Brian Jefford entró aterido en la Gare de L’Est. Fuera del ámbito ferroviario, apestando a carbonilla y con la atmósfera enturbiada por el vapor de las grandes y negras locomotoras que, como monstruos jadeantes de hierro se alineaban en diversas vías, París era un paisaje blanco y gélido bajo la nevada intensísima de aquellos crudos días invernales de 1910. El automóvil de sus buenos amigos parisinos, los Duprez, se alejaba ya en la nevada rúa, tras despedirle a la entrada de la estación.
«Uf, esto es para congelarse —comentó entre dientes Brian Jefford, soltando una densa vaharada de vapor por sus labios, mientras se frotaba las manos, cubiertas por los guantes de cabritilla, tras dejar en tierra sus dos maletas, junto al puesto de periódicos donde aún se hablaba en grandes titulares de la formación de la reciente Unión Sudafricana, donde sólo unos pocos años antes sus compatriotas luchaban denodadamente contra los bóers, hasta que éstos depusieron sus armas y acataron a Eduardo VII como su legítimo soberano, según las condiciones de paz del tratado de 1902. Ahora, ya ni el propio rey Eduardo existía ya. Tras recorrer con crítica mirada el repleto andén, añadió para sí con gesto contrariado—: Y luego dicen que es en Inglaterra donde los inviernos son insoportables…».
Cargó de nuevo con su equipaje, con aire resignado y se abrió paso entre un pintoresco y heterogéneo gentío formado por ruidosos mozos de equipajes, un comitiva de hindúes de majestuosos turbantes y brillantes casacas, unos periodistas que rodeaban a algún conocido personaje de la actualidad parisina, vendedores de provisiones para los viajes largos, puestos de bebidas, de almohadillas y de un sinfín de cosas más.
Alcanzó trabajosamente el sexto andén, donde un rótulo anunciaba con caracteres destacados:
ORIENT EXPRESS. Salida, a las 9.30
Dirigió una ojeada a la larga hilera de lujosos vagones formada tras la locomotora humeante. Los Wagons-Lits de restaurante y coches cama de gran lujo aparecían escoltados por los uniformes de los ceremoniosos y bastante elegantes empleados de la Compañía que fundara el belga Georges Nagelmackers en 1898. Obsequiosos, aquellos servidores del viajero se apresuraban a consultar los billetes de cada uno, indicarles el vagón correspondiente y, una vez allí, otro empleado les llevaba hasta el compartimento a ellos reservado.
«Me temo que nos espera un viajecito más digno del transiberiano que del expreso de Oriente», comentó para sí el joven británico, parándose un momento y dejando de nuevo sus maletas en el suelo para consultar su propio billete hasta Estambul.
Lo hizo tan bruscamente, que alguien que venía en dirección idéntica, tras él, se golpeó inevitablemente con su persona. Notó el choque a su espalda, un grito y el choque de una pesada maleta en el suelo, contra sus piernas.
Se volvió, empezando a balbucear una disculpa en francés. Encontró ante él uno de los más bonitos y dulces rostros de mujer que jamás viera en su vida.
—Oh, créame que lo siento —se excusó, aturdido—. Señorita, lamento que…
—No, no tuvo importancia —replicó ella suavemente—. Fue culpa mía por no mirar hacia delante, señor. ¿Le hice daño con mi maleta?
Jefford miró a sus pies, a la pesada valija de piel marrón con doble correaje, que acababa de golpearle en los tobillos. Negó con una sonrisa.
—Cielos, señorita, claro que no. ¿Cómo lleva por sí misma una maleta tan pesada?
—Me ha sido imposible encontrar mozo. Hay tanto viajero esta noche, que todo esto parece la torre de Babel…
—En efecto, esto es una colmena —admitió Brian Jefford, galante, inclinándose y tomando la valija de la joven en una mano y sus dos livianas maletas en la otra—. La ayudaré, señorita. Si va al Orient Express, yo también tomaré ese mismo tren.
—En efecto, señor. Pero no puedo consentir tanta molestia…
—No es molestia, sino un placer —aseguró él con su mejor obsequiosidad, echando a andar hacia el convoy citado sin más ambages.
Ella le siguió con rápido y menudo paso. Brian la observaba de soslayo por el camino, mientras se abrían paso entre la multitud que llenaba el andén. Era una damita joven, frágil, casi etérea, de dulce expresión, candorosos ojos azules, cabello suavemente rubio, algo oscuro, tez alabastrina, cuello largo y esbelto, gráciles movimientos llenos de armonía, una boquita carnosa y roja encantadora, y una elegancia sencilla y sin estridencias. Todos los adornos de su indumentaria gris perla, sobria y femenina, consistían en un pequeño collar de perlas, una cinta de terciopelo a la cabeza y un cinturón con hebilla. Sus puntiagudos zapatos eran de raso gris, muy elegantes.
Avanzaron por el andén destinado al Orient Express. Brian preguntó a su flamante compañera:
—¿Sabe el vagón que ocupa, señorita?
—Sí, el nueve —afirmó ella rápida.
—¡El nueve! —se volvió a mirarla, sorprendido—. Eso sí que es casual. Yo también ocupo el coche número nueve. Exactamente la cabina 9 D.
—Y yo la 9 F —pestañeó ella, perpleja—. Sólo una cabina separa la suya de la mía, señor…
—Jefford —se apresuró a decir el joven—, Brian Jefford.
—¿Inglés?
—En efecto. De Londres —asintió él risueño.
—Mi nombre es Nanette Renant. Habla usted un francés casi perfecto para ser extranjero. Creí que los ingleses no gustaban de hablar nuestra lengua…
—Pues ya ve que se equivoca —sonrió Brian—. Pero le confesaré que el secreto es simple: he vivido bastante tiempo en París como periodista. Tengo amigos aquí y así pude perfeccionar el francés aprendido en mis tiempos escolares.
—Sea como sea, lo habla muy bien, le felicito —suspiró ella—. Ya me gustaría a mí hablar así el inglés.
—¿No lo conoce, tal vez?
—Conocerlo, sí. Pero lo hablo fatal.
—Si hay ocasión durante el viaje, tal vez podamos perfeccionarlo —sonrió Brian—, en casi tres días, hay tiempo de todo en un vagón de ferrocarril, señorita Renant.
—Es posible —ella, de repente, se tornó algo hermética—, pero me temo que no disponga de demasiado tiempo para idiomas ni para vida social en el ferrocarril, señor Jefford. Tengo mucho trabajo por hacer mientras dura el viaje. Y yo me quedo en Sofía, no voy a Estambul. Creo que estamos llegando al coche número nueve… Y por cierto que debe ir bastante lleno, a juzgar por lo que se ve…
Era verdad, ante la puerta de acceso, se agolpaba numerosa gente esperando ser acomodada en el coche. Dos empleados de Wagons-Lits apenas si podían dar abasto para mirar sus billetes e indicarles que pasaran para ser acomodados.
—Hay algo que me complace —comentó Brian, señalando el vagón inmediato—. Tenemos el coche-restaurante al lado. Es muy molesto cruzar vagones y vagones a cada momento.
Asintió la joven francesa con aire distraído. De repente, Brian tenía la impresión de que ella se había cerrado como una ostra ante la posibilidad de intimar durante el viaje. Se preguntó si realmente viajaba sola o sería una cocotte de lujo de las muchas que en París hacían su agosto en aquella «belle époque» tan dada al placer, los lujos y la vida galante.
Aunque, ciertamente, no tenía ni de lejos aspecto de ello, por elegante que pudiera ser.
Se detuvo ante la larga cola situada delante del acceso al vagón número nueve, dispuesto a esperar. De repente, alguien apareció cerca de él, precipitándose hacia un punto determinado de la cola esgrimiendo algo que brilló metálicamente a la luz de las lámparas del andén. Fugazmente, Brian captó que era una pistola lo que empuñaba el desconocido, de ropas oscuras y gorra de paño.
Sin perder tiempo. Brian se lanzó tras aquel hombre, que llegaba ya a la altura de una elegantísima pareja rodeada por algunos hombres de gabán oscuro, disponiéndose a vaciar su revólver sobre ellos.
El joven inglés saltó sobre el desconocido. Logró desviar su brazo cuando apretaba el gatillo. Sonaron dos detonaciones que retumbaron bajo la bóveda de la Gare de L’Est. Hubo gritos y carreras de terror. La pareja destinada a ser víctima del agresor volvió sus ojos atónitos hacia la escena. Los hombres de gabán oscuro se apresuraron a buscar armas en sus bolsillos. Todos ellos lucían grandes bigotes retorcidos y sombreros hongos.
Ya para entonces el asaltante se había logrado desasir de Brian y, como perdiera su arma en el forcejeo, se apresuró a correr hacia las vías para cruzarlas a todo correr. Los hombres de escolta del hombre y la mujer que pudieron haber sufrido el atentado se abrazaban el uno al otro, inquietos y pálidos.
El hombre cruzó las vías, pero no era decididamente su día de suerte. De súbito, una enorme locomotora negra, jadeante y ruidosa, que hacía maniobras de enganche en un convoy cercano, le alcanzó al intentar salvar otra vía. El grito de la multitud ahogó sin duda el alarido del infeliz. El cuerpo de éste desapareció entre el vapor de las bielas, triturado por las pesadas ruedas de metal.
—Dios mío… —sollozó Nanette Renant junto a Brian, ocultando su rostro conmovida ante la tragedia.
Los hombres de gabán oscuro rodeaban ya el lugar del suceso, mientras el maquinista detenía la locomotora, pronunciando imprecaciones y excusas en francés. Brian tragó saliva, bajando la mirada hasta el revólver negro, humeante, que yacía en el suelo del andén.
—Gracias, señor —dijo en francés de fuerte acento extranjero una voz cerca de él—. Ha salvado usted la vida a mi esposa y a mí…
Se incorporó, mirando al que hablaba. Era el hombre que pudo haber muerto a manos del agresor. Ojos claros y fríos, tez de eslavo, cabello claro rizado bajo el gorro de astracán, abrigo de lujoso cuello de pieles, facciones aristocráticas y altivas, que la palidez y el miedo recientes no lograban alterar demasiado. Sobre el pecho, colgando de una cadena, a modo de gran medallón, un emblema con un águila imperial, en oro y piedras preciosas.
—No tuvo importancia —aseguró Brian con humildad, mientras Nanette le miraba por un costado del hombre alto y arrogante—. Suerte que me di cuenta, eso fue todo.
—Arriesgó su vida para salvar la mía y la de Su Alteza… Yo, el Gran Duque Wladimiro Oliew, y mi esposa, la princesa Rasnikoff, de la familia imperial rusa, le damos rendidamente las gracias y le ofrecemos nuestra más sincera y leal amistad. Para cuanto quiera precisar de nosotros, caballero, estamos a su total disposición a partir de hoy.
—Son muy amables —Brian estrechó la mano que le ten día el aristócrata ruso—. Pero le repito que no deben dar más importancia al hecho de la que realmente tuvo. Ese pobre diablo no era demasiado experto, sin duda, en atentados criminales. Fue torpe y precipitado. Ahora, ha pagado caro su empeño.
—Fue el justo castigo. Todos esos malditos bolcheviques deberían terminar igual. Nuestro país vive problemas muy graves últimamente por culpa de esos agitadores fanáticos. Toda la culpa parece tenerla un tal Lenin…
—Sí, he oído de él —suspiró el joven británico—. En fin, señor, celebro que todo vaya bien y puedan hacer su viaje sin problemas.
—¿Sin problemas? —El Gran Duque se encogió de hombros ahora, con escepticismo—. Eso, en nuestros días, nunca se sabe. Europa entera es mucho menos apacible de lo que la gente cree, señor. París vive un falso ambiente de alegría y placer. Ellos le llaman la «Belle Epoque», ¿verdad?
—Así es, Gran Duque. Y nosotros, los ingleses, «The Age of Optimism». Tal vez ambos nos equivocamos. París no es sólo Sarah Bernhardt, los ballets rusos de Djaghilev, la música de Debussy y Chabrier, el Montmartre de Toulouse-Lautrec o la Bella Otero y Cleo de Merode en sus escenarios y sus escándalos amorosos con grandes banqueros, políticos, aristócratas y figuras de la realeza. París, como Londres y nuestro glorioso Imperio Británico, también son hambre, miseria, problemas obreros, enfermedades y caos. Algún día todo eso pasará factura a una sociedad tan frívola y mundana. Y créame, señor, me aterra pensar lo que puede suceder ese día en la vieja y hermosa Europa…
El Gran Duque le miró con cierta sorpresa. No pareció gustarle lo que decía el joven periodista. Algo seco, aunque siempre cortés, se inclinó manifestando:
—Por el momento, señor, tenemos la fortuna de que esa miseria y esos problemas no nos afecten a los demás en exceso. El mundo nunca fue perfecto para todos, ni puede serlo. Estamos viviendo la mejor época de la Historia, y eso debe ría congratularnos, sin más. Lástima que tanto nihilista, agitador y revolucionario trate de minar los cimientos de nuestro mundo. Por cierto, amigo mío, aún no sé el nombre de nuestro salvador…
—Brian Jefford. Soy periodista de un semanario de actualidad londinense. Él es quien me paga este viaje para que escriba una serie de reportajes sobre el Orient Express, no crea usted que puedo financiar de mi bolsillo un lujo semejante…
—Créame, señor Jefford, si algo necesita, lo que sea, y fuese cual fuese su valor o cuantía, no dude en pedírnoslo. Estaremos a su disposición en todo. Au revoir, monsieur.
—Do sviddniia[1] —respondió Brian en ruso, ante la sorpresa grata del Gran Duque.
La Princesa Rasnikoff, rubia, suave, delicada y de elevada estatura y arrogancia regia, se limitó a sonreírle ampliamente, mirarle con dulzura y musitar un encantador saludo de respuesta en su lengua nativa, mientras subía al vagón ayudada por su esposo y por un empleado de Wagons-Lits, mostrando la esbeltez de sus tobillos en el movimiento:
—Sopokoinoí nótchi, gospodin Jefford[2].
Y se retiró del vagón, mientras su escolta les seguía, mirando ceñudos a todas partes por si surgía algún otro terrorista en el andén. Y se llevaban el cadáver ensangrentado del agresor entre unos empleados ferroviarios, tal vez en un vano intento por salvar su vida. Era evidente que los destrozos eran mortales. La joven Nanette movió la cabeza, muy pálida, aferrando al brazo de Brian impulsivamente, ante la sorpresa de éste.
—Tiene que ser muy mal augurio para un viaje como éste… —susurró.
—¿Mal augurio? ¿El qué? —indagó Brian, sorprendido, mirando a la joven.
—Ese hombre muerto… Es un modo pésimo de iniciar el viaje. Una vez oí decir a alguien que cuando una persona muere antes de que uno emprenda viaje, éste nunca puede terminar bien…
—Tonterías —sonrió Brian moviendo la cabeza—. ¿Es usted supersticiosa acaso?
—No, pero… este horrible suceso me da que pensar. ¿Sabe por qué? Porque anoche tuve una pesadilla. Y, aunque no me crea, en ella me veía tomando este mismo tren, mientras la sangre corría sobre las vías y la cabeza de un hombre rodaba ensangrentada entre las ruedas del Orient Express.
Brian hubiera reído de buen grado. Pero el gesto de repentino terror de la joven se lo impidió. Parecía realmente impresionada por su sueño o por lo que acababa de acontecer ante ellos. Llegado su turno, la ayudó a subir al convoy cortésmente, mientras los empleados tomaban sus valijas y billetes para acomodarles.
—Tranquilícese, mademoiselle Renant —dijo mientras avanzaban por el alfombrado pasillo del coche cama—. Todo eso son simples aprensiones. Nada va a ocurrir, esté segura. Será un viaje como tantos otros.
Brian se diría más tarde que, como profeta o adivino, su porvenir no podía ser más negativo. Sus palabras no se aproximaron ni remotamente a la espantosa realidad que se les avecinaba a los viajeros del Orient Express.
Realidad que, en cierto modo, estaba teniendo ya sus inicios en el vagón número ocho, donde el Maharajá de Kamalpur, un riquísimo hindú digno de las Mil y una noches, subía con su escolta para iniciar el viaje a través de Europa, y en el furgón de equipaje del Orient Express, donde en esos mismos instantes, El Gran Maxwell, famoso ilusionista y domador, triunfador reciente en el Palacio de Invierno de París, cargaba sus numerosos bultos, para debutar próximamente en Budapest. Junto con su equipaje artístico —entre el que, naturalmente, no se contaban sus leones ni sus tigres de Bengala, viajeros en otra ruta menos costosa—, un pasajero de fuerte acento eslavo hacía cargar un solo fardo, consistente en una caja alargada, rectangular, de madera, con destino a Sofía, Bulgaria. Nadie se dio cuenta de que, tras ser cargado el bulto en el furgón, el rumano se persignaba ante él respetuosa, gravemente, dirigiendo una mirada al embalaje de madera con sus escasas palabras pronunciadas en una lengua que un buen políglota hubiera identificado como búlgara de haberla podido oír, dirigidas al parecer a aquella solitaria caja cuidadosamente cargada a bordo del furgón:
—Buen viaje, querida. Es el último, pero yo también iré contigo en él…
Después, se encaminó sin perder más tiempo hacia el coche-cama número nueve, donde tenía su cabina reservada. Tropezó al subir a él con un caballero alto, pelirrojo, de ademanes autoritarios, grandes bigotes curvados hacia arriba y porte marcial, que cojeaba ligeramente de una pierna, se apoyaba en un bastón de madera de malaca, con empuñadura de plata, y decía altivamente al mozo de Wagons-Lits en ese momento:
—Apresúrese a acomodarme. Soy el coronel Wessley Arlington, amigo personal del señor Pierre Housemann, director de Wagons-Lits en París, y él mismo me facilitó mi reserva en este viaje, asegurándome que sería tratado inmejorablemente…
—Claro, señor —se apresuraba a decirle con toda cortesía el empleado—. Sígame, le acomodaré de inmediato…
Empleado y caballero se alejaron, mientras el búlgaro entregaba su equipaje a otro mozo, junto con la propina, y le mostraba su billete sin pronunciar palabra. Antes de subir al vagón, dirigió una última mirada al lejano furgón y, con la punta de sus dedos, lanzó un beso mientras musitaba:
—Buen viaje, querida Vladia… Nos reuniremos en Sofía…
Luego, subió al vagón, mientras los viajeros asomaban a las ventanillas, empezando a despedirse de quienes quedaban en tierra. La locomotora emitió un fuerte silbido, y comenzó a resoplar más fuerte.
Eran las nueve y treinta minutos en punto. Fuera de la bóveda de la estación, volvía a nevar con fuerza. El Orient Express iniciaba su salida de París en ese momento.
A bordo del convoy, justo cuando el tren enfilaba la vía, dejando atrás las luces y el tumulto de la Gare de L’Est, un largo grito de mujer desgarró el clima relajado de los vagones, con su aguda nota de terror y de angustia.