Algunos de los artículos que estamos viendo barajan la idea del yo. Puede que nuestra excesiva preocupación por este problemático concepto parta de la fastidiosa sospecha de que está un tanto anticuado en esta época de la megalópolis planetaria. No es la inseguridad de alcanzar plenitud personal (sea esto lo que fuere) ni la convicción de que las gigantescas bases de datos de la administración y el mundo comercial amenacen nuestra intimidad (como ya hacen), sino más bien la aterradora idea de que somos fácilmente sustituibles y de que la realidad primaria es la cultura, la sociedad, el monstruo omnívoro cuya «mentalidad» se refleja en la prensa y los medios informáticos. Las observaciones macluhanescas sobre el disperso collage que ofrecen los medios de información y con el que sintonizamos siguen teniendo vigencia. Leer periódicos y revistas, hacer zapping y flotar en el omnipresente ciberespacio produce indiscutiblemente una fragmentación muy moderna.
Un poco de esto, un poco de aquello. Yuxtaposiciones y coincidencias sin objeto sustituyen las descripciones convencionales y contribuyen a nuestro sentimiento de disociación. El actor George Carlin enumeró cierta vez seis motivos para hacer una cosa u otra: 1, b, III, cuatro, E y vi; tal es el sistema de notación de los medios informativos. Los «puntos conflictivos del globo» se suceden con rapidez y ante nosotros queda siempre una serie de problemas y desarreglos sociológicos. Estamos continuamente expuestos a la aparición de individuos curiosamente desindividualizados que son imágenes representativas de tal o cual grupo descontento. La exaltación de las personalidades públicas facilita igualmente que pensemos en el yo como si sólo fuera una encarnación particular de la realidad social. La personalidad o el yo parecen ser una entidad nominal, como la que tienen, por ejemplo, los Philadelphia Phillies; consiste en muchas subpartes interactivas y a veces contradictorias que en realidad no encajan, que no tienen ningún centro.
Las unidades básicas de la sociedad son, de manera creciente, los grupos étnicos, las empresas, las organizaciones de todas clases. En correspondencia con este aumento de la importancia de la organización hay una disminución de la del individuo. Es cada vez más evidente que las personas son, en casi todas las dimensiones, totalmente normales, corrientes y ajustadas a la media. Como ponen de manifiesto las biografías, las notas necrológicas, las denuncias y la experiencia personal, lo dicho es válido incluso para los personajes más notables cuando están fuera de su campo de competencia. Antes me llevaba una sorpresa e incluso me deprimía cuando conocía a alguien a quien había admirado y descubría que era un soplagaitas o, lo que tal vez sea peor, normal y corriente. Ahora casi espero esta reacción e incluso la encuentro un poco tranquilizadora, quizá incluso estimulante. ¿No es increíble que una persona así haya hecho y dicho esto y aquello?
Lo que es verdad de la idea del yo lo es doblemente de la idea del héroe. La escéptica indiscreción de los medios informativos (que aplaudo con reservas) impide creer en grandes héroes o grandes malvados. Cuesta mucho sostener (salvo en época de guerra u otras crisis) la imagen inmaculadamente ideal o demoníacamente odiosa que se necesita. La situación y la sociedad en que vivimos desempeñan un papel más importante que en el pasado. Lo que ocurre sencillamente es que todas las personas pueden ser más o menos humanas, una realidad deprimente para los muchos aspirantes a héroes y heroínas que, según sospecho, sigue habiendo entre nosotros.
La pregunta surge por sí sola: ¿Qué es un yo en esta extraña época de disociación e interconexión?[22] Ser miembro de una organización interdependiente, confiar en la tecnología y la industria organizada, estar expuestos al ruido discordante de los medios informativos… todo esto acaba por abrumamos. Nuestra sociedad, crecientemente integrada y uniformada, diluye nuestro sentido del yo, a veces con celo totalitario, más frecuentemente con frivolidad despiadada. ¿Con qué podemos pues articular y sostener un yo? ¿Con las manías que nos caracterizan, con las intangibles relaciones que apenas se diferencian de millones de interrelaciones, con nuestra minúscula contribución a la tecnología de la sociedad de masas? Seguramente no. ¿Con el arte, la ciencia, la familia, los amigos y el amor? Es más probable. Está claro que hace falta algo más que unicidad; todos somos únicos en el mismo ridículo sentido en que 2.452.983.448 y 3.887.119.932 son únicos. También nos hace falta coherencia, un punto de vista, complejidad.
Conseguir solidez personal y un sentido del yo nos beneficia a nosotros y a nuestros allegados. Pero no nos hace distintos de otros ni merecedores de ningún premio. En relación con esta indiferenciación se me ocurre una idea que afecta a las matrículas personalizadas. Aunque nunca he tenido la tentación de adornar el parachoques de mi vehículo con una palabra ingeniosa, me gusta la idea de generar una serie aleatoria de letras y números y de reclamarla para mí en calidad de matrícula personalizada. Así tendría la absurda satisfacción de saber que mi matrícula, normal y corriente, era en realidad una matrícula personalizada. Puede que sea lo más heroico que está en nuestras manos.