Diez

—Me alegra que no desperdiciéis las horas de luz —dijo.

—Claro, claro —contesté—. ¿Dónde está tu camioneta?

Donald tenía una camioneta parecida a la nuestra que utilizaba generalmente para hacer la ronda y visitar a los equipos que trabajaban fuera. No había señal de ella en el patio, y por eso nos había cogido por sorpresa.

—Me ha traído Robert —explicó—. Se la he prestado un par de días.

—¿Un par de días? —repetí.

—Sí —contestó—. Entretanto, me voy a quedar aquí con vosotros porque este trabajo no parece que vaya muy deprisa.

Tam y Richie se habían sentado en la litera libre de enfrente de la mía. Los miré. Los dos se habían puesto pálidos.

—Chicos, deberíais haber ido más rápido —prosiguió Donald—. Después de todo, el terreno no es tan difícil.

—Nos hemos quedado sin dinero —dije.

—¿Qué ha pasado con el adelanto que os di?

—Lo hemos gastado.

—Bueno, pues si lo habéis «gastado», lo normal es que siguierais sin dinero.

—Ya.

—Pero tenéis suerte de que os haya traído el sueldo.

Eso al menos fue un alivio. Era hora de cenar y decidimos preparar todo lo que nos quedaba, las judías y una o dos cosas más, todo junto en una cazuela grande. Donald por poco no oculta su disgusto cuando vio que elegíamos una cazuela del fregadero y la restregábamos hasta dejarla limpia. Creí que sería una buena lección para él ver cómo había tenido que vivir yo día a día. Sin embargo, una vez que la cazuela estuvo calentando, pareció interesarse más por lo que teníamos para el té.

—Eso huele bien —apuntó.

—Sí —contesté—. Pero sólo hay tres platos.

Entonces resultó que Donald había traído su propio plato, uno especial de usar y tirar que no había que fregar. Le di a desgana una parte de la pitanza, nos sentamos y comimos.

—Muy bueno —dijo Donald mientras rebuscaba en su bolsa de viaje—. Y ahora, el sueldo.

Sacó tres sobres de paga.

—A propósito —dijo—. Llegó esto a la oficina.

Me tendió una factura. Era la cuenta por la reparación del mazo para postes.

—Ah, sí, claro. —Me preguntaba qué habría pasado con eso.

—Creí que sería mejor que la vieras —dijo Donald.

—Gracias —contesté—. Eso deberíamos haberlo pagado con el adelanto, ¿no?

—Me temo que no —señaló Donald—. El adelanto sólo cubre los gastos generales. Los daños causados por descuido se descuentan directamente del sueldo.

Y sobre la marcha hizo el descuento de la cantidad en metálico.

Después de habernos dado los sobres con la paga, Donald dijo:

—Supongo que ahora saldréis disparados para el pub ¿no?

—No nos interesa —contestó Richie.

Se había tumbado en su litera y leía otra vez A Thompson le dan un baño pronto a partir de la página uno.

—Me sorprende —observó Donald—. Creía que ibais todas las noches.

—Yo estoy ahorrando para las navidades —aclaró Tam.

—Bueno, estoy seguro de que la empresa os puede invitar a una ronda —anunció Donald, y unos minutos más tarde conducía hacia el pub, con todos apretujados en nuestra camioneta.

De camino nos detuvimos junto a la cerca original de los Hall Brothers.

—Veo que ha habido otros trabajando por aquí —dijo.

—Sí —contesté—. Una empresa local, creo.

—Bien, no permitiremos que nos lleven la delantera, ¿verdad? —Donald se apeó de la camioneta y realizó un breve examen de la cerca de los Hall Brothers. Contemplamos cómo se detenía en un extremo y se arrodillaba, mirando la hilera de postes.

—Hummmm. Ejemplar —dijo, cuando volvió a subir.

El Queen’s Head estaba tranquilo cuando entramos. Donald abrió la marcha hacia la barra y pidió cuatro pintas mientras Tam, Richie y yo mismo nos quedábamos un poco atrás. Mientras servía la cerveza, Ron, el dueño, enarcó las cejas en mi dirección. Yo asentí con la cabeza como respuesta. No sé si el intercambio encerró algún significado, pero Ron mantuvo las distancias toda la noche, y no anduvo por allí haciendo las preguntas de siempre.

Nos sentamos a nuestra mesa habitual del rincón y buscamos una silla más para Donald. Fue una noche rara. Donald creía que queríamos hablar de la instalación de cercas toda la noche, de modo que no paraba de iniciar conversaciones al respecto. Nos enteramos de todas las nuevas técnicas para instalar cercas que estaban empezando a utilizar la empresa y sus competidoras, y de cuántos metros de cerca habían instalado los otros equipos en diferentes partes de las islas británicas.

—¿Cuántos equipos están trabajando en Inglaterra? —pregunté.

—Ninguno —respondió Donald—. Vosotros sois el único, aunque Robert ha ido a ver si consigue más trabajo aquí.

A juzgar por la expresión de su cara, a Tam y Richie no les gustó cómo sonaba aquello.

—A propósito —continuó Donald—. Todavía no he sabido nada de míster McCrindle.

—¿Ah, no? —dije—. ¿No sigue allí?

—Ha desaparecido sin decir nada. Ni siquiera una llamada de teléfono, que es lo más sorprendente. Le gustaba mucho el teléfono y me llamaba a diario mientras se instalaba su cerca.

Donald había vuelto su mirada hacia Tam, que se movió incómodo en su asiento.

—¿Llamaba? —llegué a decir.

—Claro que llamaba —contestó Donald—. Le pedí que no os perdiera de vista, y estaba de lo más agradecido.

—Muy amable —observé.

—Sí, eso mismo pensé yo; estuvo a la altura de las circunstancias. Es por lo que le voy a dar un aplazamiento de tres meses para que satisfaga el pago.

—Eso está… vaya… bien.

Mientras tanto, nosotros nos concentrábamos en tomar nuestras cervezas a la velocidad correcta. La oferta de Donald de invitarnos a una ronda a cargo de la empresa había sido ambigua e hizo que nos sintiéramos inquietos. No estábamos seguros de quién debía pagar la ronda siguiente, o las siguientes. Por ello, bebíamos la cerveza a la «altura» de Donald, asegurándonos de que ninguno vaciaba el vaso antes que él. Donald bebía a un ritmo muy lento, lo que acababa siendo una forma de tortura para Tam y Richie y, hasta cierto punto, para mí. Los últimos cinco centímetros le duraron siglos, pero finalmente Donald terminó el vaso, seguido muy de cerca por nosotros tres.

—¿Repetimos? —propuso, cogiéndonos por sorpresa.

Volvió a ir a la barra. Era la primera vez que Tam, Richie y yo habíamos estado solos desde su llegada.

—Comportaos con naturalidad —dije.

Cuando volvió con las bebidas, Donald reanudó su perorata sobre las cercas, pero a pesar de eso Tam y Richie empezaron a parecer más contentos según disminuía la cerveza en los vasos. Richie recordó que se había quedado sin cigarrillos, de modo que fue a la máquina y volvió con dos paquetes. Luego él y Tam siguieron sentados y fumaron rápidamente varios pitillos de una tacada. Donald miró a Richie cuando éste volvía a encender.

—¿Por qué castigas el cuerpo todo el rato? —preguntó.

—Porque nadie lo va a hacer por mí —contestó Richie.

Al rato, Tam estaba en la barra pagando otra ronda, y me di cuenta de que en cuanto pudiera tendría que hablarle de su creciente deuda.

Al volver a la caravana tuvimos que habilitar un espacio para que durmiera Donald, y se decidió que ocupara la litera que había debajo de la de Richie. Allí había un revoltijo de ropa sucia que Richie agarró en una brazada y metió debajo de su almohada. Donald abrió el armario ropero y se encontró con el saco de abono de Tam, ya seco y tieso colgado de la percha. Lo deslizó por la barra y colgó su camisa. Cuando se disponía a acostarse, Donald dijo:

—¿No os apetece un café?

—Me parece que no —contesté.

En plena noche algo me despertó, y me quedé escuchando cómo dormían los demás. En las últimas semanas me había acostumbrado a los ruidos que Tam y Richie hacían al dormir y los reconocí al instante.

Richie, que siempre dormía boca arriba, producía un sonido parecido al de una vieja motora en el agua. Por su parte, en el otro extremo de la caravana, Tam bufaba como un distante océano.

Donald, sin embargo, en la litera más cercana a la mía, estaba completamente en silencio.

Yo pensaba impresionar a Donald por la mañana al set el primero en levantarme, pero cuando desperté vi que él ya se movía por la caravana, aparentemente preparando té. Estaba mirando el atestado fregadero, y luego sacó un tazón limpio de su bolsa de viaje.

—Mi tazón está ahí —dije yo, señalando la taquilla de encima de mi litera.

—¿Ah, sí? —contestó Donald, y se sirvió té.

La presencia de Donald indudablemente supuso una gran diferencia en lo que se refiere a la velocidad con que nos levantamos aquel día. Estaba descartado que Tam siguiera holgazaneando en su cama hasta el último momento, y estábamos listos para el trabajo a las siete y media. Donald tenía su propio plano del tajo, con todas las cercas señaladas con tinta roja, y lo primero que hizo fue una gira de inspección, acompañado por mí. Subimos la colina hasta la cima y luego bajamos pegados a la cerca que cruzaba. Donald comprobaba todo el tiempo la tensión de la alambrada y, naturalmente, lo recta que estaba. Cuando llegamos a la cerca en círculo parecía bastante satisfecho de lo que había visto.

—Hummm, profesional a tope —dijo.

Al cabo de un rato llegamos a la única puerta que permanecía aislada. Donald la miró un instante y luego dijo:

—Sí, yo también creo que es mejor hacer la puerta primero y construir las cercas a su alrededor.

Donald se había puesto un mono, y pronto quedó claro que durante su visita pensaba trabajar con nosotros. Nos organizó en dos pequeñas subcuadrillas: una pareja poniendo postes, la otra instalando la alambrada, y luego variando de cometido cada par de horas. Eso funcionó muy bien, y durante el primer día de estancia de Donald quedó instalado un buen trecho de cerca. Era interesante verle manejar el mazo para postes. Su modo de moverse era maquinal. Los huesos debían de darle una sacudida cada vez que dejaba caer el mazo con exactitud, pero de modo rígido, encima de cada poste. No se permitía ningún «desvío», sino que transfería toda su energía directamente al mazo. De este modo mecánico, Donald completó otra hilera de postes, mientras el que le ayudaba se esforzaba por mantenerse a su altura.

Aquella noche fuimos al pub. En un momento en que estaba en la barra en busca de una ronda de cervezas me fijé en que Ron, el dueño, se comportaba de un modo extraño. En lugar de colocar los vasos recién llenos en la barra entre él y yo, los puso como a medio metro a mi izquierda. Al mismo tiempo, miraba fijamente por encima de mi hombro en dirección a la mesa del rincón donde estaban sentados Donald, Tam y Richie. Yo iba a coger las cuatro pintas de cerveza de una vez, para hacer sólo un viaje cuando Ron sacó una bandeja. Empezó a poner los vasos encima, sin dejar de mirar al rincón y desplazándose a un lado, hasta que por fin comprendí sus intenciones: que yo quedara en línea con Donald. Por lo visto, pretendía quitarse de la vista, de modo que decidí quedarme donde estaba y dejar que ajustase su posición con la mía. De repente miró al rincón, y en ese momento noté que me apretaban un sobre en la mano. Asentí con la cabeza y me lo guardé en el bolsillo. Visiblemente menos tenso, Ron cogió la bandeja y la llevó a la mesa, donde Donald y los otros hablaban sobre cercas. El sobre siguió dentro de mi bolsillo durante otra media hora, pasada la cual, como quien no quiere la cosa, me dirigí al servicio. Me encerré en un cubículo y examiné el misterioso sobre bajo la tenue luz. No había nada escrito y estaba abierto. Dentro había algo de dinero, billetes de alto valor con la suma exacta que habíamos acordado por poner la cerca de míster Hall. Busqué algún tipo de mensaje escrito, pero no había nada, sólo dinero. Cuando volví a la mesa, la conversación se había apagado. Era el estado normal de Tam y Richie, que por lo general se contentaban con estar sentados con sus pintas de cerveza sin decir nada. El hecho de que Donald los acompañara al pub suponía para ellos una tensión considerable, por lo que se mostraron bastante aliviados cuando volví a la mesa. Durante el día incluso había sido peor, Donald nos organizó en dos parejas y en algún momento se tuvieron que separar a la fuerza. Cada uno de nosotros había trabajado con uno de los otros, de modo que las diferentes tareas se compartían con facilidad. Cuando Richie fue elegido para ir con Donald a levantar una nueva hilera de postes, era como si se embarcara en la nave de la muerte. El turno de Tam vino después y parecía un hombre destrozado cuando volvió.

—¿Cuánto se va a quedar Donald? —me preguntó.

—Hasta que Robert le venga a recoger… un par de días —contesté.

—Pero ya lleva aquí un par de días.

—Sólo llegó ayer por la noche —precisé—. Parece más tiempo, es lo que pasa.

Horas más tarde, seguía sin haber tregua. Los tres tratábamos de relajarnos con unas cervezas delante, pero Donald tenía algo que decirnos.

—Muchachos, la verdad es que deberíais empezar a pensar en términos de eficacia —empezó—. Construir una cerca es muy fácil. Primero se clavan los postes guía en cada extremo y se tensa un alambre entre ellos. Eso proporciona una línea recta en la que se instalan los postes en punta (con la punta hacia abajo). Luego se fijan y se tensan los alambres siguientes, uno a uno, y el trabajo queda terminado.

Mientras Donald hablaba, miré a Richie, sentado enfrente de mí. Los ojos se le cerraban poco a poco y daba cabezadas hacia delante; en ese preciso instante estaba sentado, inmóvil, al lado de Tam, que se movía inquieto.

—¿Y lo de añadir el soporte en cada extremo? —pregunté.

—Eso no hay ni que decirlo —contestó Donald.

Se sacó del bolsillo de la chaqueta unos papeles.

—Os he preparado unos programas de trabajo —anunció mientras nos los pasaba—. Contienen los puntos principales que debéis tener en mente durante la construcción.

Richie se despejó y miró atentamente su ejemplar. Yo miré el mío. Consistía en diagramas, paso a paso, de cómo construir una cerca y pequeños monigotes que hacían el trabajo. Donald se volvió hacia mí.

—También deberías mantener un orden más estricto dentro de la caravana —dijo.

—¿Te refieres a la porquería? —inquirí.

—Exacto.

—Pues no sé cómo puedo obligar a la gente a ser más higiénica —dije.

Me fijé en que Tam y Richie examinaban sus papeles con gran interés.

—El orden doméstico queda dentro de tus obligaciones —indicó Donald, después de que hubiéramos dejado el tema.

Como de costumbre, la noche llegó a su fin cuando cerró el pub y tuvimos que irnos. Donald se fijó en que Tam se dejaba su programa de trabajo encima de la mesa.

—No te olvides de eso —advirtió, recogiéndolo.

—Gracias —dijo Tam, y se lo metió en el bolsillo de atrás.

A la mañana siguiente, cuando nos preparábamos para otra jornada de trabajo eficiente, Donald dijo:

—Robert debería aparecer por aquí esta tarde.

Tam y Richie no reaccionaron ante la noticia, pero cuando salieron a cargar la camioneta con el material para el día, oí que silbaban. Mejor aún. Donald les dejó trabajar juntos toda la mañana, estirando y tensando alambres, mientras yo iba con él clavando unos cuantos postes más. Hicimos bastantes progresos, y a media tarde estaba terminada otra hilera. Donald se había hecho cargo del mazo y yo había sido su ayudante, colocando y sujetando los postes. Cuando nos detuvimos para mirar el trabajo finalizado, observamos que uno de los postes no estaba a la altura de los demás, y había que martillarlo un poco.

—Lo haré yo —dije, y cogí el mazo.

A mí me gustaba usar el método del «golpe directo», lo mismo que a Tam, así que planté firmemente los pies en el suelo y mantuve el mazo como prolongación del brazo. Luego lo hice girar en un arco y lo bajé hasta el poste. Fue un golpe sólido, pero se necesita otro, por lo que repetí la operación. Esa vez el mazo me pareció extrañamente ligero al levantarlo, y al final del golpe me di cuenta de que la cabeza se había soltado y sólo había estado sujetando el mango. En ese momento algo me olisqueó la bota. Bajé la vista y vi a Ralph diciendo «hola» del modo en que lo dicen los perros cuando acaban de llegar. Hubo un movimiento a mis espaldas, me volví y sorprendí a Donald abrazado de un modo extraño a Robert. Era como si uno le estuviera enseñando a bailar al otro.

—Ah, hola, Robert —dije, pero en lugar de los habituales saludos de cortesía, no obtuve réplica. De hecho, Robert estaba muy quieto.

Entonces reparé en que la cabeza desaparecida del mazo estaba en el suelo.

—Le ha alcanzado directamente —explicó Donald.

Advertí que se esforzaba por mantener derecho a Robert, de modo que me acerqué y entre los dos lo apoyamos en un poste. Donald lo examinó de cerca.

—¿Cómo está? —pregunté.

—Eso no importa —contestó Donald—. Está muerto. Me quitó el mango y le metió la cabeza del mazo. Estaba floja.

—No merece la pena pagar la factura —dijo.