La religión en la prensa
En casi ningún periódico se habla de la fe religiosa. Hay que buscar mucho para encontrar alguna alusión y mucho más para dar con una noticia seria. En cambio, se publica mucho material sobre la dimensión sociológica de la religión: el sacerdocio socialmente responsable, curas lujuriosos, luchas de poder dentro de las diversas tendencias, actividades humanitarias, campañas recaudadoras de fondos, crímenes ideológicos, la fuerza política de la derecha o la izquierda religiosa, etc.
No hace mucho se publicó un artículo comentando los resultados de una encuesta Roper de 1993 que revelaba que casi la cuarta parte de los estadounidenses dudaba de la realidad del genocidio nazi. Resulta que esta cantidad se debía a una pregunta que se había formulado muy confusamente con una doble negación. Reconstruida, la pregunta arrojaba un saldo menos alarmante, que sólo el 1% de los estadounidenses pensaba que era «posible que el genocidio no hubiera existido».
Otro ejemplo de la forma superficial con que los periódicos abordan la religión lo tenemos en un artículo publicado en el Philadelphia Inquirer sobre los problemas que tenían diversas mezquitas estadounidenses para determinar hacia dónde quedaba La Meca. Se hablaba de la orientación del orante, de edificios costosos y de elementos doctrinales. ¿Hay que ponerse de cara a La Meca en sentido estrictamente rectilíneo, atravesando el planeta, o de cara al sentido nororiental del arco terrestre más corto (y que es el que seguiría un avión que volase hasta allí)?
Una serie de comentaristas, entre ellos Stephen Cárter —de cuyo libro The Culture of Disbelief se dijo que el presidente Clinton lo había paseado durante semanas—, se ha quejado hace poco de este trato superficial que recibe la religión. Dicen que un tema tan importante como es la religión para muchas personas debería recibir más y más profunda atención en la prensa y otros medios. Una réplica que surge por sí misma es que los siglos de hostilidad entre las comunidades religiosas han acabado por engendrar en casi todos nosotros una comprensible desconfianza hacia los debates públicos sobre lo que creemos o dejamos de creer; hemos optado al final por un silencio a veces inquietante.
Si cambiaran las cosas y en los periódicos y otros medios se hablara ampliamente y en profundidad de asuntos religiosos, los ciudadanos tendrían que permitir que se expresaran libremente doctrinas religiosas opuestas a las suyas, incluso doctrinas antirreligiosas. Pero ¿cuándo fue la última vez, aunque fuera de pasada, que se aludió a la falta de pruebas empíricas de la existencia de Dios (y no hablemos de los dogmas concretos de tal o cual religión) en la televisión o la prensa, que palabras como superstición y supuesto calificaron acontecimientos histórico-religiosos, o que el adjetivo blasfemo se aplicó a afirmaciones religiosas contrarias? Incluso las incorrecciones aparentemente menores de los artículos sobre religión pueden organizar un gran revuelo. La cubierta de un número de la revista Time de hace unos años preguntaba «¿Quién fue Jesús?», y no, como algunos lectores enfadados sostuvieron que habría tenido que hacerse, «¿Quién es Jesús?».
En mi opinión sería interesante proseguir este tácito embargo de las expresiones públicas de las convicciones religiosas. No me gustaría ver gente que barbota incongruencias sobre su fe en debates y entrevistas de la televisión. Incluso a un devoto agnóstico como yo le ofendería ver la trivialización simplista que sin duda se produciría si se multiplicaran los debates religiosos y los programas con «testigos directos». Hay una frontera muy tenue entre las expresiones públicas de la fe y las manifestaciones agresivas de la misma, y la tolerancia es inversamente proporcional a las últimas. Siguiendo mi propio consejo, desisto de seguir hablando.