Se cruzaron con el Maharajá y su escolta en el pasillo. Más de medio coche era ocupado por el hindú, sus esposas y sus criados y guardianes. Fue un desfile espectacular de sedas, brocados, perlas y colores brillantes, con el aroma tradicional del exotismo de aquellas gentes. Brian sonrió, imaginando lo que hubiera sucedido, si Cleo de Montesco se hubiera cruzado con ellos. Pero ella ocupaba un compartimento en otro vagón, al otro lado del coche restaurante, y el encuentro no era posible.
—Soy amigo personal de monsieur Housemann, director de Wagons-Lits en París —explicó en ese punto el coronel, que les seguía por el pasillo del coche-cama—. Le voy a presentar una seria reclamación por ese arbitrario modo de repartir los turnos de cenas en este viaje, desde luego.
—¿Lo hace por rencor a sus viejos enemigos coloniales o porque le irrita tener que comer en un turno fijo, coronel? —preguntó Oriana Vetri irónicamente.
—Por favor, señorita, no guardo rencor a nadie —se ofendió el coronel Arlington—. Un militar gana o pierde una guerra sin odios hacia nadie. Es nuestro trabajo y hemos de cumplirlo. Eso es todo. Dejé buenos amigos en la India, e incluso en el Transvaal, se lo aseguro.
—No me sorprende —rió la ítalo-húngara—. Es usted un caballero muy agradable, coronel. No haga caso de mi pregunta, era pura broma. A mí tampoco me gusta tener que ir un solo turno, por culpa de ese Maharajá. Pero no esperaré a estar en París para protestar por ello. Mañana mismo exigiré que se dispongan dos turnos normales, y uno especial para ese hindú. Creo que todos ustedes me apoyarán en esa demanda.
—Desde luego —asintió Brian, añadiendo risueño—: Sobre todo, Cleo de Montesco.
—Oh, ésa… —hizo Oriana un gesto despectivo—. No cuento con ella. Es una mujer irritante. La pobre Tara, esa criadita filipina que compartió nuestra mesa, debe pasarlo bastante mal con ella…
—Pero posiblemente pague bien, y eso cuenta mucho para personas cuya vida en su país de origen es difícil y hasta miserable —apuntó el coronel, parándose ante su cabina, apoyado en su negro bastón de malaca—. Bien, señores, les dejo. Mi gratitud y mi complacencia por haber sido aceptado esta noche en su mesa. Fueron unos compañeros de cena sumamente gratos. Les deseo felices sueños.
—Hasta mañana, coronel —dijo Oriana, mientras Brian apretaba la mano de su compatriota y seguía camino tras ella.
Llegaron ante sus respectivas cabinas. Se despidieron cordialmente. Brian se sorprendió cuando los rojos labios de Oriana Vetri se pegaron en los suyos un momento. El contacto de aquella carnosa boca le hizo estremecer. Luego, risueña, ella se introdujo en su cabina, con una despedida suave, pronunciada con voz melosa:
—Hasta mañana, querido amigo. Espero compartir con usted muchas horas más…
Cerró tras de sí. Brian se dispuso a entrar en su propia cabina, cuando recordó algo. Miró la puerta hermética del compartimento 9-F. Caminó hasta él. Vaciló, sin saber qué hacer. En ese punto, el conductor del coche se acercaba a aquel lugar. Le tomó por un brazo.
—Dígame, ¿ha pedido algo la señorita del 9-F? —demandó.
—No. nada, señor. Ni siquiera una botella de agua.
—¿Estará bien? —se inquirió Brian.
—Supongo que sí, señor. Tal vez se tomó algún sedante. Parecía necesitarlo.
—Sí, es cierto. Bien, veamos por si acaso… —golpeó con los nudillos en la puerta. No respondió nadie. Insistió dos veces más. A la tercera, sonó una voz somnolienta detrás de la puerta:
—Sí… ¿Quién es?
—Yo, Brian Jefford, señorita Renant —dijo—. ¿Se encuentra bien, desea algo?
—Sí, estoy bien. No necesito nada, gracias. No tengo apetito. Tomé unas pastillas. Estoy descansado bastante bien, no se moleste por mí.
—Bien, eso es todo —suspiró Brian—, buenas noches, señorita.
—Buenas noches. Y gracias.
Más calmado, regresó a su compartimento, despidiéndose del conductor. Entró y cerró con el pestillo. Se sentó en su litera, comenzando a desvestirse. Contempló la puerta de comunicación con la cabina de Oriana Vetri, cerrada por ambos lados como ocurría siempre que los viajeros de las cabinas no iban juntos. Recordó su fascinación, su belleza voluptuosa, su sensualidad. También recordó las formas de Cleo de Montesco. Eran dos mujeres distintas, pero igualmente cargadas de sensualidad. Mujeres que pueden enamorar a reyes, magnates, políticos… Así eran las artistas, las aristócratas del Orient Express… y hasta las espías.
—Espías… —suspiró Brian—, dicen que viajan muchas en este tren. Tal vez alguna de ellas lo sea. ¿Qué puede importarme? Sólo como tema de un reportaje, en todo caso…
El tren silbó en la noche. Debían estar aproximándose a la frontera alemana. Habían parado ya en Nancy. La próxima parada sería Estrasburgo. Luego, ya en suelo alemán, Stuttgart y Munich.
Miró por la ventanilla. Nevaba copiosamente y la noche debía de ser gélida allá fuera. El convoy trepidaba sobre las vías, a toda velocidad, en su viaje hacia Oriente. Las luces de las ventanillas se proyectaban como manchas resplandecientes en el blanco manto de la nieve, desfilando vertiginosamente en la noche.
Sentía sueño. Se acostó. Antes de apagar la luz, tendido ya en su litera, pensó de pronto en las extrañas palabras pronunciadas en español por Tara, la tagala:
«La Muerte acaba de entrar en este tren. Siempre la presiento. Está aquí, entre nosotros…».
—La Muerte… —repitió entre dientes Brian, tapándose con las mantas—. Aquí, en el tren… entre nosotros…
Bostezó. Cerró los ojos. Le invadió el sueño.
El Orient Express seguía surcando la oscura noche blanca de una Europa invernal, azotada ya en aquel año de 1910 por oscuro presagio y vientos de guerra que sólo tardarían unos pocos años más en estallar…
Y era cierto. La Muerte estaba a bordo del expreso de Estambul.
Ahora mismo se deslizaba por sus corredores, para cumplir su siniestro designio.
* * *
El empleado encargado de cuidar el furgón de equipajes caminaba pesadamente entre un vagón y otro, de regreso a su puesto de trabajo. No era su tarea precisamente divertida, a lo largo de los dos días y medio que duraba aquel viaje hasta Estambul. Cuidando de fardos y equipajes pesados, en el lóbrego furgón cerrado que formaba la cola del Orient Express, se limitaba a pensar en los viajeros que gozaban de los lujos de aquel tren, de sus comidas exquisitas y abundantes, de sus cabinas confortables y de todas las atenciones imaginables, mientras él consumía lentamente sus horas entre cajones, baúles y paquetes consignados a los diversos destinos por los pasajeros del suntuoso convoy.
Por ello, de vez en cuando, se permitía ir a reunirse con el jefe del tren, el interventor Oleg Nilstrom, un sueco a quien le encantaban la buena cerveza y el vino de mejor calidad. Cuando algo de eso faltaba, tampoco le venía mal un brandy o una ginebra. Ahora mismo, juntos ambos en la cabina reservada al interventor, habían tomado un par de copas en amigable compañía, mientras en el coche-restaurante se cerraba el turno de cenas con el Maharajá de Kamalpur y su cohorte de esposas y siervos.
Canturreando una cancioncilla, el encargado del furgón regresó así a su lugar de trabajo. Pasó por la unión de ambos vagones, respirando el aire cargado de humo y carbonilla que se filtraba por el fuelle de unión, y se dispuso a echar una cabezada entre altas pilas de cajas y baúles, mientras el ferrocarril emitía estridentes silbidos sobre las vías atravesando la noche hacia la frontera prusiana.
De repente, se paró en seco, mirando sorprendido hacia la zona que alumbra la solitaria lámpara colgada del techo del vagón, por encima de cajas y bártulos facturados en París.
La caja abierta era bien visible a aquella luz. Sus tablas habían sido arrancadas con violencia y separadas, dejando un amplio boquete en su parte lateral y superior. Era una caja oblonga, rectangular y pesada, facturada con destino a Sofía. El nombre de su remitente y destinatario era búlgaro: Janos Podkov.
Se acercó, alarmado. Nunca le había ocurrido nada parecido. En el Orient Express podía haber espías, ladrones de guante blanco y hasta estafadores de lujo, pero jamás rateros que se ocuparan de expoliar los equipajes. Se maldijo por haber abandonado su puesto de trabajo, siquiera fuese por unos minutos. Aquello podía costarle el cargo, dada la severidad con que la Wagons-Lits trataba a sus empleados si éstos incumplían alguna de sus obligaciones.
—Que el diablo me lleve —farfulló, despejándose del todo su cabeza cargada por el vapor del buen vino que tomara con Oleg Nilstrom, el jefe de tren—. ¿Qué diablos ha ocurrido aquí en mi ausencia?
Llegó hasta la caja abierta, que tendría unos dos metros y medio de larga por uno de ancha y unos setenta centímetros de alta. Se inclinó para ver cómo estaba su contenido tras el destrozo. Se quedó de una pieza.
¡El embalaje de madera contenía un ataúd!
Estupefacto, con la mirada fija en aquel tétrico embalaje negro, con una cruz plateada encima, se persignó con supersticiosa aprensión. Era la carga que menos podía gustarle.
Entre otras cosas, porque estaba prohibido embarcar en el Orient Express nada parecido. Sólo se admitían equipajes normales, incluso aquella serie de cajas que formaban la valija de artistas como El Gran Maxwell o de potentados como el Maharajá hindú. Pero un ataúd…
De nuevo soltó una sarta de maldiciones, comprobando lo que la etiqueta anunciaba en su exterior, respecto al contenido del embalaje: «artículos familiares».
—¡Y tan familiares! —rezongó el empleado, sudoroso e incómodo—. Ese tipo búlgaro es capaz de haber embarcado esta caja negra con cadáver y todo, maldito sea…
Y, movido por sus temores, alargó sus rudos brazos, tratando de comprobar si la tapa del ataúd se movía. Quería saber si estaba vacía… o bien ocupada por la temida carga humana.
La tapa cayó de costado sólo al empujarla levemente. El empleado pegó un respingo y dio instintivamente un salto atrás, pese a toda su corpulencia. No temía encararse a un grupo de rufianes, pero la muerte siempre impresiona de otro modo.
El féretro estaba vacío. Casi respiró con alivio, pero sólo por un instante. Luego, sus ojos se clavaron en el raso color morado que lo forraba. Se estremeció.
Sobre aquel raso fúnebre, destacaba un marchito ramo de flores y un trozo de tela blanca desgarrada, prendida a un remache de la caja. Tenía todas las trazas de pertenecer a una mortaja funeraria…
Tragó saliva, mirando en derredor con aprensión creciente. Nunca le habían parecido tan pavorosas las sombras del furgón, con sus pilas de cajas erguidas allí, como fantasmas en la penumbra. La idea de que aquel féretro hubiera podido contener un cadáver que ahora no estaba donde debía de estar, no era lo más tranquilizador para el empleado ferroviario.
—Dios nos asista. Si estaba muerto el que yacía ahí, no puede haber salido solo —musitó, hablando consigo mismo—. A menos que…
Prefirió no pensarlo. No era una idea agradable ni mucho menos. Pero fuese como fuese, tenía que informar al jefe de tren de aquellos hechos. Había un acto de violencia sobre un equipaje, una carga ilegal a bordo… y posiblemente un cuerpo humano desaparecido. A su nariz llegó un olor peculiar, procedente del ataúd abierto. Sintió un escalofrío. Era olor a algo dulzón, a algo embalsamado… En ese momento, el tren trepidó con más violencia al doblar alguna curva sobre vías poco seguras, y lanzó un grito de sobresalto, como si una mano helada le hubiera tocado el hombro.
Se volvió, mirando hacia todas partes con inquietud creciente. No le gustaba nada todo aquello, pensó dando media vuelta y dirigiéndose a la salida del furgón.
Entonces tropezó con algo caído en el suelo. Inclinó la cabeza, mirando al objeto que había golpeado su pie. Sufrió una nueva conmoción y un frío glacial pareció hormiguearle hasta la nuca.
Había pisado una zapatilla blanca. Blanca como el jirón de tela del ataúd. A alguien se le había caído ese liviano calzado del pie. Y no quería pensar a quién, pero temía intuirlo…
Corrió despavorido hacia la salida. Lo hizo tan violentamente, que se golpeó contra una pila de cajas que reposaban apoyadas en el muro del vagón, junto a la puerta del mismo.
Tan fuerte fue el impacto, que las cajas oscilaron, a punto de desplomarse sobre él. Todas ellas eran parte del equipaje teatral del Gran Maxwell, el ilusionista y domador de fieras.
No llegaron a caer. Algo, sin embargo, que hasta entonces permaneciera tras las cajas, se desplomó encima del empleado del furgón. Éste notó el impacto de un peso muerto sobre su cuerpo, se retiró, alarmado… y algo golpeó sordamente el suelo, quedando inmóvil a sus pies.
Un alarido desgarrador escapó de labios del hombre, que contempló con pavor aquella presencia escalofriante rozando la punta de sus zapatos.
Era un cuerpo humano. El cuerpo de un hombre inerte, con el cuello segado de oreja a oreja, la cabeza ladeada de lo profundo que era el tajo del que había escapado tanta sangre, que empapaba y acartonaba las ropas del infeliz.
Pero lo peor no era eso, con ser malo. Lo peor eran aquellos ojos fijos en el techo, en la luz del furgón, pero que no podían ver ya nada. Porque aquellos ojos habían sido vaciados totalmente, de forma brutal y despiadada, y de sus cuencas vaciadas habían escapado dos regueros de sangre oscura y de humor ocular, formando dos regueros espantosos en el rostro lívido y crispado.
Gritando sin parar, como presa de un ataque de locura, el empleado del furgón corrió hacia los coches-cama, en demanda de auxilio.