Camiones de General Motors explotan al chocar de lado

De la compasión a la política

Estoy convencido de que no es así, pero a veces parece que hubiera una alianza informal entre periodistas, abogados y personas que afirman haber sufrido perjuicios por culpa de productos o servicios defectuosos. (Por cierto, según la American Bar Association hay ya en Estados Unidos 864.000 abogados. Representa un aumento del 59% desde 1980 y del 143% desde 1971). Los teléfonos móviles, la seguridad de los hoteles, los camiones de reparto, las vacunas infantiles, la seguridad en los campus. Es casi imposible abrir un periódico o enchufar la televisión y no ver el malhadado caso de alguna familia recientemente afectada.

Algunos de los acusados son responsables y sin duda culpables, pero este enfoque de las cosas no les rinde justicia como grupo. Nadie puede negar la terrible angustia de las familias y los amigos, pero me gustaría ver, aunque sólo fuese en una ocasión, algún trabajo periodístico serio que dijese: «Todo esto es muy trágico, pero ¿qué política modificaríamos para reducir las probabilidades de estas tragedias sin aumentar por ello mismo las probabilidades de otras?». (Ahora que lo pienso, no me gustaría ver un artículo así). Por el contrario, el dolor de las víctimas y la compasión que suscita se utilizan con excesiva frecuencia para justificar la absurda exigencia de que nunca debería haber riesgos, o bien se emplean como escudo que protege de la acusación de que la cobertura informativa es tendenciosa.

Estas omnipresentes noticias, ya aparezcan en las páginas económicas, en las secciones de noticias locales, en las entrevistas de la televisión o en los proliferantes servicios de teletexto, se basan con frecuencia en el testimonio de un puñado de personas, pocas de las cuales son parte desinteresada. A los científicos casi nunca se les oye, a los abogados casi siempre. La incertidumbre es, en la ciencia, un estado corriente y a veces inevitable, pero jueces, abogados y jurados se comportan a menudo como si para responder de manera definitiva a todas las preguntas bastase con que los testigos reflexionaran, los expertos tuvieran tiempo para hacer sus cálculos y se levantaran las tapaderas.

A diferencia de los demandantes, los acusados prefieren, por motivos legales, no hablar del caso, lo que produce en el lector o televidente la impresión de que son culpables o al menos insensibles. Si hablan ellos o partes neutrales, sus declaraciones se emparedan por lo general entre el testimonio de las víctimas y el de sus abogados, dando así al demandante la primera y última palabra. Además, si la versión de los acusados depende en buena medida de un aspecto técnico, lo más seguro es que sea demasiado aburrido para que valga la pena leerlo o verlo en pantalla. El sentimentalismo entra mucho mejor, en imágenes o en texto escrito.

Ignoro completamente, por ejemplo, los criterios de seguridad que los ingenieros de la General Motors utilizaron al diseñar sus camiones. Es lógico pensar, sin embargo, que llegaron a la conclusión de que poner el depósito de gasolina fuera de la estructura del vehículo aumentaba ligeramente la probabilidad de que los choques produjeran incendios, pero que, por otra parte, incrementaba notablemente la seguridad en otros sentidos. Sin duda pensaron que una cosa compensaba la otra.[16] Querer que esta consideración abstracta tenga un impacto visual comparable al de una familia desolada sería absurdo. Se podría empezar sacando en pantalla algunos de los miles de rostros felices que, casi siempre sin saberlo, se han salvado de la muerte o de sufrir heridas a causa de la decisión técnica de los ingenieros.

Hay otro defectillo psicológico que podrían explotar los abogados de un demandante. A la hora de buscar causas, es mucho más probable que la gente atribuya un acontecimiento de consecuencias importantes o emocionales a un agente humano que a la casualidad. En un experimento, por ejemplo, se dijo a un grupo de sujetos que un hombre había estacionado el coche en una cuesta y que el vehículo se había deslizado solo hasta una boca de incendios. A otro grupo se le dijo que el vehículo había atropellado a un peatón. Los del primer grupo pensaron en términos generales que había sido un accidente; los del segundo grupo consideraron responsable al conductor. Que las consecuencias importantes tengan que ser resultado de descuidos importantes es una superstición encantadora.

Informar de los problemas potenciales y de las posibles responsabilidades penales de algunos servicios y productos es de interés público. Los periodistas que escriben y los periódicos que publican estas denuncias merecen elogio; tendría que haber más. Pero ¿qué es lo que justifica que se exhiba tanto sufrimiento con tanta frecuencia? ¿A quién sorprende que los demás lloren cuando sufren o mueren las personas a quienes aman? (¿Por qué no llevamos las cosas un poco más allá y dedicamos un programa de televisión exclusivamente al llanto y las lamentaciones de los entierros? Los desconsolados podría ser un buen título). Lo emocional, lo dramático y la presentación concreta del lamentable estado de una víctima puede cerrar el caso de las relaciones públicas, aunque no exactamente el de la justicia cuando los acusados pactan en privado para acabar con la publicidad. Esta situación la pagamos todos. Al igual que el escepticismo que reduce nuestra indignación ante los sinvergüenzas más notables. Y al igual también que el estupor que acompaña a nuestro natural voyeurismo.