asomó. Estaba vacío. No había nadie en el lavabo. Miró también en el retrete, con igual resultado. Allí no había nadie. Por la ventanilla, desfilaba vertiginoso el nevado paisaje. Si la misteriosa mujer había entrado allí, tuvo que salir por la ventanilla. A menos que volara, eso parecía improbable.
Regresó al corredor. La princesa gemía en brazos del Gran Duque. Evidentemente, parecía muy asustada todavía. El aristócrata ruso miró a Brian muy serio.
—Es extraño —dijo sordamente—. Su Alteza no es nada miedosa ni ha visto jamás cosas que no existen. Nunca vi a Olga así…
—Al menos sé que se llama Olga —pensó Brian, afirmando con la cabeza. Luego hizo un comentario en voz alta—: Tal vez los nervios tras lo sucedido esta noche…
—No, no —negó rotundo el Gran Duque—. No le afectó tanto. En mi país estamos habituados a enfrentarnos con situaciones poco agradables, señor Jefford.
—Si esa mujer estuvo aquí, no sé cómo se evaporó —miró fijamente al hombrecillo furtivo, de rostro eslavo, que asomaba por el corredor ahora. Fue hacia él y le tomó por un brazo con energía—. Espere, señor Podkov, quiero hablar con usted.
—Déjeme —pidió en mal francés el búlgaro—. No tengo ganas de hablar con nadie.
—Yo, sí. ¿Su esposa era rubia, de ojos azules? ¿Llevaba una mortaja blanca?
—Sí… —jadeó el otro, mirándole sorprendido—. ¿Por qué dice eso?
—¿Llevaba una cruz al pecho? —insistió Brian.
—Dios mío, sí… Mi pobre Vladia… ¿Han encontrado acaso su cadáver?
—Su cadáver, no, señor Podkov —dijo fríamente Brian, clavando en él sus ojos, mientras el Gran Duque y la princesa Rasnikoff les contemplaban demudados—. Pero al parecer una muerta viviente se pasea por este tren con el mismo aspecto que su esposa tenía dentro del féretro…
Janos Podkov le miró largamente, dilató sus ojos con una mezcla de angustia, horror y sobresalto, y pronunció unas palabras en lengua eslava que inicialmente no supo entender:
—Vrolok… Stregoica… Pokol vlkoslak… No, no. Dios mío, piedad para ella… ¡Noooo!
Y se desplomó ante él como fulminado por un rayo.