Tardamos lo que restaba de semana en terminar aquella zanja. Todos los días aparecíamos por el trabajo, cogíamos nuestras palas del depósito de herramientas y seguíamos cavando. En otras circunstancias, es probable que hubiésemos liquidado el trabajo en dos o tres días, como había calculado Donald. Después de todo, no teníamos que superar grandes dificultades. Con el tiempo seco, el trabajo resultaba menos pesado y pudimos dedicarnos a él como era debido. El resultado fue una zanja bien hecha, con los lados perfectamente verticales y el fondo plano. De hecho, supuso un cambio agradable con respecto a instalar cercas sin cesar. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que Tam y Richie se tomaban su tiempo para que el trabajo no se terminase demasiado pronto. Habían decidido que aquello era todo lo que teníamos que hacer hasta nochevieja. Creo que suponían que si terminábamos la zanja demasiado pronto, Donald nos mandaría fuera a hacer el siguiente trabajo y ellos se perderían toda la diversión. Pero se preocupaban en vano. Al cabo de un par de días Donald nos pagó el sueldo (menos ciertas deducciones) y anunció que iba a preparar el lugar donde se iba a instalar la cerca nueva de míster Hall. Como de costumbre, no nos informó de cuándo volvería, pero, con todo, pronto se impuso un ambiente mucho menos tenso. Poco después de que él se marchara, fuimos al depósito de herramientas y desconectamos el transformador. Por lo menos no habría más descargas eléctricas por sorpresa en los días siguientes. Luego continuamos con la zanja, pero a la mitad de velocidad de lo que íbamos antes, con descansos regulares para fumar un cigarrillo o para especulaciones de tipo general. Al final tuvimos el trabajo terminado para el día de nochevieja. Sorprendentemente, Donald no volvió durante un tiempo. Aquello no era corriente. Rara vez dejaba la oficina sin atender durante tanto tiempo, pero en esta ocasión pasó casi una semana antes de que lo viéramos de nuevo. Lo que le retrasaba en el terreno de los Hall Brothers debía de ser muy importante.
—A lo mejor ha caído dentro del aparato para hacer salchichas —apuntó Tam.
Todos nos reímos mucho.
Entretanto, la nochevieja vino y se fue. En el Crown Hotel pasó lo de siempre. Leslie Fairbanks interpretó música en un local atestado, mientras Jock charlaba y se quejaba detrás de la barra. Tam y Richie se cabrearon con Billy, y todos ellos hicieron caso omiso de míster Finlayson, que bebía solo en la barra. Por algún motivo, Morag Paterson no hizo su aparición, lo que encontré, cuanto menos, decepcionante. La tarde, de todos modos, fue bastante agradable. Se «permitió» que me sentase a la mesa de Tam y Richie, aunque yo sabía que no iba a ser capaz de mantener el ritmo al que bebían ellos durante mucho tiempo. Mi solución al problema fue dejar pasar unas rondas y no pedir nada de beber, pero entonces Tam me acusó de «aguafiestas», lo que encontré un poco injusto. Me castigó trayendo cervezas que yo no quería, de modo que pasé el día de año nuevo con la peor resaca de mi vida.
Al día siguiente, oficialmente no había nada que hacer en el trabajo, pero convencí a Tam y a Richie de que fueran y limpiaran la caravana, a lo que asintieron con desgana. El vehículo estaba incluso en peor estado de lo que recordaba. La moqueta todavía seguía húmeda y el desagüe del fregadero se había estropeado. Los neumáticos también se habían vuelto a deshinchar. Le dije a Tam que los hinchase mientras Richie sacaba la moqueta y la colgaba para que se secase. Entretanto, comprobé si el fluorescente todavía zumbaba. Lo hacía, y con fuerza, pero de todos modos decidí llevar un cable con corriente eléctrica la próxima vez, porque las luces de gas estaban en las últimas y no quería vivir a oscuras.
Precisamente estábamos tomándonos un descanso cuando de pronto entró una camioneta en las instalaciones de la empresa. Donald estaba de vuelta. Se apeó y se quedó mirando la caravana, medio desmontada.
—Necesitaba que la adecentaran un poco, ¿eh? —dijo, a modo de saludo.
—Estamos esperando que se seque la moqueta —expliqué.
—Ya veo.
Tam y Richie estaban ocupados arreglando la tubería del desagüe de debajo del fregadero. Cuando Donald les echó un vistazo por la ventanilla de la caravana, le comenté:
—Has estado fuera mucho tiempo.
—Sí —contestó—. Tuve que retrasarme.
—Claro… ¿algo grave?
—Un trabajo sin importancia que míster Hall necesitaba que le terminaran con urgencia y que pidió que le hiciera yo.
—¿Qué tipo de trabajo?
—He estado haciendo corrales.
—¿Cómo? ¿Tú solo?
—Qué va. Llevé un ayudante conmigo.
Cuando el desagüe se desprendió en la mano de Tam, se oyó un barboteo. Richie trató rápidamente de meter un cubo debajo, pero era demasiado tarde y corrió agua sucia a chorros por el suelo de la cocina. Donald se dio la vuelta.
—Supongo que habéis terminado la zanja, ¿no? —continuó.
Le aseguré que la habíamos terminado.
—Bien —dijo—. En el terreno de míster Hall todo está preparado y os facturaremos para allá mañana por la mañana.
Me sorprendía que Donald a veces utilizara frases muy poco afortunadas. Solía hablar de «expedirnos» y «despacharnos», como si nos tuvieran que transportar a una especie de colonia penitenciaria o campo de trabajo, en lugar de ir simplemente a realizar un trabajo contratado. Tam, Richie y yo nos habíamos acostumbrado a sus expresiones, claro, pero debían de sonarles muy raras a unos clientes potenciales.
—¿Qué tenemos que hacer exactamente en el terreno del míster Hall? —pregunté.
—Algo un tanto especial —contestó Donald—. Quiere suprimir cualquier posibilidad de escape. Por lo tanto, le instalaremos cercas electrificadas de altura especial.
—¿Qué altura?
—Dos metros.
—Eso es un poco alto, ¿no crees?
—En realidad, no —replicó Donald—. Ah, a propósito, debéis estar en el terreno de míster Hall mañana a las seis de la tarde.
—¿Y eso por qué?
—Pasada esa hora, encontraréis todas las entradas cerradas.
Todavía era de noche cuando Richie y yo llegamos al campo de golf a la mañana siguiente para recoger a Tam. Detuve la camioneta a cierta distancia de la casa del cuidador de césped, hice sonar el claxon y bajé la ventanilla. Luego esperamos señales de movimiento en la cocina, donde brillaba una bombilla desnuda. Mientras esperábamos allí sentados, me pareció que el sitio era distinto de antes, aunque no entendía por qué. La casa ya no tenía unos contornos precisos, y en vez de eso parecía formar parte de un inmenso telón de fondo. Hasta la luz que salía por la ventana de la cocina llegaba a un brusco final al cabo de unos metros, como detenida por una especie de barrera sólida. Puse las luces largas y vimos una empalizada recién construida que rodeaba la casa por todos los lados. No estaba terminada del todo, pero cerca estaban preparados un montón de troncos de alerce, cada uno con un extremo en punta.
—¡Carajo! —exclamé—. Creí que estaba de broma.
—No conoces a míster Finlayson —dijo Richie.
Justo entonces hubo movimiento en la oscuridad. Habían abierto una de las ventanas de arriba de la casa y tirado una mochila al suelo. Poco después surgió una figura con cazadora de cuero. Miramos en silencio mientras Tam iba bajando hasta quedar colgado del borde de la ventana con las manos. Después de colgar así durante varios segundos, cambió de idea e intentó subir de nuevo, pero entonces perdió agarre y cayó hacia la oscuridad.
Oímos un ruido seco y un «joder» a cierta distancia; esperamos un momento más, y luego Tam apareció sonriendo delante de la camioneta.
—Calculé un poco mal —dijo.
—¿Por qué saliste por la ventana? —pregunté.
—Porque mi padre está en la cocina.
—¿Y qué?
—Con eso basta. Venga, vámonos.
—¡Richie! —tronó una voz procedente de la casa.
—Que le den por el culo —dijo Tam—. Es él.
—¡Richie! —gritó de nuevo la voz—. ¡Ven a tomar una taza de té!
—Pasa de él —soltó Tam.
—¡Richie!
—Tengo que responder —señaló Richie—. Sabe que estoy aquí.
Tam expresó desagrado.
—¡Hola, míster Finlayson! —gritó Richie.
—¡Entra a tomar una taza de té mientras esperas!
—¡Ya he tomado una en casa, gracias!
—¡Ya está servida!
—Tendré que ir y ser educado —observó Richie.
Se bajó de la camioneta y avanzó sin ganas hacia la casa.
—¡Que venga contigo ese encargado! —gritó la voz. Tam me miró.
—Será mejor que vayas —dijo.
Seguí a Richie por la oscuridad hasta la cocina, donde estaba esperando míster Finlayson.
—No podíamos dejarle ahí fuera sentado, ¿verdad? —dijo—. Tu té está encima de la mesa, ya le he echado azúcar.
—Gracias —dije.
—Bajará dentro de un momento.
—¿Cómo? Ah, sí, claro.
Nos sentamos tensos a la mesa y probamos el té.
Normalmente, Richie lo tomaba con azúcar, pero yo no, y lo encontré muy dulce; pero no dije nada. Instantes después hubo unos pasos rápidos en la parte de arriba de la casa, y al poco rato Tam bajó por la escalera hasta la cocina. Llevaba la cazadora toda arañada por delante, y la mayor parte del cuero se había desgarrado.
—Ah, eres tu —dijo su padre—. Estos dos te esperan.
—Y a lo sé. Hola.
—Hola —dijimos nosotros dos.
Nos levantamos del asiento y nos dispusimos a irnos, pero míster Finlayson impedía el paso a la puerta.
—Antes terminad el té —ordenó. Luego se volvió hacia Tam—: Tendré que arreglármelas sin ti.
Hubo un silencio sumiso mientras terminábamos el té muy deprisa; luego míster Finlayson se apartó de la puerta y nos dejó marchar.
Estaba empezando a haber luz cuando llegamos a las instalaciones de la empresa para recoger la caravana. Lo primero que vimos fue un enorme camión articulado que estaban cargando en el depósito de madera. Había unos postes muy grandes dispuestos a todo lo largo, y todavía tenían que añadir más. Se imponía un aire de eficacia. Todo el espacio estaba iluminado por la luz artificial de dos focos instalados en la parte más alta del bordillo del tejado. Nunca me había fijado antes en ellos. Los focos hacían que las instalaciones de la empresa parecieran una fábrica en lugar de una serie de construcciones recicladas de una granja. El camión tenía su propia grúa eléctrica, que manejaba alguien desde el extremo más alejado. Lo único que se veía moverse eran las botas con puntera metálica de ese sujeto, que a su vez recibía órdenes de otra persona que se hallaba fuera de nuestro campo visual. Parecía que todo el proceso no tenía nada que ver con nosotros.
—Fijaos en esos postes —murmuró Tam—. Estaremos meses fuera.
—Eso parece —dije yo.
Poco después de que empezáramos a enganchar la caravana, Donald apareció procedente del depósito de madera y me dijo que entrase en su despacho. Encima del escritorio me fijé en que había un cartel de cartón con las palabras «Peligro: corriente eléctrica». Donald sacó una carpeta y me la dio.
—Tendrás que tratar con míster John Hall —anunció—. El nombre del cliente es Hall Brothers, pero el que lleva el cotarro es míster Hall y las instrucciones os las dará él. Los otros hermanos son poco más que convidados de piedra.
Cambié de tema y señalé el cartel.
—¿Es para nosotros?
—Exacto —dijo Donald—. Como encargado, será tuya la responsabilidad de instalar el transformador antes de llevar a cabo las pruebas definitivas. ¿Te has familiarizado del todo con el sistema?
—Más o menos.
—Bien. La cerca consiste en diez alambres altamente tensionados y electrificados y cuatro tiras de lengüetas, de modo que los postes son bastante largos. Necesitarás llevar una escalera de mano.
Miré a Donald y traté de averiguar si me estaba tomando el pelo o no. ¿De verdad esperaba que martillásemos aquellos postes subidos a una escalera? Al cabo de unos momentos comprendí que no, que no bromeaba.
—Tiene pinta de trabajo importante —señalé por fin.
—Sí —dijo Donald—. Es nuestro contrato más importante hasta la fecha.
—¿Participarán más equipos?
—No hay más equipos —contestó—. Vosotros sois el último.
Una sombra cruzó la ventana cuando el camión salió del aparcamiento. Unos minutos después encontré a Tam y Richie sentados en la cabina de la camioneta, esperando que nos fuéramos.
—Supongo que no tendréis nada de dinero —dije.
—Nada de nada —confirmó Tam.
—Yo llevo un poco por lo que pueda pasar —precisó Richie.
Fui al almacén y encontré una escalera de mano. Luego nos marchamos.
Aquella caravana era como de papel de fumar. Las paredes sólo eran dos tablas de contrachapado separadas por una estructura de madera y revestidas por hiera con una chapa de lata. Sólo el chasis las mantenía unidas. Cuando a la mañana siguiente estaba despertando poco a poco toda la estructura crujía. Crack, crack, crack, hacía. Rítmicamente, crack, crack, crack. Me quedé tumbado con la cara apretada contra la pared, medio dormido, tratando de recordar dónde estaba.
—¿Estás haciendo eso tú? —preguntó Tam.
Al mirar más allá de los pulgares de los pies, lo vi, con los ojos fijos en mí. Estaba en su litera.
—No, debe de ser Richie —murmuré.
—De eso nada, coño —soltó Richie—. Nos están moviendo.
Se oía el ruido de un motor. Descorrí un poco la cortina y vi una cerca que se movía junto a la caravana. Nos hacían retroceder poco a poco, se paraban y volvían a movernos de nuevo.
—Parece nuestra camioneta —dijo Tam.
—¡Hay que joderse! —exclamé—. ¡Dejé las llaves puestas!
Salí a duras penas del saco de dormir y me puse de pie justo cuando la caravana empezaba a torcerse, de modo que caí contra la ventanilla de atrás. Al mirar fuera vi un convoy de furgonetas en la carretera, todas iguales, una detrás de otra. Entre ellas, había hombres con bata blanca de carnicero que observaban la actividad en torno a la caravana.
—Están dentro —dijo alguien.
La caravana dejó de moverse, y un momento después golpearon brevemente la puerta. Abrí, y David Hall estaba fuera, con la misma bata blanca que los demás. No parecía muy contento.
—Conque estáis aquí —dijo—. Creíamos que os habíais ido.
—No, hemos estado aquí dentro toda la noche.
—¿Por qué interrumpís el paso en el camino?
—La puerta estaba cerrada con llave.
—¿Y qué?
—No sabíamos dónde ir.
Gruñó y, sin prestarme atención, miró en el interior de la caravana, hacia la litera donde Tam todavía estaba tumbado.
—¿Qué está haciendo?
—Nada.
—Bien, pues debería tener más cuidado y no seguir haciendo el vago cuando llegue John.
En ese momento sonó un claxon al final de la hilera. Había llegado otro vehículo con evidente impaciencia por seguir.
—Ahí está John —dijo David Hall—. Me temo que se va a tomar muy mal todo esto, justo cuando las furgonetas vuelven de la ruta nocturna.
Hizo una señal, y la caravana fue remolcada a un lado de la carretera, conmigo, Tam y Richie todavía dentro, tratando de calzarnos las botas. A continuación hicieron maniobrar las furgonetas por el borde de hierba para que pudiera acercarse el nuevo vehículo. El coche de John Hall se movió con cuidado a lo largo de la hilera de furgonetas, como sí las inspeccionara una a una al pasar, y acabó deteniéndose a la entrada del camino. Cuando se apeó, el vehículo se balanceó un poco. Los dos hermanos hablaron un momento, y luego se acercaron a la puerta de la caravana.
—Estaba previsto que llegarais ayer a las seis de la tarde —dijo John Hall—. ¿No lo sabíais?
—Lo siento —respondí—. Lo intentamos, pero no pudimos.
Me miró largo rato antes de volverse a un lado.
—Llévales a los corrales, ¿te importa, David? Es el mejor sitio para ellos.