Richie se puso completamente pálido.
—¿Dices que se la ha llevado?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Esta misma mañana.
—¿No pagaste los plazos?
—No dejé pasar ni uno, pero no creímos que volvieras.
—¿Por qué?
—Es lo que nos dijo tu jefe.
—¿Quién? ¿Donald?
—No me dijo cómo se llamaba, pero dijo que llevaba mucho sin saber de ti. Y por tanto, no esperaba que volvieras.
—¿Y qué más? —preguntó Richie.
En ese instante su madre se puso a llorar.
—¡Ay, Richard! —sollozó ella—. A nosotros no nos importaba que tuvieras la guitarra. ¡De verdad! Nos acostumbramos a ella enseguida. Tu padre podía salir a ver cómo estaban las vacas, y yo tenía mi club de lectores. Por favor, ¡no creas que lo hicimos a propósito!
Mientras Richie trataba de consolar a su madre, y ella a él, me fijé en que míster Campbell observaba tranquilamente la escena desde la puerta de un retrete exterior. Cuando advirtió que yo lo miraba, volvió a desaparecer.
—En cuanto vuelvo la espalda cinco minutos —dijo Richie—, desaparece.
Aquella noche, mientras los tres estábamos sentados en el Crown Hotel, Tam escuchaba solemnemente mientras Richie le daba las malas noticias.
—El tipo de la tienda se lo ha llevado todo, ¿verdad? —preguntó por fin.
—Todo. La guitarra, el amplificador. Hasta el manual de instrucciones.
—¡No me jodas!
—Sólo hacía unas semanas que la tenía —dijo Richie—. Probablemente nunca la vuelva a ver.
—Por lo menos no tendrás que pagar más plazos —observé yo, tratando de articular una especie de consuelo.
Tam consideró el caso y luego pasó a emitir el veredicto.
—Esto no habría pasado si no hubiéramos ido a Inglaterra —sentenció.
—Sí, pero Donald está detrás de todo esto —añadí.
—El asunto está cada vez peor —dijo Richie.
Todos estuvimos de acuerdo en eso.
—Y pensar que empezaron haciendo cestas para fruta —comentó Tam.
—¿Quiénes? —pregunté.
—La empresa.
—¿Ah, sí?
—Antes de que tú empezaras; o tú, Richie. Eran principalmente para frambuesas.
—¿Para evitar que se escaparan? —preguntó Richie.
—¿Cómo? No, en realidad, no… no.
Tam fue a la barra a por tres pintas más de cerveza y al volver dijo:
—Mañana es nochebuena.
—Así es —confirmé.
—Supongo que tendremos que ir a trabajar, ¿verdad?
—Eso mismo supongo yo —contesté—. Donald no ha dicho nada.
—Que le den por el culo.
—A lo mejor deja que terminemos pronto —añadí.
—A lo mejor —dijo Tam.
El día de nochebuena no empezó demasiado bien. Seguro que todo habría ido perfectamente si Donald no nos hubiera abordado casi en cuanto llegamos al trabajo. Eso no nos dio ninguna oportunidad de prepararnos para lo que él tenía en mente. Estábamos sentados en la camioneta mientras Tam y Richie fumaban un pitillo antes del trabajo, observando con atención la puerta de la oficina de Donald mientras pasaban los minutos. Cuando terminaron, nos dispusimos a ir e informar de nuestra presencia, pero Donald se nos echó encima antes. Se acercó de pronto procedente del depósito de herramientas, y al instante siguiente tenía los ojos clavados en nosotros a través de la ventanilla de la cabina.
—¿Le habéis echado una ojeada a la Cerca de Muestra desde la última vez que hablamos? —preguntó.
—Todavía no —contesté.
—Me sorprende mucho —dijo Donald—, pues os conviene familiarizaros con la técnica lo más rápidamente posible por vuestro propio provecho. Nuestro plan de trabajo se ha adelantado y muy pronto tendréis que arreglároslas vosotros solos.
—¿De verdad?
—Muy pronto, ya veréis. Es imprescindible que aprendáis a construir una cerca con la alambrada altamente tensionada y permanentemente electrificada. Espero que hoy todos llevéis puestas las botas de agua.
Confirmamos que las llevábamos.
—Bien —dijo Donald—. Parece que va a llover, así que será mejor que os pongáis la ropa impermeable. Volveré en un momento y entonces os daré otra clase.
Nos bajamos de la camioneta y empezamos a estirar nuestra ropa impermeable mientras Donald desaparecía dentro de su oficina. El estado de la cazadora de Tam ya no era para bromas. Por lo visto, la noche anterior la había puesto a secar encima de la caldera de su padre, y ahora el cuero se había resecado y parecía que resistiría la lluvia menos que antes. Con todo, la cazadora era lo único que Tam tenía para ponerse. Donald, claro, iba perfectamente equipado. Cuando salió de su despacho llevaba puesto un traje impermeable completo, incluido el gorro, y un par de botas de goma de suela muy gruesa. Hizo señas de que le siguiéramos y otra vez atravesamos los campos. Reparé en que aquella mañana no había ni rastro de Ralph. Había empezado a llover, así que cuando llegamos a la Cerca de Muestra, ésta estaba mojada y parecía incluso más brillante y más nueva que la ocasión anterior.
—Vamos a ver —dijo Donald—. ¿De dónde viene la electricidad?
Una buena pregunta. La Cerca de Muestra parecía una cerca de cables altamente tensionados normal y corriente en todos los aspectos. Sólo los carteles amarillos de advertencia indicaban que era diferente. Estaba aislada y sin aparente conexión con nada. Miramos las gotas de agua de lluvia que quedaban sujetas a la alambrada antes de caer a la hierba.
—A lo mejor viene de debajo del suelo —sugerí.
—Exacto —dijo Donald.
Nos llevó a un extremo de la cerca y señaló un cable negro que salía de debajo de la hierba.
—El aislamiento lo proporciona una cubierta protectora de goma dura —explicó, y se estiró para coger el cable y lo desconectó de la cerca.
»A propósito —prosiguió—. Así es lo tensa que debe estar la alambrada siempre.
Donald agarró un alambre de la cerca y tiró de él hacia sí mismo. Casi no consiguió estirarlo.
Yo iba a probar por mí mismo lo tenso que estaba, pero cambié de idea.
—Estaréis completamente seguros —dijo Donald—. La corriente no está conectada; y aunque lo estuviera, las botas de goma os protegerían de la menor descarga.
—Sin embargo, yo no me fío —contesté.
—Vamos, vamos —dijo Donald—. Corréis más riesgo de que os alcance un rayo.
Miré el cable negro para comprobar que en efecto estaba desconectado de la cerca. Luego respiré a fondo y lo cogí.
—Bien. Tenso de verdad —comenté, soltándolo otra vez.
—Sí, estoy muy contento con ella —señaló Donald y se puso a realizar otro examen minucioso de la cerca.
Empecé a pensar que él estaba obsesionado con aquella cosa. Probó lo tenso que estaba cada alambre y pasó la mano por el poste para asegurarse de que las uniones eran perfectas. Finalmente, se detuvo en un extremo, se arrodilló y miró la hilera de postes para ver si estaba recta. Cuando estuvo satisfecho, conectó la electricidad.
—Y ahora, un modo rápido y sencillo para saber si la corriente está conectada —anunció.
Donald se agachó hasta el suelo y arrancó una hierba. Sujetándola entre el pulgar y el índice, tocó con ella el alambre superior de la cerca. Enseguida se oyó un débil sonido de tictac. Después alzó la hierba un poco, y el sonido de tictac se hizo más intenso. Luego se volvió hacia Tam.
—¿Quieres probar? —dijo.
Todo el rato que llevábamos en la Cerca de Muestra, Tam y Richie se habían mantenido a distancia, alejados de la estructura y sin tomar parte en ninguna de las pruebas.
—No, es igual —contestó Tam—. Normalmente le dejamos ese tipo de cosas a nuestro encargado.
—¿Y si el encargado dejara la empresa? —preguntó Donald—. Entonces, ¿qué harías?
—No lo sé.
—No te dará miedo esta cerca ¿verdad?
—No, claro que no —contestó Tam, y arrancó una hierba y tocó cautelosamente la cerca con ella.
—Bien —dijo Donald. Acto seguido me miró—. Era una mera hipótesis, claro. Espero que no nos vayas a dejar.
Eso era muy tranquilizador.
—Y ahora hay un trabajito que me gustaría que hicierais los próximos días —continuó Donald—. Quiero que cavéis una zanja desde aquí a las instalaciones de la empresa, para poder enterrar el cable más hondo.
—¿Todavía no está lo bastante hondo? —pregunté.
—Ni mucho menos —respondió—. No está bien enterrado; apenas debajo de la superficie es una instalación provisional, no como debe ser. Quiero que se entierre más.
—¿Cuánto?
—Para que nos olvidemos de él.
—Ah…
—Sabes cómo se entierran las cosas, ¿verdad?
—Sí, supongo que sí.
—Bien. Además os daré algo útil que hacer durante las navidades.
Tomé conciencia de la ola de decepción que se extendió entre Tam, Richie y yo mismo.
—Lo único que necesitáis es una pala cada uno —añadió Donald—; y en el depósito de herramientas os enseñaré algo más.
Nos precedió hasta las instalaciones de la empresa y abrió la puerta del depósito de herramientas. Se volvió a oír de inmediato el sonido de tictac. Entramos, y cuando hubimos acostumbrado los ojos a la oscuridad, distinguimos una caja de metal pegada a la pared, en la que destellaba una lucecita naranja.
Aparte del sonido de tictac, el depósito de herramientas estaba en silencio, era una especie de sanctasanctórum de la construcción de cercas. Hileras e hileras de herramientas se apoyaban en las paredes; muchas de ellas nos resultaban familiares. Había grandes mazos para postes, todos con mango de madera e idénticas cabezas de acero. Había herramientas para hacer agujeros, algunas en forma de palas con el mango largo, otras con el mango doble, como tenazas. También estaban las barras de acero que se usaban para perforar los agujeros iniciales en el suelo, o para apalancar piedras pesadas. Colgando de ganchos de la pared, había aparatos para tender las alambradas, con sus respectivas cadenas y mordazas. En el rincón, unas cajas contenían herramientas sin estrenar envueltas en rígido papel resistente a la grasa y todavía sin montar. Otras herramientas habían sido probadas y rechazadas, como pasaba con los aparatos para cavar que se abrían del «modo equivocado» y a los que ninguno había conseguido acostumbrarse. Finalmente estaba el equipo irreconocible para especialistas, adquirido por un motivo u otro, pero cuya función no estaba clara.
Y ahora había algo nuevo en el depósito de herramientas. Una caja de metal que hacía tictac en la pared y que tenía una lucecita naranja que relampagueaba.
—Esto es el transformador —explicó Donald—. Con uno solo se distribuye electricidad a una red entera de cercas.
—¿De veras? —dije.
—De hecho, tiene un alcance de varios kilómetros. Míster Hall estaba de lo más impresionado.
El transformador seguía haciendo tictac, pero todo lo demás estaba en silencio.
—¿Quién?
—Míster Hall, el nuevo cliente. Mostró mucho interés por la Cerca de Muestra.
—¿Es que ha estado aquí? —logré preguntar.
Tam y Richie siguieron muy, pero que muy callados.
—Asistió a una demostración, sí —contestó Donald—. Al parecer las cercas de alambrada altamente tensionada y permanentemente electrificada satisfacen sus necesidades a la perfección. Míster Hall es precisamente el tipo de persona que yo tenía en mente cuando se me ocurrió este sistema.
—¿Es donde vamos a ir después de navidades? —pregunté.
—Exacto.
Donald paseó la vista por las hileras de herramientas apoyadas en la pared y luego dijo:
—A propósito, las herramientas que utilizáis cada uno de vosotros estarán en buen estado, ¿no?
Hubo un silencio y luego Tam dijo:
—Yo necesito un martillo nuevo.
—No me sorprende —dijo Donald.
Avanzó hasta un banco junto a la pared, encima del que había un cajón lleno de martillos.
—¿Quieres elegir uno?
Tam eligió uno al azar y dijo:
—Éste me servirá.
Donald cogió el martillo y lo sopesó cuidadosamente en la mano.
—Estoy sorprendido —observó—. Alguien con tu experiencia debería haber sido más perspicaz.
Tam escogió un segundo martillo de la caja.
—Vale, este mismo —indicó.
—Eso está mejor —comentó Donald—. Naturalmente, te harás cargo de que el precio te será descontado del sueldo.
—Ya me lo esperaba —replicó Tam.
Donald se volvió hacia Richie, que estaba apoyado en una pila de cajas de cartón.
—¿Me dejas? —dijo.
Richie se quitó al momento de delante, y Donald apartó una caja. Dentro había más o menos una docena de cinturones de cuero, cada uno de ellos con herramientas pequeñas sujetas. Eligió dos y se los dio a Tam y Richie. (Como encargado yo ya tenía un cinturón.)
—Éstos contribuirán a evitar que haya más pérdidas de equipo —dijo Donald.
Los cinturones estaban bien hechos; cada presilla sujetaba una herramienta determinada, como martillos, escoplos de madera o cortadores de alambre.
—Así también pareceréis más profesionales —continuó Donald—. Éste sólo es el primer paso de nuestros planes futuros. El año que viene todos tendréis que llevar uniforme. Todavía no están pensados del todo, pero tengo en mente una especie de mono que lleve el distintivo de la empresa.
Tam ya se había puesto el cinturón y había fijado el nuevo martillo en una presilla adecuada. Entretanto, Richie estaba quieto, con el suyo agarrado muy fuerte en la mano.
—¿También éstos nos los van a descontar del sueldo? —preguntó, al fin.
—No —contestó Donald—. Consideradlos un regalo de navidad de la empresa.
—Gracias —murmuraron los dos.
Donald ajustó la tapa a la caja y volvió a colocarla en la pila. Luego se volvió hacia mí.
—Bueno, ya está todo ¿no?
—¿Quieres que empecemos hoy la zanja? —pregunté.
—Cuanto antes empecéis, antes terminaréis —contestó—. No os olvidéis de las palas.
Y con eso nos dejó. Quedamos en silencio, como atontados dentro del depósito de herramientas mientras él volvía a atravesar el patio hacia su oficina. Luego, sin decir una palabra, cogimos una pala cada uno y salimos bajo la lluvia, cruzamos la cancela y llegamos al campo.
Sólo cuando estuvimos bien lejos de las instalaciones de la empresa, Tam al fin se atrevió a hablar.
—Que le den mucho, pero que mucho por el culo —soltó.
Richie y yo sabíamos exactamente a qué se refería.
Y así, aquel lluvioso día de invierno empezamos a cavar la zanja. La hicimos profunda y recta. Trabajamos mientras el agua nos corría por el cuello, y con el pelo salpicado de barro. £1 barro también se nos pegaba a las botas, la hierba resultaba resbaladiza, y el agua fluía libremente por el fondo de la zanja. La luz del día empezó a desvanecerse pronto, pero todavía seguimos, pues Donald podría aparecer en cualquier momento. Sólo lo dejamos cuando la creciente oscuridad hizo imposible cualquier tipo de trabajo.
—Vaya un modo cabrón de pasar el día de nochebuena —dijo Tam—. Podíamos haber estado en el pub después de comer.
—Éste es peor que el del año pasado —dijo Richie.
—¿Qué pasó el año pasado? No me acuerdo.
—Tuvimos que ir a casa de Robert a tomar un jerez.
—Es verdad. Se me había olvidado. ¿Tienes un cigarrillo, Rich?
Rich encontró sus pitillos en un sitio seco de debajo de su ropa impermeable, y rebuscó el encendedor en sus pantalones vaqueros empapados. Me di cuenta de que, por primera vez, no me cabreaba el ritual.
Cuando volvimos a las instalaciones, la luz del despacho de Donald estaba encendida. Discutimos si llamar para decirle «buenas tardes» e incluso «felices pascuas», pero a ninguno nos apeteció.
—Que le den por el culo —dijo Tam—. Vámonos a casa.
¿Qué navidades iban a ser aquéllas? No sólo teníamos que terminar aquella zanja en cuanto volviéramos, lo que por lo menos eran dos o tres días más de trabajo, sino que además estaba la perspectiva de volver a encontrarnos con míster Hall. Ninguno había mencionado a míster Hall en toda la tarde porque la idea se nos hacía insoportable. Nos preocuparíamos de eso cuando llegara el momento, no antes. Entretanto, las luces del Crown Hotel ofrecían cierto consuelo. Ni siquiera Donald esperaría que trabajáramos el día de navidad ni el siguiente, y tuve la impresión de que yo iba a pasar la mayor parte de aquellos días de fiesta en el Crown con Tam y Richie. Eso harían también la mayoría de los habitantes del pueblo, incluida Morag Paterson.
La noche del día después del de navidad, Richie, Billy y yo estábamos sentados a una de las grandes mesas a la espera de que Tam volviera de la barra con una ronda de cervezas. Había entablado conversación con Morag y se tomaba su tiempo, pero ¿quién le iba a culpar? Estoy seguro de que yo habría hecho lo mismo si hubiera conseguido atraer la atención de la chica. El Crown Hotel era, sin duda, un sitio mejor si ella estaba.
Al final, Billy perdió la paciencia y gritó:
—¡A ver, es para hoy, Tam!
Desgraciadamente, eso provocó un incidente en el que participó el padre de ambos. Míster Finlayson había estado sentado solo en el extremo de la barra la mayor parte de la tarde. Por lo visto desentendido de la presencia de sus hijos, miraba el espejo de detrás de las botellas de whisky, mientras con la mano derecha agarraba una pinta de la cerveza más fuerte y con la izquierda apretaba la barra. Cuando oyó la voz de Billy, miró en torno y distinguió a Tam, que estaba un poco más allá de la barra y hablando todavía con Morag Paterson. Al momento siguiente estaba de pie y daba tumbos en dirección a él.
—Ya la armamos otra vez —murmuró Billy.
Míster Finlayson, que había bebido mucho, se tambaleaba cuando se detuvo delante de Tam.
—¡Podríamos haber hecho la cerca entera! —rugió.
—¿Quiénes? —dijo Tam.
—¡Nosotros! ¡Yo! ¡Y tus hermanos!
—¿De qué está hablando? —dijo Morag, riendo tontamente.
La mitad del pub escuchaba la conversación.
—De nada —contestó Tam—. No le hagas caso.
—¡Finlay y Son! ¡Finlay e hijo! —anunció su padre en voz alta.
Jock apareció detrás de la barra y la golpeó dos veces con el dedo.
—Vale, Tommy —dijo—. Ya está bien.
Sin embargo, el señor Finlayson estaba lanzado.
—¡Podríamos haberla tenido en el bote! ¡El mejor material para hacer cercas! ¡Sólido! ¡Nada de esa mierda barata y altamente tensionada del mercado! ¡Nosotros! ¡Yo! ¡Y tus hermanos! Y en lugar de eso… —Empezaba a tartamudear—. ¡Y en lugar de eso, tú te pasas al otro bando!
En ese momento, unas manos serviciales empujaron al padre de Tam por la puerta y lo mandaron a la calle.
—¡Lo que se necesita es una empalizada! —gritó en la oscuridad de la noche—. ¡Alrededor de la casa!
Cuando la puerta del pub estuvo cerrada, Tam nos llevó las cervezas a la mesa.
—Perdonad el retraso —dijo.
—¿De qué trabajo hablaba tu padre? —preguntó Richie.
—Nada importante —contestó Tam—. De repente cree que es un especialista en hacer cercas.
—Al mío le pasa lo mismo —observó Richie—. Lleva años sin tocar las cercas y ahora ha empezado con el rollo de que hay que renovarlas todas.
—Bueno, tú las puedes hacer, ¿no? —preguntó Billy.
—Eso es lo que yo digo —contestó Richie—. Pero él sigue: «No, no, tienen que responder exactamente a mis exigencias».
—¿Y qué coño quería decir? —dijo Tam.
—Y yo qué cojones sé.
—Suena al tipo de cosas con las que sale Donald —apunté.
Jock iba de mesa en mesa recogiendo vasos vacíos, y cuando llegó a la nuestra soltó:
—Me han dicho que volvéis a Inglaterra.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Tam.
—Bueno, verás, todo se sabe, ¿entiendes? —contestó Jock—. En esta época del año estaréis mejor allí.
—¿Por qué?
—Porque no tienen inviernos de verdad, ¿no lo sabías?
—En todo caso, todavía no hemos ido. Antes tenemos que pasar la nochevieja.
Ah, sí, la nochevieja, eso era la cosa más importante de la que ocuparse. Mientras Jock continuaba su ronda, dimos cuenta de lo último que quedaba de las navidades. Unos minutos después sonó la campana anunciando la última ronda y Richie fue a por otras cervezas.
—Voy a ver si Morag quiere beber algo —dijo Tam.
Pero ella ya se había marchado.
Al volver al trabajo al día siguiente nos enteramos de cómo había pasado las fiestas Donald. No había señales de actividad en ninguna parte de las instalaciones de la empresa, así que cogimos nuestras palas con intención de seguir con la zanja donde la habíamos dejado. El tiempo lluvioso había dejado paso a una clara quietud, y una leve escarcha cubría los campos. Al acercarnos vimos la Cerca de Muestra brillando a la luz solar del invierno, pero había algo distinto en su aspecto: durante nuestra ausencia la cerca original había sido ampliada. Nos fijamos que había un nuevo tramo en cada extremo, en ángulo recto, de modo que la estructura formaba los tres lados de un cuadrado. El trabajo era nuevamente perfecto; las juntas no presentaban defectos y los postes estaban impecablemente alineados.
—¿Por qué la ha hecho de ese modo? —preguntó Tam.
—No lo sé —contesté.
—¿Cómo consigue que la alambrada esté tan tensa? —Tam tiró de una alambrada. Se oyó un sonido como de tictac, y Tam saltó hacia atrás, retirándose de la cerca—. ¡Hay que joderse, coño! ¡Está conectada!
—Primero deberías haber probado —dije.
—¡Que le den por el culo a las pruebas! —soltó—. No me voy a acercar nunca más.
—Ahí está Donald —anunció Richie, y todos nos pusimos a examinar atentamente distintos aspectos de la Cerca de Muestra. Donald acababa de cruzar la cancela de la esquina del campo y avanzaba hacia nosotros.
—Apuesto lo que quieras a que la ha conectado a propósito cuando ha visto que veníamos a echar una ojeada —dijo Tam.
Sí, pensé yo, probablemente lo haya hecho. Según se acercaba, Donald recorría la línea de nuestra zanja mirándola de vez en cuando, sin duda comprobando si era lo bastante profunda.
—Me alegra que hayáis vuelto inmediatamente después de las fiestas —dijo cuando llegó—. Ya pensaba que tenía a mi cargo una panda de vagos.
—Oh, nada de eso —dije yo.
—Bueno, parece que habéis avanzado razonablemente en vuestro trabajo de excavación. Tres o cuatro días más y estará terminada.
Hice un gesto con la cabeza hada la Cerca de Muestra.
—Has estado muy ocupado.
—Sí —contestó Donald.
Y una vez más empezó a realizar un examen a fondo de la brillante estructura. Le seguimos sin ganas mientras recorría las tres partes unidas.
—¿Va a formar un cuadrado cuando esté terminada? —pregunté.
—Exacto.
—¿Con una puerta?
—Sin puerta.
—Entonces, si alguien está dentro y la electricidad está conectada, no podrá salir.
—Así es, no podrá —confirmó Donald—. Recuerda que sólo es para hacer demostraciones. —Dejó pasar unos momentos para que digiriéramos su observación—. ¿Alguna pregunta más?
—¿Dónde está Ralph? —preguntó Tam.
—Nos hemos quedado sin él.
—¿De verdad?
—Me temo que sí.
—¿Cómo es eso?
—Durante las primeras pruebas hubo un accidente. —Donald apoyó una mano en uno de los postes guía—. Está ahí abajo, si queréis presentarle vuestros respetos.