Había dos carteles junto a la entrada de la fábrica. El mayor tenía las palabras hall Brothers en rojo sobre fondo blanco. El segundo cartel, justo debajo, era más pequeño y nuevo, prohibida la entrada, decía.
Cuando el coche de John Hall se alejaba lentamente, seguido de una procesión de furgonetas, David Hall se volvió hacia mí y dijo:
—No habéis empezado muy bien, ¿eh?
—Por lo visto, no —contesté.
David Hall parecía distinto en algo a la última vez que le vimos. Se mostraba mucho más serio. Consideré la posibilidad de iniciar una conversación informal para aliviar la tensión, pero tuve la sensación de que sería una pérdida de tiempo. Al parecer, él había renunciado a las bromas y la charla despreocupada de la otra vez.
—Habéis tenido suerte de que John no os haya mandado de vuelta a casa —continuó—. Ahora me llevas donde te indique.
Sin decir nada más, subió y se sentó en el asiento doble para los acompañantes de la camioneta. Mientras pasaba todo esto, Tam y Richie se habían quedado dentro de la caravana de modo que me encogí de hombros en dirección a ellos y cerré la puerta antes de unirme a David Hall dentro de la cabina. Él se mantuvo en silencio mientras yo conducía por el camino que llevaba a la fábrica, con la caravana a remolque detrás, y sólo volvió a hablar cuando llegamos a los corrales.
—Puedes aparcar aquí —dijo.
Como yo esperaba, Donald había hecho un trabajo perfecto con los corrales, aunque no entendí cómo lo había terminado en una sola semana. Todas aquellas traviesas de ferrocarril que habíamos descargado nosotros formaban un sólido complejo de cerramientos y puertas. Era un trabajo muy profesional. Alguien había aplicado recientemente creosota a toda la madera, lo que le daba un aspecto impecable. Había una suerte de espacio libre a la entrada, y era allí donde estaba previsto que pusiéramos la caravana. Mientras Tam y Richie la desenganchaban y fijaban, pregunté a David Hall si había algún sitio dónde pudiéramos conectar nuestro cable.
—Claro —respondió él, y desapareció dentro de la fábrica.
En cuanto se marchó, Tam se me acercó y dijo:
—No está muy simpático, ¿eh?
—¿Por qué lo iba a estar? —repliqué.
Después de todo, pensé, la verdad era que no podíamos esperar que los hermanos Hall estuvieran especialmente simpáticos, ¿no? Sobre todo después del lío que habíamos montado antes de las fiestas. Llegar tarde la noche anterior tampoco contribuía mucho, claro. Lo intentamos, pero fue de todo punto imposible llegar allí más deprisa con aquella caravana a rastras. A pesar de todos sus cálculos exactos, Donald nunca parecía tener previsto eso. Habían dado las seis mucho antes de que nos acercáramos al final del viaje, y tan pronto comprendimos que no lo íbamos a conseguir dejamos de apresurarnos. Entonces Tam insistió en que ya «no teníamos prisa» y nos parásemos a tomar un par de pintas en el Queen’s Head. Yo dije que no me parecía una buena idea ir hasta allí sólo para eso. Al final Tam y Richie estuvieron de acuerdo en comprar unas latas en algún sitio y olvidarnos del pub por aquella primera noche. Para cuando llegamos a la fábrica ya eran las nueve, y la puerta de la cerca estaba cerrada. Así que nos limitamos a arrastrarnos hasta la caravana con nuestras latas y pasar la noche allí. No fue un comienzo muy bueno.
Me hallaba enfrascado en todo esto cuando se abrió un ventanuco en la fachada de la fábrica y apareció un brazo. La regordeta mano de David Hall empezó a hacernos señas impacientes, de modo que agarré rápidamente el cable y se lo di por el ventanuco. Acto seguido probé el fluorescente. Como siempre, zumbaba con fuerza.
—A ver, las comidas —dijo, cuando volvió a salir—. Las horas de comer son las siete, las doce y media y las seis. Si os dais prisa, todavía tenéis tiempo de desayunar.
Este repentino anuncio supuso una agradable sorpresa. Donald no nos había dicho nada de que los hermanos Hall nos darían de comer, y las cosas empezaron a parecer mejores de inmediato. Camino del comedor, bordeamos el muelle de carga de la fábrica, donde en ese momento estaban aparcadas todas las furgonetas con los refrigeradores en marcha. El muelle estaba desierto: los hombres de la fábrica estaban desayunando. Cuando entramos en el comedor casi no se fijaron en nosotros. Lo único que parecía interesarles era engullir platos llenos de salchichas y volver al mostrador a por más. El otro de los hermanos Hall (que después nos enteramos de que se llamaba Bryan) todavía estaba detrás de la barra sirviendo salchichas fritas, a la parrilla o cocidas. Nos sirvió un buen plato a cada uno, y nos dirigimos a un rincón donde encontramos una mesa libre. No me di cuenta del hambre que tenía hasta que me puse a comer, y pronto dejé el plato vacío. Lo mismo les pasó a Tam y Richie. Volvimos al mostrador a los pocos momentos, llevamos a la mesa un tazón de té cada uno y luego nos quedamos allí sentados completamente satisfechos del mundo.
—Es un coñazo que sólo haya salchichas —soltó Tam, cuando terminó la última—. Unos pocos huevos y unos tomates habrían estado bien.
—O champiñones y tostadas —sugirió Richie.
Uno o dos de los que estaban en las mesas cercanas nos miraron como si hubiéramos dicho algo fuera de lugar. Por encima del borde del tazón advertí que David Hall entraba en el comedor y venía a nuestra mesa. Tam y Richie estaban de espaldas a la puerta y no se percataron de que se acercaba. Los dos se sobresaltaron cuando le oyeron hablar.
—¿Has terminado?
—Sí, gracias —respondí, colocando mi cuchillo y tenedor cuidadosamente en el centro de mi plato vacío.
—¿Quieres algo más?
—No… no, gracias.
—¿No te gustan nuestras salchichas, entonces?
—Están muy ricas. Pero ya he comido dos platos.
—Ya veo. —David Hall estaba muy cerca de nosotros. Se volvió y se dirigió a Tam.
—¿Y tú?
—Lo mismo que éste.
—¿Te refieres a que tampoco te gustan?
—No… sólo que ya estoy lleno, gracias.
Para entonces el murmullo general del comedor había cesado. Todos habían dejado de comer y estaban escuchando la conversación.
—Bueno, pues esto es de lo más desagradable —dijo David Hall—. Teníamos la impresión de que nuestras salchichas os gustarían.
—Y nos gustan —repliqué.
—¡Pues las habéis rechazado y habéis dicho que no os gustan!
—Nada de eso.
—Decidíos. —Nos miró a los tres unos instantes—. Muy bien —dijo, al fin—. Si habéis terminado, lo mejor será que vayáis a la oficina. John quiere veros antes de que empecéis a trabajar.
El silencio desapareció cuando nos precedió al salir del comedor. Bryan Hall estaba de pie junto a la parrilla, y cuando pasamos yo saludé con la cabeza y dije:
—Gracias.
Pero él sólo me miró y no dijo nada.
David Hall nos hizo pasar a la sala de espera que había junto a los despachos y allí nos dejó mientras él iba en busca de su hermano. Al mirar por la ventana, observamos que los hombres del comedor se dirigían lentamente de vuelta a la fábrica.
—¡Eso sí que sería jodido de verdad! —soltó Tam—. Tener que trabajar aquí todo el tiempo.
—No creo que me gustara —dije—. ¿Y a ti, Richie?
—No, claro, desde luego que no.
Richie estaba mirando un cuadro de la pared. No había otra cosa que hacer, de modo que fuimos a echar una ojeada.
Era un dibujo enmarcado de un niño a bordo de un bote de remos. Lo acompañaba una canción infantil:
Si Jack a casa llega pronto
Podrá ponerse de comida como un tonto.
Pero si se retrasa y no se da prisa
Le calentaremos el culo y no le dará nada de risa.
—Encantador —observé.
El picaporte de la puerta giró y entró John Hall, que llevaba puesta una bata blanca de carnicero.
—Tengo entendido que no os gustan nuestras salchichas —dijo.
—No —puntualicé—. En realidad, nos gustan.
—Pues por lo que me han contado no es así.
Míster Hall hundió las manos en los bolsillos y miró fijamente el suelo durante un buen rato.
»Con todo, tengo mis dudas de que vuestra opinión cuente mucho a la larga. —Nos echó un vistazo rápido—. ¿Sabíais que perdimos el contrato de las comidas para colegios?
—Vaya —dije—. Lo lamento.
—Sí, ha sido muy duro de aceptar.
—¿No hay ninguna posibilidad de recuperarlo? —pregunté.
—Quizá. De hecho, por eso estáis vosotros aquí.
—¿Cómo?
—Sí, mira, hay sitio de sobra para hacer mejoras. Y ahora no os volveréis a largar, ¿verdad?
—No, claro.
—¿«No», o «claro»?
—No.
—Eso espero. Oye, David, ¿estás ahí?
David Hall apareció a la puerta con una tablilla sujetapapeles en la mano.
—Todo está en orden, John —dijo.
—Bien. —John Hall firmó un papel y luego volvió a dirigirse a nosotros—. Ahora creo que deberíamos hacer un recorrido por el perímetro. Estos planos y diagramas están muy bien, pero hace falta que os hagáis una idea exacta del cerramiento por vosotros mismos. Vamos.
Nos llevó fuera y nos precedió hasta el extremo de la fábrica, donde pasamos por delante de la enorme pila de postes nuevos que habíamos visto en el camión.
—Los materiales llegaron a tiempo —dijo—; pero vosotros no.
La nueva cerca debía formar una hilera que se extendiera a lo largo del extremo del terreno de los hermanos Hall, y estaba señalada por una serie de estacas de madera clavadas en el suelo, presumiblemente puestas allí por Donald. Era un alivio volver a trabajar al aire libre y dedicarme a algo de lo que entendía un poco. Después de todo, aquella conversación sobre las salchichas y las comidas para colegios me pareció que sólo había sido una especie de examen. Tam y Richie habían salido relativamente bien librados, pero incluso a ellos les rodeaba un aire de derrota. Yo lo único que quería era volver al trabajo. Antes, sin embargo, teníamos que acompañar a míster Hall en su paseo. No había mucho que ver. El terreno alrededor de la fábrica ya estaba dividido en varios campos demarcados por las cercas existentes. Nos detuvimos brevemente junto a una, y me fijé en que llevaba la chapa plateada de hall bros.
—Éstas las construyeron los nuestros —dijo míster Hall.
—Hummm, buen trabajo —señalé, tirando de un alambre.
—Sí, seguramente —precisó él—. Pero no son suficientes para nuestras demandas actuales.
—¿Significa eso que las tenemos que derribar?
—No, de eso nos ocuparemos nosotros. Vosotros daos prisa con la cerca nueva. Los animales estarán pronto aquí.
No me molesté en preguntar qué tipo de «animales» necesitaban una cerca electrificada de dos metros de altura. Después de que John Hall nos dejara solos, Tam y Richie se fumaron un cigarrillo y a partir de entonces hubo muchos «que le den por el culo». El trabajo parecía un pelín excesivo, pero yo sabía que una vez que lo empezáramos, lo más probable era que ambos lo hicieran bien. De modo que recogimos la camioneta y volvimos al fondo de la fábrica por unos postes guía. Eran enormes y sólo podían levantarlos dos hombres. Cargamos media docena a mano en la camioneta, y ésta se fue hundiendo poco a poco comprimiendo las ballestas. Luego salimos despacio a la línea de la cerca y empezamos a trabajar. Tam y Richie consiguieron levantar el primer poste con rapidez, considerando el tamaño que tenía. Cavaron un agujero profundo y estrecho, lo metieron, y apretaron la tierra excavada alrededor de la base. Tuve que admitir que parecía muy impresionante allí tieso, y cuando tuvimos instalados unos cuantos más empezamos a entender el sentido de todo aquello.
Sin embargo, todavía teníamos el problema de martillar los postes en punta. La idea de Donald de que usáramos una escalera de mano me había parecido un tanto complicada, como así se demostró. Probamos durante un rato, pero Tam se quejó de que no podía asentar bien los pies y de que iba a darse una leche en cualquier momento. Al final optamos por subirnos al techo de la camioneta para martillarlos. Eso funcionó estupendamente, pero resultaba lento porque teníamos que mover la camioneta a lo largo de la cerca todo el rato. No era muy práctico, la verdad.
—La empresa debería tener un mazo mecánico para postes —señalé—. Una vez vi una demostración con uno. Ponía un poste con unos pocos golpes.
—Eso no me suena bien —dijo Tam.
—¿Por qué no?
—Bueno, podría dejarnos sin trabajo, ¿o no?
—¿Es que eres un ludita? —pregunté.
—¿Y qué es eso?
—Uno que desconfía de los nuevos inventos.
—No.
—Bien. Entonces no querrás dedicarte a clavar postes el resto de tu vida, ¿verdad?
Tam me miró y se encogió de hombros.
—No me importaría.
Aquella noche en el comedor temíamos que en el menú sólo volviera a haber salchichas, pero en lugar de eso nos dieron filete y empanada de riñones. Evitamos cuidadosamente la conversación sobre la cantidad y la calidad de la comida, y en vez de ello hablamos de la posibilidad de encontrar cerca un pub decente.
—Creo que deberíamos ponernos en marcha a las siete —sugirió Tam—. Deberíamos encontrar uno para y cuarto.
—O eso, o largarnos después de la cena, encontrar uno, volver aquí y luego ir otra vez —terció Richie.
—Y, en todo caso, no volver hasta encontrarlo.
—Espera un momento —le interrumpí—. No te olvides de que cierran las puertas de la cerca a las seis. No podemos ir en la camioneta.
—Tendrás que pedirles que nos dejen salir —dijo Tam.
—¿Por qué yo? —pregunté.
—Porque eres el encargado, claro.
—Pues no lo voy a hacer.
—Bueno, pues a mí no me apetece andar, joder —soltó Richie.
—No tenemos otra elección —dije—. A menos que quieras decírselo tú.
Tam se volvió hacia Richie.
—¿Qué piensas tú, Rich?
—Que por lo visto vamos a tener que andar.
—Que le den por el culo.
Al volver a la caravana, donde el fluorescente siguió zumbando con fuerza, echamos un vistazo al plano de carreteras de Donald. La línea verde terminaba en la fábrica, y no había nada más. El único pub que conocíamos era el Queen’s Head, y estaba varios kilómetros después de Upper Bowland; demasiado para ir andando.
—Sólo tenemos que seguir la carretera de Lower Bowland —indiqué—. Veremos adonde lleva.
—¿Te vas a cambiar, Rich? —preguntó Tam.
—Sí, me voy a poner las botas de vaquero por si tenemos que andar mucho —contestó Richie.
—Y yo.
Estuvieron listos en unos dos minutos. Recorrimos a oscuras el camino de entrada, saltamos la cancela de la cerca, e iniciamos nuestra larga caminata en busca de un pub. La carretera estaba oscura y poco frecuentada. Esporádicamente pasábamos delante de pequeños pueblos y casas aisladas, algunas con las cortinas corridas y las luces encendidas dentro; otras en apariencia vacías y con las luces apagadas. De vez en cuando pasaba un coche, con los faros que brillaban entre los setos y nos deslumbraban, y que luego se perdía en la oscuridad. En una o dos ocasiones tratamos de hacer dedo, pero sabíamos que era una pérdida de tiempo. ¿Quién se iba a detener para recoger a tres desconocidos en un sitio inhóspito, a oscuras? Seguimos caminando hechos polvo más de una hora, cuando la carretera hacía una amplia curva para revelar algo tan poco prometedor como una señal de tráfico, un triángulo rojo sobre fondo blanco y las palabras ESCALÓN LATERAL TRES KILÓMETROS.
—No podemos hacer esto todas las noches —dije—. Y menos después de haber pasado el día trabajando. Vamos a acabar muertos, joder.
—Bien, tendremos que pedir la llave nosotros o algo, ¿no crees? —dijo Tam.
Me gustó cómo de repente éramos «nosotros». Probablemente Tam tuviera toda la razón. No queríamos hacer eso todas las noches. Nos volveríamos locos. Teníamos que pensar en cómo pedirle una llave a míster Hall al día siguiente. O si no, al otro.
Al cabo de otro kilómetro apareció a lo lejos una luz tenue y, por fortuna, llegamos al fin a un parquecillo, donde había una cabina telefónica en un extremo y un pub en el otro.
—Ya era hora, joder —soltó Tam.
Pensé en telefonear a Donald para informarle del trabajo, pero decidí que podía esperar.
El pub se llamaba el Masones Arms. Un gran árbol de navidad con luces encantadoras había sido colocado dentro de medio barril junto al porche, y clavado en la puerta había un cuadro de Santa Claus, que sonreía y hacía sonar una campanilla. El pub sin embargo, estaba vacío. Cuando entramos, el tabernero estaba sentado en un taburete muy alto del extremo de la barra, y montaba la maqueta de un avión. Al vernos pareció sorprendido.
—Llegan pronto —soltó, a modo de saludo—. La mayoría de la gente no se deja caer por aquí hasta las diez.
—Bueno —dije—, será un poco de trabajo extra para usted.
—Una pinta por cabeza, ¿no, chicos?
—Pues sí.
—¿En jarra?
—No, no, gracias.
—La mayoría prefiere jarra.
—No, en vaso, gracias.
—Están en su derecho.
Me pregunté si otras personas en otros pub del país estarían teniendo la misma conversación. Tam y Richie ya se dirigían a una mesa del extremo más alejado del local, así que aquella ronda me tocaba pagarla a mí.
Cuando llegué a la mesa ellos parecían decaídos.
—Esto es una mierda —murmuró Tam—. No hay nadie.
—A lo mejor viene alguien más tarde —señalé.
—A lo mejor.
—Y encima la cerveza parece meados —opinó Richie.
De modo que me senté a la mesa elegida, y esperé a que pasara la noche. Al cabo de una media hora, el tabernero desapareció dentro de una habitación de detrás de la barra y nos dejó completamente solos. Cuando volvió, llevaba un tazón de té en la mano.
—Hay que joderse —dijo Tam, tranquilamente—. Uno nunca pilla a Jock tomando té cuando está atendiendo la barra.
No fue hasta bien entradas las diez cuando aparecieron los primeros parroquianos del pueblo y se sentaron frente a la barra en los que evidentemente eran sus taburetes habituales. El tabernero dejó a un lado su avión y se puso detrás de la barra, lo que le permitía tomar parte en las diversas conversaciones que mantenían los clientes. Cuando una o dos personas subieron la voz, en el pub se instaló un ruido de fondo, de modo que ya no tuvimos que bajar la voz para hablar entre nosotros.
—¿Os habéis fijado en que no hay mujeres trabajando en Hall Brothers? —apunté.
—Ya me he fijado —dijo Richie—. Ni siquiera en el comedor.
—Tampoco aquí hay ninguna, ¡joder! —se quejó Tam.
La última ronda en el Mason’s Arms significaba la última ronda de la noche, así que estuvimos de nuevo en la carretera cuando sólo habían dado las once y cuarto. El regreso a la fábrica pareció durar mucho más tiempo que la ida, y la temperatura había bajado. Para cuando distinguimos la cancela de entrada, el calor que nos había proporcionado la cerveza había desaparecido por completo. Al llegar al sendero de entrada observamos que el muelle de carga estaba iluminado por unos focos. Había varias furgonetas alineadas con el motor en marcha, y el ruido resultaba aumentado por el de sus sistemas de refrigeración. Algunos de los hombres dejaron lo que estaban haciendo y miraron hacia nosotros mientras nos acercábamos.
—¿Qué están mirando? —preguntó Tam.
—Nada —respondí—. No les hagas caso.
—Fijaos —dijo Richie—. Nos han robado.
En cualquier caso, eso parecía. La puerta de la caravana había sido forzada y la luz estaba encendida. De pronto David Hall apareció en la entrada, con una escoba y un recogedor en la mano.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó.
—En el pub —contesté.
—¿Es que aquí ya no teníais nada que hacer?
—La verdad es que no.
—Me dejas de piedra. ¿Quién os va a lavar los calcetines?
—¿Cómo dices?
—Y no parece que esas manos frieguen nunca los platos.
—¿Cómo? —dije—. Ah no… bueno…
Se apartó de la puerta y nos dejó entrar. Yo no podría asegurar si había estado registrando la caravana o sólo ordenándola. En todo caso no estaba seguro de qué decir. A lo mejor simplemente nos daba en los morros con su autoridad, pero en aquel momento se me ocurrió que los hermanos Hall tenían unas ideas muy raras sobre lo que era importante y lo que no. Nos sentamos en nuestras respectivas camas mientras él nos contemplaba desde la puerta, sacudiendo despacio la cabeza.
—No sé por qué no podéis quedaros en casa por la noche —dijo, al fin.
—No hemos ido muy lejos —aclaré.
—No he dicho que hubierais ido lejos.
Sonó una campana dentro de la fábrica. David Hall se miró el reloj, soltó un gruñido y se perdió en la oscuridad.
—Hay que joderse —soltó Richie, después de que se hubiera marchado—. Es peor que mi madre.
Echamos una rápida ojeada por la caravana tratando de averiguar lo que David Hall había estado haciendo, pero en realidad estábamos demasiado cansados para llegar a ninguna conclusión razonable.
—¿A quién coño le importa? —dijo Tam, dejándose caer en su cama—. Voy a dormir.
Fue más fácil de decir que de hacer. El alboroto combinado de los refrigeradores de las furgonetas y de las operaciones en el muelle de carga y descarga continuó hasta bien avanzada la noche. Sonaban campanas. Venían y se iban otros vehículos, y las pesadas puertas se cerraban con fuerza cuando voces desconocidas daban instrucciones. Hasta las tres no se marchó la última furgoneta.
—¿Todavía estáis despiertos? —dijo Tam.
—No —contestó Richie.
—¿Os habéis fijado en que nunca hemos visto que esos tipos de la fábrica se vayan a sus casas?
—Probablemente ese cabrón no les deje.
—No… je. Bueno, a dormir.
—Buenas noches.
A la mañana siguiente, después de haber desayunado a base de salchichas, seguimos trabajando en la nueva cerca. Al cabo de un par de horas nos fijamos en un gran grupo que se acercaba procedente de la fábrica. Eran los hombres del comedor, pero en lugar de las batas blancas de carnicero todos llevaban monos azules. David Hall les acompañaba.
—¿Tienes un cigarrillo, Rich? —dijo Tam.
Richie sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la camisa y extrajo el encendedor de los pantalones vaqueros. Luego encendieron los pitillos y se quedaron fumando uno junto al otro. Fue su excusa para interrumpir el trabajo y ver lo que estaba pasando, pero no me importó porque habíamos estado trabajando a tope toda la mañana. A juzgar por las animadas conversaciones que podíamos oír, cualquiera hubiese pensado que los hombres iban a una fiesta campestre o algo así, pero cuando llegaron a la primera cerca de los hermanos Hall comprendimos a qué habían salido. Dirigidos por David Hall, se pusieron a desmantelar la cerca con rapidez y eficacia, retirando los postes y la alambrada antigua. El improvisado equipo de derribo terminó pronto con la primera cerca y continuó con la siguiente. Mientras trabajaban, David Hall hacía de supervisor, mirando ocasionalmente en dirección a nosotros. Eso bastó para mantener a Tam y Richie motivados el día entero, y por la tarde estaba instalada la primera hilera de postes. Entretanto, los empleados de los hermanos Hall habían quitado todas las cercas antiguas dejándonos un sitio despejado donde trabajar. Cuando empezaba a anochecer ellos se dirigieron de vuelta a la fábrica y nosotros volvimos a la caravana.
—Seguro que hay otra vez la mierda de filete y de empanada —dijo Tam, cuando nos tumbamos a descansar en las literas.
—Bueno, a mí me parece que la empanada está bastante rica, la verdad —repliqué.
—Pero no nos apetece todas las noches, ¿verdad?
—No, creo que no.
Richie hizo una sugerencia.
—¿Por qué mañana no vamos a comprar algo distinto por nuestra cuenta?
Miré a Tam.
—¿Qué te parece la idea?
—No tengo pasta.
—¿Cómo? ¿Nada?
—Nada de nada.
—¿Cuánto tienes tú, Rich?
—Uno de cinco.
—No hay ni para empezar.
—Así es.
Claro, eso significaba que yo iba a tener que empezar a darle el coñazo a Donald sobre la paga. En caso contrario, terminaría dejándoles dinero a Tam y Richie, y no quería volver a pasar por eso. De momento, el comedor o nada. Y la verdad, no nos podíamos quejar. La comida estaba bien y había té de sobra. Algo después estábamos sentados a nuestra mesa habitual cuando recibimos otra visita de David Hall.
—¿Habéis terminado? —preguntó.
—Sí, gracias —contesté.
—¿Queréis algo más?
—No… Gracias, de todos modos.
—Entonces os acostaréis pronto, ¿no?
—Bueno, a lo mejor luego nos acercamos hasta el pub —expliqué—. Tengo que llamar por teléfono.
—¿Y volveréis inmediatamente después?
—Puede que nos retrasemos un poco.
—Ya veo.
Introdujo la mano en el bolsillo y sacó un puñado de chapas que llevaban grabadas las palabras hall bros.
—Poned esto en la cerca cuando esté terminada, ¿entendido?
Las colocó en la mesa delante de mí.
—En realidad —dije—, normalmente no ponemos cosas de ésas en nuestras cercas.
—Nosotros preferimos que las pongáis —puntualizó.
Eché una ojeada a Tam y a Richie. Los dos miraban con mucha atención sus tazones de té.
—Entonces, vale —dije, guardándome las chapas en el bolsillo.
Después de que se hubiera ido David Hall, Tam dijo:
—No le has pedido la llave.
—No —admití—. Se me ha olvidado.
Mientras estábamos sentados en silencio terminando nuestros tazones, Bryan Hall vació una tartera de agua encima de la parrilla, de modo que ésta echó humo y chisporroteó. Luego se puso a frotarla y sólo se interrumpió para mirarnos cuando nos íbamos.
Aquella noche la caminata hasta el pub no fue tan desagradable, pues ya sabíamos cuántas curvas había que doblar. Con todo, seguía siendo un trayecto largo, y decidí pedir una llave a John Hall al día siguiente. Cuando finalmente llegamos al Mason’s Arms, Tam y Richie pidieron cervezas mientras yo llamaba por teléfono a Donald.
—¿Cómo va eso? —empezó él.
—Muy bien —contesté—. Ya hemos terminado con los postes del primer tramo y mañana pondremos la alambrada.
—Bien. Luego podéis conectar la electricidad.
—Verás, eso vamos a dejarlo para cuando estén instaladas todas las cercas.
—Está previsto que se conecten según vayáis terminando, tramo a tramo.
Eso era nuevo para mí.
—¿Tan importante es? —pregunté.
—Me temo que sí —dijo Donald—. Me suena a que andáis racaneando.
—No, en absoluto.
—Queremos tener contento al señor Hall, ¿no?
—Eso creo.
—Pues conectad tramo a tramo, por favor.
—Vale.
—A propósito —continuó él—, ya tenéis los uniformes listos. Haré que os los manden a su debido tiempo.
—Ah… bueno. Oye, ¿puedes mandarnos algo del sueldo?
—¿Para qué?
—Necesitamos dinero para comida y cosas.
—Convinimos con el señor Hall que comeríais tres veces diarias en el comedor.
—Ya lo sé.
—Por lo tanto, no necesitáis dinero.
—Pero sólo nos dan empanadas y salchichas.
Hubo un silencio.
—¿Es que no os gustan las salchichas de míster Hall?
—Sí, pero… —En aquel momento el teléfono empezó a hacer la señal—. Es la última moneda que me queda.
—Muy bien —dijo Donald—. Mantenme informado.
Después el teléfono quedó mudo. Respiré a fondo, crucé el parquecillo hasta el Mason’s Arms y entré. Detrás de la barra, el tabernero estaba ocupado aplicando una capa de pintura a los extremos de las alas de su avión. Me saludó sin ganas y dijo que mis «colegas» ya tenían mi cerveza. Tam y Richie estaban sentados a la misma mesa de la noche anterior, en las mismas sillas. Cuando me senté yo, me contaron tranquilamente que el dueño les había estado haciendo todo tipo de preguntas sobre cerramientos.
—¿Qué tipo de preguntas? —inquirí.
—Las normales —respondió Tam—. ¿Por qué hacen preguntas todo el rato?
—A lo mejor les interesa —sugerí.
—Yo no ando por ahí preguntándole a la gente por su curro, ¿no?
—No.
—Lo único que quiero es una jodida pinta de cerveza.
—Pues es la única de la que vas a disfrutar. Donald dice que no recibiremos la paga.
Miré a Tam y Richie a la cara y me pregunté si Donald se daba cuenta de las consecuencias de sus decisiones. Al no mandar la paga, más o menos estaba sacando a aquellos dos de sus casillas. Por el tiempo que llevaba con ellos, yo sabía que sólo podían trabajar de día si tenían la perspectiva de unas cervezas por la noche. Donald no parecía entender esto, y como de costumbre me tocaba a mí conseguir que siguieran en marcha. Me tocaba prestarles dinero hasta que decidiera pagamos. Y, claro, me tocaba a mí tratar con los hermanos Hall.
El caso fue que no volvimos a encontrarnos con ellos hasta la tarde siguiente, cuando tuvimos fijas y tensas la mayoría de las alambradas. Richie se fijó de pronto en John Hall, que se acercaba procedente de la fábrica, y los tres nos esforzamos el doble con nuestras respectivas tareas.
—No le encontrará ningún defecto —dijo Tam—. Está recta, perfectamente.
Míster Hall parecía comunicativo, de buen humor.
—Sí, esto servirá —dijo, cuando llegó junto a nosotros—. Esto es lo que las mantendrá controladas.
Con las manos hundidas en los bolsillos de su bata blanca se quedó mirando el terreno de al lado a través de la alambrada.
—¡Nos comprometimos a unos trabajos de aúpa! —declaró—. Sin embargo, ¡nos hemos quedado sin el contrato de las comidas para colegios! ¡Las autoridades siempre imponen nuevas exigencias, una tras otra! Esta vez parece que debemos proporcionar más espacio vital. ¡Muy bien! Si eso es lo que quieren, ¡seguiremos construyendo cercas para siempre si es necesario! ¡Construiremos corrales y cercados y cerramientos! ¡Y nos aseguraremos de que nunca las volveremos a perder!
Mientras míster Hall hablaba, Tam, Richie y yo nos manteníamos tensos cerca de él. Yo no estaba seguro de si se dirigía a nosotros o sólo hacía observaciones generales. Era evidente que el contrato de las comidas para colegios significaba para él más de lo que nosotros suponíamos. Al cabo de unos momentos pensando en silencio, nos miró y volvió a comprobar la cerca.
—Creo que a continuación conectaréis la electriddad.
—Sí —dije—. La conectaremos mañana.
—Está bien. Cuanto antes, mejor.
Míster Hall echó otro vistazo a la cerca nueva, y a continuación regresó por donde había venido.
—Me alegraré mucho cuando volvamos a nuestro trabajo normal —dijo Tam.
Yo no podía estar más de acuerdo, pero antes teníamos que terminar con ése, de modo que en cuanto se hubo ido John Hall hice que Tam y Richie reanudaran la instalación del alambre de espino de la parte superior de la cerca, lo que representó un esfuerzo tremendo. Trabajar con alambre de espino a una altura normal era difícil, pero hacerlo en la parte de arriba de una cerca de dos metros, donde además había cuatro alambres, lo era mucho más. Tuvimos todo tipo de enredos, y estaba oscuro antes de que por fin pusiéramos el último alambre. Agotados, volvimos arrastrando los pies hacia la fábrica mientras crecía la oscuridad, con la única perspectiva de un filete y una empanada de riñones. Cuando nos acercábamos a la caravana vimos que dentro había luz encendida.
—¡Hay que joderse! —exclamé—. ¿Y ahora, qué?
Abrimos la puerta y miramos dentro. Morag Paterson estaba sentada en el extremo de la cama de Tam.