—¿Qué vamos a hacer con Robert? —pregunté.
—Lo tendremos que enterrar —contestó Donald.
—¿No debería ser enterrado en Escocia?
—En principio sí —respondió—. Pero en este caso está demasiado lejos.
Sacó el plano de la cerca del bolsillo y lo estudió.
—Tendremos que ponerlo debajo de la siguiente puerta.
—De eso se encargará Richie —sugerí—. Es el que mejor cava.
—Muy bien —dijo Donald—. Dile a Richie que es mejor poner a Robert debajo del poste fijo en lugar del que sostiene los goznes.
—¿Hay algún motivo especial para eso? —pregunté. Parecía un buen momento para aclarar las cosas.
—No que yo sepa —contestó.
Cuando Tam y Richie terminaron con lo que estaban haciendo, se acercaron a nosotros andando a lo largo de la cerca, y Donald señaló que deberían haber aprovechado para llevar las herramientas al tramo siguiente.
—Nunca hay que perder el tiempo —dijo.
Después les contó lo de Robert. Tam expresó su preocupación sobre quién se ocuparía de Ralph.
—Me lo llevaré yo —anunció Donald.
Cuando el pestillo para Robert estuvo terminado, la luz ya disminuía rápidamente, de modo que volvimos al patio. La camioneta de la empresa estaba aparcada junto a la caravana, donde Robert la había dejado. En la caja había un mazo para postes de repuesto que Donald nos dejó prestado mientras él hacía que el nuestro lo «arreglaran adecuadamente en Escocia», según dijo.
Donald tomó el té y luego se dispuso a marcharse antes de que se hiciera demasiado tarde. Cuando llegó la hora de irse yo dije:
—Bueno, gracias por tu ayuda de los dos últimos días.
—No tiene importancia —contestó—. Claro que tendré que dividir vuestros costes finales en cuatro partes.
No entendí muy bien lo que quería decir con eso, pero lo supuse.
Donald paseó la vista por la granja.
—Tenía la esperanza de hablar un poco con míster Perkins esos días —dijo—. Pero parece que no se deja ver mucho.
—Yo casi ni lo he visto —señalé—. Era de noche cuando llegamos.
—Eso he oído —comentó Donald—. Espero que este trabajo se lleve a cabo con rapidez. No querréis volver después de navidades a terminarlo, ¿verdad?
Yo no deseaba eso. El tiempo había ido pasando y ya era diciembre. No resultaba nada extraño que los días fueran tan cortos y las noches tan largas. La visita de Donald nos había permitido progresar un poco, pero todavía quedaba bastante trabajo antes de que pudiéramos largarnos de Upper Bowland. Le dije a Donald que haría todo lo que pudiese, y nos despedimos de él. Tam y Richie se habían acercado. Donald abrió la puerta de la camioneta de la empresa y Ralph saltó dentro con su nuevo amo. Luego se marcharon.
—Me daría mucho por el culo tener que volver después de navidades —soltó Tam cuando nos metimos en la caravana.
—Si seguimos al mismo ritmo, para entonces deberíamos haber terminado —contesté.
Tam me miró.
—No te creerías toda esa mierda de la eficacia, ¿verdad?
—Bueno —dije—. Ha funcionado bien mientras Donald estuvo aquí, ¿no?
—Eso es porque él es un jodido robot —soltó Richie.
Sí, pensé, probablemente lo sea.
Para evitar que Tam y Richie se me vinieran abajo saqué inmediatamente el dinero de míster Hall y nos lo repartimos. Tam saldó una vez más sus deudas, y una vez más se encontró con que no le quedaba casi nada. En cualquier caso, todos teníamos lo suficiente para ir al pub, que es lo que hicimos.
—Ese dinero era el acordado, ¿no? —preguntó Ron, mientras nos servía unas cervezas.
Considerando que era él quien me lo había dado, me pareció una pregunta sin sentido, pero contesté educadamente:
—Sí, gracias.
—Me dijeron que ibais a hacer unos corrales —añadió Ron.
—¿Has visto últimamente a míster Hall? —pregunté.
—Ha estado muy ocupado —contestó Ron—. Se encargan de las comidas para los colegios.
Nos sentamos en la mesa del rincón y consideramos esta vaga información. Era evidente que los hermanos Hall tenían más planes para nosotros, pero hasta que se pusieran en contacto no tendríamos la menor idea de qué se trataba exactamente. Entretanto, debíamos seguir con nuestro trabajo. Yo no estaba seguro de qué efecto tendría sobre Tam y Richie la proximidad de las navidades. Por una parte, podía espolearlos para que terminaran el trabajo a tiempo, pero por otra podía hacer que sintieran nostalgia y fueran incapaces de concentrarse en su cometido. Debo admitir que incluso yo me sentí un poco desvalido cuando los pilotos de la camioneta de Donald se alejaron en dirección a la carretera. Cuando volvimos a la caravana aquella noche, la colina de encima de nosotros parecía tramar algo en la oscuridad.
Durante los días siguientes no volvimos a ver a los hermanos Hall, de modo que nos ocupamos de nuestra propia cerca. Al principio Tam y Richie se dedicaron a fingir «que eran eficaces» y a hacer las cosas como le habría gustado a Donald, pero yo sabía que la farsa no iba a durar. Ellos preferían una actitud de laissez-faire con respecto al trabajo, y abordar las tareas según se les presentaban antes que siguiendo un orden. La cerca se acabaría desde luego, pero a la mitad de velocidad. Decidí aceptarlo. Después de todo, tenía que vivir con Tam y Richie las veinticuatro horas del día. Y Donald, no.
El día que por fin terminamos el trabajo recibimos la visita de John Hall. Otra vez estábamos adormecidos después de un día de trabajo duro, cuando los faros iluminaron el patio. Sin embargo, yo le esperaba preparado cuando entró en la caravana, que soltó las habituales protestas bajo su peso.
—¿Entonces estáis listos para esos corrales? —empezó.
—Sí, creo que podemos dedicarles un par de días —contesté.
—Perfecto —dijo—. Ya he comprado la madera.
—¿Ah, sí?
—Sí. He adquirido doscientas traviesas de ferrocarril en un depósito.
Cuando dijo eso, noté que una oleada de sorpresa nos envolvía a Tam, a Richie y a mí mismo.
—¿Traviesas de ferrocarril? —Traté de no parecer sorprendido.
—Es lo mejor para hacer corrales —explico míster Hall. Probablemente tenía razón, pero me pregunté en qué nos estábamos metiendo. ¡Doscientas traviesas de ferrocarril! Eso era más de un par de días de trabajo.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer exactamente? —pregunté.
—Construir unos corrales —contestó él, irritado—. Ya te lo había dicho.
—Sí, pero ¿dónde?
—En la fábrica. Así podremos traer a los animales directamente del campo.
—Oiga… eso es ilegal, ¿no? —dije.
Míster Hall me miró.
—¿Estás tratando de decirme cómo tengo que llevar mis asuntos?
—No, pero…
—¿Qué?
Me miró como si otra vez fuera a explotar.
—Nada —dije, rindiéndome.
—Bien. Y ahora a ver si aquí tenemos un poco de sentido común. —Los rasgos de su cara perdieron tensión—. Os lo pagaré en metálico como antes, y podréis comer en el comedor de la fábrica —Míster Hall estaba siendo magnánimo en la victoria. Miró a Tam y a Richie—. ¿De acuerdo, chicos?
Obligados a hablar por fin, los dos murmuraron:
—Gracias.
Percibí aquel cambio de humor.
—Al parecer, tiene que ocuparse de la comida para unos colegios —dije, esperando que él ampliaría la cuestión.
—Sí, exactamente —contestó—. Bueno, os espero mañana por la mañana.
Abrió la puerta para irse.
—A propósito —pregunté—. ¿Dónde está la fábrica?
—En Lower Bowland. No tiene pérdida.
La fábrica resultó ser un gran cobertizo de metal ondulado al final de un largo sendero. La construcción tenía un aspecto que sugería que la habían levantado sin permiso municipal. Alrededor todo eran campos en los que un confiado ganado pastaba detrás de unas cercas nuevas de HALL BROS. Al lado del cobertizo había un comedor que semejaba a una fortificación y algunas oficinas. Cuando llegamos, encontramos a David Hall dentro de su camión, esperándonos. Cerca también había unas cuantas furgonetas de la carnicería. Como he dicho antes, David Hall era mucho más tratable que su hermano. De hecho, era amigable y le costaba poco sonreír.
—Las traviesas están ahí atrás —dijo—. Desayunaremos algo y luego las podéis descargar.
Nosotros habíamos desayunado antes de dejar la caravana aquella mañana, pero ninguno dijo nada cuando nos precedió al entrar en el comedor, donde ya estaban sentados unos cuantos carniceros, todos con bata blanca.
Había salchichas a elegir, fritas, a la plancha o cocidas, que servía un hombre con un mandil de cocinero que tenía cierto aire familiar con los otros Hall. Daba la impresión de que se ocupaba de la cocina con una sola mano. Cuando no servía salchichas, pasaba la mayor parte del tiempo atendiendo la plancha de detrás del mostrador, mientras ocasionalmente llenaba el contenedor de té. Después de que nos sirviera un plato lleno de salchichas a cada uno, nos sentamos y tomamos té mientras David Hall nos hablaba de la instalación de cercas.
—Un trabajo duro, ese de instalar cercas, ¿no? —empezó.
—No está mal —contestó Tam.
—Debe de ser muy monótono clavar todos esos postes, supongo. Primero uno, después otro, y otro.
—Estamos acostumbrados —señalé.
—Sí, pero repetir lo mismo una y otra vez… Basta para que uno se vuelva loco. Tanta repetición…
Cuanto más seguía con aquello, más sonaba como si no supiera de qué estaba hablando.
—Yo creía que de todo el trabajo referente a las cercas ya os ocupabais aquí —dije.
—Eso depende de lo que tú consideres trabajo —contestó él—. Hay trabajo trabajo, y hay lo de decirles a otros que hagan el trabajo. Yo prefiero lo segundo.
—Entonces ¿tú no instalas cercas? —pregunté.
—¡Jua, jua! ¡Claro que no! —dijo, enseñando los dientes al reír.
El camión todavía esperaba que lo descargasen cuando volvimos a salir.
—John tiene un plano de los corrales en alguna parte —indicó David Hall—. Iré a la oficina y lo traeré. Si os parece bien, podéis empezar a descargar.
—Gracias, dije.
Las traviesas de ferrocarril estaban dispuestas a lo largo, de modo que Tam y Richie se subieron al camión para descargarlas, mientras yo me quedaba abajo. Había un modo de descargar madera que hacía el trabajo bastante sencillo. Tenía en cuenta la ley de la gravedad. En este caso, se trataba simplemente de que Tam empujase cada traviesa del montón hasta que se diera la vuelta, para que la levantara Richie, quien la dejaba deslizarse desde el camión. Tenía que caer al suelo derecha, preparada para que yo la pusiera en un nuevo montón. Durante un rato este procedimiento funcionó perfectamente, y llegamos a adquirir un ritmo constante. Sin embargo, a medida que mi montón se hacía más alto, yo necesitaba más tiempo para colocar cada traviesa en su sitio. Tam y Richie no parecían darse cuenta de eso, y de hecho empezaron a bajarlas cada vez más deprisa. Al final, me llegaba una corriente incesante de traviesas de ferrocarril y yo no daba abasto.
—¡Podéis bajar el ritmo un poco! —grité—. Una de estas traviesas me va a dar un golpe en cualquier momento.
No me gustaba alzarles la voz a Tam y Richie, pero a veces estaba más que justificado. Su respuesta fue interrumpir el trabajo y fumar un cigarrillo. Eso me dio tiempo para ordenar las traviesas y aún me sobró para un descanso.
—Éste va a ser un curro muy jodido —observó Tam.
Sí, todos estuvimos de acuerdo. Si íbamos a hacer una estructura básica adecuada, todos los postes verticales tendrían que enterrarse en el suelo para que estuvieran fijos. No habíamos visto los planos todavía, pero sabíamos que probablemente habría que cavar docenas de agujeros. Luego estaba la cuestión de que estuvieran juntas. No se podían clavar las traviesas de ferrocarril una a otra porque eran demasiado grandes. Había que agujerearlas y luego sujetarlas con unas juntas metálicas para que estuvieran seguras. Me pregunté si míster Hall lo había previsto y tendría material para ello. Me inclinaba a dudarlo. Llegamos rápidamente a la conclusión de que tardaríamos más de un par de días en acabar, y cuando volvió David Hall con los planos, nuestros peores temores se confirmaron. Iban a ser unos corrales de gran resistencia para todo tipo de animales. Tardaríamos por lo menos una semana, ¡puede que más!
Por descontado no expresé nuestras dudas delante de David Hall, y la verdad fue que me pasé el resto del día ordenando las traviesas de ferrocarril según debían disponerse de acuerdo con el plano. Sin embargo, en cuanto dejamos las proximidades de la fábrica, aquella tarde Tam dijo:
—Yo creo que deberíamos mandarlo a tomar por el culo.
—¿El qué? ¿Te refieres a que dejemos el trabajo? —pregunté.
—Eso mismo, joder —contestó—. Si no, nunca volveremos a casa.
Richie, claro, estaba de acuerdo con Tam, y tengo que admitir que yo no tardé mucho en coincidir con ellos. Sin duda nos habíamos sobrevalorado al aceptar construir aquellos corrales, y lo mejor que podíamos hacer era irnos. Así que cuando volvimos a la caravana empezamos inmediatamente a hacer los preparativos para largarnos. Decidimos que lo mejor sería ponemos en marcha enseguida y viajar toda la noche. Richie y yo nos turnaríamos al volante. Mientras recogíamos la caravana y la enganchábamos a la camioneta, fui a hacer una última ronda de inspección a la cerca de míster Perkins. Parecía que había pasado mucho tiempo desde que echamos la vista encima de aquella enorme pila de postes y alambradas del terreno de la granja que se había convertido en una tensa estructura brillante que destellaba a la luz de la luna. Me aseguré de que todas las puertas quedaban cerradas, para que no pudiera escaparse nada, y luego me reuní con Tam y Richie. Poco después ya estábamos en la carretera.
La mañana siguiente era tranquila cuando nos detuvimos en las instalaciones de la empresa y aparcamos delante del depósito de herramientas. Nos quedamos sentados unos minutos en la camioneta mientras Tam y Richie fumaban un cigarrillo.
—Bueno —dije yo, cuando terminaron—. Será mejor que metamos mano a todo este lío de herramientas.
Nos apeamos y miramos la caja de la camioneta. El montón de herramientas yacía en un charco poco profundo de agua de lluvia; unas cuantas estaban desajustadas y la mayoría mostraban las primeras señales de óxido. En principio, aquello era el equipo de unos instaladores de cercas profesionales, pero la verdad es que parecía un montón de chatarra. Había herramientas para hacer agujeros, chismes para tensar alambradas, una barra de hierro oxidada (sin punta), unos cuantos cinceles y una mordaza de cadena; i todo en diversos grados de deterioro. También varios rollos de alambrada. Lo único que parecía en estado potable era un enorme mazo para postes con una cabeza de acero fundido, que estaba apartado ligeramente a un lado.
—Ahí está Donald —murmuró Tam.
Inmediatamente los dos se pusieron a remover las herramientas. Donald había salido de su despacho y cruzaba el patio en nuestra dirección. Su repentina aparición tuvo un efecto claramente visible en Tam y Richie, cuyas caras mostraban una intensa concentración en el trabajo. Tam se estiró por encima de uno de los lados de la camioneta y sacó el mazo para postes.
—Me alegra que todavía siga entero —dijo Donald, cuando llegó.
Le quitó el mazo a Tam y lo puso cabeza abajo en el cemento. Richie, entretanto, se había echado uno de los rollos de alambrada al hombro y se disponía a meterlo en el depósito.
—Parece que de repente te ha entrado mucha prisa —dijo Donald.
Eso hizo que Richie vacilara tímidamente a medio camino con el rollo equilibrado en el hombro. Se volvió a medias y miró a Tam. Ahora Donald estaba fisgando dentro de la caja de la camioneta.
—Oídme, tíos, a ver si tenéis más cuidado con el equipo —dijo.
Tras una pausa sumisa, Richie volvió a ponerse en marcha hacia el depósito, pero Donald hizo que se detuviera otra vez.
—Deja eso ahora. Acaban de llamarme por teléfono, es algo importante. Será mejor que vengáis a la oficina.
Sin más comentarios, se dio la vuelta y anduvo hacia la puerta abierta. Sin decir nada, nos miramos unos a otros y le seguimos.
Una bombilla muy potente sin pantalla colgaba del techo de la oficina. Donald había puesto dos sillas debajo de ella, una junto a la otra, de cara a su escritorio. Tenían un tamaño un poco menor que el adecuado para un adulto, eran de madera, y estaban colocadas simétricamente respecto a la mesa.
A Tam y Richie no había que decirles dónde sentarse.