Habrá recesión si no se impide

Impredecibilidad, caos y enterados que no se enteran

Cuando al hojear periódicos atrasados veo análisis, comunicados oficiales y olvidados artículos llenos de ciencia infusa, me divierto un rato y a la vez me entran ganas de llorar, pues parecen presuponer con frecuencia que los asuntos políticos y económicos, con un poco de inteligencia y tal vez algo de cálculo, son más o menos predecibles. La verdad es que son muy poco predecibles y hay sorprendentes razones matemáticas para que no lo sean.

Estas razones matemáticas nos dicen que un buen porcentaje de las explicaciones y previsiones económicas y políticas es una sucesión de tonterías llenas de fatuidad, con tantas garantías de dar en el blanco como el agricultor aficionado a la caza que tenía la pared del granero acribillada por impactos de bala, todos en el centro de sendos redondeles dibujados con tiza. Cuando le preguntaron cómo había adquirido aquella puntería, el agricultor, que tal vez había leído a Ionesco, confesó que primero disparaba y a continuación dibujaba el redondel.

La verdad es que, en esencia, muchas previsiones sociales pueden reducirse a dos fórmulas. Una es «Las cosas seguirán más o menos como hasta ahora». Presionados, los enterados y pronosticadores admiten una cláusula más: «hasta que cambie alguna cosa». La otra fórmula es igual, pero hace hincapié en el cambio: «Las cosas cambiarán». También aquí, cuando se les presiona, los enterados y pronosticadores admiten otra cláusula: «después de un periodo indeterminado de estabilidad». Pero las cosas seguirán IGUAL HASTA QUE CAMBIEN y AL FINAL CAMBIARON LAS COSAS son frases demasiado hueras e incontrastables para titular un análisis periodístico o el comentario de un columnista. Hay que disimular su vacuidad.

Pensemos en el típico análisis económico. Por lo general aísla un par de factores (o su ausencia) en tanto que causa de tal o cual enfermedad. Suele haber más complejidad en la transmisión comentada de un partido de fútbol.

La piedra angular de la economía reaganiana, la curva de Laffer, felizmente llamada así por el economista Arthur Laffer, es un buen ejemplo. Laffer y otros señalaron lo que todo el mundo sabe, que gravar los impuestos al ciento por ciento no produciría casi ningún ingreso al Estado, pues pocos encontraríamos alicientes en el trabajo si el Estado nos confiscara todo el dinero. En el otro extremo de la situación, unos impuestos reducidos al 0% tampoco producirían, evidentemente, ni un céntimo al Estado. Además, si los impuestos fueran muy bajos, por ejemplo el 3%, elevarlos al 6% multiplicaría por dos los ingresos públicos. Pero si el índice fuese un poco más alto, por ejemplo del 15%, multiplicarlo por dos no tendría un efecto tan contundente; los ingresos aumentarían con más discreción (véase el diagrama).

Y lo mismo en el otro extremo del espectro fiscal. Una administración cuyos impuestos estuviesen en el 97% sería culpable de latrocinio, pero si los bajara al 94% es probable que estimulase a los trabajadores lo suficiente para aumentar su producción y elevar así los ingresos públicos de manera perceptible. Ahora bien, si el índice fuera más bajo, por ejemplo el 85%, y el gobierno lo bajara al 70%, el aumento de los ingresos públicos no sería probablemente tan llamativo. Los ingresos aumentan cuando se bajan los impuestos altos y también cuando los impuestos bajos se suben, pero en ambos casos a un ritmo que decrece conforme se imponen las declaraciones menguantes.

Ahora bien, se diría que es lógico y geométricamente necesario que entre el 0 y el 100 por ciento haya un índice fiscal que dé los máximos ingresos al Estado. El resultado de esta idea es la curva de Laffer que vemos en la ilustración. El razonamiento convence a muchas personas que, creyendo que la economía está en el lado bueno de la crisis, aducen que bajar los impuestos aumentaría notablemente los ingresos públicos.

Pero ¿está realmente tan claro lo que sucede en el centro de la curva como lo que ocurre en los extremos? Martin Gardner, en un artículo humorístico publicado en Scientific American, construyó una neocurva de Laffer cuyo centro era una maraña inextricable pero cuyos extremos eran idénticos a los de la curva anterior. La curva de Gardner tiene muchos puntos de ingresos máximos, pero cuál se alcance, en el caso de que se alcance alguno, depende de una cantidad inconcreta de contingencias históricas y económicas. Estos factores y su interacción son demasiado complicados para que los determine la variación de una sola variable como los impuestos.

Por lo general no nos damos cuenta de la interconexión de las variables en cuestión. Los tipos de interés influyen en los índices de desempleo, que a su vez influyen en los ingresos públicos; los déficit presupuestarios afectan a los déficit comerciales, que hacen oscilar los tipos de interés y la cotización de la moneda; la seguridad del consumidor puede elevar el mercado bursátil, lo cual altera otros índices. Hay superpuestos ciclos económicos naturales de diversos periodos; el aumento de un índice o cantidad repercute, para bien o para mal, en otro índice, afianzándolo o debilitándolo mientras éste, a su vez, afianza o debilita aquél. Éstas y otras mil interacciones más complicadas caracterizan la economía.

La idea de sistema dinámico no lineal puede ser útil para articular estas interconexiones y, lo que es más importante para mi propósito, aclara hasta cierto punto por qué no hay que esperar exactitud cuando se predicen trayectorias políticas o económicas. Antes de definir el sistema mencionado quisiera describir una herramienta más tangible, una mesa de billar. Imaginemos que unos veinte o treinta obstáculos esféricos se clavan a la superficie en la posición más aleatoria (véase el diagrama). El juego consiste en contratar al mejor carambolista que conozcamos, decirle que ponga la bola en un punto concreto de la mesa y que dirija la tacada hacia uno de los obstáculos esféricos. A continuación hay que decirle que repita la tacada, desde el mismo sitio, pero con otra bola. Aunque la variación del ángulo de la segunda tacada sea de una fracción de minuto, las dos bolas seguirán muy pronto trayectorias distintas. La diferencia infinitesimal del ángulo del impacto se multiplicará en los sucesivos choques con los obstáculos y una bola acabará por chocar con un obstáculo que no está ya en la trayectoria de la otra, punto en que termina todo parecido entre las dos trayectorias.

La sensibilidad de la trayectoria de las bolas de billar a las variaciones más insignificantes en el primer ángulo no es muy diferente, por ejemplo, de la supeditación de la genética personal al zigzagueante espermatozoo que llega al óvulo. Este imperio de la casualidad recuerda por otro lado las desproporcionadas consecuencias de acontecimientos inconsecuentes en apariencia: los aviones perdidos, los encuentros accidentales y las equivocaciones extrañas que forman y reforman nuestra vida. (Conozco a una jefa de personal que rechazó en cierta ocasión la oferta laboral de un inglés muy capacitado porque, hablando de publicaciones y pornografía, dijo riéndose que su madre había aparecido en un número de la revista Peep Hole [Agujero para mirar]. La jefa de personal pensó que o era verdad o era un chiste malo. Más tarde comprendió que el otro se había referido a la revista People). La inevitable ampliación de minúsculas diferencias de detalle es sólo uno de los factores que sugieren que la economía es casi inmune a las predicciones.

Técnicamente, los sistemas dinámicos no lineales no son mesas de billar ni sistemas económicos, sino espacios matemáticos en los que se definen campos vectoriales. Un campo vectorial puede concebirse como una ley funcional diciendo, en efecto, que «si un objeto está actualmente en el punto x, se mueve a continuación al punto f(x), luego al punto f(f(x)), y así sucesivamente». La ley es no lineal si, por ejemplo, las variables afectadas se elevan al cuadrado o se multiplican entre sí, y la sucesión de posiciones del objeto es su trayectoria. Una trampa matemática nos permite concebir el movimiento de un objeto imaginario en un espacio de muchas dimensiones en vez de pensar en el movimiento de muchos objetos en un espacio de pocas dimensiones.

A efectos aclaradores, olvidemos la importante diferencia que hay entre lo que es un modelo matemático y lo que forma parte de la realidad, y pensemos en un sistema como si fuese una serie de partes cuyos movimientos e interacciones se pudieran describir mediante reglas y/o ecuaciones, aunque imprecisas. El servicio postal, la circulación de la sangre humana, la ecología local y el sistema operativo del ordenador con que escribo son ejemplos de este concepto informal de sistema. Un sistema no lineal es aquel cuyos elementos —y repito que hablo de manera informal— no están vinculados de manera lineal o proporcional. No están vinculados, por ejemplo, como lo están en una báscula de baño o en un termómetro; duplicar la magnitud de una parte no duplicará la de otra y el efecto no es proporcional a la causa. Los sistemas lineales suponen ecuaciones como Z = 7X + 2Y; los sistemas no lineales tienen ecuaciones como Z = 5X2 + 3XY.

Puede decirse que la teoría del caos (y, en menor medida, el estudio de los sistemas no lineales) nació en 1960, mientras el meteorólogo Edward Lorenz jugaba con el modelo informático de un sistema climatológico sencillo. Introduciendo números en el modelo, obtuvo una serie de mapas climatológicos. Luego, al activar otra vez el programa, introdujo números con tres decimales y no con seis y comprobó que los mapas climatológicos resultantes no tardaban en diferenciarse de los anteriores y que las dos series de mapas acababan por no tener ningún parentesco apreciable.

Aunque el modelo no lineal de Lorenz era muy simple (tenía sólo tres ecuaciones y tres variables) y su programa informático primitivo, fue acertado lo que dedujo de aquella disparidad de mapas simulados por ordenador: no era ningún artificio, sino que se debía a las minúsculas variaciones en las condiciones iniciales del sistema. La verdad es que la meteorología no es capaz (ni siquiera el modelo simplificado a que nos referimos) de hacer predicciones exactas a largo plazo porque, al igual que la mesa de billar, es sensible a los cambios apenas perceptibles que se producen en las condiciones iniciales. Estos cambios producen otros ligeramente mayores un minuto después o unos centímetros más allá, lo que produce a su vez desviaciones más acusadas y todo el proceso se multiplica con el paso del tiempo hasta que es imposible predecir sus singularidades y aperiodicidades. Como es lógico, se cumplen ciertas predicciones generales (no caerá granizo en Tanzania, lloverá poco en el desierto, habrá grandes diferencias de temperatura entre una estación y otra), pero las previsiones concretas a largo plazo no sirven prácticamente para nada.

La sutil dependencia de los sistemas no lineales respecto de las condiciones iniciales ha recibido el nombre de efecto mariposa, por la idea de que una mariposa que agitase las alas en China, por ejemplo, podría determinar, varios meses después, la diferencia entre un huracán y un día de calma absoluta en el litoral atlántico de Estados Unidos.

Desde el hallazgo de Lorenz, ha habido muchos ejemplos del efecto mariposa en disciplinas que van desde la hidrodinámica (parte de la mecánica que estudia el movimiento de los fluidos) y la física (osciladores no lineales) hasta la biología (fibrilaciones y epilepsia) y la ecología (cambios poblacionales). Además, estos sistemas no lineales prueban la existencia de una compleja impredecibilidad que por lo visto aparece incluso cuando los sistemas se han definido mediante reglas y ecuaciones no lineales muy elementales. Las trayectorias que describen en el espacio matemático son fractales asombrosamente complicados y autosemejantes.

Un fractal es una enmarañada curva ondulada (o una superficie, un sólido o un objeto de más dimensiones) de complejidad creciente, pero similar cuanto más atentamente se mira. Una costa, por citar un ejemplo corriente, es una típica línea accidentada, al margen de la escala del trazado, es decir, que da lo mismo servirse de las fotos de los satélites para dibujarla entera que de las detalladas observaciones de una persona que recorre a pie una playa. Del mismo modo, la superficie de una montaña tiene aproximadamente el mismo aspecto tanto si la mira un gigante desde una altura de 60 metros como si la contempla un insecto a ras de tierra. Además, como ha señalado su descubridor, Benoît Mandelbrot, las nubes no son circulares ni elípticas, la corteza de los árboles no es lisa, el rayo no viaja en línea recta y los copos de nieve no son hexagonales. Por el contrario, estas y muchas otras formas visibles en la naturaleza —la superficie de los electrodos de una batería eléctrica, el interior esponjoso de los intestinos y los pulmones, la difusión de un líquido a través de arcillas semiporosas, la variación del precio de los bienes de consumo— son cuasi fractales y tienen los característicos zigzagueos, recovecos, entrantes y salientes prácticamente a cualquier escala, y cuanto más de cerca se observan, más complicadas son las sinuosidades, que siempre presentan el mismo aspecto.

Todo esto es muy interesante, pero ¿qué lección debería aprender de este asunto el lector de periódicos? Espero que aunque tenga sólo un conocimiento informal e intuitivo del comportamiento de muchas variables interactivas, del efecto mariposa, de los sistemas no lineales complejos, de la retroacción positiva y negativa, etcétera, se fije más en los diagnósticos superficiales y simplistas. Las estadísticas económicas habituales son notablemente imprecisas e indignas de confianza, y esta imprecisión y falta de fiabilidad se contagian. El lector de periódicos debería ser más cauto ante los artículos donde el efecto de las pequeñas diferencias —por ejemplo, descensos en algunos índices— parece exagerado; ante los artículos que hablan de la ventas generalizadas de acciones que se equilibran por sí solas; de las crónicas que señalan causas únicas o consecuencias inmediatas.

Se observará que la seguridad de las previsiones y predicciones sociales es mucho mayor cuando en vez de ser a largo plazo son a corto plazo; cuando se refieren a fenómenos sencillos y no a fenómenos complejos, y conjugan parejas de variables estrechamente relacionadas en vez de muchas en intrincada interacción; cuando se trata de anticipaciones vagas y no de predicciones concretas; y cuando no están contaminadas por las intenciones de los protagonistas. Se observará igualmente que muy pocas predicciones políticas y económicas cumplen estas condiciones; pues bien, éstas son las que hay que tomar en serio.

Para que a causa de estas simples y breves sugerencias no se me acuse de olvidar mis propios recelos ante la brevedad simplificadora (o de dar la paradójica consigna de «basta de consignas»), quisiera decir aquí que hay una abundante investigación, teórica y empírica, que apoya este consejo. Los modelos matemáticos de la economía, por ejemplo, no se reproducen bien en un marco lineal. Las variables de los modelos realistas interactúan según pautas marcadamente no lineales y dan lugar a fenómenos como los descritos más arriba. Los modelos lineales se utilizan con regularidad, no porque sean más seguros, sino porque son más fáciles de procesar matemáticamente. (Los economistas y los físicos adoptan en ocasiones la misma política investigadora que el borracho que, cuando le preguntaron por qué buscaba las llaves al pie de la farola si las había perdido en el otro extremo de la calle, respondió que es que allí había más luz).

Además, los estudios de microeconomía empírica efectuados por Mosekilde, Larsen, Sterman, Brock, LeBaron, Woodford y otros sugieren que el caos se puede producir en el laboratorio. Los tres primeros, por ejemplo, idearon un juego consistente en un sistema de producción y distribución de cerveza, con fábricas, mayoristas y minoristas, todo de pega. Introdujeron regulaciones verosímiles en pedidos, existencias y tiempo, y pidieron a directivos, personal contratado y otras personas que desempeñaban otras funciones que jugaran como si todo fuera en serio y con objeto de tomar decisiones económicas sensatas. Descubrieron que la interacción de los jugadores llegaba a producir caos: variaciones aperiódicas e impredecibles en las existencias, retrasos importantes en el cumplimiento de los pedidos y sensibilidad extrema a los pequeños cambios en las condiciones iniciales.

Siempre es peligroso y a menudo estúpido aplicar resultados técnicos fuera de su dominio original, sobre todo cuando queda mucho trabajo matemático por hacer. Sin embargo, creo que la teoría del caos (y muchas otras cosas) nos aconseja que seamos escépticos cuando leamos artículos sobre planificaciones políticas, económicas o militares de alguna complejidad. Muchos sistemas más sencillos, regidos por leyes transparentes y deterministas, son escurridizamente impredecibles.

Aunque la teoría del caos hace dudar de la validez a largo plazo de muchas previsiones sociales, apunta también algunas ideas constructivas, aunque vagas, para tenerlas presentes al leer artículos sobre economía y otros sistemas sociales. Una dice que un cambio real en los sistemas suele exigir la reorganización de su estructura. Otra, que para producir cambios en un sistema concreto hay que buscar puntos de apoyo máximo, puntos que con frecuencia no son evidentes y que a veces están lejos de los efectos que se buscan. Otra, que hay pruebas de que hace falta un poco de caos para que los sistemas se estabilicen y recuperen.