Ocho

Marina vivía en un pequeño apartamento que estaba encima de una zapatería.

—Muy bonito —dije yo, cuando entramos.

—Sólo es provisional —aclaró ella.

Se suponía que Marina iba a preparar café, pero por lo que fuera nunca lo tomamos. Entramos en el dormitorio, donde me fijé que había dos camas estrechas, cada una con un armario pequeño lleno de cosas de mujer.

—¿De quién es ésta? —pregunté, señalando la otra cama.

—De mi compañera de piso —contestó Marina—. Esta noche se queda en casa de un amigo.

—Nos viene bien —apunté yo.

—Sí —dijo ella—. Eso parece.

La miré y me di cuenta de que debajo del vestido iba completamente desnuda. Unos minutos después estábamos tranquilamente sentados en la cama, y yo tuve la sensación de estar solo con aquella chica en un lejano y remoto planeta.

Luego me acordé de Tam y Richie.

—No tan solo —me oí decir.

—¿Cómo? —preguntó ella.

—Perdona, nada —contesté yo, pero el sortilegio quedó roto. No había mucho sitio en la cama y casi no conseguí dormir.

Por la mañana Marina tenía que ir a trabajar y no hubo desayuno. Cuando nos separábamos ella dijo:

—Yo no soy un poste para cercas, ya sabes.

No entendí lo que había querido decir con eso.

Salimos y comimos unos dónuts en una bollería. No tenía ni idea de dónde podían haber ido Tam y Richie, y no estaba seguro de qué hacer. Me resistía a telefonear a Donald para decirle que los había perdido. En cierto modo esperaba verlos en cualquier momento, todavía rondando por las calles, acaso buscándome, pero más probablemente esperando que los pub volvieran a abrir. Recorrí el pueblo un rato, pero no los veía por ninguna parte. Absorto, conduje de vuelta a Upper Bowland. Rechacé la idea de que Tam y Richie pudieran haber regresado por su cuenta. No habían mostrado ningún interés por la geografía del lugar desde su llegada a Inglaterra, y por lo que yo sabía casi no les quedaba dinero. Por tanto, me sorprendió encontrarlos a los dos dormidos dentro de la caravana, totalmente vestidos. Richie estaba en su litera y Tam en la mía. Cuando entré se movieron, pero no los desperté. Por algún motivo me sentía en deuda con ellos, y nada más verlos allí tumbados decidí que les daría el día libre.

Me preparé unos huevos para desayunar y al cabo de un rato se despertaron.

—Buenos días —dije.

—¿Tienes que decir eso todos los días? —contestó Tam.

—¿El qué? —pregunté yo.

—Bue-nos dí-as —dijo, con un soniquete en la voz.

—Es puñeteramente sarcástico, ¿no te parece? —añadió Richie.

—Lo siento —dije yo.

No se mostraron muy agradecidos cuando les dije que podían tomarse el día libre. Creí que iban a apreciar el gesto. También esperaba que al cabo de un rato se aburrieran y se pusieran a limpiar la caravana, o incluso que decidieran salir y trabajar un poco en la cerca. Pues no hicieron ninguna de esas cosas. Se limitaron a quedarse en la caravana el día entero, fumando, y esperando a que yo volviera para que pudiéramos salir otra vez.

Entretanto, pasé todo el día trabajando solo, poniendo un par de postes guía en el suelo y haciendo algunos ajustes. Hacia media tarde decidí subir a la loma para ver cómo iban las dos cercas en cruz, medirlas, y asegurarme de que no habíamos olvidado nada.

Fue entonces cuando me enteré de que teníamos un visitante. Estaba comprobando la tensión de la alambrada próxima a la cumbre de la colina cuando vi a un hombre que se acercaba caminando junto a la cerca desde el otro extremo. Durante un instante pensé que míster Perkins había venido a echar una ojeada, pero pronto comprendí que se trataba de otra persona. Yo sólo había visto a míster Perkins en la oscuridad, pero me di cuenta de que no era él. El visitante era un hombre corpulento que lucía un traje muy basto, y me recordó a un cerdo muy grande. Parecía que examinaba con atención la cerca mientras andaba, tirando ocasionalmente de un alambre y empujando los postes pera ver si se movían. Cuando llegó al punto donde se cruzaban las dos cercas se detuvo. Allí no había portillos porque no se necesitaba ninguno. Todos los portillos tenían que estar situados al pie de la colina, por lo que el tipo tenía completamente cerrado el paso. Fui consciente del momento exacto en que me vio, cuando miró a la izquierda y luego a la derecha, pero no dio a entender ni por asomo que me hubiera visto. Era como si yo fuese simplemente una junta o un ajuste. Siguió examinando los detalles de la cerca.

Con todo, mi presencia bastó para evitar que intentara pasar por encima de la cerca, lo que seguramente habría hecho si yo no hubiera estado allí. En lugar de eso, se quedó donde estaba y no me prestó atención mientras me acercaba. Por fin me detuve justo enfrente de él al otro lado de la cerca. Sólo entonces me miró.

—¿Muy ocupado? —preguntó.

—Más o menos —contesté.

—Eso está bien.

Se puso de lado y miró hacia el otro extremo de la colina. Esperé. Luego él miró al cielo.

—¿Conoce a Perkins? —preguntó.

—Sólo lo vi una vez —dije.

—No me hable de Perkins —soltó.

En el tenso silencio que siguió, se puso a examinar nuevamente la cerca, frunciendo el ceño con preocupación y mirándome de vez en cuando. Por fin echó una ojeada a la hilera de postes.

—Ejemplar —señaló, y se puso a bajar la colina.

—¿Quién es usted, señor? —grité, cuando él se alejaba.

—Hall —respondió, volviendo sólo la cabeza—. John Hall.

Me quedé junto a la cerca digiriendo esa información. Por fin me había encontrado cara a cara con uno de los Hall Brothers, pero todavía no comprendía por qué estaba tan interesado en nuestra cerca. Se me ocurrió que en realidad no tenía aspecto de instalador de cercas. Era sin duda un hombre corpulento, pero fundamentalmente era gordo. No conseguía imaginármelo cavando agujeros o usando el mazo para postes. Me pregunté cómo serían los otros hermanos. A lo mejor eran ellos los que instalaban las cercas y él era el cerebro de la organización. Puede que sus hermanos también fueran corpulentos, pero más musculosos, como puertas de un granero. Me di cuenta de que empezaba a hacer especulaciones como Tam, conque me quité a míster Hall de la cabeza y seguí con mi trabajo. El tiempo se había vuelto seco, pero empezaba a hacer frío y, según llegaba la oscuridad, una brisa gélida empezó a soplar en la colina. Finalmente hice el camino de vuelta a la caravana.

Cuando había bajado a almorzar, Tam y Richie se habían quedado repantigados en sus camas, pasando el tiempo sin hacer nada. Ahora, sin embargo, estaban sentados y miraban por la ventana, evidentemente a la espera de mi regreso. Incluso se habían tomado la molestia de encender el cazo eléctrico.

En cuanto entré en la caravana, Richie dijo:

—Esta tarde había un tipo fisgando por ahí.

—¿De verdad? —dije yo, fingiendo desinterés.

—Un cabrón gordo y enorme —añadió Tam.

Como yo no manifestaba ninguna reacción, Richie se levantó y sacó una nota de su bolsillo de atrás.

—Dejó esto para ti.

La nota estaba plegada en cuatro. La abrí y leí: «Le veré aquí a las ocho». La firmaba J. Hall.

Miré a Tam y Richie. Los dos tenían los ojos clavados en mí. Era evidente que habían leído la nota, pero yo no dije nada y la volví a plegar. Por fin Tam no se pudo contener más. Se puso en pie de un salto y soltó a voz en grito:

—¡Vienen por nosotros!

Al hacer esto se las arregló para derribar la lámpara de gas de su extremo de la caravana, de modo que volaron trozos de cristal por todas partes, incluyendo el interior de la tetera.

—Vale, vale —dije—. Pero no sabemos qué quieren, ¿verdad?

—No seas gilipollas —replicó Richie—. Sabes por qué vienen.

Tam pegó su cara a la mía.

—¡YAAAAAAAAH! —gritó—. ¡YAAAAAAH!

Después de que se calmara un poco, conseguí que recogiera los cristales y me preparé el té. Luego esperamos a que dieran las ocho. Tenía pensado bajar hasta la cabina telefónica aquella tarde para informar a Donald de cómo iban las cosas, pero decidí que, dadas las circunstancias, de momento era mejor aplazar la llamada. A las siete y media puse agua a calentar para afeitarme. No tenía por qué cambiar mis planes sólo porque alguien hubiera dicho que vendría a las ocho. Como de costumbre, Tam y Richie observaron todo el proceso. A las ocho menos diez no teníamos más que hacer que sentarnos a esperar. Dieron finalmente las ocho y no pasó nada. A las ocho y diez, sin embargo, unos faros iluminaron la carretera. Los tres teníamos las botas puestas, de modo que salimos de la caravana al patio. Un momento después apareció un coche grande y avanzó hasta donde estábamos.

Míster Hall ya hablaba cuando abrió la puerta y se bajó.

—Muy bien —anunció. Quiero que me instalen unas cercas. ¿Cuándo pueden empezar?

A la débil luz que salía de la caravana observé que el traje basto había desaparecido y ahora el individuo llevaba puesta una especie de bata blanca, de las que llevan los carniceros. Tardé un momento en comprender lo que había dicho.

—No podemos —contesté—. Trabajamos para una empresa.

Entonces míster Hall hizo lo que había hecho en la colina aquella tarde, y no me escuchó.

—Hay ochocientos metros que instalar para el lunes, así que cuanto antes empiecen mejor —dijo—. ¿Cuánto quieren por hacerlo?

Metió las manos en el bolsillo de la bata, miró al suelo y esperó. Me di cuenta de que yo también miraba el suelo.

—¿Entonces, qué? —insistió.

Le eché una ojeada, creyendo que el hombre todavía estaría mirando al suelo. Sin embargo, tenía los ojos fijos en mí.

—Trabajamos para otro —indiqué.

En ese momento noté que Tam quería decir algo, pero él y Richie ya se habían sumido en su silencio habitual, de modo que todo quedaba en mis manos.

—Tendrá que hacerlo como extranjero —dijo míster Hall—. Venga, vayamos a tomar un trago. —Abrió la puerta de atrás de su vehículo e hizo un gesto de que entráramos los tres. Luego nos llevó hasta el Queen’s Head. De camino pasamos lentamente por la nueva cerca de HALL BROS, que él examinó silenciosamente desde detrás del volante, de poste a poste.

Cuando entramos en el pub el dueño estaba inclinado sobre la barra leyendo un periódico. En cuanto vio a míster Hall se puso prácticamente en posición de firmes.

—Buenas tardes, John —tronó.

Igual que él, varios de los que bebían en la barra saludaron a míster Hall llamándole por su nombre, pero del mismo modo servil, como si hacer eso les supusiera una especie de honor. Entretanto, a Tam, a Richie y a mí nos trataban como si fuéramos unos nuevos colegas. Uno de los parroquianos nos guiñó el ojo y se dio unos golpecitos significativos en la nariz, después de echar una ojeada a míster Hall para asegurarse de que no estaba mirando.

—Sírveles a estos amigos una pinta de cerveza a cada uno y prepárales algo de papear —ordenó míster Hall.

—No habréis cenado ya, ¿verdad?

Ya habíamos cenado, pero negamos con la cabeza.

Nos acompañó hasta nuestra mesa habitual del rincón, y nos sentamos. El dueño se acercó presuroso con una bandeja en la que llevaba nuestras cervezas. Me fijé en que míster Hall tomaba naranjada.

—¿Va todo bien, John? —preguntó el dueño.

Me sorprendió que no dijera sir, o incluso rey John.

John Hall no le prestó atención y dio un sorbo a la naranjada.

—Menuda porquería —soltó.

El dueño se retiró, y entonces hubo un silencio expectante, que finalmente rompí yo.

—¿Es eso una bata de carnicero? —inquirí.

—Sí, lo es —contestó—. Somos carniceros. Hemos tenido que seguir siéndolo.

Asentimos con la cabeza, pero no dijimos nada.

—Empezamos de carniceros y luego compramos algo de tierra y criamos ganado —prosiguió—. Al final había demasiados animales y tuvimos que comprar más tierra y cambiar las cercas. Por eso nos dedicamos a instalarlas, no damos abasto con el trabajo.

—¿Quién instala las cercas? —pregunté.

—Mi hermano —contestó.

—¿Cómo? ¿Él solo?

Tam y Richie, que habían estado examinando silenciosamente sus pintas de cerveza, alzaron la vista hacia míster Hall.

—Claro que no —respondió—. Tenía a unos tipos con él; pero se han largado.

El dueño volvió, esta vez con tres platos de empanada de riñones.

—Les he preparado una de las especialidades de la casa, John —señaló.

—Sí, sí, muy bien —soltó míster Hall, y el dueño se volvió a retirar.

Mientras comíamos, míster Hall sacó un gran plano que tenía plegado en el bolsillo de la bata y lo abrió encima de la mesa. Advertí que era un plano de la finca de míster Perkins y de la colina donde estábamos trabajando.

Eligió un punto de la colina y puso el dedo encima.

—Aquí es donde estuvimos —dijo. Sacó un lápiz y escribió AQUÍ ESTUVIMOS en el plano. Luego pasó la mano por la esquina de abajo.

»Este terreno de aquí es nuestro —prosiguió—. Y necesita una nueva cerca que lo cierre. Perkins dice que es responsabilidad nuestra. Los chicos hicieron algo el otro día, pero se han ido.

No explicó por qué ni adonde se habían ido. Dobló el plano y lo empujó hacia mí.

—Tendrá que hacer usted el resto —dijo.

—¿Sabe míster Perkins que usted se ha puesto en contacto con nosotros? —pregunté.

—No es asunto suyo —contestó.

Hice un intento más por resistirme.

—A nuestro jefe no le gustará —añadí.

Él alzó la voz.

—¿Y a usted qué le importa? Tendrá cerveza, comida y dinero contante y sonante. ¿Qué más quiere?

Un par de personas de la barra miraban en ese momento en dirección a nosotros.

Me volví hacia Tam y Richie.

—¿De acuerdo?

Los dos asintieron con la cabeza.

—Entonces, de acuerdo —le dije a míster Hall.

Soltó un gruñido y pidió más de beber. De modo que me había comprometido, lo que significaba que nos quedaríamos en Upper Bowland todavía más tiempo. Quizá Tam y Richie no habían pensado en esta parte de la ecuación. Lo único que les interesaba era el dinero contante y sonante que nos iba a pagar míster Hall. En cuanto nos dejó en la caravana, empezaron a hablar como si nos hubiera tocado la lotería. Parecían olvidar todo el trabajo adicional que tendríamos que hacer. Míster Hall era su benefactor, y después de toda la cerveza a la que les había invitado jamás dirían nada en contra de él.

—Si se entera Donald, habrá jaleo —señalé.

—No se lo diremos, ¿verdad? —contestó Tam.

Di por sentado que no. Y tuve que admitir que la idea de un poco más de dinero en efectivo era atractiva, y si trabajábamos duro el fin de semana, podíamos terminar la tarea el lunes sin dificultad.

Con todo, a la mañana siguiente tuve los problemas habituales para sacarles de la cama. Estaba previsto que nos reuniríamos con David, el hermano de míster Hall, a las ocho en la carretera. Sin embargo, teníamos que ponernos en marcha antes porque debíamos subir a la colina para recoger nuestras herramientas. Llegamos a tiempo al sitio donde habíamos quedado, y el hermano apareció a las ocho y diez conduciendo un camión pequeño cargado de postes y alambradas. Era una versión un poco reducida de John Hall, sólo que mucho más animado. De hecho, parecía estar siempre de guasa.

—¡Jua, jua! —se rio por la ventanilla de la cabina del vehículo cuando se detuvo—. Cerveza a discreción, ¿eh, chicos? ¡Ja ja!

A Tam y a Richie, David les cayó simpático al instante, aunque declinó la oferta de un cigarrillo. Personalmente, yo pensé que se pasaba un pelín. Siguió gastando bromas sobre la instalación de cercas, lo que implicaba amenazarnos con una espada imaginaria y gritar en garde cada pocos minutos. En lo referente a la instalación de cercas, yo era incapaz de imaginarle golpeando con el mazo para postes o cavando agujeros. Sin embargo, era un individuo bastante agradable, y nos hizo el favor de llevarnos despacio en el camión a lo largo de la línea prevista para la cerca mientras Tam y Richie tiraban los postes de la caja.

La cerca propiamente dicha parecía un trabajo que se podía hacer sin problemas. Después de que se hubiera ido David Hall, Tam anduvo por allí cantando: «¡Está chupado! ¡Está chupado!», a voz en grito. Tenía razón, era fácil. No obstante, también iba a ser un trabajo aburrido. Estábamos acostumbrados a instalar cercas en terrenos escarpados y difíciles. Después de todo, era nuestra especialidad. Aquella cerca, sin embargo, siempre iba bordeando el terreno de los Hall. Era un terreno llano. Además, había que instalar un montón de postes. A diferencia de la cerca altamente tensionada que estábamos instalando en la colina, éste era un trabajo convencional de instalación de una alambrada. Los postes tenían que estar separados por unos dos metros para sujetar la alambrada, ¡lo que significaba que había que clavar cuatrocientos! A media mañana, después de clavar un poste tras otro, la monotonía hizo presa de nosotros. Tam había empezado a contar cuántos postes estaban puestos, y cuántos quedaban. Eso empeoró las cosas.

—Éste es el ciento cuarenta y siete —anunció, cuando terminamos con otro poste—. Tres más y serán ciento cincuenta.

Y así siguió. Empecé a preguntarme si todo aquello merecía de verdad la pena. La única ventaja que veía yo era que Tam volvería a ser solvente cuando míster Hall nos pagara el lunes, lo que suprimiría la presión a que yo estaba sometido de seguir haciéndoles adelantos, en especial ahora que Richie también andaba apurado de dinero, a causa de los préstamos que le hacía a Tam. De pronto pensé en que suponíamos que nos pagarían en cuanto termináramos el trabajo. Pero ¿y si míster Hall esperaba un poco antes de saldar las cuentas? No habíamos pensado en ello. No mencioné esa posibilidad a Tam ni a Richie por si eso afectaba su ritmo de trabajo. No quería que perdiesen su ímpetu hasta que termináramos con los dos trabajos que teníamos entre manos. Mis sospechas aumentaron aquella tarde cuando David Hall llegó con varios kilos de salchichas para nosotros. Esperé que los hermanos Hall no quisieran engañarnos pagándonos de aquel modo. Tam y Richie, por otro lado, consideraron las salchichas un premio, y cuando volvimos a la caravana se pusieron a freirías para tomarlas con el té.

—¿Vas a prepararlas todas? —pregunté, cuando Tam se ocupaba de una sartén totalmente llena. Pinchaba las salchichas una a una con un tenedor.

—Sí —dijo—. Hay muchas más en el sitio de donde vienen éstas.

—¿Tú crees?

—Lo sé. A partir de ahora vamos a tener cerveza y comida hasta hartarnos.

—¿Estás seguro?

Tam me miró.

—Sé perfectamente lo que quiero decir, joder.

Nos llevó un rato recuperarnos de todas aquellas salchichas, y del día de trabajo duro, pero al final fuimos al Queen’s Head, donde el dueño nos sirvió la primera ronda y nos dijo que le llamáramos Ron. Era como si nuestras relaciones con míster Hall nos hubieran proporcionado una especie de estatuto especial. Durante la noche a Tam y Richie les invitaron a formar parte del equipo de dardos del pub, aunque antes no habían mostrado especial interés por el juego. A mí me dejaron de lado, pero traté de no tomarlo como un desaire personal. Cuando Tam se subió las mangas para jugar, volví a ver las palabras «Soy escocés» tatuadas en su brazo. No resultó una sorpresa que los lanzamientos de Tam fueran bastante precisos, mientras los de Richie tendían a ser cada vez peores. Fue una noche pasable, pero cuando volvimos a casa era evidente que yo era el único al que le quedaba algo de dinero. Y el día siguiente era sábado.

Me estaba preguntando por qué Richie tardaba tanto en volver. Pasaba siempre que le mandaba hacer algo. Estaba previsto que trabajase solo en el otro extremo de la cerca de míster Hall, sujetando la alambrada a una hilera nueva de postes, y hacía siglos que debería haber terminado el trabajo. Al fin fui a ver qué pasaba, y me lo encontré golpeando las sujeciones de la alambrada a los postes con una piedra enorme. Observé aquella escena primitiva durante unos momentos y luego le pregunté dónde estaba su martillo.

Con la cabeza hizo un gesto hacia la colina.

—Allí arriba.

—Pero ayer por la mañana fuimos por nuestras herramientas —señalé yo.

—No creí que necesitara el martillo —contestó.

—¿Por qué no?

—No lo pensé, eso es todo.

Seguía con la piedra en la mano.

—¿Por qué no se lo has pedido prestado a Tam? —pregunté.

—La semana pasada perdió el suyo. Desde entonces ha estado usando el mío.

—¿Perdió su martillo?

—Claro.

Saqué mi martillo del cinturón para herramientas y se lo tendí a Richie.

—¿Por qué no me has pedido el mío? —inquirí.

—No creí que me lo fueras a prestar. No quisiste prestarnos el abrelatas, ¿verdad?

—Eso era distinto.

Volví en silencio a donde Tam estaba instalando el siguiente poste guía. Se puso a trabajar con mucho más ahínco cuando me aproximaba, y sólo se detuvo cuando llegué junto a él.

—¿Cabe la posibilidad de algún adelanto esta noche? —dijo, estirándose.

—¿Cuánto? —pregunté.

—Bueno, lo de siempre, supongo —contestó.

—Es un préstamo, no un adelanto —aclaré.

Tam asintió con la cabeza.

—Eso mismo. Vale.

No me sentía especialmente contento. Donald estaba retrasándose un poco en el envío del salario. Con todo, como no llevaba personalmente el asunto con míster Hall, mientras él nos pagase a tiempo, podría recuperar el dinero que me debía Tam. En consecuencia, accedí a prestarle algo más.

—Rich también necesita algo —precisó.

—¿Has perdido tu martillo? —pregunté, cambiando de tema.

—¿Cómo lo sabes? —dijo.

—Sólo lo suponía —contesté.

Hubo una pausa.

—Entonces ¿le darás un adelanto a Rich? —preguntó.

—Sí, supongo que sí.

—Vale, iré a decírselo.

Lo siguiente fue que se alejó junto a la cerca. Vi que Tam y Richie se encontraban a lo lejos. Hubo una pausa momentánea, y luego Richie buscó algo en el bolsillo de la camisa. Unos segundos después, una nubecita de humo apareció encima de sus cabezas.

Cada tramo de la cerca de míster Hall tenía que estar terminado con un alambre de espino por arriba. El alambre de espino era uno de los peores materiales con los que uno tenía que trabajar. Normalmente, si no se lo controlaba, se enrollaba como le daba la gana pero se le pegaba a uno como una serpiente con pinchos al tratar de estirarlo. Venía en pesados rollos que no entraban en el aparato para desenrollarlos. Por eso tenía que desenrollarse por el suelo antes de que la alambrada se pudiera estirar y sujetar. Todo era muy laborioso. El primer tramo de la alambrada estaba terminado, así que le dije a Tam que empezara a desenrollar el alambre de espino. Eligió un rollo y empezó a examinarlo muy de cerca, mirando el extremo de la alambrada. Cuando le volví a mirar un instante después todavía seguía allí, contemplando atentamente el rollo y haciéndolo girar poco a poco. Interrumpí lo que estaba haciendo y lo observé. Por fin me llamó.

—Este rollo no empieza en ninguna parte —anunció.

—Tiene que empezar —contesté.

—Dime dónde, entonces.

Se estiró, y yo me puse a mirar el rollo. En algún sitio, oculto entre todas aquellas capas de alambrada, tenía que haber un extremo. Al cabo de unos minutos tuve que admitir que tampoco yo lo encontraba. Era absurdo. Todos habíamos empezado muchos rollos de alambre de espino, y nunca antes habíamos tenido aquel problema. Sin embargo, aquél parecía no tener principio ni fin. Justo entonces vino Richie caminando a lo largo de la cerca.

—¿Tienes un cigarrillo, Rich? —dijo Tam.

—¡Ahora no! —solté yo—. Antes tenemos que empezar con este rollo.

Richie dijo que él se ocuparía y comenzó a estudiar el rollo. Cuando alzó la vista del lío y vio que Tam y yo lo mirábamos atentamente, se puso nervioso y dijo que con nosotros delante nunca lo conseguiría, por lo que nos alejamos y nos dedicamos al tramo siguiente. Al cabo de unos minutos vimos que Richie desenrollaba el alambre de espino a lo largo de la cerca.

—Entonces ¿lo encontraste? —pregunté.

—Claro —contestó—. Sólo se necesitaba un poco de constancia, nada más.

Aquella tarde llegamos a la parte del cercamiento que corría a lo largo de un denso seto. Estaba previsto que Tam y Richie hubieran dispuesto allí todos los postes puntiagudos tras haberlos descargado del camión de David Hall, pero en ese tramo no había rastro de ninguno. Les pregunté dónde estaban.

—Están al otro lado del seto —respondió Richie.

—¿Y qué están haciendo allí? —pregunté yo.

—No sabíamos de qué lado iba a ir la cerca.

—Bueno, ¿y por qué no lo preguntaste?

Se encogió de hombros.

—No queríamos molestar.

Les ordené que trajeran los postes. Entretanto, empecé a trazar una línea recta para trabajar siguiéndola.

Tam y Richie llevaban unos pocos minutos del otro lado cuando una voz enfadada sonó a mis espaldas.

—¿Qué coño está pasando?