Nueve

Me volví hacia el recién llegado.

—¿Cómo dice?

—He dicho que qué coño está pasando.

Reparé en que la cara del hombre estaba roja. Su voz parecía conocida.

—¿Míster Perkins?

—¡Ya sabe que soy míster Perkins!

Parecía muy enfadado.

—¿Pasa algo? —pregunté.

—¡Cómo que si pasa algo! —exclamó—. ¡Se suponía que estarían trabajando en mi colina! ¡Me dejo caer por aquí y han abandonado el trabajo! ¡Es como la retirada de Moscú!

—Bueno —dije—. No es exactamente eso.

—¡No me diga que no es exactamente eso! —rugió dando un paso hacia mí.

En ese momento llegó un poste volando por encima del seto y le golpeó en la nuca. Míster Perkins dio un paso más hacia delante y cayó en mis brazos. Acto seguido, otro poste, y luego otro, cayeron violentamente.

—¿Quién está tirando eso? —grité.

—Yo, Rich —fue la respuesta.

—Pues será mejor que pares. ¡Acabas de alcanzar a míster Perkins!

Los postes dejaron de llegar. Miré a míster Perkins. Se había quedado muy quieto. De hecho, no sólo estaba quieto, estaba muerto. Lo levanté y lo apoyé en el seto, y se hundió lentamente en el follaje. Al cabo de un rato aparecieron Tam y Richie llevando postes al hombro.

—Pensamos que sería más rápido tirarlos por encima —dijo Tam.

—Probablemente lo sea —repliqué—, pero deberíais tener más cuidado. Mira lo que ha hecho Richie.

Ni Tam ni Richie se habían fijado en míster Perkins, que seguía apoyado en el seto. Cuando hice un gesto con la cabeza hacia él, dejaron los postes en el suelo y se acercaron a mirar.

—No fue mi intención —se excusó Richie.

—Ya sé que no fue tu intención —dije.

—¿Qué estaba haciendo aquí?

—Vino a quejarse de algo.

Los cuatro nos quedamos allí quietos durante unos momentos.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Tam.

—Tendremos que enterrarlo, supongo.

—Pero en su propio terreno, no aquí —sugirió Richie.

—Buena observación —contesté—. Podríamos ponerlo debajo de uno de los postes nuevos para portillos que hay junto a la colina. —(Hablando en sentido estricto, no estábamos ni por asomo preparados para instalar las puertas todavía, pero dadas las circunstancias probablemente merecía la pena continuar con el trabajo.)

—Y aprovecho para recoger mi martillo —observó Richie.

Decidimos sentar a míster Perkins en la cabina de la camioneta entre Richie y yo, y que Tam se subiera a la caja. Sin embargo, cuando tratamos de moverlo, descubrimos que no podíamos doblarlo en la posición correcta. De modo que lo pusimos detrás y condujimos dando un rodeo por el pie de la colina. Todos los portillos previstos habían sido señalados cuando Donald distribuyó originalmente el trabajo, de modo que elegimos la que consideramos más adecuada para míster Perkins y cavamos los agujeros para los postes. Al cabo de una breve discusión, acordamos que lo mejor era ponerlo debajo del poste donde el portillo se cerraba, y no en el poste donde estaban los goznes, aunque ninguno de nosotros podría explicar el motivo exacto por el que lo haríamos así. El portillo de míster Perkins parecía perfecto cuando lo terminamos, aunque de hecho no llevaría a ninguna parte hasta que las cercas que lo rodeaban estuvieran completas.

Cuando volvíamos a cargar las herramientas en la camioneta se me ocurrió una idea.

—Estaba muerto, ¿verdad?

—Claro que lo estaba —respondió.

—¿Y qué va a pasar con sus ovejas?

—Nada, estarán bien.

Por algún motivo la conversación retomó la historia de míster McCrindle.

—Me pregunto qué habrá hecho Donald con su factura sin pagar —comenté.

—Seguro que le concederá un aplazamiento de tres meses —dijo Richie—. Es lo que pasa normalmente.

—¿Cómo sabes tú eso? —pregunté.

—Yo vivo en una granja, ¿no? Nunca se pagan las facturas a tiempo.

Consideramos lo que podría pasar en el caso de míster Perkins y todos estuvimos de acuerdo en que probablemente le mandarían la factura a casa, y en consecuencia aquello no tenía nada que ver con nosotros.

Todo esto nos retrasó un poco el trabajo con la cerca de míster Hall, de modo que en cuanto Richie hubo recogido su martillo de la ladera, volvimos a la parte baja del campo para hacer todo lo posible antes de que oscureciera.

Más tarde, ya de vuelta en la caravana, Tam me preguntó:

—¿Vas a ver a esa mujer esta noche?

—No, creo que no —contesté.

—Demasiado para ti, ¿verdad?

—Sí. Demasiadas hormonas.

—Entonces, ¿iremos al Queen’s Head?

—De acuerdo.

Yo no tenía un interés especial en volver a encontrarme con Marina, por agradable que fuera la chica. Tampoco estaba con ganas de largas discusiones sobre dónde pasaríamos la noche del sábado. De modo que el Queen’s Head me parecía bien.

—¿Cuánto dinero nos queda? —preguntó Tam.

—¿Cómo que nos queda? —precisé.

Tam estaba empezando a considerarme una especie de banco. Saqué unos billetes del bolsillo de atrás.

—Esto es todo hasta que nos pague míster Hall —advertí.

—Me juego lo que quieras a que tienes más guardado en algún sitio —dijo Richie.

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra —contesté—. Esto es todo lo que me queda en metálico.

—Una tercera parte para cada uno —dijo Tam.

—De acuerdo, pero después nada más, conque no recurráis a mí.

Conté una tercera parte para Tam y otra para Richie, y guardé el resto en el bolsillo.

—No olvidéis que casi no nos queda comida —añadí.

—Sí, ya —fue todo lo que tuvo que decir Tam.

Me fijé en que no se mencionó la cerveza a discreción y todo lo demás.

En cualquier caso, pasamos una noche tranquila en el pub. Parecía que Tam y Richie por fin se habían enterado del mensaje de que «se acabó lo que se daba». Aquella noche nadie nos invitó a cerveza, y mientras los del pueblo bebían a la velocidad apropiada para un sábado por la noche, Tam, Richie y yo nos vimos obligados a hacer que cada cerveza nos durara una hora. En las condiciones idóneas esto podía ser un pasatiempo muy agradable. Hay un cierto arte en dejar pasar el tiempo adecuado para que una pinta de cerveza recién servida se asiente, y luego saborear cada trago bebiendo lentamente. Sin embargo, eso sólo es divertido cuando se puede pagar otra cerveza en cuanto la anterior se termina. Ante la obligación de hacerlo debido a necesidades económicas, puede convertirse en algo atroz. Tam y Richie, la verdad, no se diría que lo estuvieran pasando bien aquel sábado por la noche. Parecía un premio miserable después de lo mucho que habían trabajado. Sin embargo, con un poco de suerte, aparecería míster Hall con el dinero en cuanto termináramos el trabajo que le hacíamos. Supongo que la alternativa habría sido beber a la velocidad normal hasta que se terminase el dinero, y luego irse a casa. Eso significaba meterse en la cama hacia las nueve y media, lo que parecía un poquitín temprano. En lugar de eso, pasamos la noche lo mejor que pudimos, y deseábamos ser capaces de reunir la energía necesaria para terminar la cerca de míster Hall al día siguiente.

Fue un momento siniestro cuando, al despertar por la mañana, oí que la lluvia volvía a sonar en el techo de la caravana. Me quedé escuchando el agua que chorreaba por el canalón. Sabía que Tam y Richie estaban despiertos porque los dos se revolvían en sus camas. Además, la caravana se movía, lo que significaba que el viento había empezado a soplar por la noche y la hacía oscilar. La lluvia que se estrellaba violentamente de vez en cuando contra la ventana lo confirmaba. Me di la vuelta en la cama y miré la moqueta, todavía húmeda de las últimas lluvias que habíamos tenido que soportar. Estaba claro que ninguno de nosotros quería levantarse. Sin embargo, ese día teníamos mucho trabajo. Comprendí que sólo había un modo de motivar a Tam y Richie.

—Bueno —dije—. Hoy deberían pagarnos.

Llegaron murmullos desde debajo de las mantas.

—Esta noche podríamos pasarlo bien —añadí, tratando de sonar animado.

—¿Un domingo? —gruñó Richie.

Me levanté y preparé té. Cuando estuvo listo, serví tres tazones y los coloqué en la encimera que había entre el fregadero y la cocina.

—El té está listo —dije.

—Entonces pásame el mío —dijo Tam desde la cama.

No le hice caso y llevé mi té al rincón que yo ocupaba. Entonces Tam trató de alcanzar la encimera sin dejar la cama, con el resultado de que derramó la mayor parte del té en la moqueta. Eso bastó para que Richie se levantara y se apoderara rápidamente del tazón que quedaba. Tam, entretanto, terminó los posos, se retiró debajo de las mantas y trató de volver a dormir. Entonces decidí que era hora de hacer que se congelase en la cama y abrí la puerta de par en par. Cuando la temperatura del interior de la caravana empezó a parecer la del mundo exterior (lo que no tardó mucho), Richie y yo nos preparamos algo de desayunar con lo poco que nos quedaba. Por fin, cuando un aparente vendaval trató de abrirse paso en nuestro refugio metálico, Tam profirió:

—¡Hay que joderse!

Y se vistió.

Ahora que todos estábamos levantados, parecía seguro preparar otra tetera para que pudiéramos disfrutar adecuadamente antes de salir a trabajar. Cuando por fin Richie y yo empezamos a ponernos con desgana nuestra ropa impermeable, Tam trató de recordar qué había hecho con su saco de abono.

—Está ahí —dijo Richie, señalando por la puerta.

El saco estaba tirado en un charco del otro lado del patio, alisado por el agua de lluvia y completamente inservible. Tam se resignó a empaparse ese día, pero de todos modos recogió el saco. Miró en el armario ropero. Dentro había unas cuantas perchas metálicas que sonaban cada vez que alguien se movía por la caravana. Colgó el saco de una de ellas y luego cerró la puerta. Momentos después empezó a salir agua del armario.

—Deberías haberlo escurrido antes —le dije.

—Ya es demasiado tarde —replicó.

Sí, estuve de acuerdo, ya era demasiado tarde.

Esto estableció más o menos el tono de un día espantoso que pasamos instalando cercas. Con diversas prendas de vestir (yo llevaba la ropa impermeable al completo, Richie sólo la parte de arriba, y Tam lo que quedaba de su cazadora de cuero), por fin empezamos. Habíamos emprendido el trabajo de míster Hall en un momento de gran optimismo, pero ahora nos enfrentábamos con la realidad, en forma de un campo embarrado. Las botas de agua pueden ser efectivas para mantener el agua fuera, pero tenían poca resistencia contra la succión, y constantemente nos veíamos sujetos por ellas, que se negaban a moverse o que se nos salían del todo. Eso hizo que la instalación de la cerca fuera agotadora. Y lo que era peor, el letargo de Tam pareció incrementarse a medida que pasaba el tiempo. Se le había ocurrido que la mayor parte del dinero que le pagaría míster Hall iría directamente a mí y a Richie, y para cuando llegamos al tramo final de la cerca había perdido todo interés. Todavía se las arreglaba para manejar el mazo para postes con la fuerza requerida, pero entre un poste y otro se mantenía inmóvil y cubierto de barro, apoyado en el mango mientras Richie preparaba el siguiente. De este modo trabajamos con ahínco el día entero, y sólo nos detuvimos cuando estaba demasiado oscuro para seguir. Entonces volvimos a la caravana y tratamos de secarnos delante de la cansina llama de gas. Ya no nos quedaba dinero, y las provisiones se habían reducido a las básicas. No me había molestado en telefonear a Donald para pedirle nuestro sueldo porque creíamos que cobraríamos de míster Hall. Sin embargo caí en la cuenta de que no teníamos ni idea de dónde vivía y, en consecuencia, dependíamos totalmente de que apareciera. Ni siquiera podíamos ir a su tienda, porque seguro que los domingos estaba cerrada. Y así, mientras los cristales de las ventanas se empañaban, nos quedamos sentados en la caravana y nos cabreamos.

Nos habíamos quedado adormecidos cuando unos faros aparecieron fuera. Una puerta se cerró con fuerza y llamaron a la nuestra.

—Adelante —dije, mientras trataba de despertarme.

La puerta se abrió y entró míster Hall nuevamente con la bata de carnicero puesta. Dio unos pasos por la caravana, y toda la estructura crujió bajo su peso.

—¿Sabéis hacer corrales? —dijo.

—Creo que sí. ¿Corrales? ¿Qué tipo de corrales? —pregunté.

Tam y Richie se esforzaban por sentarse en sus camas.

—En la fábrica necesitamos unos corrales —precisó míster Hall.

—¿Qué fábrica? —pregunté.

—Nuestra fábrica —contestó—. Carne envasada, empanadas y salchichas. Preparamos comidas para colegios.

Yo todavía estaba medio dormido, y parecía que la estufa de gas había consumido la mayor parte del oxígeno de la caravana. Era incapaz de reparar en nada de eso.

—¿Preparan comidas para colegios? —repetí.

Alzó la voz.

—Sí. Y ahora os lo voy a preguntar otra vez. ¿Podéis hacer corrales?

Hubo el silencio habitual por parte de Tam y Richie, así que yo decidí por ellos.

—Sí, me parece que sí.

—Muy bien —dijo míster Hall, con voz ya más tranquila. Se quedó callado un momento, echando una ojeada a la caravana antes de volver a hablar—. No tardaréis en terminar con esta cerca, ¿verdad, chicos?

Cuando dijo eso sonrió. Evidentemente era algo que no estaba acostumbrado a hacer, pues unas arrugas de impaciencia aparecieron en las comisuras de su boca.

—Sólo serán un par de horas de trabajo, por la mañana —contesté.

La sonrisa desapareció.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, nos queda un poco —aclaré.

—Habíamos quedado en que estaría terminada el lunes.

Míster Hall había vuelto a alzar la voz.

—Sí, bueno, la terminaremos por la mañana.

—Dije que para el lunes, ¡no durante el lunes! ¡Quiero meter ahí mañana a esos animales!

Durante esa última frase se le puso la cara roja y los ojos empezaron a soltar chispas. Yo nunca había visto a nadie montar en cólera con tal rapidez.

—Yo le prometí, en primer lugar… —empecé; pero no era lo más acertado.

—¡DIJISTE QUE PARA EL LUNES ESTARÍA TERMINADA! ¡ESO FUE LO QUE DIJISTE! ¡Y TODAVÍA NO LO ESTÁ! —rugió, y salió de la caravana dando un portazo.

Traté de seguirle, pero no conseguí encontrar las botas a tiempo.

—¡Míster Hall! —grité desde la puerta, pero era demasiado tarde; ya se había alejado con su coche.

—Menuda jodienda —soltó Tam, que evidentemente no encontraba más palabras.

—No le pediste nuestro dinero —me recriminó Richie.

—Tampoco tú —contesté—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—No lo sé.

Sin duda parecía como si hubiéramos terminado con míster Hall, de modo que fui a la cabina telefónica para llamar a Donald y conseguir que nos mandase dinero con urgencia. No había nadie, así que tuve que dejar un mensaje. Cuando volví a la caravana, Tam y Richie me miraron expectantes, como si la llamada telefónica a Donald lo debiera de haber resuelto todo. Cuando negué con la cabeza, la conversación volvió a centrarse en nuevas especulaciones sobre míster Hall.

—Habrá estado trabajando hoy —sugirió Tam—. Por eso llevaba puesta la bata blanca.

—Sí —dije—. Pero en la fábrica, no en la tienda.

—Ya estaba cabreado antes de entrar —dijo Richie.

Todos estuvimos de acuerdo en eso.

—Debería tomarse un día libre —observó Tam.

—¿Qué era eso de los corrales? —preguntó Richie.

Era evidente que míster Hall tenía otro proyecto en mente para nosotros cuando apareció, pero durante el enfado subsiguiente se olvidó de él. Construir corrales supondría un cambio con respecto a instalar cercas y nos gustaba la idea, pero parecía que la oportunidad se había desvanecido. No entendíamos por qué no hacían ellos sus propios corrales.

—Es un trabajo al aire libre, ¿no? —dijo Tam, a modo de explicación.

—¿Y qué? —pregunté.

—A los ingleses no les gusta trabajar al aire libre, ¿verdad?

—Bueno, yo he estado todo el día al aire libre —repliqué—. Y soy inglés.

Tam me miró.

—Ya lo sé —dijo—. Pero estabas con nosotros, ¿o no?

Al día siguiente, después de una noche muy jodida, Tam se negó a tener nada más que ver con la cerca de míster Hall. Yo se señalé que no cabía otra posibilidad que terminar el trabajo o seguro que no nos pagarían nunca, pero Tam se mostró inflexible.

—No hay nada que hacer —dijo—. Nunca le volveremos a ver.

Finalmente estuvo de acuerdo en trabajar él solo en la colina mientras Richie y yo terminábamos el trabajo de míster Hall. Tam todavía estaba tumbado en la cama cuando llegamos a este acuerdo, pero nos aseguró que se levantaría de inmediato y subiría a la colina. No quise perder más tiempo con eso, así que lo dejamos solo.

Terminar una cerca siempre parecía durar más de lo que se esperaba, y hasta las once no quedamos satisfechos con la que hacíamos. Aparte del barro que salpicaba por todas partes, estuvimos bastante contentos con el resultado final. No se apreciaba ninguna señal de que se acercasen los animales de míster Hall, de modo que a lo mejor había cambiado de planes. Cuando volvimos al patio esperando encontrar a Tam todavía dormido en su litera, no había nadie a la vista. Richie hizo un gesto con la cabeza en dirección a la colina.

—Estará trabajando ahí —dijo.

Esperé que estuviera en lo cierto.

Lo previsto era que Tam instalara postes guía para el tramo siguiente de la cerca circular, y cuando llegamos allí encontramos que de hecho sólo había instalado un poste nuevo. Ningún rastro de Tam, sin embargo. Dejé a Richie clavando el poste siguiente y di un paseo por la alambrada. El suelo se ondulaba según andaba y justo después de una ligera pendiente en el flanco de la colina, me encontré con una escena inquietante. Tam estaba a cuatro patas, con un cincel en la mano, en apariencia mirando furtivamente una oveja que ramoneaba por allí cerca. La mayoría de las otras ovejas estaban un poco más arriba de la ladera, manteniéndose, como hacen por lo general las ovejas, lo más lejos posible de las personas. Ésta, sin embargo, comía en una zona concreta de hierba y por un momento había olvidado su seguridad personal. Yo todavía estaba lo suficientemente lejos para que ni Tam ni la oveja advirtieran mi presencia.

Me quedé quieto y contemplé la escena. Tam avanzó lentamente hacia la oveja, con el cincel en la mano alzado como una navaja, hasta llegar a pocos metros del animal. De repente saltó hacia delante.

—¡No, Tam! —grité.

La oveja se largó de inmediato, y Tam cayó al suelo. Cuando me acerqué todavía seguía allí sentado.

—¿Qué estabas haciendo? —dije.

—Intentando atraparla, sólo eso —contestó.

—¿Por qué?

—Para que tuviésemos algo de comer.

—¿Por qué íbamos a tener que comer eso?

—Bueno, ¿qué más cojones hay?

Parecía desesperado.

—No te preocupes —dije—. Pronto recibiremos dinero de una parte u otra.

Hice prometer a Tam que no mataría, ni intentaría matar, a ninguna oveja más, y volví al trabajo.

Ese día me concentré intensamente en que Tam y Richie no se entretuvieran. Me preocupaba que la tarea se volviera a interrumpir, sobre todo cuando habíamos terminado todo el trabajo de míster Hall y no habíamos visto ni un penique. La moral, comprensiblemente, estaba muy baja, y tuve que engatusarlos y animarlos el día entero. Cuando ya se iba la luz, nos pusimos en marcha para volver a la caravana. Por fin habíamos terminado un trabajo, y eso hacía que nos sintiéramos mejor. El único problema, como señaló Tam, era que casi no nos quedaba nada de comer. Cuando nos acercábamos al patio, se me ocurrió mencionar que quedaban dos latas de judías en la taquilla de debajo del fregadero, lo que bastó para que se iniciara una carrera hacia la caravana entre Tam y Richie. Saltaron fuera de la camioneta y atravesaron el patio. Los dos llegaron al tiempo a la puerta de la caravana, y después siguió un ruidoso forcejeo cuando cada uno trató de entrar el primero. Con un violento impulso, los dos atravesaron la puerta, y un momento después quedaron extrañamente en silencio. Preguntándome qué habría producido aquella súbita transformación, entré en la caravana. Donald estaba sentado en la cama de Tam.