Sería difícil decir cuánto rato los tuvo Donald allí sentados, uno junto al otro, en aquellas dos sillas tan duras. En aquella oficina no había relojes, ni calendario en la pared. Hasta la escasa luz del día que entraba por el ventanuco hundido en la pared quedaba anulada por el brillo de la bombilla, aislando todavía más el interior del despacho del mundo exterior. Donald se mantuvo sentado detrás de su escritorio; Tam y Richie sometidos por su implacable mirada. Entretanto, funcionaba la tubería del radiador junto al suelo. El único sonido era el ocasional arrastre de pies cuando los dos despegaban del linóleo las botas de goma recalentadas. Al rato, por fin habló Donald.
—Acabo de hablar por teléfono con tu madre —le dijo a Richie—. Estaba en una cabina y parecía bastante angustiada.
Richie había adoptado su postura habitual y estaba sentado con los brazos cruzados y la vista clavada en el tablero del escritorio. En ese momento, se vio obligado a mirar directamente a Donald.
—¿Mi madre?
—Sí.
—¿Ha dicho qué pasaba?
—Sí, lo ha dicho. Al parecer, no ha sabido de ti durante todo el tiempo que has estado fuera.
—Oh —exclamó Richie—. No…
—Ni una carta ni una postal. Nada.
—Le dije que volvería hacia navidades.
—Bastante impreciso, ¿no te parece?
—Sí, creo que sí.
—Y mientras tanto, ni una palabra tuya.
—No.
—Bueno, imagino cómo se debe de sentir —dijo Donald—. Yo mismo me encuentro en la misma situación. No tengo noticias del equipo número 3 desde hace muchos días. Ni una llamada de teléfono. Ningún informe de cómo les va el trabajo. Nada. Y de pronto aparecéis aquí, sin avisar, como surgidos de la nada. Es como la retirada de Moscú.
Richie no dijo nada.
—¿Por qué no llamasteis por teléfono antes de volver? —preguntó Donald.
La habitación siguió en silencio. Yo había estado todo este tiempo apoyado en el radiador que había junto a la ventana, contemplando el interrogatorio pero sintiéndome en cierto modo ajeno a él. Las dos duras sillas estaban allí para Tam y Richie, por lo que yo quedaba aparte. O al menos eso creía. Sólo cuando el silencio se prolongó me di cuenta de que Donald ahora había vuelto su atención hacia mí.
—¿Por qué no llamaste por teléfono antes de volver? —repitió.
—Se me olvidó —contesté. Al oírme decir aquello comprendí que era una respuesta patética.
—Se te olvidó…
—Sí.
—Tu principal obligación como encargado es mantenerte en contacto conmigo, pero se te olvidó.
—Sí. Perdona.
—La cosa sería muy distinta si a mí se me olvidase pagaros, ¿no?
Advertí que Tam y Richie me estaban mirando con la cabeza vuelta, y de repente me sentí igual que un chaval del colegio al que le regaña el profesor delante de toda la clase. Yo ya les había visto varias veces a ellos pasar por el aro más o menos así, pero siempre me había considerado inmune o algo parecido. Ahora me daba cuenta de que yo no estaba «más cerca» de Donald que ellos. El puesto de encargado no traía ventajas, sólo problemas. De hecho, estaba empezando a ser una especie de purgatorio.
Hubo un largo silencio, y luego Donald dijo:
—Creo que ya es hora de que os enteréis de lo que es la Cerca de Muestra.
Se levantó del asiento y soltó un silbido poco agudo, ante el cual surgió Ralph de debajo del escritorio. Tam le acarició la cabeza una o dos veces, y luego Donald nos llevó fuera. Le seguimos por el patio hasta una cancela, que él mantuvo abierta mientras nosotros pasábamos. Un poco más allá, en mitad del campo, distinguí una estructura que brillaba a la pálida luz invernal, y cuando nos acercamos vi que se trataba de una cerca pequeña de unos treinta metros de largo que se mantenía por sí sola. Esa cerca no tenía sentido aparente, porque era posible pasar por cualquiera de sus extremos.
—¿Cuánto lleva aquí esto? —pregunté.
—Sólo unas semanas —contestó Donald—. Es nuestra Cerca de Muestra.
—¿Quién la hizo?
—Yo. La hice yo.
La verdad es que debería de haberlo imaginado. La cerca era casi perfecta. Todos los postes se mantenían tiesos y sin defecto en una línea absolutamente recta. Además, las juntas estaban hechas a la perfección, de modo que cada poste guía y cada puntal parecían formar una unidad. Hasta la alambrada brillaba de forma impecable.
En cuanto llegamos, Donald fue a uno de los extremos, se arrodilló y echó un vistazo a lo largo de la hilera de postes. Como señal de respeto, yo hice lo mismo, seguido por Tam y Richie.
Me fijé en un pequeño cartel amarillo sujeto a uno de los postes guía. Llevaba el nombre y el teléfono de la empresa.
También las palabras PELIGRO: CERCA ELECTRIFICADA.
Donald se volvió hacia Richie y dijo:
—Dame la mano.
—¿Cómo?
—Que me des la mano.
Richie lanzó una ojeada a Tam, que se había apartado un poco de la cerca y miraba con atención el cartelito amarillo, como si tratara de aprenderse de memoria el número de teléfono. Richie estiró la mano poco a poco. Donald se la cogió con la izquierda y agarró el alambre de arriba de la cerca con la derecha, con lo que los dos se estremecieron durante unos segundos. Finalmente, Donald soltó el alambre y la mano de Richie.
A continuación siguió un silencioso instante de perplejidad, después del cual Donald preguntó:
—¿Por qué no te han protegido las botas de goma?
Richie lo miró durante un largo rato antes de contestar:
—No lo sé.
Donald se volvió hacia Tam.
—¿Sabes tú por qué?
—Porque tú no las llevas puestas —respondió Tam.
Todos miramos los pies de Donald. Llevaba unas botas de cuero corrientes.
—Exacto —confirmó Donald—. La electricidad ha pasado a la tierra a través de mí.
—¿No has recibido tú también una descarga? —pregunté.
—Claro —contestó Donald—, claro que he recibido una descarga.
Nos quedamos mirando la Cerca de Muestra en un silencio solemne.
—Así serán de ahora en adelante —anunció por fin Donald—. Cercas altamente tensionadas permanentemente electrificadas: la solución definitiva al problema de mantener encerradas a las bestias. La electricidad les enseña a mantenerse lejos de la estructura, de modo que ésta prácticamente no sufre deterioro. Y si fallara la electricidad, la alambrada altamente tensionada hace de barrera. Bueno, ¿queréis otra demostración?
—No, es igual, gracias —dijo Tam.
—Durante los próximos días lo aprenderéis todo sobre las cercas electrificadas altamente tensionadas —añadió Donald.
—¿De verdad?
—Sí. Ya hemos recibido varios pedidos. Tendréis que ir a Inglaterra en año nuevo a construir una; por eso es importante que sepáis lo que vais a hacer.
Tam iba a decir algo, pero Donald le miró, y por eso quedó en silencio.
—¿Alguna objeción al respecto? —preguntó Donald.
—No, no —contestó Tam.
Donald silbó a Ralph, que estaba sentado a cierta distancia, después de decidir no acercarse a la cerca, y atravesamos los campos en dirección a las instalaciones de la empresa. Cuando llegamos al patio Donald dijo:
—A propósito, ¿no has de darme unas medidas?
—Sí, claro —contesté, y recogí la carpeta de la camioneta. En la parte de fuera de la carpeta había escrito la longitud definitiva de la cerca de Upper Bowland.
—Doy por supuesto que no tuvisteis más contratiempos allí —dijo Donald.
—Ninguno que merezca ser destacado —contesté.
Mientras llevaba a casa a Tam y a Richie en la camioneta tuvimos una conversación sobre la cerca electrificada.
—No me gusta un pelo —comentó Richie.
—Ni a mí —terció Tam—. Deberíamos hacer cercas altamente tensionadas y nada más.
—Me parece que Donald va a hacernos ir a algún sitio en navidades para que aprendamos cómo son —dije.
—Yo no voy a ir en navidades, joder —soltó Tam.
—¿No vas a ir?
—Que le den por el culo, claro que no.
—Entonces sólo quedamos tú y yo, Richie —dije.
—¿Así que, tú vas a ir, Rich? —dijo Tam.
—Supongo que no tendremos otro remedio, ¿no? —contestó Richie—. Si Donald lo dice…
Aminoré la velocidad y tomé el sendero de grava que llevaba al campo de golf. Al doblar un recodo nos encontramos con el padre de Tam, que trabajaba con una sierra mecánica.
—Párate aquí —dijo Tam.
Nos detuvimos y miré lo que pasaba.
Dispersos en el suelo alrededor de míster Finlayson había unos cuantos troncos de alerce recién cortados, todos de unos tres metros de largo. Estaba usando la sierra circular para afilar el extremo de cada tronco. Había quitado la cubierta de seguridad, y la enorme hoja carecía de protección mientras trabajaba. Era una operación ruidosa. La sierra estaba sujeta a un generador diesel, y el ruido combinado del motor y la hoja que cortaba la madera había ahogado el sonido de nuestra camioneta. Míster Finlayson cogía los troncos, los pasaba por la hoja varias veces para sacarles punta, y luego los echaba en un montón a su lado. Estaba concentrado en su trabajo y siguió sin darse cuenta de nuestra presencia.
Tam abrió con cuidado la puerta y se apeó de la camioneta. Después empezó a moverse en círculo poco a poco hasta estar directamente detrás de su padre. Esperó a que estuviera terminado otro tronco y luego, en el momento exacto en que míster Finlayson lo lanzaba al montón, saltó hacia delante con un grito salvaje y le agarró los brazos, sujetándoselos con los suyos, mientras le mantenía la cabeza inclinada hacia delante. A continuación Tam hizo que su padre se doblase poco a poco, obligándole a arrodillarse en el serrín hasta que la cabeza estuvo a unos tres centímetros de la hoja de sierra que giraba. Después de mantenerlo sujeto en esa posición durante varios segundos, Tam lo soltó y retrocedió rápidamente. Míster Finlayson se apartó con cuidado de la hoja antes de enderezarse y pasear la vista alrededor. Richie y yo nos habíamos bajado de la camioneta para contemplar aquel «ejercicio deportivo» y, cuando nos vio, sacudió la cabeza y paró el motor. Acto seguido, rápido como un relámpago, cogió un tronco del montón y se lo tiró a Tam, que tuvo que saltar a un lado para evitar el golpe.
—Eso ha podido originar un accidente muy desagradable —dijo míster Finlayson—. Ahora recógelo y vuelve a ponerlo en el montón.
Tam obedeció.
Míster Finlayson me miró.
—¿Cómo estás? —dijo, sacándose virutas de los bolsillos.
—Muy bien, gracias —contesté.
—¿Todavía eres el encargado?
—¿Eh? Sí. Por ahora.
—Bien, eso te gusta, ¿no?
—Supongo.
—Normalmente no dejan que duren tanto.
Míster Finlayson utilizó el regreso de su hijo como señal para terminar el trabajo. Volvió a poner la protección a la hoja de la sierra mecánica y empezó a contar los troncos terminados.
—¿Para qué son? —preguntó Tam.
—Estoy levantando una empalizada alrededor de la casa.
—¿Para qué?
—Para impedir que puedas volver a casa.
Richie estaba muy callado mientras dejábamos atrás el campo de golf y nos dirigíamos a su casa. Caí en la cuenta de que aquélla era la primera ocasión en que Richie estaba separado de Tam durante tanto tiempo, y me pregunté cómo lo llevaría. ¿Con quién compartiría sus cigarrillos, por ejemplo? Era difícil imaginar a Tam sin pensar de inmediato en Richie, y viceversa. Recordé aquella vez en que le pregunté a Tam dónde estaba Richie y me respondió: «No estamos casados, ¿sabes?». Bueno, a lo mejor no lo estaban, pero pasaban más tiempo juntos que la mayoría de los matrimonios. Indudablemente estarían juntos otra vez muy pronto (en cuanto abriera el Crown Hotel), pero entretanto Richie tenía que encararse con su madre. Seguramente estaría enfadada porque él no había escrito ni nada, pero cuando llegamos a la granja salió al umbral con expresión muy preocupada. Sin duda, la señora Campbell estaba preocupada por algo.
—Oh, Richard —dijo—. Creo que ha pasado algo horrible.
—Da lo mismo —soltó él—. Ya he vuelto a casa. ¿Qué ha pasado?
—Cariño, no sé cómo contártelo.
—¿Se ha muerto alguien?
—No, no. Es lo de la guitarra eléctrica.
—¿Qué ha pasado?
La señora Campbell titubeó y luego dijo:
—Ha venido un hombre de la tienda y se la ha llevado.