CAPÍTULO II

El conductor del convoy se sobresaltó al escuchar ese grito, cuando todavía estaba anotando en su bloc los nombres de los viajeros en sus respectivos compartimentos, conforme a las reservas establecidas previamente.

—Cielos, ¿qué es eso? —exclamó sorprendido, con un inevitable sobresalto. Y corrió en dirección al lugar de donde procedía el alarido, con el gesto de quien empieza a considerar de mal agüero ciertos presagios. No era fácil olvidar el reciente suceso trágico en la estación, tras un fallido atentado terrorista a todo un Gran Duque ruso y ahora llegaba esto, fuese ello lo que fuese…

Las puertas de las cabinas se abrían ya a lo largo del corredor del coche cama, mientras el conductor ferroviario corría hacia el lugar de origen de aquel grito, indudablemente proferido por una garganta femenina.

Halló a la mujer temblando, lívida, encogida contra la pared del vagón, la mirada vidriosa fija en la ventanilla, cuajada en estos momentos de vaho por la diferencia de temperatura, y sus ojos dilatados parecían contemplar lo más espantoso imaginable.

—Señorita, ¿qué le ocurre? —jadeó el conductor, desacertado.

—Ahí, en la ventana… —sollozó roncamente la joven, temblándole todo el cuerpo y la mano con que señalaba a la vidriera, tras la cual pasaban vaharadas de blanco vapor de la máquina, entremezcladas con ráfagas de nieve.

El conductor miró, sin ver nada aparte aquellos blancos copos y las nubes de humo de la locomotora, sobre el negro fondo de la noche, tras el vaho del vidrio. Varios viajeros se agolpaban ya junto a ellos, alarmados por el grito y también parecían buscar en vano la razón de aquella expresión de terror. Uno de ellos era Brian Jefford, que salió en mangas de camisa de su cabina inmediata, mirando con asombro a la joven.

—Señorita Renant… —musitó—. ¿Pero qué es lo que ocurre? ¿Usted fue quien gritó?

—Sí, sí, Dios mío… —gimió la francesita, precipitándose hacia él impulsiva y aferrándose a su cuerpo como si fuese la única persona en quien podía buscar protección y apoyo—. Ha sido ahí… en la ventanilla… Fue espantoso…

—Tranquilícese, ya no está sola —Brian miró a la ventanilla y luego cambió una mirada con el conductor del tren—. No hay nada en esa ventanilla ahora, se lo aseguro. ¿Qué es lo que vio?

—La cabeza… la cabeza… de esa mujer… ¡Es horrible, horrible!

Brian arrugó el ceño. No pudo evitar un leve estremecí miento ante aquellas palabras sin sentido que sugerían algo realmente espantoso.

—¿A qué cabeza se refiere, por Dios? —trató de averiguar, calmando a la joven con una caricia suave de sus dedos en los dorados cabellos de la cabecita reclinada contra su hombro.

—A esa cabeza que colgaba allá fuera…, oscilando tras el vidrio, como mirándome con sus ojos vaciados, sangrantes, con su espantosa sonrisa… Era sólo una cabeza sin cuerpo, como sujeta por los cabellos a la nada, al vacío…, pendulando, mirándome… ¡Oh, no quiero recordarlo!

El conductor se encogió de hombros, con gesto que daba a entender que tenía sus dudas bastante serias sobre el equilibrio mental de la muchacha. Los demás viajeros dispersándose con encogimientos de hombros y comentarios malhumorados, como si la histeria injustificada de la joven viajera les hubiera irritado considerablemente. Sólo ellos dos y el conductor se quedaron en el pasillo, mientras el tren emitía un estridente silbido y trepidaba bajo sus ruedas la estructura metálica de un puente.

—¿Quiere que avise a un médico, señor? —indagó el conductor dirigiéndose a Brian.

—No creo que sea necesario por el momento —negó Jefford pensativo—. Parece que, sea lo que sea, ya pasó. ¿No es así, señorita Renant?

—Sí…, sí… —musitó la joven apagadamente—. Ya pasó… No está ahí esa cabeza…

El conductor se alejó, meneando la cabeza con disgusto. Brian alzó el rostro de la joven suavemente, tomando su barbilla con una mano. Vio correr las lágrimas por sus tersas mejillas intensamente pálidas.

—¿Ha visto en otras ocasiones esa… cabeza de mujer que usted cita? —preguntó.

Ella se estremeció claramente. Afirmó despacio con la cabeza.

—Sssí… —gimió—. Varias veces. Pero usted no va a creerlo. Nadie me cree.

—Bueno, es difícil de creer, la verdad. Vamos a toda velocidad a través de una noche fría y con nieve. No sé cómo una cabeza humana puede colgar así tras la ventanilla del tren y luego desaparecer, pero si asegura que la ha visto…

—¡La he visto, sí! Tan claramente como le veo a usted ahora, señor Jefford. Sé que es absurdo, que no suena a lógico, pero la vi… como la había visto ya en otras ocasiones.

—¿Dónde la vio antes de ahora?

—En… en casa de mis tíos, en Reims… En la pensión de París…, en el teatro…

—¿Teatro? ¿Es usted artista acaso?

—Sí… —susurró la joven francesa—. Soy bailarina. Viajo a Sofía para actuar allí en el teatro… Pero le diré que mi nombre artístico no es mío propio. En París se me conoce como Lydia Ophuls.

—¡Lydia Ophuls! —repitió él sorprendido—. Usted actuó en el Palace D’Hiver…

—Así es. Con el espectáculo internacional que permaneció allí tres meses triunfando. ¿Le gusta el ballet?

—Sí, mucho. Pero no pude asistir a su actuación. Lo lamento. Estuve de paso en París para otros sitios y tuve el tiempo justo para otras gestiones de mi trabajo… Pero vi su nombre en las carteleras… ¿No viaja con el resto de la compañía?

—No. Se ha disuelto. Sólo El Gran Maxwell, el domador e ilusionista, viaja en este tren con su ayudante, Yvonne De Souza, pero no nos hablamos. Eso ocurre a veces entre artistas. Creo que va en el vagón número ocho…

—Comprendo —asintió Brian. Miró pensativo a la joven y añadió tras un silencio—: Por lo que veo, las cabezas decapitadas acostumbran a formar parte de sus terrores. Ahora ha sido esto… y anoche, según me contó, tuvo una pesadilla con un hombre arrollado por el tren y decapitado…

—Es cierto. Pero aquel sueño no tenía nada que ver con esa otra cabeza que me persigue por todas partes…

—¿Puede contarme cómo es, sin sufrir demasiado?

—Sí…, creo que sí —respiró hondo y el miedo volvió a reflejarse en sus ojos—. Es una mujer rubia, muy rubia, pálida, hermosa… pero cruel. Terriblemente cruel, maligna… Sus ojos están vacíos, ensangrentados, su boca tiene una mueca perversa, obscena casi. Y su cuello…, su cuello está desgarrado, como si le hubieran arrancado la cabeza del resto del cuerpo tirando brutalmente de ella, descuartizándola… Oh, Dios mío, es tan horrendo…

—¿Tiene algún sentido para usted esa aparición?

—No, ninguno. Si se refiere a eso, jamás vi a una mujer parecida a ésa en la vida real.

—¿Cómo se le apareció en casa de sus tíos, en el teatro o en su pensión?

—Siempre del mismo modo: colgando tras una ventana, pendulando en el vacío…, sujeta de alguna forma su cabellera rubia a algún sitio, tirante hacia arriba… No me cree en absoluto, ¿verdad? Supone que es otra de mis pesadillas…

—No, no creo nada de eso. Sólo me pregunto por qué… y cómo sucede, señorita Renant. Ahora, vuelva a su cabina y trate de descansar. Cierre la ventanilla y no mire a través de ella en ningún momento. Estoy seguro de que nada va a ocurrir.

Ella asintió débilmente, dirigiéndose a la puerta 9-F. Al hacerlo, Brian miró la puerta 9-E y arrugó el ceño. No la había visto abrir en ningún momento, ni siquiera cuando se oyó el grito de Nanette. No recordaba haber visto salir a nadie de aquella cabina que separaba su propio compartimento del de la joven.

—Servirán la cena dentro de poco —comentó Brian, abriendo su propia puerta—, ¿va a ir al coche-restaurante?

—No, creo que no —suspiró ella—. No tengo el menor apetito ahora… Gracias por todo y buenas noches, señor Jefford.

—Buenas noches. No dude en llamarme si vuelve a sentir se inquieta por algo…

Entró y cerró tras de sí. Se miró pensativo en el espejo de su confortable cabina. Ciertamente, nada de todo aquello tenía sentido. Se preguntó en voz alta:

—¿Será cierto que ve esa cabeza, o se trata de una joven neurótica que tiene alucinaciones? Parece ser la explicación más factible a ese extraño suceso…

Se encogió de hombros, vistiéndose para la cena.

* * *

Era el primer turno para la cena. El camarero acababa de pasar anunciándolo, de vagón en vagón, con su campanilleo monocorde.

Impecablemente vestido de smoking, Brian Jefford salió de su cabina dando los últimos toques al lazo de su corbata. Sabía que el coche-restaurante del Orient Express era algo así como Maxim’s en Paris o la residencia del Lord Mayor de Londres en una recepción oficial. Había que acudir a él consciente de eso y vestido lo mejor posible.

Simultáneamente a su salida al pasillo del vagón de camas, la puerta del 9-E se abrió al fin. Sorprendido, Brian giró la cabeza. Y se encontró con su vecino de compartimento. Su vecina en realidad, porque también era una mujer.

Y una mujer increíble, además, si es que ese término tenía aplicación a cualquier viajero de aquel sofisticado expreso que, atravesando toda Europa, llevaba normalmente en sus vagones lo más exótico, frívolo y espectacular de todas las altas clases sociales, artísticas y políticas del mundo.

Aun así, Jefford catalogó de inmediato a la dama como «increíble». Y se reafirmó en su calificativo, mientras la contemplaba desconcertado.

Era morena, muy morena. De tez y de cabellos. Pelo negrísimo, casi azul, peinado en forma de casquete, con plumas verdes y blancas adornando un sombrerito tachonado de pedrería sobre su casquillo blanco de raso. Ojos ocultos por unas espectaculares gafas de vidrios oscuros y en forma de alas de mariposa desplegadas, con montura de oro y pedrería, no supo si falsa o auténtica, bisutería o joya. Un cuerpo más bien lleno, prieto de carnes, estirado hasta la rigidez, sobre unos zapatos de raso rojo, de increíbles tacones altísimos, con hebilla de pedrería también. Espectacular collar de ámbar de tres vueltas, bailoteando en torno al cuello de cerrados encajes con un chasquido leve y repetido. Pulseras de oro gruesas en ambas muñecas, manos enfundadas en guantes calados, de seda blanca, que dejaban ver el tinte ocre de sus dedos. Y una larga boquilla, también de ámbar, sosteniendo un cigarrillo aromático, turco o egipcio, a juzgar por su olor penetrante y perfumado.

—Bon nuit, monsieur —saludó ella, en un francés ostensiblemente extranjero, de suave cadencia—. Me encanta tener un hombre charmant por vecino de cabina…

—Y a mí una dama tan turbadoramente hermosa y encantadora —confesó Brian, contemplando los lunares en el rostro de la hermosa morena y preguntándose en qué magazine, fiesta social o anuncio artístico habría visto antes aquel rostro que, sin saber de qué, le resultaba vagamente conocido.

—Oh, la la —respondió ella burlona, mostrando la punta de su lengua entre los labios, intensamente barnizados de rojo vivo—. Un galante caballero, joven y guapo, pero cuyo francés es casi tan malo como el mío. ¿Inglés, acaso?

—Así es, madame. Brian Jefford, de Londres, a sus pies.

—Enchanté. Adoro a los ingleses —confesó volublemente, agitando su mano con la interminable boquilla ambarina—. Yo soy mitad italiana, mitad húngara. Oriana Vetri Farkas. Padre italiano, madre húngara… Una mezcla ardorosa de sangre, señor Jefford. ¿Va usted al coche restaurante?

—Hacia allá voy, en efecto.

—Entonces, es mi hombre…, siempre y cuando no tenga esposa —rió ella burlona, colgándose de su brazo—. ¿La tiene?

—No. Ni aquí ni en Londres —sonrió Brian aceptando complacido tan grata compañía. Echaron a andar juntos pasillo adelante, aunque no pudo evitar dirigir una mirada por encima del hombro a la puerta del 9-F, cerrada herméticamente. Nanette debía descansar, tras su desagradable experiencia de aquella noche.

Alcanzaron el coche-restaurante y les acomodaron en una mesa, frente a frente. Brian cambió un cortés saludo con el Gran Duque Wladimiro y la Princesa Rasnikoff, sentados en la mesa inmediata a la suya. Estaban sirviéndoles un entrante a base de caviar y vodka en esos momentos.

Algo más allá descubrió a otra pareja, un hombre alto, de afilados mostachos, ojos saltones y gestos ampulosos, en compañía de una joven intensamente pelirroja, de rostro atractivo y abultados senos bajo su vestido de seda amarilla muy descotado. Recordó vagamente el aspecto de él, relacionándolo con afiches del Palacio de Invierno de París. Era El Gran Maxwell, uno de los mejores domadores e ilusionistas de Europa. Imaginó que su acompañante sería su auxiliar en sus atrevidos números.

En otras mesas se acomodaban personas de distinta condición y aspecto. Un caballero de fuerte acento norteamericano, cabellos blancos y rizados, tono autoritario y ojos claros y fríos como dos lagos helados. No vestía smoking, sino un simple terno color azul marino. En otra mesa, también solo, un caballero de aspecto eslavo, facciones hurañas y mirada pensativa, contemplaba la oscuridad a través de la ventanilla de su mesa, como si en ella hubiera algo o alguien que pretendiera descubrir desde el tren en marcha.

Poco a poco, las mesas se fueron llenando con otros comensales que hacían compañía a los demás. Era muy nutrida la asistencia a aquel primer turno. El camarero, un joven italiano de suaves modales, explicó las causas a Brian y a la morena beldad que le acompañaba:

—El segundo turno está totalmente ocupado por el Maharajá de Kamalpur y su séquito. Trae consigo seis esposas y una docena de servidores y guardaespaldas. Todo un espectáculo, señores. Ha reservado para él y su gente todo el vagón, por eso el primer turno es tan concurrido esta noche…

—Es un fastidio tener que compartir el viaje con un tipo así —comentó despectiva Oriana Vetri—. ¿Va a hacer lo mismo todos los días ese dichoso Maharajá?

—Posiblemente sí, señorita. Al parecer es hombre muy influyente… Claro que si el resto de los viajeros protestan formalmente, tal vez haya que montar un servicio especial para él, al margen de los dos turnos reglamentarios…

—Estudiaré el asunto —convino ella secamente, atacando con delicadeza sus entremeses—. No me gusta verme obligada a comer cuando los demás quieran, por muy maharajás que sean.

Brian sonrió, contemplando a su pareja. Evidentemente, la ítalo-húngara era mujer de gran personalidad y corte autoritario. Mientras servía el vino en las copas, el joven inglés preguntó:

—¿Es usted artista también, señorita Vetri?

—Cielos, no. ¿Qué le hizo pensar eso? —ella le miró, sorprendida, desde el fondo de sus gafas color humo, que hacían imposible descubrir el color de sus ojos.

—No sé. Su aspecto, su persona, su comportamiento… Toda usted tiene ese algo fascinador y misterioso que poseen las artistas.

—O las espías —rió ella, sarcástica. Luego meneó la cabeza, negativamente—. No, señor Jefford. Cálmese. No soy una cosa ni otra. Sólo una aristócrata algo aburrida, que viaja por simple placer, por distracción. Dicen que los viajes son apasionantes y en ellos surge siempre la aventura. No lo crea. A mí jamás me ha ocurrido, se lo confieso.

—Tal vez ésta sea la excepción a esa regla. Puede surgir la aventura en este tren.

—¿Aquí? —ella se encogió de hombros, pensativa—. Lo dudo mucho. Usted, de momento, es mi única aventura, amigo mío. Y, eso sí, debo confesar que una aventura encantadora…

—Es muy amable. Pero yo…

—Perdonen. ¿Puedo acomodar con ustedes a un caballero? Ha llegado algo tarde al turno, pero si no cena ahora, perderá la posibilidad de hacerlo…

Brian alzó la cabeza. El camarero italiano estaba parado ante su mesa. Junto a él, un caballero alto, vigoroso, de cabellos rojos entrecanos, aire marcial y porte arrogante, parecía esperar, incómodo, atusándose sus bigotes. Brian estuvo a punto de decir que sí de inmediato, porque identificó en seguida en aquel hombre a un compatriota, pero cambió antes una mirada con su compañera de mesa.

Afortunadamente, Oriana Vetri no parecía ser tan insociable como imaginara, dada su altivez. La vio asentir con la cabeza y mirar al desconocido con una leve sonrisa de aprobación.

—Creo que los caballeros siempre son bien acogidos en una mesa, ¿no piensa usted igual, mi querido Jefford? —fue su comentario risueño.

—Por supuesto —se incorporó mostrando un asiento junto a él—. Puede acomodarse aquí, señor…

—Coronel Wessley Arlington —se presentó de inmediato él, dando un taconazo instintivo—. Antiguo combatiente del Ejército Colonial en África Austral, a las órdenes del general Kitchener, y también oficial de Su Majestad, la Reina Victoria, en las luchas de la India…

—Es un placer, coronel —sonrió Brian estrechando su mano y haciendo a su vez las presentaciones—. Será un honor compartir la mesa con usted.

—Ah, señores, es un alivio encontrarse con compañeros de viaje tan gentiles, sobre todo cuando un maldito Maharajá viaja en el mismo tren y se le conceden honores de Jefe de Estado o poco menos. Tendré que protestar ante la Compañía por semejante atropello a los derechos de los demás.

—Me temo que no va a ser usted sólo quien proteste, coronel —sonrió en ese punto Oriana Vetri, señalando con su mano elegante y voluble hacia la parte posterior del coche restaurante—. Ahí llega una especie de ciclón con faldas… ¿No ha oído hablar ninguno de ustedes de Cleo de Montesco?

—Es una famosa artista, ¿no es verdad? —comentó el coronel, girando la cabeza con una tos muy propia de un viejo militar colonial.

—Si desnudarse en escena con cierta gracia, significa ser artista…, pues sí —admitió displicente la dama—. Además de eso, es amante del rey de Bélgica. Y como la Wagons-Lits es belga…, pues creo que tendremos jaleo.

Así era. La dama que había entrado en el vagón convertía la excentricidad elegante y el exotismo femenino de Oriana Vetri en algo corriente y trivial. Cleo de Montesco, la más célebre artista de Europa en el género frívolo, acababa de enterarse de que, si quería cenar con su perrito en brazos y su criada filipina, pequeña y servil, vestida a la usanza de su país en pos de ella, debería pedir el servicio en su propia cabina de lujo del coche número siete.

—¿Cómo? —exclamó ella—, ¿que yo, Cleo de Montesco, la primera artista de Europa, la estrella máxima de París, va a humillarse cenando en su cabina si así no lo desea? ¿Qué clase de tren es éste donde se hace semejante desplante a los viajeros distinguidos y se acomoda con todo lujo y prerrogativas a plebeyos hindúes cargados de esposas, concubinas o lo que sean, como si estuviéramos en el propio Kamalpur con sus costumbres feudales? Cuando el Rey de Bélgica se entere de esto, la Wagons-Lits va a sufrir un serio descalabro… ¡Yo, Cleo de Montesco, exijo una mesa para mí y para mi doncella, y de inmediato! ¡Me niego a ser menos que ese Maharajá grotesco y su cohorte de esbirros y fulanas!

Luego, para demostrar que toda una Cleo de Montesco podía ser tan zafia y vulgar como una verdulera, soltó un taco que dejó fríos a muchos comensales. El pobre camarero no sabía qué hacer, y el maître había corrido en demanda de ayuda del interventor del tren.

Por fortuna, en ese punto se zanjó el incidente, cuando el hombre de aspecto eslavo se incorporó y, con un francés duro, de fuerte acento foráneo, señaló a la dama belicosa:

—Por favor, madame, yo no tengo apetito y dejo mi sitio. Puede usted ocuparlo sin problemas de inmediato… y espero que su doncella tendrá sitio en cualquier otra mesa que disponga de una plaza.

—Aquí mismo —dijo en ese punto con ironía Oriana Vetri alzando un brazo—. Puede sentar a su chinita con nosotros, madame.

Las dos mujeres cruzaron sus miradas. Fue como el choque de dos aceros. El destello colérico de los ojos verdes de Cleo de Montesco resultó agresivo. Pero su respuesta fue fría y contenida, tal vez por aceptar así la oportunidad de cenar sin más problemas:

—Filipina, señorita, Filipina —rectificó—. No habla inglés. Sólo tagalo y español. En su país se resisten a hablar la lengua de sus nuevos amos, los yanquis.

Brian dirigió una divertida mirada al caballero canoso de aire americano. Captó su gesto hosco, su contrariedad ante aquella puya de la artista, pero se abstuvo de hacer comentarios.

El eslavo se alejaba ya hacia la salida del vagón, tras firmar la cuenta del camarero, balbuceando tímidas despedidas a todos. Cleo de Montesco se acomodó en su asiento sin soltar a su perrito de entre los brazos. Su melena negrísima y larga, su atavío espectacular, hecho de brocados rojos y plateados con pieles de renard argenté, y sus joyas fastuosas, abundantes en esmeraldas, diamantes y platino, eran como elementos para convertir a la famosa amante del rey belga en un auténtico espectáculo por sí misma. Brian la imaginó desnuda en escena, con su piel de alabastro y sus formas llamativas, y comprendió su éxito por mala artista que fuese. Entre los brocados de aquel vestido, una fina malla revelaba las curvas y la desnudez de sus pechos macizos, sus caderas ampulosas y hasta su trasero rotundo y vibrante. Era una mujer todo sexo y temperamento.

La pequeña y humilde filipina se sentó junto a Oriana Vetri modosa, casi avergonzada, sonriendo a todos y excusándose en español tímidamente. Sólo la Vetri pareció entender la lengua latina, respondiendo en el mismo idioma con suavidad:

—No tiene que preocuparse, querida. Puede cenar tranquila con nosotros. Detesto a ciertas razas, pero la amarilla no se cuenta entre ella, se lo aseguro.

El clima tenso en el coche-restaurante parecía haber cedido definitivamente. El eslavo abrió la puerta del vagón para abandonarlo. Una ráfaga de viento frío, con olor a carbonilla, penetró por un momento en el mismo. Cesó de inmediato al cerrarse la puerta. La filipina, en ese punto, se estremeció, dejando caer con fuerte ruido su cubierto al suelo. Se persignó, ante la sorpresa de sus compañeros de mesa.

—¡Jesús! —dijo en español—. Es la Muerte…

—¿Qué? —demandó Oriana, volviéndose a ella con rapidez y fijando sus ojos en la oriental a través de sus vidrios oscuros.

—La Muerte, señorita… —dijo la filipina—. Creo que acaba de entrar en este tren. Yo siempre la presiento. Desde que era niña. Está aquí, ahora. Entre nosotros…

Brian no entendía mucho español. Pero estuvo unos meses en Buenos Aires y podía traducir algo, trabajosamente. Miró perplejo a la menuda sirvienta de Cleo de Montesco. Su gesto reveló que la había comprendido.

—¿Sabe lo que ha dicho, Jefford? —preguntó Oriana pensativa.

—Sí —Brian pestañeó—. Extrañas palabras…

—Muy extrañas. Pero no haga caso de los orientales —sonrió Oriana—. Son mucho más supersticiosos que los occidentales. Y más aún si tienen influencia española.

Brian no dijo nada. Cortó lentamente su filete en salsa, con puré de patata y legumbres en torno. De pronto le ocurría como al eslavo servicial. No tenía demasiado apetito. Recordó la visión de la cabeza en el vacío que mencionara Nanette. Y ahora, esas palabras de la filipina…

Tal vez eran imaginaciones suyas, pero sentía cierta aprensión. Miró en torno, al lujoso, confortable y bien iluminado coche-restaurante del Orient Express, con su heterogénea y pintoresca asistencia. Parecía tan absurdo imaginar cosas terribles en aquella atmósfera mundana y sofisticada…

Pero pronto la realidad iba a dar la razón a sus aprensiones y al miedo supersticioso de la criada filipina.