Creación matemática de la propia pseudociencia
Además de producir trabajos ocasionales de opinión responsable, la información científica debería dedicar más tiempo a denunciar con buenas palabras las extravagancias seudocientíficas. La sempiterna obsesión por los ángeles de la guarda y las estatuas que sangran o lloran es un ejemplo pertinente. También lo es lo que escribe el psiquiatra de Harvard John Mack, que no hace mucho publicó un libro donde describía (y garantizaba hasta cierto punto la autenticidad de) las experiencias de unos pacientes suyos que decían que los extraterrestres se los habían llevado en platillos volantes. Corrió mucha tinta sobre este asunto y el Washington Post y el New York Times dedicaron al psiquiatra largos artículos biográficos, que, aunque no exactamente crédulos, tampoco eran exactamente incrédulos.
Es de suponer que una afirmación tan tajante tuvo que electrizar a docenas de periodistas. James Willwerth, de la revista Time, no tuvo problemas para encontrar a Donna Bassett, uno de los pacientes del doctor Mack. Bassett se había colado furtivamente en el programa de trabajo de éste y, fingiendo que era una secuestrada, urdió unas anécdotas extravagantes que aterrizaron en el libro de Mack. Y James Gleick publicó en The New Republic un duro comentario del libro y, por citar sus propias palabras, de sus fintas y equívocos arteros. Como es lógico, The Skeptical Inquirer, cuya razón de existir es el análisis crítico de tales afirmaciones, publicó también una reseña del libro. (Puede que, como miembro de la Comisión para la Investigación Científica de los Fenómenos Considerados Paranormales, que publica The Skeptical Inquirer, mi opinión sea tendenciosa, pero creo que esta publicación merece un premio Pulitzer por el trabajo que viene dedicando a estos asuntos desde hace años).
Las matemáticas son útiles a veces para desenmascarar las afirmaciones pseudocientíficas y explicar su seducción. En otro artículo he comentado la multitud de coincidencias que surge cuando se hojea un periódico, se mira por encima una revista, se navega con el mando a distancia (por no hablar de vivir la propia vida). Esta notable tendencia a relacionar hechos completamente distintos parece tener con frecuencia un aire de hipótesis científica: las manchas solares y la bolsa, los dobladillos de la bolsa y las elecciones presidenciales, los resultados de la supercopa de béisbol y la economía. En esta dinámica relacionadora hay con frecuencia algo personal o algún elemento de autorreferencia. (Esta mañana puse a los archivos informáticos relacionados con este libro el prefijo MRN, iniciales del título de este libro en inglés, A Mathematician Reads the Newspaper, y veinte minutos más tarde me enteré de que había fallecido el antiguo presidente Nixon. La conexión indiscutiblemente cósmica entre estos dos acontecimientos es que las iniciales de Nixon, RMN, son una combinación de MRN). La sola cantidad de vínculos y asociaciones posibles debería convencemos de que casi todas son simples coincidencias.
En vez de repetir los razonamientos escépticos, presentaré una receta matemática con la que cualquiera puede inventar una falsa ciencia personal. El método procede del físico holandés Comelis de Jager, que la empleó para proponer una teoría sobre las propiedades metafísicas de las bicicletas holandesas.
La receta: tómense cuatro números cualesquiera que tengan alguna relación con nosotros (la estatura, el peso, el día de cumpleaños, la matrícula del coche, los que más nos gusten) y denomínense X, Y, Z y W. Veamos ahora la expresión XaYbZcWd, donde los exponentes a, b, c y d abarcan los valores 0, 1, 2, 3, 4, 5, 1/2, 1/3, π, o los negativos de estos números. (Para un número N cualquiera, N1/2 y N1/3 equivalen, respectivamente, a la raíz cuadrada y a la raíz cúbica de N, y N elevado a un exponente negativo, por ejemplo N−2, es igual a uno partido por N elevado al correspondiente exponente positivo, 1/N2). Puesto que cada uno de los cuatro exponentes puede ser cualquiera de estos diecisiete números, la cantidad de alternativas posibles de a, b, c y d es, según el principio de la multiplicación, 83.521 (17 × 17 × 17 × 17). Hay por tanto todos estos valores posibles para la expresión XaYbZcWd.
Entre todos estos valores seguramente habrá algunos que coincidirán, hasta dos o tres decimales, con constantes universales como la velocidad de la luz, la constante gravitacional, la constante de Planck, la constante de estructura fina, etc. (Si no los hay, pueden modificarse las unidades en que se expresan estas constantes). No es difícil elaborar un programa informático para determinar cuáles de estas constantes universales se aproximan a uno de los 83.521 números generados a partir de los cuatro del comienzo.
Podríamos enteramos así de que, con los valores que hayamos dado a X, Y, Z y W, el número X2Y2/3Z−3W−1 es igual a la distancia que hay entre el Sol y la Tierra. O bien podríamos averiguar una entre una multitud de correspondencias entre nuestros números personales y las constantes universales; y todo sin necesidad de sufrir las molestias de un secuestro por parte de extraterrestres. De Jager averiguó que el cuadrado del diámetro del pedal de su bicicleta multiplicado por la raíz cuadrada del producto de los diámetros de su timbre por la velocidad de la luz era igual a 1.816, la razón entre la masa de un protón y la de un electrón. A propósito, la razón entre la altura del edificio Sears de Chicago y la del edificio Woolworth de Nueva York se escribe con los mismos dígitos (1,816 en vez de 1.816) que la razón anterior. Como es lógico, existe la posibilidad de idear versiones obscenas de este juego. Compárese además con las semejanzas casuales, descritas en la primera sección, que pueden encontrarse entre dos presidentes estadounidenses cualesquiera.
La gente no se da cuenta de que estos parentescos accidentales y sus primos mundanos y no numéricos son muy frecuentes. Partiendo de aquí, los amarillistas pueden sacar provecho de la inclinación humana a atribuir significado a las coincidencias fortuitas. Pensemos en el timador extranjero cuyo truco era ayudar a los estudiantes deseosos de entrar en alguna de las universidades más prestigiosas del país. Este hombre se jactaba de estar al tanto de los abstrusos detalles del proceso de admisión, tenía los contactos necesarios, etc. Tras obtener información detallada de los estudiantes, pedía unos honorarios astronómicos, prometiendo devolverlos si no admitían al estudiante. Todos los años tiraba la información a la papelera, pero siempre se admitía a algunos estudiantes. Y se quedaba con sus honorarios.
Podrían contarse anécdotas parecidas sobre milagrosas intervenciones médicas cuya eficacia es puro espejismo. Muchas personas se limitan a mejorar solas. Como en los paseos aleatorios y en la bolsa, es facilísimo ver pautas, sobre todo cuando se quieren encontrar. La lección que hemos de sacar es que hablar sólo con personas con un interés legítimo por un resultado o relación puede ser entretenido (sobre todo si la persona es un profesor de Harvard que enseña psiquiatría); el resultado es a menudo periodismo ingenuo.
Como es lógico, las coincidencias ponen a veces de manifiesto conexiones valiosas pero que han pasado inadvertidas y, con muchísima menor frecuencia, leyes científicas defectuosas. Pero como ya observó el filósofo David Hume hace más de doscientos años, todo elemento demostrativo de una coincidencia milagrosa —esto es, de una violación de la ley natural— es también elemento demostrativo de la proposición que dice que la regularidad que ha violado el milagro no constituye en realidad una ley natural. Puede que hace siglos pensaran que la transmisión casi instantánea de voces a grandes distancias era un milagro. Lo que pasa es que los principios científicos que negaban o parecían negar la posibilidad de la transmisión no eran en realidad leyes naturales.
No sólo no son milagrosas las coincidencias, sino que además —pese a lo que digan los freudianos, los noticieros menores y el sentir popular— son infinitas las que carecen de significado. Desde luego no lo tienen, podría añadir, las esperadas tonterías numerológicas vinculadas con el cambio de milenio, el año 2000 (el 2001 según los puristas). Como 1998 es 666 multiplicado por 3, las celebraciones podrían comenzar incluso antes.